Capítulo 26
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, hacienda de los Beltrán, julio de 1553
Marisol cumplió su palabra. Una criada trajo una invitación para que fuésemos a verla. La madre superiora mandó llamar a una modista, porque nuestros vestidos estaban ajados y tenían el dobladillo raído. La modista, una viuda española empobrecida, debía hacernos tres nuevos a cada una: uno de día, otro de tarde y visitas y otro para las fiestas nocturnas. La acompañamos al mercado, donde regateó mucho con los comerciantes por las telas y los encajes, y un zapatero nos tomó medidas de los pies para hacernos zapatillas de cuero. Aunque, según la superiora, el precio había sido justo, las nuevas galas hicieron desaparecer una alarmante cantidad del dinero de nuestras dotes. Ella nos regaló unos abanicos chinos, que, al parecer, se habían puesto de moda entre las damas.
La madre superiora nos informó de que los Beltrán contaban con un amplio círculo de amistades entre los terratenientes locales, muchos de ellos hombres solteros.
Llegó el carruaje, acompañado de dos escoltas armados y una doncella que se ocuparía de nosotras. Nuestros baúles, con los nuevos vestidos, encajes y abanicos se ataron a la parte superior del vehículo; en el mío iba también la presente crónica. Aunque debía haberla entregado a la congregación, aún no había logrado separarme de ella y no me atrevía a dejarla en el convento para que otras pudieran encontrarla en mi ausencia, pues la duración de nuestra visita era indeterminada. Por lo visto, en aquellas tierras las visitas eran muy informales y la superiora esperaba que estuviéramos en la hacienda de los Beltrán varias semanas. A Pía y Zarita las entristeció mucho tener que separarse, pero la joven le aseguró a Pía que los divorcios llevaban mucho tiempo y que aún estaría en el convento cuando ella regresara. Se despidieron con un abrazo, como dos flores besándose al empuje de la brisa.
La hacienda de los Beltrán se encuentra a cuatro días de viaje del convento. Llevamos aquí dos semanas ya y la superiora tenía razón: Marisol y Tomás han invitado a numerosos hombres, con uno u otro pretexto. En el lúgubre salón, repleto de muebles macizos e imágenes religiosas y crucifijos en todos los huecos disponibles, nos sentamos en silencio todas las tardes, como en exposición, bebiendo a sorbitos agua azucarada, con la mirada recatadamente gacha. El exquisito reloj de pared que el padre de Tomás se trajo de España por un coste inimaginable, además de no dar la hora correcta, produce un ruidoso tictac de fondo. Los hombres beben una fuerte bebida alcohólica hecha de alguna planta local y hablan entre sí, paseándose por el salón con aire de pavos reales y mirándonos altivamente, como si fuésemos ganado.
¡Es horroroso!
Acuden a Pía como moscas a la miel. Doña Luisa, la madre de Tomás, nos vigila cual halcón y, si nos atrevemos a hablar con uno de los hombres, tuerce el gesto y nos tilda de desvergonzadas. Le desagrada sobre todo Pía, posiblemente porque la mayor de sus hijas, Rita, que tiene su misma edad, es bastante menos atractiva. Cuando hay visita, se asegura de que no se sienten en el mismo sofá.
A Pía los hombres le son verdaderamente indiferentes, pese a que le escriben poemas y le llevan flores y se consumen de amor en su presencia. Marisol le señala las ventajas de este o de aquel e intenta, en vano, despertar en ella algún interés. Pía solo piensa en Zarita.
Sancha se ha puesto, de pronto, muy guapa. La encuentro muy alta para su edad, también muy elegante, con ese cutis tan fino y esos ojos oscuros llenos de picardía. Parece mucho mayor de trece años y hace todo lo posible por coquetear con los pretendientes de Pía. A esa criatura jamás deberían haberle regalado un abanico: ha descubierto que puede conseguir que un hombre se le acerque en cuestión de minutos con tan solo pestañear por encima el artilugio. Me alarma comprobar que no la consideran una niña; Tomás se ha visto obligado a recordar a varios granujas ardorosos que Sancha aún no tiene edad para casarse. Eso la pone de mal humor. Le encanta ser el centro de atención.
Marisol se ha ofrecido a alojar a Sancha permanentemente en la hacienda, pero la joven, aunque la quiere mucho, no desea vivir en un lugar con tan pocos estímulos. Menos aún bajo la mirada vigilante y censora de doña Luisa. Prefiere volver al convento con Pía y conmigo y ver qué le depara el futuro, es decir, desea ver con quiénes nos casamos nosotras y tomar su decisión después.
