Capítulo 10

Convento de Las Golondrinas, España, primavera de 2000

 

—¡Jóvenes! ¡Tantas muchachas de golpe en el convento! ¡Mejor chicas, pues!

Refunfuñando sobre las jóvenes modernas y cojeando a una velocidad asombrosa, sor Teresa enfiló los oscuros pasillos del convento de vuelta a la habitación de Menina, donde la esperaba el almuerzo.

Menina se ofreció a ayudar.

—En serio, sor Teresa, no siga trayéndome las comidas a mi cuarto. Déjeme comer con las monjas. Puedo ayudar en la cocina y lavar los platos. En casa, yo…

—¡No! —Sor Teresa negó rotundamente con la cabeza y retomó su particular combinación de inglés y español—. Cuando se alojan aquí los peregrinos, cuidamos de ellos. Es costumbre del convento que las monjas siempre coman solas, mientras una de nosotras lee en voz alta pasajes de las sagradas escrituras. Si hablamos, hablamos de asuntos de la congregación, que no interesan a los extraños. En otros tiempos, cuando venían peregrinos, teníamos una sala para los hombres y otra para las mujeres y ambos escuchaban pasajes de las escrituras mientras comían, igual que nosotras. Como ya no había peregrinos, llenamos esas salas de muebles rotos. Tenemos goteras, no tardará en derrumbarse el tejado. —Sor Teresa se encogió de hombros, desanimada—. Pero no te preocupes, te vamos a dar de comer.

—¡¿Hombres?! —exclamó Menina—. ¿Dejaban entrar a hombres en el convento?

—Bueno, a hombres pobres, enfermos, moribundos, penitentes, peregrinos, sí. Estaban separados de las mujeres, en un refectorio distinto, con una puerta distinta a la capilla, incluso una enfermería distinta con una puerta grande. La puerta estaba cerrada con llave. La de la capilla también. De esa forma, podían hacer sus devociones, rezar, oír misa, pero no veían a las mujeres a las que las hermanas enfermeras atendían en la enfermería. Las seglares atendían a los hombres. Si querían hablar con las monjas, lo hacían en el locutorio, el que has visto. Solo si el hombre era cura o fraile la abadesa lo veía cara a cara.

—Qué locura, ¿no? Mucho lío… tener a los hombres y a las mujeres separados —dijo Menina, aunque debía reconocer que, por descabellado que pareciera, la separación de los sexos a ella le venía de maravilla en esos momentos.

—Ahora ya no vienen hombres. ¡Bah! —Sor Teresa meneó la cabeza enfáticamente—. Los hombres ya no son tan buenos como lo de antes. Tampoco entonces eran tan buenos, por eso muchos tenían que venir aquí a purgar sus pecados, pero se arrepentían. Hoy en día las personas son muy malas y no se arrepienten. Los pecados les dan igual. No piensan en Dios, ni en que los está observando. Se olvidan de la religión. Se olvidan de sus obligaciones. De sus familias. Se dan aires de grandeza. Luego a saber lo que hacen.

Sor Teresa, que iba por delante de Menina, interrumpió de pronto su diatriba, se detuvo y apoyó una mano frágil en la pared, como si necesitara recobrar el aliento o le doliera algo.

—Hasta Alejandro se olvida. Era monaguillo, portaba las imágenes en Semana Santa. Su padre era un antiguo republicano, policía de aquí, tenía muchos hijos, odiaba la Iglesia, se negaba a hablar con el cura. Sin embargo, su esposa, la madre de Alejandro, insistió en que se bautizara y confirmara a sus hijos. Ella era buena chica, aunque se casara con un hombre que odiaba la Iglesia. Los niños fueron creciendo y, uno tras otro, pasaron por el convento para despedirse de su tía. El pueblo les parecía anticuado y no había trabajo. Se fueron a Madrid, a Zaragoza; tres de ellos, a Salamanca; una de las chicas, se fue a Londres, a la universidad, luego conoció a un hombre y se casó.

—Y Alej… el capitán, ¿por qué no se fue?

