Capítulo 2

Laurel Run, Georgia, marzo de 2000

 

La insistencia de la madre superiora a Menina el día de su partida en que «fuese una niña buena» sobrevivió en ella hasta mucho después de que sus recuerdos de la superiora, de sor Rosario e incluso del convento se convirtieran en meras reminiscencias.

«Sé una niña buena. Una niña muy buena.»

Lo era. Todos los habitantes de la pequeña localidad de Laurel Run coincidían en que Menina Walker era digna hija de sus padres adoptivos. Educada, estudiante de sobresalientes desde primero, cantaba en el coro de la iglesia baptista, ayudaba a su madre sin que esta se lo pidiera y, en el instituto, había sido una de las pocas chicas con «buena conducta». Nunca sisaba cigarrillos, ni fumaba maría, ni llegaba a casa borracha, ni experimentaba con el sexo en el automóvil a la entrada de su casa. Las madres de Laurel Run, desesperadas por el comportamiento de sus hijas adolescentes, se maravillaban de que Sarah-Lynn Walker hubiera hecho de su pequeña toda una señorita y la ponían como ejemplo ante sus propias hijas.

Las jóvenes solían replicar que Menina tampoco había tenido oportunidad de no ser buena. La hermosa niña que había llegado de Sudamérica con los Walker se había convertido en una adolescente sin encanto: más alta que sus compañeras desde los doce años, con ortodoncia y reputación de cerebrito, Menina era la preferida de la profesora y un modelo de buena conducta. El patito feo no se había convertido en cisne hasta el último año de instituto y, para entonces, los chicos ya la veían como la empollona de la clase, no como una chica con quien salir.

Sin embargo, su transformación había sido extraordinaria. A sus diecinueve años, Menina era una joven alta y delgada, de finas facciones, suave cutis aceitunado y un pelo oscuro que resaltaba sus preciosos ojos de color zafiro. De cerca, aunque tenía una sonrisa fácil, cierta vacilación en su conducta y una leve timidez en aquellos hermosos ojos revelaban que su belleza era algo nuevo para ella, algo a lo que aún no se había acostumbrado.

Pese a lo que le dijeran el espejo y sus amantísimos padres, todavía no acababa de creerse lo mucho que había cambiado. Tampoco dedicaba mucho tiempo a pensar en su apariencia. Había adquirido la sana costumbre de no hacerlo y, por otra parte, sabía que era una especie de ratón de biblioteca; hacía tiempo que había descubierto que la mejor forma de evitar sentirse sosa e ignorada por los grupitos de niñas bobas de su clase era enterrarse en sus quehaceres escolares. A sus padres les enorgullecía que sacase todo sobresalientes y que fuese la primera de su curso y la estrella del programa de excelencia del instituto. Además, lo cierto era que disfrutaba muchísimo en clase.

El problema de no ser popular era que le sobraba mucho tiempo, así que buscó un modo de ocuparlo.

Nadie había menospreciado nunca el origen hispano de Menina; es más, los Walker siempre le habían insistido en que debía sentirse orgullosa de ello. Cuando le habían entregado la medalla y el viejo libro al cumplir los dieciséis años, como prometieran a la madre superiora, Virgil habían pronunciado un breve discurso sobre la importancia de su herencia y le había dicho que posiblemente sus padres biológicos le hubieran colgado aquella medalla del cuello con la esperanza de que su poder milagroso la salvara. Menina se había tomado muy en serio aquellas palabras.

Ella ya había llegado a esa conclusión y se sabía privilegiada, por haber sobrevivido a la Mano del Diablo y haber sido adoptada por los Walker. Por desgracia, no era ajena a los prejuicios de los lugareños para con los mexicanos y otros inmigrantes hispanos, con sus maltrechas camionetas repletas de niños harapientos y su disponibilidad para barrer ferreterías, trabajar en gasolineras y realizar las labores más duras del jardín por menos del salario mínimo. Hubo mucha oposición entre los vecinos cuando se donó dinero para la construcción de centro social hispano a las afueras del pueblo y comenzó a circular por el instituto un mal chiste que enfureció a Menina cuando lo oyó: «¿Cómo llamas a una criada hispana? Limpiaca». Esa misma tarde, después de clase, fue a visitar el centro en bicicleta.