Llevábamos ya un mes con Marisol y tendríamos que haber vuelto al convento, pero iba a celebrarse un baile en la mansión del gobernador regional y todos los terratenientes de kilómetros a la redonda estaban obligados a asistir con sus esposas y sus hijas. Marisol se encontraba ya en avanzado estado de gestación, pero, pese a las objeciones de doña Luisa, insistió en asistir como carabina nuestra. Tampoco aceptó que las dos pequeñas de los Beltrán se quedasen en casa, como deseaba su madre, y las jóvenes lo agradecieron, pues, para ellas, el evento era algo del todo excepcional.
El día del baile nos levantamos muy temprano para bañarnos y vestirnos y Marisol abrió sus joyeros de piel, que cerraba con llave, y nos pidió que tomásemos prestado cada una lo que quisiéramos. Tomás le ha regalado el rescate de un rey en joyas y nos pasamos una mañana entera jugando con el resplandeciente botín, probándonos piezas y debatiendo qué nos iría mejor con nuestros nuevos vestidos o resaltaría más el color de nuestros ojos.
En nuestros aposentos, había un espejo de cuerpo entero con marco dorado y, una vez vestidas, nos fuimos mirando por turnos y asombrándonos de la transformación propia y ajena. Descubrí que soy alta, como mi padre, pero la costurera era habilidosa y el vestido disimulaba mi exagerada estatura. Me pareció muy bonito, de seda azul oscuro con enaguas de color amarillo claro rematadas de encaje. Llevaba el pelo trenzado y enroscado alrededor de la cabeza, con flores de color hueso que olían a gloria, y un collar de perlas y zafiros y unos pendientes dignos de una princesa. Agarré mi abanico y ensayé desplegándolo, volviendo a plegarlo, desplegándolo a medias sobre la parte inferior de mi rostro para que se me vieran solo los ojos por encima del borde… Así es como lo hace Sancha. La joven que me mira desde el espejo, medio oculta tras el abanico, no tiene en absoluto aspecto monjil.
Cuando las ocho estuvimos embutidas en el carruaje a primera hora de la tarde, ni siquiera doña Luisa, vestida de negro, pudo enfriar nuestro entusiasmo sermoneándonos sobre decoro hasta la puerta misma de la mansión del gobernador.
El viaje se me hizo interminable, pero por fin llegamos a la espléndida escena festiva. Vimos un jardín repleto de plantas altas de agradable olor, una fuente y antorchas por todas partes. Había un grupo de músicos y una troupe que interpretaba animadas danzas y cantos campesinos. Seguimos a Marisol y doña Luisa al interior para presentar nuestros respetos a la esposa del gobernador. La casa rebosaba de velas y los sirvientes, vestidos de historiada librea y descalzos, iban pasando bandejas de deliciosas bebidas. A nuestro alrededor, resplandecían las joyas de las mujeres. Todo el mundo parecía hablar a la vez. Los ojos de Sancha chispeaban mientras coqueteaba con alguien por encima de su abanico cuando pensaba que no la miraba, e incluso Pía reía con una historia que un joven le estaba contando.
Cuando dio comienzo el baile, como éramos pocas las jóvenes solteras, bailamos todas las piezas y no nos sentamos ni una sola vez. Doña Luisa se acomodó junto a otras viudas ricas cerca de la pista de baile, donde podían vigilar de cerca a todas las jóvenes. Cada vez que había un pequeño descanso entre piezas, agarraba a la pobre Rita y la sacaba de la pista a toda prisa para sermonearla.
Más tarde, después de una espléndida cena que se sirvió a medianoche, yo estaba sentada sola, esperando a que doña Luisa regresara con Rita cuando se detuvo delante de mí un caballero, me hizo una reverencia y me deseó buenas noches. Alcé la vista.
—¡Don Miguel! —exclamé.
Don Miguel Aguilar. Sabiendo ya de quién era hijo, traté de adivinar en su rostro el parecido con sor Beatriz, pero no pude. La sangre indígena había dado forma a sus rasgos. Tenía las cejas pobladas y penetrantes ojos oscuros y su piel dorada resaltaba con el blanco de la gola que llevaba al cuello. Iba vestido de negro, con muchas cadenas de oro, y parecía muy distinguido.