—Alejandro es el pequeño, el último. Su madre pensaba que ya no tendría más hijos. ¡Ja! Menuda sorpresa. Pero ella murió cuando el niño tenía cinco años y, al cumplir los dieciocho, su padre vino a preguntarme qué hacía con él. Me dijo que era muy listo, que hablaba inglés y que se había enterado de que podía estudiar en Estados Unidos un año y vivir allí con la familia de un policía. Que luego volvería. Yo le dije a su padre que no me parecía buena idea, pero no me hizo caso. El niño se fue a América y se enamoró de una chica de la familia. Transcurrido el año, le dijo a su padre que no iba a volver, que había conseguido una beca para estudiar en la academia de policía. Su padre estaba muy orgulloso, le parecía una gran oportunidad que estudiara en Estados Unidos. Sentado en el locutorio, me dijo que iba a darle permiso, pero yo le advertí que no lo hiciera, que si le daba permiso al último de sus hijos, se quedaría en América. El padre de Alejandro tampoco me hizo caso esa vez y luego lo lamentó.

A Menina le daba la impresión de que, para sor Teresa, cualquiera que no le hiciera caso terminaba lamentándolo, pero ella no se molestaba en explicarles por qué.

—El niño estuvo allí cinco años. Solo vino a casa dos veces. Cada año su padre se decía que volvería y ya no se iría más, pero, cuando Alejandro terminó sus estudios, su padre se llevó un disgusto: su hijo se quedaba en Estados Unidos. Allí podía trabajar como policía, casarse con su chica norteamericana. Luego el padre enfermó y, estando ya moribundo, el muchacho volvió a casa, avergonzado de haberlo abandonado tanto tiempo. Le prometió que se quedaría, pero, al hacerlo, algo cambió… Alejandro era policía, sí, pero no como su padre. Yo creo que, a lo mejor, aprendió cosas malas en América.

—¿Ah, sí? —se atrevió a decir Menina—. ¿Qué clase de cosas malas?

—Sí, yo pienso que manejaba demasiado dinero para ser policía. Su padre tenía una familia grande, nunca le sobró el dinero, se las arreglaban. Alejandro vivía en la casa de su padre, se sentía solo, sus padres habían muerto, no tenía esposa, ni hijos, ni una hermana que le cocinara, que le limpiara la casa. Invirtió mucho dinero en la casa de su padre, porque, según él, la preparaba para su prometida americana, que vendría pronto. Nada de agua del pozo, necesitaba agua corriente, baño, ¡tres baños!, electricidad, cocina nueva, una casa más grande, ¡incluso dijo que iba a hacer una piscina! Empezaron a llegar camiones cargados de cosas: azulejos, tuberías… ¡hasta un frigo… frigorífico!, creo que se llama. Los obreros trabajaron durante meses y dejaron la casa como un palacio. Para su prometida. Todo el pueblo estaba deseando conocerla. Debía de ser una princesa, pero con la casa ya terminada, la prometida no apareció. Alejandro volvió a Estados Unidos un tiempo, regresó a casa enseguida. No había prometida. Ni esposa. Era muy desdichado, creo yo.

Quizá por eso le había caído mal al capitán desde el principio, se dijo Menina, porque también era norteamericana.

—Se compró un automóvil deportivo, llevaba la música altísima ¡y se hacía la comida él mismo, en su cocina nueva! Luego se la comía solo. Estaba muy solo. Ya no hablaba de su prometida. —Sor Teresa negó con la cabeza—. Aquello no era bueno. ¡Pero es peor lo de sus novias! ¡Bah! Ahora tiene muchas novias. Chicas muy malas que llevan tacones muy altos y faldas muy cortas con las que enseñan las piernas. ¡Y el vientre! Las chicas de hoy no tienen vergüenza. Fuman cigarrillos. Se pintan la cara. Se lo enseñan todo a todo el mundo. No quieren quedarse en casa, educar a sus hijos, cuidar de su familia. Yo creo que, con esas chicas tan malas, ¡Alejandro se ha vuelto un playboy! —exclamó sor Teresa con tristeza y desesperación.

El capitán Fernández Galán, ¿un playboy? Menina se quedó pasmada.

—Pero, sor Teresa, si usted no sale del convento, ¿cómo sabe todo eso? —preguntó la joven, conteniendo la risa.

—¡Ja! ¿Cómo crees tú que lo sé? Por las ancianas que vienen a misa todas las mañanas, porque luego se pasan por el locutorio. Lo ven todo y me lo cuentan todo. —Reanudó la marcha—. ¡Todo! —repitió con satisfacción.

—Entiendo.

Debía de ser fácil escandalizar a un montón de ancianas. Menina sintió una pizca de compasión por el capitán, atrapado en el pueblo por la promesa que le había hecho a su padre. Se preguntó si sor Teresa insinuaba que su sobrino era un policía corrupto, que aceptaba sobornos. ¿En aquel lugar dejado de la mano de Dios? ¿De quién? ¿Para qué?

