Capítulo 13
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, primavera de 1549
Al principio, no vimos a la niña con cabeza y rostro de adulta, sentada en el escabel, a los pies de la abadesa. Luz no habla y puede pasar horas en silencio, con lo que casi resulta invisible. Me sorprendió ver a una enanita con un vestido andrajoso y unos zapatos rotos. Las grandes casas aprecian mucho a sus enanos, los visten con ropas buenas y los tienen como a perritos falderos, para su diversión, como si no fuesen seres humanos con alma. Una costumbre cruel.
—¡Jamás imaginé que la abadesa pudiera tener una enana! —me susurró Esperanza al oído, furiosa—. ¡Qué vergüenza!
—¡No me mires con desprecio, Esperanza! —le espetó la abadesa—. La niña estaba a la puerta del convento esta mañana.
Esperanza se ruborizó. Inclinándose hacia la enana, la abadesa le pasó la mano por debajo de la barbilla y le levantó el rostro a la luz. La pequeña se estremeció y quedó de manifiesto la razón de la indignación apenas disimulada de la abadesa. Tenía restos de cardenales alrededor de la nariz y lo que al principio parecía un labio leporino resultó ser una cicatriz irregular posiblemente de un golpe que le había partido el labio superior. En aquella carita sucia, unos ojos grandes nos miraban a una y a otra y tenía el pelo revuelto, apelmazado y plagado de piojos.
A la abadesa le cambió la cara cuando se dirigió a ella.
—Aquí estás a salvo, pequeña —le dijo con ternura—. Nadie te pegará, pero ¿podrías decirnos cómo te llamas y cuántos años tienes?
La niña no contestó.
—¿Quién te ha traído?
La enanita se llevó la mano al bolsillo del vestido, sacó un papel doblado y se lo entregó a la abadesa, luego agachó la cabeza como un animal que esperara una patada.
La abadesa lo desdobló y leyó en voz alta.
Estimadas hermanas:
He recorrido una larga distancia para dejar a mi nieta, Luz, a vuestra merced y cuidado. No tengo nadie más a quien acudir. Me estoy muriendo y ya no puedo protegerla. La criatura ha sido, tristemente, objeto de abundantes agravios por las circunstancias de su nacimiento. Hace tiempo que es costumbre en nuestra familia el casamiento entre primos con el fin de preservar el patrimonio familiar, por eso mi único descendiente, mi hija, se casó con un primo que la amaba desde la infancia. Era la niña de sus ojos, esposa intachable y señora bondadosa de todos los sirvientes de la casa, incluido el malvado enano de su marido, conocido por sus lujuriosos desmanes con las mozas de cocina. Entonces mi hija dio a luz a su primer bebé, que es a quien habéis conocido. En cuanto nació la desdichada criatura, se desmoronó la felicidad de mi pequeña. Cuando mi yerno vio a la pobre Luz, montó en cólera, convencido de que mi hija le había sido infiel con el enano. Ella le aseguró que era inocente, pero él la agarró de los pelos, la sacó a rastras de la cama y la encerró por adúltera, con permiso solo para que la visitara y confesara el cura, y abandonada después a su suerte.
Al enterarme de lo sucedido, acudí de inmediato a mi yerno para informarle de que, aunque nunca se había hablado de ello, las mujeres de nuestra familia habían parido enanos en otras ocasiones, que se habían dado casos en casi todas las generaciones y a los niños se los había mantenido ocultos. Se negó a escucharme y no me permitió ver a mi hija. Según los sirvientes que la encontraron, la pobre murió sola, encerrada en sus aposentos, en medio de un charco de sangre. A la infeliz enanita no se la volvió a ver.
Solicité a las autoridades que conocía que investigaran la muerte de dos inocentes, pero se lavaron las manos, aduciendo que un hombre era dueño de administrar su familia como creyera oportuno y que, si había tratado injustamente a su esposa, pesaría sobre su conciencia y bastaría con que se confesara y cumpliese la penitencia.
Las mujeres somos polvo a los pies de los hombres. ¡Qué injusticia para mi hija! Le supliqué a mi yerno que me dejara llevarme a la niña, pero el supuesto engaño lo había trastornado y juró que haría sufrir a la criatura. Me permitió quedarme en la casa para que fuese testigo de ello. Me quedé, con la esperanza de poder proteger a la pobre niña de su padre. Solo lo conseguí en algunas ocasiones. El hombre fue empeorando con el tiempo y la trataba como a un perro: le pegaba, la pateaba y se mofaba de ella. Solo le enseñó a rezar, dormía en la paja, junto al fuego, y se alimentaba de gachas. No obstante, conforme a la tradición familiar, Luz, por ser la primogénita, heredaría el grueso de la fortuna de su padre. Por eso él no se atrevía a matarla: pretendía casarla con otro primo huérfano y apropiarse después de la fortuna de ambos.
Así que, cuando salió de cacería para varias semanas, agarré a Luz y hui con ella. Había oído que en el convento de Las Golondrinas las mujeres desesperadas encontraban el auxilio y la protección que se les negaba en otras partes. Por el amor de Dios y de la Virgen, tened compasión de Luz y dadle cobijo y yo rezaré por vos durante el resto de mis días, en este mundo y, después, ante el Todopoderoso.
La abadesa volvió a doblar el papel.