Le dije que tenía entendido que debíamos agradecerle el inusual matrimonio de Marisol, que si no hubiera jurado llevarse a casa al reticente don Tomás para el compromiso arreglado por doña Luisa, este jamás la habría secuestrado como lo hizo. Don Miguel se irguió y esbozó una discreta sonrisa, luego señaló que en la colonia los noviazgos eran muy distintos a los de España.
—No cabe duda —repuse yo, riendo—, pero Marisol es muy feliz, en cualquier caso.
Siendo un hombre tan serio, frío y altivo, me sorprendió que Don Miguel decidiera sentarse a mi lado. Claro que también es muy cortés y yo agradecí que no me dejara sola. Le pedí que me contase más cosas del país y abordó la tarea con entusiasmo. Quedó de manifiesto, como nos habían comentado aquellas señoras durante nuestra primera noche en tierra americana, que le desagradaba el trato que los españoles daban a los indígenas. Me habló con elocuencia de las pobres almas a las que obligaban a trabajar en las minas de plata, esclavos y campesinos por igual, y de las masacres y los saqueos de los españoles. Se me hacía extraño oír aquellas historias y debió de vérmelo en la cara, porque de pronto enmudeció.
Después le conté que la superiora había escrito a su madre para preguntarle si yo podría visitarla y presentarle mis respetos cuando ya no estuviese de luto, si aquello no le parecía una terrible intromisión, porque tenía mensajes que hacerle llegar de las monjas de España. Contestó que estaba convencido de que me recibiría encantada. Me pregunté si sabría que era nieto de sor Beatriz, si Salomé le habría hablado alguna vez de las circunstancias de su nacimiento. La mayoría de las exquisitas damas españolas hablaban y se conducían con exagerado decoro, quizá Salomé no le habría contado nada.
Entonces doña Luisa nos interrumpió y arrojó a Rita a los brazos de don Miguel, deshaciéndose de mí con descaro. Don Miguel se levantó, hizo una reverencia, masculló unas galanterías y se retiró. Doña Luisa resopló indignada.
—Debería volver a casarse —dijo, observándolo mientras se alejaba—. Solo es medio inca, pero su padre fue príncipe. Una buena esposa española acabaría con sus patrañas sobre los indígenas. ¡Podrías haber dicho algo para hacerte notar, Rita! ¡No te quedes ahí mirando como un pasmarote! A Esperanza le estaba prestando mucha atención mientras ella le hablaba.
La pobre Rita está completamente dominada por su madre, a su entera disposición día y noche, y gustosamente se casaría con el diablo mismo si con eso consiguiera salir de su casa para siempre.
—Sí, mamá —dijo con un suspiro.
A mi parecer, Rita y don Miguel serían una combinación de lo más desafortunada. Poseía don Miguel una especie de rabia y poderío contenidos que, de algún modo, formaban un todo con su entorno, con las vastas montañas, la intensidad de la luz, el inmenso altiplano. Se sentía tremendamente orgulloso de que su padre fuese descendiente de reyes incas, dioses del sol en la tierra, como los llamaba él. Una deidad pagana y, a juzgar por lo que contaban, cruel. Entregar a la dulce e inofensiva Rita a un hombre así sería sacrificarla, como decían que los incas solían sacrificar a las doncellas.
Cuando se reanudó el baile, doña Luisa se llevó a Rita. Entonces Pía vino corriendo a mí con gesto alarmado en sus rasgos por lo general afables.
—Sancha ha desaparecido —me susurró.
Se acercó un grupo de jóvenes que esperaban para bailar con ella, mirándola como una manada de llamas en celo. Pía los ignoró por completo.
—Sancha estaba bailando y, mientras doña Luisa buscaba pareja a Rita y no miraba, ha escapado a la galería con su pareja de baile. Ahora no la encuentro.
Pía y yo nos alejamos como pudimos de la marabunta de pretendientes encandilados para ir en busca de Sancha. Quizá la hubiesen secuestrado a ella también, víctima más gustosa no iban a encontrar. ¡Que Dios asistiera al secuestrador! Pero al fin la encontramos detrás de los establos, con los músicos y sus bailarinas. Colorada como un tomate y con las faldas levantadas. Nos dijo que le estaban enseñando canciones y bailes indígenas.
Pía y yo no la dejamos escapar de nuestro lado durante el resto de la noche.