—Me enfadé mucho cuando te trajo —prosiguió sor Teresa, cerca de la celda de Menina—. Pensé: «Ya me trae a otra fresca». Pero no hablabas como las demás. Así que acepté, el oído nunca me falla.

La paradoja sorprendió a la joven, que meneó la cabeza. Estaban ya delante de la diminuta celda de Menina, donde la esperaba una bandeja con pan, queso, aceitunas, una naranja y una garrafita de vino. ¡Vino para el almuerzo! Se preguntó cómo podía evitar quedarse encerrada allí el resto del día. Le resultaba un poco claustrofóbico.

—¿Hay algún sitio al que pudiera salir? —le preguntó a sor Teresa cuando esta se disponía a marcharse—. ¿Una terraza? ¿No había un jardín o algo así?

—Terrazas no hay —contestó sor Teresa—. Pero, ¡sí!, está el jardín. Ven conmigo, que te lo enseño —le dijo, y enfiló otro pasillo, más estrecho y oscuro que los demás, de paredes casi desnudas salvo por unos cuantos marcos que albergaban lo que parecían descoloridos grabados en madera. El techo era más bajo y apestaba a madera podrida, a moho, a yeso húmedo y a animalillos muertos. El suelo, astillado y hecho trizas, crujía bajo sus pies—. Esta es la parte antigua del convento.

No cabía la menor duda, pensó Menina, mirando dónde pisaba.

Se detuvieron delante de unas altísimas contraventanas de madera y sor Teresa se puso de puntillas para pelearse con el oxidado travesaño.

—Déjeme a mí —se ofreció Menina, y lo desenganchó por fin.

La puerta veneciana de madera se plegó hacia dentro, se descolgó de las bisagras y se quedó atascada, a medio abrir, inundando de luz el pasillo. Fuera, lo que a primera vista parecía una selva resultó ser un pequeño jardín en forma de claustro, pegado por detrás a la montaña y rebosante de rosas, jazmines y malas hierbas. Entre los matorrales florecían varios naranjos enanos y Menina vio una estatua erosionada por la exposición a la intemperie en una especie de nicho abovedado abierto en lo alto de la pared de roca.

—Hace mucho que no lo usa nadie —explicó sor Teresa, y señaló la pila de alabastro en forma de concha, cubierta de musgo y encajada en la roca, debajo de la estatua—. Es una fuente.

Menina oyó un gotear de agua. ¿Agua? Tenía sed. La oxidada bomba del baño producía un líquido de color parduzco que no se atrevía a beber, pero, si aquella agua venía limpia, podría rellenar la botella de plástico comprada en el aeropuerto.

—¿Se puede beber?

—Por supuesto, es agua limpia, de manantial. Aquí hay muchos pozos, no recuerdo cuántos, y muchas fuentes. Al convento siempre ha llegado agua de la montaña. Antes la llevábamos en cubos, pero pesaban demasiado, por eso nos modernizamos. Con las bombas es más fácil —declaró sor Teresa satisfecha—. El huerto era para las peregrinas. Se sentaban aquí en silencio, a rezar y meditar. A leer las sagradas escrituras. Es un lugar especial. Se está muy bien aquí, creo yo.

Se veía que hacía tiempo que nadie ponía el pie en aquella selva en miniatura y Menina confió en no encontrarse entre la maleza el esqueleto de alguna peregrina desaparecida. Al menos estaba al aire libre. Para sentarse había un banco de mármol que bordeaba tres de los cuatro lados del recinto. Se abrió paso hasta él, luego siguió aplastando maleza para llegar a la fuente, contenta de llevar botas tan recias. La cámara se había quedado en la maleta, así que no podía tomar fotografías, pero decidió que haría un dibujo y se lo enviaría a sus padres cuando llegase a Madrid a la semana siguiente.

Mientras exploraba el jardín, pensativa, sor Teresa desapareció. Menina fue a por la botella de agua vacía y la rellenó con el chorro que caía bajo la estatua, luego sostuvo en alto la botella y la escudriñó, pero el agua era clara, no contenía partículas ni gérmenes visibles.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo, y bebió; después volvió a su celda para tomarse el almuerzo.

El vino —que no acostumbraba a beber a mediodía— y la diferencia horaria le dieron sueño y Menina, acurrucada en su cama, se quedó dormida. Fue una cabezada intranquila, perturbada por la sensación de que alguien la llamaba, que la arrastraba al límite de la consciencia antes de que el jet lag volviera a someterla. Despertó desorientada, frotándose los ojos e intentando recordar qué hacía en un cuarto tan raro donde el sol de última hora dibujaba en el suelo la sombra de una reja de hierro. ¿La cárcel?