Buscó la oficina del director —una pequeña estancia que olía a yeso y donde los obreros estaban instalando una enorme placa de bronce que informaba de que aquel centro social era un obsequio de la Fundación Benéfica Pauline and Theodore Bonner II— y se ofreció voluntaria. Al poco, Menina daba clases de inglés a los niños y ayudaba a los padres con consejos, referencias y formularios para cosas prácticas como la asistencia sanitaria o los cupones para alimentos. Le gustaba sentirse útil y, de paso, empezó a refrescar sus conocimientos de español, aunque, cuando intentó ponerlo a prueba con el viejo libro del convento, le pareció demasiado difícil. Todas las eses parecían efes y no hablaban de otra cosa que de las monjas. Una crónica del convento, como le habían dicho sus padres. Carente de interés.

Cuando llegó el momento de ir a la universidad, Menina prefirió no marcharse de casa. Consiguió una beca para estudiar Historia del Arte en la escuela universitaria femenina de su localidad: Holly Hill. A juicio de las ancianas señoras de Laurel Run, aquella era la elección ideal para una señorita, algo que no hizo más que incrementar la estima en que la tenían. Igual que la materia elegida.

Holly Hill era uno de esos anacronismos que sobrevivían en los estados sureños. Fundada por dos doctas solteronas a finales del siglo XIX como «escuela para señoritas», había permitido a las jóvenes el aprendizaje de latín, historia y ciencias en una época en que los adornos florales, la costura y unas nociones de francés eran la única formación que se creía necesaria para una joven dama. El lema de las fundadoras era «Una joven que puede leer a Cicerón, también puede leer una receta» y el latín, que Menina adoraba aunque en su día le habría avergonzado reconocerlo, seguía siendo uno de los requisitos de admisión. Gracias a la situación acomodada de las alumnas, el centro había podido incorporar un notable departamento de Historia del Arte.

Ser una señorita tenía sus recompensas. En su primer año de universidad, Menina había captado la atención del guapo Theo Bonner III. Cuando el deportivo de Theo comenzó a aparecer a la entrada de la casa de los Walker por las noches, se enteró todo el pueblo. El joven era el único hijo de una de las familias más antiguas y adineradas de Georgia. Podía haber sido un haragán derrochador, pero estaba terminando la carrera de Derecho y tenía pensado trabajar en un centro jurídico de asistencia al indigente en lugar de entrar en uno de los prestigiosos bufetes de Atlanta y, por lo general, se le consideraba «un muchacho con los pies en el suelo que llegaría muy lejos». Se especulaba que terminaría dedicándose a la política, porque los Bonner llevaban generaciones metidos en la política estatal.

Además, en aquellos tiempos de escándalo en los que mujeres y hombres solteros vivían juntos por ver si la relación funcionaba antes de casarse, Theo lo había hecho a la antigua usanza y se había declarado a Menina al año de conocerla.

En los desayunos de vecinos, las clases de catequesis, los almuerzos del club de jardinería y las cenas pastorales, los amigos de los Walker los felicitaban y envidiaban a Sarah-Lynn, la mujer nunca se cansaba de entretenerlos con el relato de cómo se habían conocido Menina y Theo.

Mientras estaba en la universidad, Menina había seguido trabajando dos veces por semana en el centro social hispano y, apenas unas semanas después de iniciar su primer curso en Holly Hill, un buen día se disponía a impartir una de sus clases particulares sin que le hubiera dado tiempo a cambiarse los vaqueros salpicados de pintura y la vieja sudadera llena de agujeros que había llevado en clase de Plástica. Para bochorno suyo, el director del centro la llamó a su despacho y se la presentó a Pauline y Theodore Bonner, que habían ido a visitar el centro, como la voluntaria más trabajadora. Algo incómoda, Menina estrechó la mano de un distinguido caballero de pelo cano, de una esbelta y elegante mujer madura y de su hijo, Theo Bonner III, que, mientras la saludaba le contó que estudiaba Derecho y que había ido allí para ver si alguno de los usuarios del centro podía beneficiarse del asesoramiento legal gratuito que ofrecían.

