Capítulo 5
Convento de Las Golondrinas, España, abril de 2000
El convento era un laberinto de pasillos. El viento de las montañas silbaba a través de las grietas que había entre las paredes y el techo y las aves entraban y salían revoloteando, gorjeaban y hacían sus nidos bajo el tejado. La luz procedía únicamente de los ventanucos enrejados abiertos en lo alto de los gruesos muros. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, Menina vio que las paredes estaban repletas de estampitas descoloridas, flores secas, vírgenes de colores chillones, santa Teresa de Jesús, el Sagrado Corazón, litografías de diversos papas y pinturas de santos de escasa calidad artística. Supuso que casi todo aquel material gráfico era de mediados del siglo XIX o principios del XX y de exiguo valor. Conocía bien sus limitaciones, pero en Holly Hill había adquirido un entrenamiento visual. Nada de aquello merecía la pena.
Enfiló un pasillo detrás de otro, pasando por delante de puertas abiertas que revelaban celdas como la suya, con una cama estrecha, una mesa y una silla y un crucifijo en la pared. En su día, debieron de ocuparlas los peregrinos. Arrugó la nariz: jamás había percibido un hedor frío y húmedo como aquel, a rancio, a moho y a podrido.
Confiaba en encontrar la capilla o toparse con alguna de las monjas, pero los pasillos estaban desiertos. Apareció de pronto en una sala con profundas pilas de piedra en las paredes y una antigua bomba de agua de hierro. En un perchero de madera se secaban unos camisones remendados. Abrió una puerta que conducía a otra sala mayor, con el suelo y las paredes embaldosados, y otra pila de piedra, otra bomba de agua y unos cuantos cacharros de cocina mal colgados de unos ganchos de hierro en el techo bajo. Había una chimenea enorme en un extremo y una vieja mesa de caballete llena de marcas. En ella descansaban unas garrafas forradas de mimbre y etiquetadas como «Vino» y «Aceite de oliva». También había ristras de ajos y cebollas, una cesta de huevos, otra de alcachofas pequeñas y otra de patatas aún cubiertas de tierra, unos limones y un trozo de panal en un plato. Junto a la chimenea, colgaban manojos de hierbas y, en el interior, había una pila de leña y un puchero de hierro hirviendo a fuego lento sobre las brasas. Se agachó y levantó la tapa; entonces salió de lo que allí se estuviera cociendo un vapor con olor a ajo que le hizo darse cuenta del hambre tan terrible que tenía. El pan dulce del desayuno le había parecido delicioso, pero solo había un pedazo. Volvió a tapar el puchero y buscó algo que picar, lo que fuese.
Debajo del fregadero vio una cesta grande en la que ponía «Pollos». Estaba llena de pan en diversos estadios de endurecimiento, desde un poco seco hasta duro como una piedra. Encontró restos de una hogaza grande más reciente que las otras. Con cierto remordimiento, mojó un trozo en miel y se lo comió. Partió lo que quedaba por la mitad y se guardó ambos pedazos en los bolsillos de la cazadora, por si no había almuerzo; luego, siguió explorando. La cocina daba a una estancia encalada aún más grande con una cruz de madera oscura de tamaño natural en la pared. Debajo de esta había un facistol con un libro abierto y tres mesas alargadas con bancos. ¿El comedor de las monjas?
Más allá, una puerta conducía a otra sala oscura y silenciosa de techo bajo. Menina entró y exclamó espantada: «¡Disculpen!». La sala estaba llena de gente. Personas anormalmente silenciosas, todas con sombrero y completamente inmóviles. Entonces se dio cuenta de que no eran seres humanos sino santos de escayola, con las aureolas desconchadas. De los reposabrazos de las sillas colgaban raídos tapetes de ganchillo y forraban las paredes vitrinas polvorientas cubiertas de telarañas.
Extraño. Como si todo se hubiese quedado congelado en el tiempo. El polvo la hizo estornudar y el estornudo resonó con fuerza en el silencio.
Un medallón esmaltado, azul y blanco, de la Virgen y el Niño colgaba encima de una pila vacía de agua bendita incrustada en la pared, a escasa altura. Al mirar alrededor, vio que las paredes estaban revestidas de pequeñas tallas religiosas: vírgenes, ángeles, querubines… Lástima que no llevara consigo uno de sus cuadernos y un bolígrafo con los que hacer inventario. Había algunos tapices, sucios y apolillados, y algunas pinturas oscurecidas por los años: distinguió una de Moisés niño entre los juncos; otra de unos querubines jugando con un cordero; una de Juan el Bautista de niño vadeando un río, con el agua por los tobillos, y sosteniendo en alto una diminuta cruz, y una composición grande de la Virgen y otras dos mujeres viendo jugar a un puñado de niños a sus pies. La infancia parecía ser la temática de la sala… ¿Habría sido aquella estancia parte del orfanato?