Entonces recobró la memoria y se dejó caer de nuevo en la cama, pensando en sus padres y en lo angustiados que estarían en esos momentos. Ya habrían llamado al albergue y les habrían dicho que no la había visto nadie, ni sabían dónde estaba, pero no había nada que ella pudiera hacer al respecto. Le echarían la culpa a Becky, llamarían a la policía y al FBI y Dios sabe a quién más, ¿y de qué serviría? ¿Cuánto tardarían en movilizar a la policía española para que la buscase? ¿Y cómo la encontrarían, si la encontraban? Posiblemente las autoridades españolas no moverían un dedo hasta que terminasen las fiestas. El capitán era su única conexión con el mundo exterior y tampoco se fiaba mucho de él. ¿Qué era eso tan importante que le impedía salir del pueblo aunque solo fuera un rato?

La joven decidió que ya no podía posponer más su aseo en el temido baño. Sacó de la mochila el gel y el champú que Sarah-Lynn le había metido, la muda, los calcetines y las toallas expandibles e incluso una sudadera de la que ya no se acordaba. Armándose de valor, se enjabonó bajo el agua gélida de la bomba, después se lavó el pelo. Helada de frío, se envolvió en el albornoz e hizo la colada lo mejor que pudo. De vuelta en la celda, extendió por ahí la ropa húmeda y estaba intentando orearse el pelo con el peine cuando sor Teresa y otra monja mayor, a la que le presentó como sor Clara, aparecieron con la cena y una vela nueva.

Sor Clara era una anciana menuda y consumida, mayor incluso que sor Teresa y, a juzgar por cómo movía la boca, desdentada también. Sin embargo, tenía un gesto dulce y la maraña de arrugas de su rostro se frunció aún más cuando saludó sonriente con un «Alabado sea Dios». Le dio una palmadita en la mejilla a Menina y le dijo con su español ceceante que hacía mucho tiempo que no tenían en el convento a una joven invitada, que era muy bienvenida y que confiaba en que su estancia la colmase de paz y solaz.

A continuación, las dos monjas cruzaron los brazos por dentro de las mangas y sor Teresa empezó a hablar en un español lento y claro para que tanto Menina como sor Clara pudieran entenderla.

—He comentado a las otras hermanas lo que dijo Alejandro de los cuadros. —Sor Clara asintió enérgicamente—. Juramos permanecer aquí hasta el día de nuestra muerte, pero es cierto que necesitamos dinero. Nuestra única fuente de ingresos es la venta de polvorones. Y lo que los del pueblo nos dan cuando pueden. Somos las últimas de nuestra congregación, hoy en día no hay vocaciones. Algunas de las hermanas son mayores que sor Clara y que yo y ya no se levantan de la cama. Otras están enfermas y necesitan medicinas y mantas calentitas. Aceptamos con resignación las penurias que Dios nos manda, pero, incluso llevando una vida austera, hay necesidades básicas que debemos cubrir para seguir sirviendo a Dios hasta el final.

—Y, si Dios nos tiene preparada una nueva labor, nosotras estamos dispuestas a emprenderla —intervino sor Clara, asintiendo de nuevo, como si estuviese lista para embarcarse en cualquier otra misión de inmediato.

—¿Cómo es que no reciben ayuda de la Iglesia? No sé, tendrán algún fondo de previsión social. Me cuesta creer que la Iglesia católica deje que sus monjas mueran de hambre —comentó Menina por ayudar—. ¿Lo han preguntado?

Sor Teresa meditó un instante la respuesta.

—Las Golondrinas es un convento muy antiguo, quizá el más antiguo del mundo y es posible que tuviéramos algunos… desacuerdos con Roma, hace mucho tiempo. A la Inquisición no le gustaba nuestra congregación, pero la reina de España nos protegía, tengo entendido. Aun así, procuramos no molestar a Roma. Sor Clara dice que quizá Dios te haya mandado para que nos ayudes. Así que te comunico que, sí, en el convento hay muchas pinturas. Todas ellas son antiguas, algunas igual son buenas, no lo sé. A mí muchas me parecen horrendas, pero jamás rechazábamos nada de lo que nos regalaban. El antiguo scriptorium y el locutorio son las únicas estancias que utilizamos de la parte del convento que ocupaba la abadesa. Allí hay algunos cuadros, retratos, posiblemente los mejores, porque los custodiaba nuestra superiora. Ahora nos reunimos en esas salas. Nos gustan los retratos, nos hacen compañía. Además, en la sala grande había montones de pinturas apiñadas, pero hace muchos años que no usamos esa sala y no sé lo que habrá ahora. También queda alguna en la sala de la niñas, creo. Sor Clara te las enseñará. Ella es la única de las hermanas vivas que tuvo algo que ver con esos cuadros, tal vez recuerde alguna cosa. Si encuentras una buena, ya veremos qué hacemos. Puedes usar el pan de los pollos para limpiar los lienzos.