Theo era más alto que Menina, guapo en su agradable desaliño, bronceado y con un pelo aclarado por el sol que parecía necesitar un buen corte, vestía una raída chaqueta deportiva que debía de haber sacado del rastrillo de alguna fraternidad. El director pidió a Menina que enseñase a los Bonner el centro y la joven, aturdida por la presencia de Theo e incapaz de dejar de mirarlo de reojo, así lo hizo. Había algo en él que le hacía sentir que una corriente eléctrica le recorría todos los huesos del cuerpo. Procuró actuar con naturalidad, hasta que Theo la sorprendió mirándolo, le sonrió y le guiñó un ojo. Cuando los Bonner se marcharon, Menina se maldijo por tener el aspecto de alguien que acaba de salir de un contenedor de basura. Luego suspiró y se reprendió por ser tan estúpida. Theo Bonner estaba completamente fuera de su alcance.

Se quedó pasmada cuando la llamó una semana después, le dijo que le había sonsacado su número de teléfono al director y le propuso salir. En Navidades del año siguiente, Theo se le había declarado. Menina, entusiasmada y enamorada por primera vez en su vida, se dijo que aquello no era más que un sueño. Y, por supuesto, aceptó.

A espaldas de Sarah-Lynn, las señoras especulaban que Menina se había prometido porque había desoído el consejo de su madre de no mantener relaciones sexuales antes del matrimonio, consejo que les habrían dado sus propias madres a ellas: «Los hombres piensan que por qué van a comprar la vaca cuando pueden ordeñarla gratis». Hermosa, elegante y digna de admiración, Menina se movía envuelta en un aura de romance y aprobación.

La única persona a la que no entusiasmaba que Menina se casara era su mejor amiga, Becky Taliaferro, aunque no había tenido tiempo de verla a solas para decírselo desde que la llamara para contarle que se había prometido. A Becky, Theo le parecía agradable y muy atractivo y a Menina la veía enamorada, pero nunca había salido con nadie más, ¿qué sabía ella de hombres? Además, las dos habían planeado viajar y ver mundo después de la universidad. Sinceramente, confiaba en que no terminase siendo un ama de casa, aunque fuera rica, Menina era demasiado lista para eso. No solo porque sacase sobresalientes, sino porque utilizaba la cabeza. Pensaba mucho las cosas, las meditaba de verdad. Becky no conocía a ninguna otra persona que tuviese la vena académica de Menina, estudiar era algo natural en ella.

Sin embargo, por lealtad, sería su dama de honor en junio. Ahora, tres meses antes de la boda, había vuelto de la universidad expresamente para escoger su vestido de dama de honor. Las jóvenes se encontraban tiradas en tumbonas en el solárium de los Walker, con un té helado y unas galletitas entre las dos. Era una estancia destartalada pero cómoda, almacén de viejos muebles de mimbre, cojines descoloridos y ejemplares antiguos de Good Housekeeping, que había sido el cuarto de juegos de Menina y Becky desde el día en que su familia se había mudado a la casa contigua. La intrépida Becky, que entonces tenía siete años, se había cansado de provocar al gato, de abrir cajas de mudanza y de volver loca a su madre y había saltado la valla para hacerse amiga de Menina, que tenía su misma edad. La traviesa e incontenible rubia y Menina, morena, tímida y educada, no tardaron en ser inseparables, siempre juntas en casa de una o de la otra. Los Taliaferro dejaron de referirse a Menina como «la niñita de los Walker» y la apodaron «la Niña de Luz», porque, cuando estaba con ella, la revoltosa Becky se portaba de maravilla.

De niñas, las dos amigas se habían hecho tiendas de campaña con mesas de naipes y mantas en el solárium, donde organizaban pícnics en los días de lluvia; de adolescentes, habían tonteado con una güija prohibida; durante el instituto, habían retirado las mesas de naipes para ensayar las pruebas de ingreso en el equipo de animadoras; en el último curso, se habían sentado a las mesas de naipes para rellenar juntas las solicitudes de admisión en la universidad. Por aquel entonces, Becky había picado a Menina diciéndole que Holly Hill iba a ser un aburrimiento y esta le había replicado que su afán por sumergirse en una estresante vida social y formar parte de una hermandad de cientos de alumnos en la Universidad de Georgia la aterraba.