Apartó las telarañas y el polvo y pegó la cara a la primera de las vitrinas para ver qué había dentro. Estaba repleta de juguetes. Un montón de muñecas de rostro inexpresivo y ojos vidriosos la miraba fijamente desde el otro lado del cristal. Casi todas vestían hábitos de algún tipo; luego había otra vitrina de muñecas de distintos tamaños vestidas con sencillas túnicas que en su día debieron de ser blancas, todas ellas con el griñón sujeto por un trocito de algo marrón que podían haber sido flores. Las futuras «esposas de Cristo». Para Menina, educada en la iglesia baptista, aquellas muñecas eran algo extraño, exótico y un tanto estrafalario.
En los estantes inferiores, encontró platitos y tacitas de juguete. Al mirarlos de cerca, descubrió que lo que ella creía un servicio de té eran, en realidad, accesorios litúrgicos: pequeños crucifijos de plata y de oro, cálices y custodias. Había también altarcitos de mármol y alabastro con palias diminutas, confesionarios y pilas de agua bendita de juguete, y figuras en miniatura de Cristo, de la Virgen y de diversos santos hechos para que pudieran atornillarse a una pequeña réplica del trono que Menina había visto en la procesión del día anterior.
Otra de las vitrinas contenía pequeños misales encuadernados en marfil, rosarios de aljófares, palmas, flagelos y látigos de plata deslucida con espinas tan diminutas que casi no se veían. Había pequeños retablos dorados de unos treinta centímetros de altura, exquisitamente pintados, y candelabros de oro en miniatura con pequeñísimos fragmentos de velas de verdad que apenas se sostenían derechos.
La última de las vitrinas parecía albergar joyas, pero no, no lo eran, descubrió sobresaltada. En pequeños cofres y urnas de cristal, adornados de oro y plata deslucidos y de polvorientas piedras preciosas, había diminutas reliquias de ébano y marfil: cráneos; una mano cortada en miniatura; un corazón humano; la cabeza minúscula pero grotescamente sangrante de Juan el Bautista… Relicarios, los llamaban. No tardó en ver dónde se había utilizado todo aquello. La forma grande y oscura del rincón era una capilla del tamaño de una casa de muñecas.
Todas esas cosas le hicieron pensar en niñas monjas. ¡Niñas monjas! Sintió un escalofrío y abandonó la sala; la alivió ver la luz del sol al final del pasillo. Allí encontró un arco que conducía al jardín del claustro. Unas gárgolas, castigadas por el clima y con la nariz rota, se agazapaban en lo alto de la galería de origen románico. Las abejas zumbaban por la descuidada maleza que bordeaba los caminos de descoloridas baldosas rojas y azules, y de una fuente alzada sobre un pedestal brotaba un fino chorro de agua. Parecía un jardín sacado de un libro de horas… echado a perder.
Se sentó en el murete del claustro al tiempo que la campana del convento rompía el silencio con las doce campanadas del mediodía. La hora del almuerzo. Arrancó un pedazo de pan del que se había guardado. A la luz del día, presentaba un color grisáceo poco apetecible. Debía regresar a su celda, por si le habían dejado comida. Ojalá hubiese alguien a quien poder preguntarle cómo volver. Entonces oyó pasos y, al levantar la mirada, vio a una monja que caminaba a toda prisa por la galería, entre las sombras del fondo del claustro.
—¡Espere, por favor! —le gritó Menina en español—. ¡Hola! —añadió, pero la hermana no debió de oírla porque las faldas del hábito desaparecieron de pronto de su vista y se perdieron en el interior del convento.
Menina volvió a meterse el pan en el bolsillo y corrió para darle alcance. Oyó los pasos de la monja por delante de ella y, en contraste con el silencio y los espíritus de aquella misma mañana, le resultaron tranquilizadores. Tras haber estado expuesta a la intensa luz del claustro, le costaba ver en la penumbra del interior. Palpó la pared en busca del interruptor de la luz, hasta que recordó que en el convento no había electricidad. De pronto dejó de oír a la monja y la falta de visión agudizó sus otros sentidos. Percibió un olor dulce y algo almizclado, como el de la cera con la que Sarah-Lynn abrillantaba los muebles. Estiró el brazo y tocó el aire, luego el marco de una puerta. Avanzó palpando una pared y tropezó con un objeto grande.
—¿Qué demonios ha sido eso? —masculló, frotándose la espinilla; después, forzando la vista, logró distinguir una oscura forma rectangular.