Al oír mencionar el pan de los pollos, sor Clara rio y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, sacudiendo la cabeza arriba y abajo.

—¡Pío, pío! —exclamó juguetona, imitando a sus pollos cuando se comían las migas de pan.

Menina se preguntó si la monja le sería de alguna ayuda.

De pronto sor Clara gritó como si la hubiera mordido algo. Tenía los ojos clavados en la medalla que la joven había dejado en la mesita, bajo la luz de la vela. La anciana le tiró de la manga a sor Teresa y le susurró algo en un español rápido que hizo exclamar sorprendida a la otra.

—Sor Clara dice que tienes una medalla sagrada. Tú no eres católica, ¿de dónde la has sacado?

—Mis padres me adoptaron en un orfanato. Llevaba puesta esa medalla cuando las monjas me acogieron y ellas les dijeron que debía conservarla. ¿Tiene algo de especial?

Sor Clara la tomó, le dio la vuelta y la escudriñó un poco más. Después volvió a susurrarle algo a sor Teresa, que la frotó por delante y por detrás y contestó a sor Clara en un susurro también. La anciana se quedó boquiabierta y miró fijamente a Menina.

—Ajá. Conque un convento… Eso no nos lo habías contado —espetó sor Teresa.

—Pues no. No pensé que importara…

—Tu nombre es español, ¿no? En nuestro idioma, significa sirvienta… No una sirvienta cualquiera, una de familia noble que servía a la reina. ¿Conoces el cuadro de Velázquez, Las meninas? ¿El de la infanta y corte, que está en el Museo del Prado?

—¡Ah, ese! Sí, claro que lo conozco. Es muy famoso, lo conoce todo el mundo.

La conversación en español empezaba a resultarle agotadora a Menina, la joven se sentía sobrepasada. ¿Cómo habían empezado a hablar de la medalla y terminado comentando la obra de Velázquez?

—¡Ajá! ¡Así que eres una menina! Mmm… Como la del cuadro. Pero Alejandro nos contó que buscabas un Tristán Mendoza, no un Velázquez. Cuando se lo mencioné a las otras hermanas, sor Clara me dijo que le sonaba el nombre.

—¡¿Cómo?!

Ahora sí que estaba hecha un lío.

—Sí. Sor Clara no recuerda lo que le ha pasado esta mañana y a veces es como una niña, pero lo que pasó hace tiempo lo recuerda perfectamente. Cuando sor Clara era novicia, fue responsable de inventariar las pinturas.

Menina volvió a hablar en inglés.

—¿Inventariar? Lo siento, sor Teresa, pero me parece que estoy demasiado cansada para entender todo lo que me dice en español.

Sor Teresa retomó complaciente el inglés.

—Está convencida de que anotó un Tristán Mendoza en el libro de registro. —Sor Clara repitió el nombre y añadió algo—. Puede que varias veces, no está segura —añadió sor Teresa.

La joven se dijo que probablemente a la anciana le fallara la memoria, pero no quiso ser grosera.

—Eso sería… increíble. Si el convento tiene una de las pinturas, podría valer mucho dinero, así que hay que buscarla. Además, no sé si lo saben pero, cuando Tristán Mendoza firmaba sus obras, siempre dibujaba una golondrina, como la pequeña ave del reverso de la medalla. Según mi padre, lo del grabado de la medalla también es una golondrina, por la cola ahorquillada. Siempre me he preguntado por qué firmaría así y por eso quería…

Sor Teresa la interrumpió.

—Es la hora de la vigilia. Antes todas las hermanas hacían la vigilia de Semana Santa, pero ahora nos turnamos. —Dejó la medalla en la mesa, con las manos temblorosas propias de su edad—. Vamos, sor Clara —le ordenó, de nuevo en español.

