Prólogo
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, España, junio de 1552
Es medianoche, pero solo duermen los niños del orfanato. Al atardecer, ha venido un mensajero del valle para advertir a la abadesa. Como el lobo que se aproxima sin ser visto al redil, la Inquisición se acerca y no tardará en abalanzarse sobre nosotras. Toda la congregación, desde la novicia más joven hasta sor Agustina, ya anciana y postrada en cama, está en vela, rogando a Dios la intervención de la reina o, si esta no se produjera, valor. Debemos recordar el ejemplo de nuestra amada fundadora en sus horas difíciles.
Yo, sor Beatriz de las Hermanas Santas de Jesús, sierva de Dios y escriba del convento de Las Golondrinas, hago esta última anotación en esta crónica que llevo más de cuarenta años escribiendo. Esta noche dicha crónica y la medalla de la fundadora, las dos posesiones más valiosas de nuestra congregación, deben abandonar el convento a fin de evitar que caigan en manos de la Inquisición y así lograr mantener vivo su legado espiritual. El plan de nuestra fundadora, que ella misma nos ha revelado a lo largo de los años, es enviarlas a América, y rogamos para que, al acatar sus deseos, estas posesiones sean redescubiertas algún día.
Desde los primeros días del cristianismo, nuestra congregación ha dado testimonio de una tradición de espiritualidad femenina que los hombres de la Iglesia han reprimido y reemplazado por doctrinas que remodelaban a Dios y la religión a su imagen y semejanza. Hace siglos, el emperador Constantino convocó a los conflictivos obispos en el Concilio de Nicea para acordar la doctrina de la Iglesia. Por consenso, curiosamente, pese a que Jesús jamás reclamó la divinidad para sí, María, la madre de Jesús, fue declarada la madre siempre virgen de Dios y nuestra fundadora era prueba viviente de la falsedad de la perpetua virginidad de María.
Aquellas doctrinas elaboradas por hombres arrasaron con todo lo que se les puso por delante, ahogando la voz de las mujeres, sin duda la voz de la razón y de la experiencia. La resistencia se convirtió en herejía, independientemente de cuál fuese la verdad. Las diaconisas, tan activas en la primitiva Iglesia, vieron restringida su autoridad, extinta después. Los hombres de la Iglesia no tardaron en debatir si las mujeres, como los animales, podían o no tener alma. Convencidos de su superioridad espiritual, los hombres de la Iglesia creen que la sumisión forzosa de las mujeres es legítima.
Sin embargo, nuestra congregación, en apariencia fiel a los dictados de la Iglesia, ha continuado dando testimonio de la verdad. Hemos preservado la prueba de ello en nuestro evangelio y en la medalla de nuestra fundadora, prueba que es ahora más importante que nunca.
Desde la Reconquista, la Inquisición ha desatado una oleada de terror religioso destinada a reforzar el yugo de los monarcas cristianos en España. Una red creciente de adeptos a la Inquisición vigila, murmura y denuncia: el vecino espía al vecino y los criados a sus dueños; todos informan de quién corre las cortinas de su casa los viernes, quién no prueba el cerdo ni el marisco ni la carne mixta ni la leche, quién oculta un candelabro de nueve brazos, quién reza mirando a la Meca, quién ayuna durante el Ramadán, quién celebra la Pascua judía. Se acusa a las gentes de horribles delitos inventados por mentes calenturientas y se las entrega a los torturadores, que las condenan al potro y a la hoguera. Todos son sospechosos. Todos viven con el miedo de que los acusen.
Ahora un fanático franciscano llamado fray Ramón Sánchez asegura que se le ha aparecido la Santísima Virgen, que lloraba porque judías y musulmanas se hacen pasar por monjas, profanando así los conventos con su presencia y conspirando para derrocar a nuestros reyes cristianos. Jura que la Virgen conmina a todo el que la ame a que persiga y destruya sin piedad semejante abominación, a que depure los conventos de herejes e infieles, por la gloria de Dios. ¡Todo ese daño se está haciendo en nombre de una mujer! Aunque se trate de un lunático, lo asisten voluntariamente hombres a los que nadie tacharía de locos.
Dicen que fray Ramón además de loco es ignorante, peligrosa combinación. No sabe leer ni escribir, sufre ataques, ayuna constantemente y lleva el hábito impregnado de suciedad y de sangre de un cilicio con el que se ciñe la cintura. Grita en sueños, atormentado por los demonios que le han hecho perder la cabeza. No obstante, ejerce un extraño poder sobre aquellos que entran en contacto con él y sus sermones incitan a la violencia a las masas, que braman su aprobación cuando lo oyen hablar de «purificar» los conventos. La abadesa cree que esa oleada de favor pronto se volverá en su contra: los jesuitas del Santo Oficio no se dejarán capitanear eternamente por un vulgar campesino. Sin embargo, mientras eso sucede, resulta tan peligroso como una culebra en primavera.
El año pasado, el Santo Oficio de la Inquisición notificó a la abadesa que iniciaría una investigación para averiguar si las afirmaciones de fray Ramón eran dignas de crédito. Sus tribunales visitarían todos los conventos de España, obra que llevaría muchos años completar. En cada convento, el tribunal exigirá que se elabore una lista de las posibles herejes para su examen.
Para la abadesa y para todas nosotras, la muerte es preferible a tamaña traición. La primera norma de nuestra congregación, dictada por nuestra fundadora, nos insta a proteger a las mujeres, jóvenes y adultas, de la violencia de los hombres. Desde los primeros tiempos de nuestra comunidad, cuando las hermanas vivían en cuevas, las mujeres de los pueblos de las montañas buscaban refugio en nosotras cuando sus hombres las golpeaban y abusaban de ellas. Nuestra primera abadesa decidió que debíamos pedir a los hombres algo de valor como garantía de su futuro buen comportamiento si querían recuperar a sus esposas. Dado que los hombres de estas montañas siempre han considerado que las mujeres de la región tenían poderes especiales, ya fuera aptitudes para la sanación o poderes sobrenaturales, esa táctica resultó efectiva.