Ninguna de las dos imaginaba lo rápido que sus decisiones las llevaría en direcciones opuestas. Mientras Menina se encaminaba rápidamente al matrimonio, Becky había aprovechado la oportunidad de desplegar las alas. Tras abandonar la carrera de Educación Infantil que había iniciado, había sorprendido a todos los que la conocían ingresando en la Facultad de Periodismo, donde, entre novio y novio, se había centrado asombrosamente en su carrera como corresponsal extranjera, como Marie Colvin o Christiane Amanpour. Para que la tomaran en serio, Becky compensaba su hermoso rostro, sus grandes ojos azules y sus tirabuzones rubios con un tachón dorado en una de las aletas nasales, un tatuaje en el hombro y la cazadora de motorista de su novio del momento. Todo aquello, desde el periodismo hasta la cazadora, tenía atormentada a su madre.

De nuevo juntas en la guarida de su infancia, por un instante le pareció imposible que estuvieran hablando de preocupaciones tan adultas como bodas y trayectorias profesionales. ¿Cómo, se preguntaban ambas, habían llegado ya a aquella etapa de sus vidas?

—Aún no has visto esto —le dijo Menina entonces—. ¿No te parece precioso? —añadió, espantando a los fantasmas de su infancia.

Le había dado la vuelta al anillo de compromiso —un enorme brillante flanqueado por zafiros—, por reservarlo para el gran momento. Entonces volvió a darle la vuelta y movió los dedos de la mano izquierda delante de Becky. El sol del atardecer, que se colaba en el solárium por entre los cerezos silvestres, hizo que el brillante produjera pequeños destellos danzarines en la pared.

—¡Ay, Niña de Luz! —exclamó Becky, levantándose de la tumbona—. ¡Es impresionante! ¿Lo ha elegido Theo o se lo ha soplado mamá Bonner?

—Lo ha elegido Theo. Según él, los zafiros hacen juego con mis ojos. ¿Qué es eso de «mamá Bonner»? ¡Venga ya! —Menina rio—. Entre nosotras, ¡le pega más «mamá Maléfica»! No tenía ni idea hasta que he podido conocerla mejor. ¿No te acuerdas de que el año pasado salió en aquel artículo de Vogue sobre mujeres «en la sombra que representan el antiguo capital y la nueva política sureños»? Esa mujer nació para la política.

Becky siguió comiendo pastitas de té.

—¿Por qué no se deja de intermediarios y se presenta ella a las elecciones?

—Bueno, ya sabes, se pone muy fina y dice que la política es un juego de hombres, pero yo creo que, en el fondo, le gusta tirar de los hilos, las cenas benéficas y todo eso. Gracias a ella, la familia Bonner tiene contactos políticos en las altas esferas. Ignoro si Theo tendrá esa ambición, la verdad. Habla de ello, pero acaba de licenciarse en Derecho. Quiere pasar un par de años trabajando en el centro de asesoramiento legal.

—¿El amigo de los indigentes? Por cierto, ¿pensáis vivir los dos de lo que él gane ahí? Tendrás que trabajar tú también, ¿no?

—Le pagan poquísimo, sí, pero Pauline me llevó a comer después de que Theo y yo nos prometiéramos en Navidad y me dijo que podríamos hacer uso del fondo fiduciario de Theo. ¡No me mires así! Yo tengo mis planes, ¡claro que voy a trabajar! Solo que me vendría bien no tener que trabajar a jornada completa mientras preparo la tesis de mi beca.

—No es más que una escuela universitaria y casi tienes que preparar la disertación de un máster. ¡Madre mía!

Menina asintió con la cabeza.

—Sí, es más difícil de lo que pensé que sería cuando la solicité.