La toqueteó con las manos. Parecía un baúl con franjas metálicas. Menina lo bordeó guiándose por el tacto y entró en la estancia. La luz del día se colaba por debajo de los aleros, donde las golondrinas hacían sus ruidos de siempre, y pudo ver que era otra sala de techo bajo. Olía a leña quemada y había un candelabro de hierro con velas a medio consumir, lo que indicaba que las monjas usaban aquella habitación. Examinó la mesa con la esperanza de encontrar cerillas.
Había algunas en una cajita de hierro. Encendió dos de las velas y echó un vistazo alrededor. A la luz titilante de las candelas, pudo ver unas sillas de respaldo alto y un crucifijo grande y negro colgado encima de una chimenea. El suelo embaldosado era irregular y estaba hundido por algunos sitios, una de las paredes de la sala era una reja de hierro, como si se tratara de una celda de prisión, con una cortina corrida al otro lado. Había estanterías, vacías salvo por una colección de cestos que, según pudo ver, eran costureros, también una hornacina donde se almacenaba la leña.
De las paredes colgaban pinturas enmarcadas, ennegrecidas por el paso del tiempo, mucho más sucias que las que había visto en la sala del orfanato.
Menina tomó una de las velas del candelabro y la acercó a la pintura más próxima. Con la nariz a escasos centímetros del cuadro, lo escudriñó a través del tenue reflejo de la candela y logró distinguir el vago contorno de un rostro oculto bajo capas de antigüedad y suciedad.
Había encontrado un retrato. ¿Y ahora qué?
Pues que llevaba un trozo de pan en el bolsillo. Decían que se podía limpiar una pintura absorbiendo la suciedad con pan. No era lo más recomendable, porque el pan envasado contenía muchos productos químicos y blanqueadores que podían dañar la pintura, pero el pan que Menina llevaba en el bolsillo no era pan de molde y, además, era grisáceo, así que tampoco lo habían blanqueado. ¿Se atrevía a hacerlo? Quizá no debiera hacerlo, pero nadie le había prestado atención a aquellas pinturas en muchos años y, salvo que ella hiciese algo, nadie lo haría. Se lavó las manos con agua bendita de la pila, luego se las frotó con fuerza en los vaqueros para tenerlas lo más limpias posible. Arrancó un trozo de miga del pan y la ablandó con los dedos hasta dejarla maleable. Sopló la superficie del cuadro para retirar el polvo suelto, después presionó con cuidado una esquina del oscuro lienzo con la miga de pan ablandada.
El pan se ennegreció por la suciedad absorbida y dejó a la vista la moldura dorada.
—Muy bien, veamos qué aspecto tienes.
Menina empezó a limpiar el rostro con otro trozo de miga ablandada, presionando suavemente. Aparecieron de pronto unas cejas pobladas sobre unos ojos oscuros y el puente de una nariz; luego, poco a poco, el rostro. Los ojos oscuros la miraron fijamente. Se movió de un lado a otro y comprobó que el artista había sido lo bastante hábil como para pintar unos ojos que seguían a su espectador. Decididamente merecía la pena ver el resto del retrato.
A medida que fue desapareciendo la suciedad, la sorprendió descubrir que no se trataba de un santo ni de la Virgen María, sino de una joven vestida con ropas finas. Bajo la porquería, pudo distinguir una historiada manga, el borrón de una flor en la mano, una especie de vestido recto bordado y joyas. Además, aunque apagados por la mugre, los colores eran lo bastante crudos como para impactar: rojo, negro, verde, azul. Se trataba sin duda del retrato de una joven rica y había en él algo exótico o primitivo que le hacía dudar de que fuese europea.
—¿De dónde venías? —le preguntó Menina al retrato para romper el silencio, pero al instante dio un respingo cuando oyó la voz chillona de sor Teresa.
—¡Ajá! ¡Así que estás aquí! —Menina se volvió de pronto—. No deberías entrar en esta sala, esto es solo para monjas —le espetó sor Teresa, acusadora, desde el umbral de la puerta—. Cuando hay visitas —prosiguió en su precario inglés—, las mujeres del pueblo, se sientan allí. —Señaló la reja—. Todas las personas que no son monjas se sientan al otro lado. ¿Qué estás haciendo? —añadió de pronto con indudable recelo.
Menina se sintió como una niña traviesa a la que hubieran sorprendido en zona vedada.
—¡Fue idea del capitán Fernández Galán! Me dijo que buscase pinturas que pudieran tener algún valor, que se pudieran vender, y que las llevaríamos a…
Sor Teresa se irguió y replicó indignada en una mezcla acelerada de español e inglés.
—¡Cómo te atreves a acusar al capitán Fernández Galán? ¡Alejandro no es un ladrón! ¡Eres tú la que quiere robarnos! ¡Venga, márchate del convento!