La opacidad de nuestra orden y su apartada ubicación han obrado en nuestro favor. Durante siglos, la Iglesia apenas ha reconocido nuestra existencia, salvo para proporcionarnos, de cuando en cuando, un cura anciano que dijera misa en nuestro convento y viviera los últimos días de su existencia a nuestro cuidado. Tras la Reconquista, la reina Isabel hizo un peregrinaje especial hasta aquí por ser un convento cristiano que había sobrevivido al gobierno moro. Elogió en particular nuestro aislamiento del mundo, pues lo consideró una salvaguarda de nuestra espiritualidad y nuestra virtud. Por esa razón, nos favoreció con su patrocinio.
El mundo pecaminoso, en cambio, nos perseguía por esas mismas razones: el distanciamiento y la opacidad. Los cortesanos que asistían a la reina en su visita levantaron un orfanato en el interior de nuestros muros en beneficio propio, orfanato que, curiosamente, nos ha protegido de la Inquisición, a pesar de haber ido aumentando esta su poder y su influencia.
La estricta moral católica de la corte ha generado nuevas víctimas: «las escondidas», hijas ilegítimas de los cortesanos y sus queridas, a menudo damas de la aristocracia. También hay retoños nacidos de la peor clase de lujuria: de padres, hermanos y tíos que han tenido hijos con sus propias hijas, hermanas y sobrinas. Los nobles deben ocultar el fruto de su concupiscencia para no poner en peligro su posición en la corte.
A las niñas nos las envían en secreto de inmediato, por lo general en cuanto están destetadas. Dicen que algún personaje prominente de la corte dispone su traslado por medio de una cadena de comadronas que desconocen la identidad de las madres. Estas nunca saben adónde se envía a sus hijas, solo que las mandan a un convento lejano. Salvo por los cortesanos que constituyeron el orfanato, pocos más podrían imaginar que su destino es Las Golondrinas.
Cada escondida aporta una dote religiosa, la penitencia que deben pagar sus padres. Las niñas jamás conocen la vida fuera del convento y, en su debido momento, todas se hacen monjas. La justificación piadosa es que, al entregar a estas niñas a Dios, sus padres expían sus pecados. La verdad es más oscura y es la razón por la que accedimos a que se constituyera el orfanato. A menudo es el único modo de salvarles la vida a esas niñas. Los bebés no deseados son víctimas inocentes, a las que se asfixia o ahoga como a crías de gato.
Sin embargo, pese a que las niñas del orfanato son un asunto delicado, las que nos ponen en peligro frente a la Inquisición son las cinco jóvenes que llegaron aquí para pedir refugio en el convento: Esperanza, Pía, Sancha, Marisol y Luz. Casi se han concluido los preparativos para que cuatro de ellas se marchen esta noche, a América, en busca de refugio y marido. Si la Inquisición las encuentra, las someterá a terribles interrogatorios de los que enseguida saldrán tres «herejes», una pobre niña perseguida como una paloma blanca porque su existencia constituye una amenaza al trono mismo de España, y la pobre heredera, Luz, a la que hay que proteger a toda costa de su padre. Luz, virtuosa de la aguja, que bordó la hermosa palia enviada como obsequio a la reina, debe quedarse en el convento. Pondría en peligro el viaje de las otras. Como no sabe hablar, quizá sean misericordiosos con ella.
Quizá.
La hermana viuda de la abadesa, la seglar sor Manuela, acompañará a las jóvenes como carabina. Como seglar, sor Manuela no se haya sujeta a las normas de la Iglesia sobre el deber de confinamiento de las religiosas en el convento o la imposibilidad de viajar al extranjero sin un permiso especial por escrito.
La abadesa cree que el plan más seguro es dividir la custodia de la medalla y la crónica entre sor Manuela y la mayor de las chicas, Esperanza, mi ayudante. Sor Manuela llevará la medalla, pero la clave de su significado se encuentra oculta en nuestro evangelio, copiado en la crónica, de la que se hará cargo Esperanza. La abadesa le ha encomendado la labor de llevar un registro del viaje, como habría hecho yo, y yo le he enseñado nuestro evangelio, escrito en latín y oculto en las páginas centrales. Ella lee el latín sin dificultad, pero, lo que es más importante, comprenderá cómo esas creencias compartidas por los judíos y los primeros cristianos, y después por los musulmanes, señalan que deberían ser la base de la paz, no de la persecución, entre las distintas fes. Si algo le ocurriera a la crónica durante el viaje, la memoria de Esperanza es tan extraordinaria como su intelecto y ha jurado memorizarlo y reescribirlo en caso necesario.
Mientras esperamos, la abadesa reza por nuestra salvación, por que la reina, conmovida por el obsequio de Luz, nos proteja y contenga a la Inquisición, pero ya no podemos esperar milagros ni favores. Ha venido una de las seglares, llorando de pavor. El factor sorpresa es una de las armas de la Inquisición.
Adiós a la crónica. Que ella y la medalla de la fundadora encuentren refugio y algún día y, Dios mediante, regresen a este sagrado lugar. Que quienes lean esto recen por las que se llevan nuestros tesoros a un exilio seguro, por las que se quedan, por las que quizá regresen en el futuro y por el alma de la escriba sor Beatriz.
Que la paz sea contigo y te acompañen la misericordia y las bendiciones de Nuestro Señor.
Alabado sea Dios. Dios es todopoderoso.