Capítulo 29

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, misión de Las Golondrinas de Los Andes, marzo de 1554

 

Al volver al convento, nos enteramos de que Pía estaba más serena, pero se negaba a abandonar la celda, aun cuando las seglares le abrían la puerta e intentaban engatusarla para que saliera. La batalla que ángeles y demonios libraban por su alma no la dejaba dormir. Estaba tan delgada que su piel era casi transparente. Verla así nos hizo llorar a Sancha y a mí.

Aún no he escrito a la abadesa y a sor Beatriz. Es imposible saber si las cartas llegan a su destino, si mis misivas harían peligrar al convento o si podrán contestar. Ansío saber si Luz está a salvo. Todavía conservo su pañuelo.

A lo que iba… La madre superiora me ha llamado a su salita para que hablásemos de mi futuro. Tras nuestra visita a Marisol, otros pretendientes preguntaron por Sancha, por Pía y por mí, pero, sobre todo, por Pía, con vistas a negociar un casamiento. Pía no estaba en condiciones de casarse con nadie y yo me resistía a que nos separásemos las tres, así que conseguí eludir el asunto.

Sin embargo, al regresar de mi visita a Salomé, la superiora me contó que alguien se había interesado en especial por mí. Por un instante, albergué la ingenua esperanza de que hubiese sido don Miguel, pero la superiora me desencantó.

—Don Héctor Santiago. Tiene sesenta años y nunca ha estado casado, así que no tendrás que lidiar con hijastros. Es primo lejano de los Beltrán. Fue muy específico en cuanto a los requisitos de su futura esposa: mientras sea española, está dispuesto a aceptarla aunque no tenga dote, en tanto en cuanto sea discreta, devota, humilde, sumisa, callada, no precise vestir con ropas ostentosas y pueda darle descendencia. A ser posible, desea una joven sencilla sin otra educación que la lectura de su devocionario.

Traté de asociar el nombre a uno de los altivos terratenientes. Cuando lo conseguí, se me cayó el alma a los pies.

—Ah, lo recuerdo, madre: un gallito de rostro descarnado y nariz aguileña pagado de sí mismo al que le hiede el aliento como si tuviera los dientes podridos.

—Es un hombre muy rico: su familia posee muchas minas de plata —añadió la superiora con severidad. Eso lo hacía aún menos atractivo. Don Miguel me había contado que los indígenas se dejaban la vida trabajando como esclavos en las minas—. Su abuelo fue uno de los generales de Pizarro. Como es lógico, su familia evaluará tus referencias antes de hacer una oferta en firme, pero confío en que no encuentren obstáculo alguno.

La cosa empeoraba por segundos.

Le había contado a la superiora lo mínimo posible sobre mí: solo le había dicho que mi madre había muerto al nacer yo y que mi padre había sido un erudito. Así que protesté enérgicamente y le dije que no cumplía los requisitos de don Héctor, porque a mí me habían dado una educación muy completa en mi casa.

La superiora hizo un gesto despectivo con la mano, como diciendo «Ignoremos eso». Estaba impaciente por resolver nuestro futuro y me quedó claro que expondría aquella información del mejor modo posible cuando respondiese a don Héctor. Me pidió que meditara con detenimiento su oferta. La sola idea me hizo estremecer, aunque me permitiera cumplir otra promesa, la de proporcionar un hogar a Sancha antes de que se viera en algún aprieto importante.

Sus travesuras cada vez mayores empiezan a alarmarme. Se escapa del convento de vez en cuando para unirse a troupes de artistas nómadas —intérpretes, músicos y bailarines— que entretienen a la gente sobre tarimas improvisadas en las plazas y en los nuevos teatros. Su conducta es peligrosa. Hay demasiados hombres, demasiados aventureros y borrachos, que piensan que todas las mujeres estamos ahí para lo que a ellos les plazca, todas, y en especial las bailarinas con las que Sancha traba amistad. Ella insiste en que las representaciones son de naturaleza religiosa, moralidades destinadas a educar y cristianizar a los indígenas, pero atraen a multitudes indisciplinadas de todos modos.

También le ha dado por hablar de su familia. Tiene recuerdos muy dolorosos que la hacen llorar, pero dice que, ahora que se está haciendo mayor, es su deber recordarlos, por terrible que sea.