—¡No, no, no! Nadie quiere robar nada. El capitán piensa que la congregación necesita dinero y me pidió que encontrase alguna pintura que se pudiera vender.
La hermana resopló molesta y soltó otra retahíla, mitad en español, mitad en inglés, sobre Alejandro y sus malas maneras. Ya no podía confiar en él. A Menina le sorprendió descubrir que le había tocado la fibra sensible. Sor Teresa tenía mucho que decir del capitán, de la vida que llevaba, que había sido… una vergüenza… Y así desde que era un crío, claro que no había mejorado mucho… En su rápido discurso en español, dijo algo de que perseguía a jóvenes descaradas que se pasaban la vida llamando la atención de los hombres y provocándolos. Alejandro atraía precisamente a ese tipo de chica. Se arrojaban a sus brazos; no era de extrañar que no se hubiera casado, no conocía más que a putas. A Menina se le pusieron los ojos como platos. ¡Sor Teresa acababa de llamar «fulanas» a las novias del capitán! ¿Incluida ella? Bueno, ¡ya estaba harta de que la llamaran eso!
—¡Yo no soy ninguna puta, ni soy su novia! ¡Lo conocí ayer! Me dejó bien claro que me creía estúpida por haberme subido al autocar equivocado y haberme dejado robar. Fue muy grosero conmigo. Pero, como ustedes me han dejado quedarme aquí, he pensado que debía intentar ayudarlas como el capitán me pidió. Siento haber entrado en una zona privada, pero no encontraba a nadie a quien preguntar. ¿Por qué no quiere que vea sus pinturas? Como ya le dije al capitán, solo estudio Historia del Arte en la universidad. Sé algo, pero no mucho. Lo que puedo hacer es limpiar parte de la porquería, con pan revenido, y anotar cualquier cosa que me parezca de valor. Para que luego un experto de verdad le eche un vistazo y decida si pueden venderlo.
La hermana Teresa volvió a resoplar.
—Ya veremos —dijo—. A lo mejor no queremos vender nuestras pinturas. Ven conmigo. Tienes que comer y yo debo volver a la capilla.
—¿Esta sala era la biblioteca? —preguntó Menina mientras la seguía hacia la puerta.
—El antiguo scriptorium —respondió la hermana.
—¿Scriptorium? ¿Una sala para escribir?
—Sí, había siempre una monja escribiendo ahí. La congregación siempre tuvo una escritora, una escriba. Muchos libros, también era biblioteca, muy especial, porque entonces no casi había libros, los libros eran muy valiosos —le explicó con su inglés destartalado—. Antaño no había muchas personas que supieran leer, pero en este convento todas las monjas eran cultas y leían y venían muchos que querían saber lo que decían los libros, la hermana los buscaba y se lo contaba.
—Buscaba información en los libros —dijo Menina.
—Sí. Primero necesitaban el permiso de la abadesa, pero, si ella se lo concedía, podían entrar en el scriptorium. Como ves, hay un locutorio, igual que en la sala de la abadesa. Según dicta la Iglesia, las monjas deben quedarse tras el locutorio. Por eso hay barrotes, igual que en las cárceles, para apartarnos del mundo. De eso hace mucho. Ya no escribimos, pero nos sentamos ahí y trabajamos. En esa sala no hay demasiadas ventanas rotas. Y la chimenea es buena, grande, porque la escriba no podía trabajar si hacía demasiado frío. ¡Buen trabajo, el de la escriba, creo yo!
Sor Teresa se echó a reír inesperadamente.
—He encontrado el retrato de una joven. No me ha parecido una monja. ¿Qué hace esa pintura en el convento?
—¿Una joven? —Sor Teresa volvió a reír y meneó la cabeza—. ¡Pues claro que es una joven! Venían muchas a Las Golondrinas por aquel entonces. La gente ya no se acuerda, pero hubo un tiempo en que acudían a nosotras muchas jóvenes, les ayudábamos, incluso les salvábamos la vida —masculló, enfilando el pasillo—. El mundo era un lugar peligroso para las chicas que estaban solas, pero eso es una larga historia. Todo es una larga historia en Las Golondrinas. Y antigua. Demasiado antigua. Pronto todas nuestras historias, las de las monjas, de la congregación, de las jóvenes, se olvidarán. A menos que ocurra un milagro, nadie sabrá lo que sucedió aquí. Tú serás la última, creo yo. ¡Ja! Tal vez tú puedas narrar nuestras historias, ¿no?
—Si quiere, cuéntemelas y yo haré todo lo posible —dijo Menina, confiando en tranquilizar a sor Teresa.
¿Qué historias serían esas?