Capítulo 32
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de doña Esperanza Aguilar, misión de Las Golondrinas de Los Andes, abril de 1561
Se ha obrado un milagro. Podría escribir estas palabras una y otra vez. Un milagro.
Cuando llegamos al convento, una novicia me condujo a la celda de Pía. Llevaba a Isabelita conmigo; siempre la tengo pegada a mi cuerpo, para que la muerte no pueda arrebatármela de los brazos. Había olvidado lo pequeña y oscura que es la celda de Pía y que solo tiene una angosta ventana con barrotes. Aunque era de día, ardía una vela a cada lado de su estrecha cama. Su rostro estaba tan blanco como la sábana que la cubría y tenía el rosario enroscado en los dedos. Por un instante, pensé que ya estaba muerta, pero entonces hizo una seña a las monjas que rezaban a ambos lados de la cama para que nos dejaran a solas. Vi en su mirada que sabía que era yo.
Me agaché a besarla y ella miró a Isabelita, que yacía en mis brazos, lánguida como de costumbre.
—Ay, Pía —le dije.
No pude contener las lágrimas más tiempo.
Pía alargó la mano y me acarició la mejilla húmeda. Entonces se desenroscó laboriosamente el rosario de los finos dedos de la mano derecha. Enredada en él había una cadena de oro de cuyo extremo colgaba ¡la medalla de la abadesa!
—Se la quitaste a la madre superiora el día en que… Cuando Zarita… Ay, Pía… ¿la has tenido todo este tiempo?
—La superiora quiere que me entierren con ella —susurró Pía—, pero prefiero darle un uso mejor. —El fantasma de su antigua sonrisa serena y sobrenatural asomó a su rostro un instante. Con frágiles dedos, le pasó la cadena a Isabelita por la cabeza—. Un obsequio para ti, pequeña.
Se abrieron de pronto los ojos del bebé, que volvió la cabeza y miró a Pía con curiosidad. Pía sonrió a Isabelita y las dos se sostuvieron la mirada un buen rato. Entonces… mi pequeña hizo algo que me espantó: arqueó la espalda y empezó a dar fuertes patadas con sus piececitos; agitó los brazos, echó hacia atrás la cabeza y comenzó a aullar. ¡Tamaños alaridos de un diminuto montón de huesecillos! Horrorizada de pensar que le estuviese dando un ataque, la mecí y traté de hacerla callar. Se sonrojaron sus pálidas mejillas; después la cara entera se le puso roja de tanto llorar. Si hubiese sido cualquier otro de mis hijos, habría dicho que estaba indignado porque no le daba el pecho lo bastante rápido.
—Dale de mamar —me susurró Pía—, hazlo de una vez. Ahora todo irá bien. —Cerró los ojos, con la sonrisa aún en el rostro—. Adiós. Los demonios se han ido. Los he vencido. Dale de mamar.
Me puse a la niña al pecho y, para asombro y gozo míos, Isabelita mamó con voracidad, me sonrió y se quedó dormida, mientras un chorrillo de leche le corría por la boquita rosada. Cuando volví a levantar la vista, Pía había muerto.
Esa noche el asombro y la pena me negaron siquiera el aterrado duermevela que había sido todo mi descanso desde el nacimiento de Isabelita. Eso y la propia niña. Se despertaba a menudo, exigiendo que la alimentara. En la misa de funeral que se celebró tres días después, la pequeña estuvo callada pero alerta, levantando la cabecita de mi hombro y mirando alrededor con interés. La sostuve en alto para que viese el ataúd de Pía y el incienso la hizo estornudar, agitarse y protestar. Luego le di el pecho de nuevo hasta que me dejó seca y esa noche las dos dormimos profundamente por primera vez desde el día de su nacimiento.
Tan profundamente, de hecho, que, al despertar, me asustó no oír ni el silbido que producía su respiración cuando dormía ni los preocupantes gemiditos que profería mientras estaba despierta. ¿Me habría equivocado con su recuperación? ¿Habría muerto durante la noche? Pero se hallaba tendida a mi lado, chupándose el pulgar, feliz, con la medalla aún colgada del cuello. Me miró, el pulgar se deslizó de su boquita sonriente y empezó a emitir gorjeos y a agitar los brazos y las piernas.
Ya en casa, mama a todas horas, sonríe y gorjea a sus hermanos sin parar. Mordisquea todo lo que cae en sus manitas, ríe cuando alguien la mira y se ha convertido en un monito travieso y regordete. Cuando mi esposo la mira y sonríe, veo lo marcadas que son ya las arrugas de su rostro, como surcos en una roca.
Hacienda El Sol y la Luna, septiembre de 1563
Isabelita nos conforta. Salomé ha muerto. La hacienda parece vacía. Ya no puedo escribir más.