Sor Clara obedeció resignada. Cuando salían, Menina observó lo delgadas y frágiles que estaban las dos ancianas. Llevaban los hábitos deshilachados y remendados, raídos por el dobladillo. ¡Pobres! Debía haber algo que pudieran vender y más valía que lo encontrase ella porque nadie más iba a hacerlo. Así estaría entretenida hasta que pudiera marcharse y, si no encontraba nada que mereciese la pena vender, ya pensaría en un modo de ayudar a las monjas. ¿Y si había un Tristán Mendoza en el convento? ¡Tendría la tesis resuelta!

El hambre le hizo recordar la cena que la esperaba. Volvió a leer la guía a la luz de la vela mientras se comía una tortilla de verduras fría y bebía una jarrita de vino. Quiso guardarse el pan, pero tenía tanta hambre que terminó comiéndoselo también. Después apagó la vela que casi se había consumido, pero no tenía ni pizca de sueño. ¿Cómo se las arreglaba la gente antes de que existieran la televisión o los libros de bolsillo? Dio vueltas y más vueltas, ahuecó la almohada nudosa y deseó que fuese de día ya. Entonces empezaron a sonar los cánticos y los tambores en el pueblo. Ojalá pudiera ver lo que estaba ocurriendo allí abajo. A lo mejor había un modo de trepar por la tapia de roca del jardín para asomarse al exterior. Además, tenía sed y su botella de agua estaba vacía.

Buscó a tientas las cerillas, encendió lo que quedaba de la vela y localizó la botella de plástico vacía. Se calzó las botas, se echó por los hombros la manta de la cama y se asomó al pasillo. Daba miedo, pero, si las monjas podían recorrerlo a oscuras, no habría mucho de lo que preocuparse. Salió con valentía a la penumbra, procurando evitar las baldosas rotas con la ayuda de la escasa luz que arrojaba el quinqué uno o dos pasos por delante de ella. Apoyando una mano en la pared para mantener el equilibrio, se dirigió a las puertas venecianas, que se hallaban abiertas alrededor de un rectángulo más claro en la absoluta oscuridad del pasillo. Fuera, la noche era fresca, pero el aire le pareció perfumado en comparación con el hedor del interior y en el cielo brillaban las estrellas. Olía a hoguera; se oían cánticos y acompañaba la música un palmeo irregular.

Menina palpó las rocas inclinadas, aún calientes del sol del día, para alcanzar a tientas el caño por el que caía el agua a la pila. Llenó la botella y bebió. Luego apagó la vela de un soplido, se abrigó bien con la manta y se sentó, hecha un ovillo, a contemplar las estrellas, escuchando el relajante sonido del agua y las voces de mujeres que se elevaban en la oscuridad. ¿En eso consistía ser monja, en ser testigo de la vida que pasaba al otro lado de aquellos muros, en poder oírla y olerla, pero nunca verla ni formar parte de ella? No había pensado en conventos desde que era niña, cuando sus padres le habían enseñado las fotografías del lugar donde la habían encontrado. Recordaba lo tristes que se habían puesto al hablar de aquel lugar: por lo visto, después de su partida, lo había asaltado una turba revolucionaria que había matado a algunas de las monjas.

Por otra parte, en la Primera Iglesia Baptista no se hablaba de conventos. No volvió a leer nada más sobre ese tema hasta que, en Holly Hill, estudió el Renacimiento, época en la que las monjas dirigían escuelas y hospitales, administraban fincas e incluso actuaban: representaban pequeñas obras religiosas ante un público que se sentaba al otro lado del locutorio. Las monjas bien relacionadas tenían influencia política y encargaban obras musicales y de arte. Algunas congregaciones eran grandes mecenas. A pesar de llevar una especie de existencia paralela a la del resto de la humanidad, habían sido una parte importante de la sociedad.

De pronto se le ocurrió que, con tantas preocupaciones recientes, no había vuelto a pensar en Theo desde la hora del almuerzo del día anterior, en el autocar. Allí sentada, en el jardín, aislada del resto del mundo, Menina inspiró hondo y tanteó sus horribles recuerdos, como uno se tantea una muela picada para ver cuánto duele. El mal recuerdo no había desaparecido, pero, de momento, ella estaba a salvo y tranquila. Como no quería romper el hechizo, siguió mirando las estrellas hasta que quienes cantaban se cansaron y cesaron los cánticos. Sabía que debía irse a la cama. Se levantó y se estiró, buscó a tientas las cerillas para encender de nuevo la vela del quinqué. Oyó un leve rumor: una planta agitada por el viento, una lagartija o quizá un ratón. Alzó la luz, pero no vio nada.

—Buenas noches —dijo de todas formas.