—Terrible. Por supuesto que acogeremos a la pobre niña. Acogeríamos también a la abuela si pudiéramos encontrarla. Pero te he mandado llamar, Esperanza, además de a sor Beatriz, porque deseo que anotes todo esto en la crónica, para que quede testimonio de la falta de humanidad y la crueldad de que son víctimas las mujeres. Además, tengo una curiosidad. Nos has contado que tu padre y tú leíais textos prohibidos. Los árabes eran estudiosos del mundo natural y doctos en ciencias naturales. Por desgracia, la Iglesia ha quemado muchas de sus obras.
La quema de libros irritaba muchísimo a la abadesa.
—Sí —respondió Esperanza con cautela—. Mi padre poseía muchos tratados de medicina que me leía y yo estudiaba los que podía leer por mi cuenta…
—Las hermanas de la enfermería dicen que tú… ¿Recuerdas algo relativo a los enanos?
La joven meditó un instante, luego respondió que, en un texto griego sobre la cría de animales, se hablaba del resultado del cruce endogámico de ganado débil y de los terneros enclenques y las cabras con tres patas que nacían de esos cruces. De eso el autor deducía que la endogamia en pequeños grupos de individuos podía producir deficiencias físicas o mentales. Luego aplicaba esas observaciones a los casos en los que la endogamia humana podría generar efectos similares.
Algo que se consideraba pura herejía en los tiempos que corrían. La Iglesia había sentenciado que la observación de la conducta animal no tenía aplicación alguna a los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios. En cambio, el padre de Esperanza, coincidía con el autor del escrito en que se trataba del orden natural y que la naturaleza era una manifestación de las leyes divinas. Además, el libro aconsejaba que, en una familia donde hubiera habido enanos o niños con malformaciones en la columna vertebral, se evitaran las uniones entre parientes consanguíneos, por lejanos que fueran. Esperanza añadió con amargura que el tratado se había quemado junto con el resto de la biblioteca de su padre. La abadesa torció el gesto y maldijo por lo bajo a los necios ignorantes que ocultaban el conocimiento e incrementaban las penas del mundo, causando con ello un indecible sufrimiento a niños inocentes como Luz.
—Gracias, Esperanza. —Luego se volvió hacia la niña y le dijo—: Pequeña, tu nombre es Luz, como la hermosa claridad que brilla en tu alma y que ahora brillará en un sitio seguro. Ve con Esperanza, ella se encargará de que te den un baño y ropa limpia. Después te buscaremos una camita. Tendrás hambre… Esperanza, pídele un poco de sopa a la hermana de la cocina. Que la enriquezcan con un huevo y le den a Luz un poco de pan de miel, si queda. Pide a las hermanas del orfanato que le apliquen bálsamo en esos cardenales. Si Luz no habla, habrá que tener paciencia; no es por obstinación.
Es imposible saber cuántos años tiene Luz. La abadesa calcula que entre ocho y diez u once. No sabe leer ni escribir y todo la asusta demasiado para que aprenda algo, salvo a coser. Eso, en cambio, lo hace de maravilla. Aunque muchas niñas tontean durante las largas clases de costura, Luz está pendiente de cada palabra de la profesora. Le encanta tener su propio costurero, con hilo de seda de colores, un estuchito de agujas, unas tijeritas de plata y un dedal. Lo tiene ordenadísimo y domina todas las puntadas. Trabaja en silencio durante horas, sentada en su taburete —hecho a medida para que toque el suelo con los pies— hasta que la llaman para las oraciones, para las comidas o para pasear por el claustro. Sus puntadas son un primor, perfectas y casi invisibles, al contrario que las de Esperanza. Esta, pese a su inteligencia, apenas sabe coser una línea recta y homogénea. Luz recibe elogios y sirve de ejemplo a las otras niñas y eso ha obrado milagros en ella. Poco a poco ha ido engordando. Los cardenales han desaparecido e incluso sonríe a veces. Sin embargo, sigue sin hablar y, en cuanto oye un comentario cortante o un ruido fuerte, sale corriendo a un rincón y se echa a llorar.
A Esperanza la ha hecho muy feliz tener que cuidar de Luz y la trae al scriptorium mientras las otras niñas están en clase.
—Es muy calladita y muy buena, ¿verdad, Luz? Y mirad, sor Beatriz —me dijo Esperanza un día, sacándose del bolsillo un pañuelo doblado, delicado como las alas de una mariposa y desdoblándolo—. Luz me ha hecho esto. ¿A que es precioso?
Luz resplandecía de satisfacción al verme admirar el pañuelo. Era una preciosidad, rematado de encaje y con un ave bordada en el centro.
—¡Una golondrina! —exclamó Esperanza, señalándola—. Le enseñé cómo hacían sus nidos por todo el convento para cantarle a ella, porque les da de comer miguitas de pan. ¿Verdad que es una niña muy buena y muy lista?
Luz se ruborizó de orgullo y Esperanza le dio un abrazo.
La profesora de costura ha puesto a Luz a zurcir la ropa blanca de la capilla del convento. Siempre se encarga ella misma, no deja que nadie más la toque. Entretanto, la abadesa ha recibido una carta en nombre de nuestra mecenas, la reina, solicitando que recemos por la conversión al cristianismo de los indígenas de América.
La abadesa ha pedido a la profesora de costura que encargue a Luz una nueva tarea: una palia para la capilla personal de la reina, bordada de símbolos religiosos entrelazados con pequeñas golondrinas, emblema de nuestro convento. Se la enviará con una atenta carta en la que se prometan las oraciones que solicita, como garantía de que satisfaremos sus deseos, de la pureza de nuestra fe y de nuestra respetuosa gratitud.
—Debemos aprovechar toda ocasión que se presente para recordar a la reina que la consideramos nuestra protectora —murmuró la abadesa.