Su beca había sido cuantiosa —con sus clases reducidas, sus aulas bien equipadas y su elevado número de profesores por alumno, Holly Hill era caro—, pero llevaba implícita una condición por la que pocas jóvenes la solicitaban. La beca era un obsequio de una alumna de Holly Hill de finales del siglo XIX, amante del arte. Quería fomentar el número de académicas que aportaran algo al estudio de la historia del arte sin verse implicadas en una indecorosa competición con los hombres. Las destinatarias de la beca se comprometían a escribir, tras su graduación, una tesis sobre un tema original de su elección relacionado con el arte; la beca incluía una subvención especial para viajes en caso de que la investigación así lo requiriera. Posteriormente, Holly Hill se haría cargo de la publicación de esas tesis y las pondría a disposición del mundo académico en general. El inconveniente era la cláusula de penalización: si la destinataria de la beca no entregaba su tesis en el plazo de un año después de su graduación, tendría la obligación legal de devolver el importe íntegro de la beca.

Menina se había emocionado tanto pensando en lo contentos que se pondrían sus padres cuando les contara lo de la beca que no les había mencionado esa pequeña pega… y seguía sin hacerlo.

—Tengo que centrarme, pero, en cuanto me lo quite de en medio, terminaré mi grado en la Universidad de Georgia —dijo Menina—. Luego quizá haga una licenciatura. Me gusta mucho la historia del arte y quisiera terminar trabajando en un museo. Ya veremos. Tendré que arreglármelas para conciliar las clases con un trabajo de media jornada y con preparar la cena y todo lo demás, pero Theo está muy ocupado, así que me dará tiempo. Hemos visto unos apartamentos muy monos cerca del campus, en la zona de casas antiguas. Muchos de los compañeros de fraternidad casados de Theo viven en ese barrio y se van turnando para organizar cenas. Mamá ya está copiando recetas de esto y de aquello para cuando nos toque a nosotros.

No mencionó que había vuelto de su almuerzo con Pauline con una idea muy distinta de lo que sería su vida de casada con Theo. Para su consternación y posterior asombro e indignación, Pauline le había dejado muy claro que Theo debía crearse una imagen que favoreciera su posible elección en el futuro. Cuando fuera la esposa de Theo Bonner III, Menina entraría a formar parte de la Liga de Juventudes, se dedicaría a hacer labores de voluntariado y asistiría a almuerzos benéficos en los que poder socializar con las esposas de esos prominentes hombres de negocios que acostumbran a hacer cuantiosas contribuciones políticas. Menina sabía que repetirle a Becky las palabras de Pauline sería como agitar un trapo rojo delante de un toro. Tendría que limitarse a encontrar una forma discreta de mantenerse fiel a sus propios planes.

Suspiró e hizo crujir el hielo de su vaso.

—Lo más difícil era encontrar un tema original, pero por lo menos ya tengo uno. Cuando hicieron limpieza en la biblioteca de Holly Hill hace unos meses, la bibliotecaria me regaló un libro antiguo que nadie quería y allí lo encontré. Lo imprimió un particular allá por el 1900 y contiene algunos retratos de un artista llamado Tristán Mendoza, pintados en España en el siglo XVI. Los retratos son todos de mujeres, tapadas hasta las cejas, nada de escotes como los de esas pinturas inglesas de las queridas de los reyes a las que el busto casi se les sale del cuadro. Estas señoras llevan rosarios y devocionarios, pero luego, cuando las miras detenidamente, empiezas a verlas de otro modo, no sé, casi tan sensuales y provocativas como las amantes pechugonas de las pinturas inglesas. Pornográficas, cuesta explicarlo. Ninguno de mis profesores había oído hablar de Tristán Mendoza, pero han visto lo mismo que yo y me han dicho que la corte española era bastante conservadora en esa época: los cristianos acababan de derrotar a los moros y estos eran muy puritanos para algunas cosas, así que los cristianos tenían que superarlos en eso para demostrar su superioridad. ¿Y sabes qué es lo más interesante?

—Soy toda oídos —dijo Becky con un suspiro.

—Tomé la lupa para estudiar las reproducciones más de cerca y, debajo de su firma, ¡Tristán Mendoza dibujó un ave! ¡Una pequeña golondrina exactamente igual que la de mi medalla!

—¿Por qué?