Ya estamos en septiembre y sabemos que deberíamos regresar al convento, pero nos han llegado noticias de un brote de viruela. Marisol desea nuestra compañía y no nos permite volver hasta que haya pasado el peligro. Su embarazo está ya tan avanzado que apenas puede moverse y todas hemos sentido las fuertes pataditas de la criatura. Tomás se desvive por ella y hasta doña Luisa gruñe en voz más baja. Rita va a ser la madrina del bebé y don Miguel será el padrino. Idea de doña Luisa. Confía en que eso los una.
Marisol teme lo que se avecina. Recuerda los partos de su madre. Aunque no lo diga, también yo recuerdo que mi madre murió al traerme a este mundo y me aterra que algo así pudiera pasarle a mi amiga. Pía y yo estamos rezando una novena por ella.
La vida se ha vuelto muy tranquila en la hacienda, pues esperamos en cualquier momento un indicio de que llega la criatura. Hay pocas visitas, por lo que Sancha ha convencido a Tomás para que mande llamar a los músicos y las bailarinas con el fin de que nos entretengan. Para enojo de doña Luisa, se han instalado en las dependencias de los sirvientes, pero a Marisol le encanta cómo animan nuestras veladas después de la cena, así que, contra lo que había ordenado doña Luisa, les ha pedido que se queden. Sancha ya baila tan bien como cualquiera de la troupe y lo demuestra a la mínima ocasión.
Pía está angustiada por Zarita. Nos llegan pocas noticias; solo sabemos que la epidemia ha resultado fatal y que muchas han muerto.
Marisol lleva dos días gritando en la habitación en penumbra. Me toca a mí esta vez enjugarle la cara con una esponja y tomarle las manos, ¡hasta que ya no puedo más! Tomás se pasea nervioso de la casa a los establos y viceversa, incapaz de quedarse quieto ni un segundo. Hay muchos niños en la finca que son hijos suyos. ¿Cuántas veces habrá sido responsable de esa agonía? Empiezo a odiar a Tomás. Y a todos los hombres. Doña Luisa asegura que las indígenas y las campesinas no sienten el dolor como lo sienten las mujeres españolas de alta alcurnia. Durante las comidas, nos obsequia con descripciones de sus partos; no para de decir que lo que sufre Marisol no es nada comparado con lo que sufrió ella.
Marisol ha tenido un niño y una niña, ambos sanos. ¡Alabado sea Dios! No obstante, después del parto, estaba aterradoramente pálida y débil, sangraba profusamente y se encontraba febril. Nada de lo que yo recordaba de los tratados médicos resultaba eficaz y estaba desesperada, hasta que una de las criadas indígenas entró decidida en la alcoba con un emplasto y un brebaje de hierbas que apestaba y se quedó plantada a su lado para asegurarse de que bebía al menos un poco. De no ser por eso, yo creo que habría muerto. Doña Luisa tuvo dispuesto a un cura desde el principio, para el bautismo y los últimos sacramentos. Tomás está ojeroso y, de pronto, parece mucho mayor. A los niños se les ha bautizado como Mariana y Teo Jesús. Cuando doña Luisa le dijo a Marisol los nombres que había elegido, esta abrió los ojos solo un instante y volvió a cerrarlos, demasiado débil para discutir.
Doña Luisa ya les ha buscado una nodriza a las criaturas. Nosotras nos sentamos junto a Marisol y le damos caldo, alarmadas por su letargo y su palidez, aunque confiamos en que se recupere. Oí a las hermanas pequeñas de Tomás decir que se alegraban de que ellas fueran a ser monjas y pudieran eludir los tormentos de la maternidad.
Un mes después del parto, Marisol por fin puede levantarse de la cama y sentarse en la galería. Los mellizos son dos bebés grandes y fuertes que maman con entusiasmo de su nodriza. Sancha, Pía, Rita y yo nos turnamos para pasearlos, mientras doña Luisa nos reprocha que los vamos a echar a perder. Don Miguel nos ha hecho una visita para conocer a sus nuevos ahijados y le ha traído a cada uno una tacita de oro. Tomás y él han salido de excursión todo el día y han ido a cazar; a Tomás le ha venido bien. Marisol ya está lo bastante recuperada como para discutir con doña Luisa sobre las tomas de los bebés y contradecirla sobre lo que debe preparar la cocinera para la cena.
Es hora de que regresemos al convento.