—Si no, será como si volvieran a morir, Esperanza —me dijo un día—. Ahora sé que tuvieron una muerte horrible porque eran judíos. Yo también quiero ser judía. —La mandé callar y le dije que, pensáramos lo que pensásemos, debíamos tener cuidado con lo que decíamos—. ¡No seas mojigata! —me replicó—. Tú también tienes un secreto que esconder. Cualquiera que tenga un secreto lo puede contar cuando otro le cuenta el suyo —repuso.

Eso es cierto.

Además de sus recién adquiridas aptitudes interpretativas, Sancha me ha sorprendido volviéndose de pronto muy estudiosa. Algo harto peligroso. En una de sus escapadas, ha adquirido un Antiguo Testamento impreso en español en una librería de una indígena que, según dicen, vende género prohibido. Es muy hermoso. Sancha se ha gastado la mitad de su dote en él —sin que yo lo supiera— y lo lee asiduamente. Dice que es obra de unos judíos italianos. Le he advertido que esas biblias en lengua vernácula están prohibidas por la Iglesia. Como no consigo razonar con ella, he cometido el error de decirle que no tiene ni idea de lo peligrosas que son.

—Claro que sí —me ha replicado, levantándose las faldas y bajándose las medias. Las cicatrices de color púrpura son horribles—. Esto me recuerda que debo hallar un modo de ser digna hija de mis padres. Por eso el Todopoderoso me ha permitido vivir. Aún no sé cómo, pero ya se me ocurrirá algo. De momento, aprenderé la historia de mi pueblo.

Entretanto, don Héctor presiona a la superiora para que responda a su oferta. Yo no respondo y la superiora se impacienta. Por mí, la habría demorado hasta que se congelaran los infiernos, pero anoche Sancha estuvo a punto de que la atrapase uno de los vigilantes nocturnos. Por eso hoy he accedido a casarme con el anciano a condición de que acepte que «mi hermana» viva con nosotros. Su respuesta ha sido que está dispuesto a alojar a Sancha siempre y cuando sea una joven devota y sumisa. Afortunadamente, no sabe nada de Sancha; de lo contrario, se habría negado. Ignoro cómo me las arreglaré para lidiar con los dos cuando estemos casados.

Obligo a Sancha a que esconda la Biblia bajo el colchón. Le he comunicado mi decisión de aceptar la proposición matrimonial de don Héctor y que debe venir conmigo a mi nuevo hogar. Sancha me ha mirado horrorizada.

—¡¿Ese al que le huele la boca a pescado podrido?! Puaj. Además, es viejo, es como un escarabajo disecado. ¡Imagina cuando te toquetee con esas manitas secas de escarabajo! Ni siquiera doña Luisa lo quiso para Rita. ¡Esperanza, no puedes hacerlo!

Pero debo. Apenas me queda dote y no se me ocurre otra solución.

No quiero pensar en don Miguel ahora, pero, ay, ojalá hubiera estado presente cuando visitamos a Salomé.

Ya se han hecho públicas las amonestaciones de mi enlace. Sancha ha vuelto a desaparecer, ¡condenada muchacha! Me está costando horrores ocultar su ausencia, una angustia añadida en estos momentos. El día de mi boda se aproxima demasiado deprisa. Debería preparar mi ajuar, pero estoy demasiado apenada y mis manos no se muestran nada dispuestas para la labor. La superiora me ha recordado que meta un camisón en la parte de arriba del baúl. ¡No sobreviviré a la noche de bodas!

He ido a contarle a Pía lo de mi casamiento. Se ha limitado a contestarme con voz soñadora que ella está casada con un ser celestial. Las seglares que la cuidan tratan de convencerla de que coma un poco, diciéndole que lo que le dan es el maná del cielo. Me ha señalado la jarra de agua que tiene en la celda y me ha susurrado que son las lágrimas de Dios. Por lo menos, está serena.

Rezo al Señor para que me dé fuerzas y me recuerdo que, al menos, cumpliré la promesa que le hice a mi padre. Sancha y yo tenemos pocas opciones. No podemos quedarnos en el convento de forma indefinida sin abrazar la vida religiosa de algún modo. Ya casi no nos queda dinero. Ninguna de las dos puede hacerse monja: implicaría mucho fingimiento y una traición a lo que somos.

Confío en que Sancha regrese a tiempo para la boda. Necesito una amiga a mi lado.