—Eso mismo me pregunté yo y, a mi parecer, nadie más parece saberlo. Así que el tema original de mi tesis será Tristán Mendoza y su golondrina. Si la golondrina significaba algo para el pintor, quizá también significara algo para mis padres biológicos. Debo averiguarlo. Mi padre dice que debían de ser católicos y que creían que tenía poderes milagrosos o algo así. —A Menina se le llenaron los ojos de lágrimas como siempre que pensaba en la esperanza de su familia biológica de que la medalla le salvara la vida. Procuró no pensar en lo mucho que le gustaría que conocieran al hombre maravilloso con el que iba a casarse o que pudieran ver su vestido de novia. Se limpió las lágrimas enseguida—. Y no te pierdas esto: el Museo del Prado es el único museo que posee alguna obra de Tristán Mendoza, ¡así que tengo que ir al Prado! La beca me cubre el viaje. Estoy pensando que debería llevarme al museo el libro antiguo que me regalaron las monjas. Es muy viejo y está muerto de asco en un cajón de mi cuarto. Seguro que tienen una sección de incunables y, si no, posiblemente sepan adónde lo puedo llevar.

—¡Madrid! —Becky alargó el brazo y chocaron los cinco—. ¡Fantástico! Espero que averigües lo que quieres saber. Bueno, se está haciendo de noche, más vale que me marche. Se supone que me va a llamar un tipo por un proyecto con el que confío en conseguir una beca de verano en The New York Times.

—¡Ay, Becky! ¡Hablo demasiado! ¡Cuéntame!

—Vale, ¿te acuerdas de aquel tío de por aquí, Junior, un chico un poco tonto que dejó los estudios, empezó a trabajar en la gasolinera y luego lo condenaron a muerte por matar a una pareja? Pues está en el corredor de la muerte esperando a que salga adelante una apelación para que lo sometan a un nuevo juicio; ya sabes que tenía un abogado de oficio que era tonto de remate, que las pruebas no se sostenían, errores judiciales y todo eso, y ahora su nuevo abogado está ansioso por darle publicidad al caso, pero, de momento, Junior no ha querido hablar con nadie. Lo que pasa es que me he puesto en contacto con su abogado y Junior se acuerda de mí, de cuando llenaba el depósito del automóvil de mi madre, y dice que, como yo era la única chica lo bastante llana como para hablar con él, ahora él hablará conmigo. En teoría, su abogado me va a llamar y me dirá una fecha para que vaya a verlo a la cárcel.

—¡Apuesto a que no le has dicho a tu madre que vas a ir a un centro penitenciario!

—Eh… No. Será una sorpresa. Me marcho.

Se abrazaron.

—Hasta la vista, Niña de Luz —le gritó Becky en español mientras desaparecía saltando la valla.

—Becky no ha cambiado nada —murmuró Sarah-Lynn al tiempo que cerraba la puerta—. ¿Cómo se le ocurre ponerse esa cosa en la nariz? Por favor, dime que se la quitará para la boda. ¿Qué vestido prefiere, el azul o el lavanda?

—¡Ay, perdona, mamá, se me ha olvidado preguntárselo! Nos hemos despistado hablando de otras cosas. Le he estado contando lo de mi tesis y…

—¡Otra vez esa tesis! Cariño, tendrá que esperar; aún están pendientes las pruebas de tu vestido de novia, hay que elegir la cubertería de plata y terminar la lista de invitados para poder mandar las invitaciones.

—Luego, mamá.

Menina salió corriendo a poner la mesa. Sabía que debía preocuparse más a fin de elegir entre la seda punteada o el tul, los arreglos florales, la cubertería de plata y por todas las cosas que hacían feliz a su madre, pero no. La boda no era lo importante, lo importante era vivir con Theo… Estaba impaciente. Aparte de porque ¡por fin! podrían tener relaciones, porque sería una delicia despertar a su lado, saber que lo vería todas las noches. Se abrazó pensando en ello.

Aunque tenía la certeza de que otras chicas disfrutaban de una venturosa vida sexual sin que les saliera en la frente la F de furcias, tampoco ella rebosaba seguridad en la materia. Había tenido siempre muy presentes las advertencias de su madre sobre las relaciones extramatrimoniales y todo ese rollo de las vacas y el ordeño gratuito. Además, Theo, que podía haber elegido a cualquier chica del mundo, la había preferido a ella. Así que, en el fondo, pensaba que quizá su madre tuviera razón. No se había atrevido a averiguarlo por temor a perderlo.