Capítulo 19
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, primavera de 1552
Ha pasado ya un año desde que la abadesa escribiera al convento de Las Golondrinas, de las Hermanas Santas de Jesús, en Nueva España, cerca de Los Andes. Transcurrido el invierno, el camino vuelve a ser transitable. El domingo pasado celebramos la Resurrección y ahora estamos ocupadas preparando el convento para recibir a los peregrinos que vienen después de Semana Santa. Se ha fregado a conciencia la enfermería; las seglares que se encargan de las hospederías de hombres y de mujeres tienen preparados un montón de colchones de paja, mientras que, para nuestros visitantes importantes, se han dispuesto celdas con camas, ropa limpia y velas. Se han abierto las contraventanas; los vientos primaverales se han llevado el aire viciado de humo de leña y el convento huele a cera de abeja y a lavanda. En el claustro, se han arrancado las malas hierbas, recortado los rosales y barrido los senderos. En el huerto, florecen los naranjos y se ha limpiado con esmero la pila sobre la que mana la fuentecilla. El jazmín que ha brotado de la grieta del muro de roca está en flor también y en el romero y la lavanda se adivinan nuevos brotes.
Luz ha terminado el regalo para la reina en el que ha estado trabajando todo el invierno: una palia de lo más exquisito hecha con un excelente retazo de lino rematado de encaje en el que ha bordado golondrinas en pleno vuelo y un delicado nido que alberga las iniciales de la monarca. Se le ha enviado a Su Majestad junto con unas ramitas de romero y una respetuosa misiva donde se le agradece su misericordioso mecenazgo y se le garantiza la constante oración por su bienestar físico y espiritual y por la conversión de los indígenas de las colonias españolas en América.
La hermana encargada de los pollos y las cabras está muy satisfecha con su incremento; además, para el banquete de Pascua, se cebó a muchos corderitos. En la cocina, el olor a polvorones se mezcla con el del horneado del pan de diario. Se ha abrillantado la plata de la capilla, los paños de altar se han lavado y zurcido y del pueblo nos han traído dos barriles de vino del otoño pasado. En la sacristía, hay un acopio de hostias envueltas en un pañito de lino y, en la enfermería, las hermanas han preparado provisiones de vendajes, bálsamos, ungüentos, jarabes y tinturas. Las enfermedades invernales nos traen a muchos peregrinos en verano.
Hoy, cuando he ido a reunirme con la abadesa, me ha sorprendido ver al otro lado del locutorio a un hombre muy sucio, de aspecto desastrado, vestido con andrajos sujetos a la cintura por una cuerda. He supuesto que se trataba de uno de los ermitaños que vienen a nosotras de cuando en cuando en busca de compañía y comida decente. La abadesa me ha hecho una seña para que me acercase.
—La portera le ha abierto esta mañana y él, exaltado, ha insistido en que debía hablar con alguien, contárselo a la abadesa —me ha susurrado—. La hermana le ha sugerido que fuese primero a la hospedería, a comer algo y descansar, que después le atenderíamos, pero ha empezado a vocear que venía en busca de una joven que podría hallarse aquí. Además, se negaba a separarse del burro, que lleva a lomos un enorme cuévano. A la portera le ha extrañado descubrir que lo lleva repleto de pinceles, pinturas y lienzos. El acento del hombre y su discurso de cortesano no encajan con su tosca apariencia, así que ha empezado a pensar que quizá fuese el padre de una de las huérfanas, que volvía a reclamarla. Le ha propuesto un trato: una seglar lo llevaría hasta la abadesa si accedía a dejar al burro a la entrada. Le he preguntado el nombre de la niña y la razón por la que la busca… —me ha dicho la abadesa, enarcando las cejas y señalando con la cabeza hacia el locutorio.
Por su gesto, he deducido que insinuaba que el hombre que murmuraba al otro lado del locutorio estaba loco. Mascullaba algo sobre el príncipe heredero don Baltasar. Aun antes de que viniera Marisol, ya habíamos oído hablar de su cólera y sus ataques de ira y nos había llegado el rumor de que el rey había modificado el orden de sucesión. Sin embargo, el perturbado insistía en que a don Baltasar lo habían asesinado por orden del rey y que ahora algunas personas estaban dispuestas a solidarizarse con el heredero del príncipe martirizado.
—El pueblo está en contra del monarca —ha dicho el desharrapado.
Cuando se guardan secretos, florecen los rumores. Los defensores de don Baltasar aseguran que tuvo descendencia, una hija, y que ella es la legítima heredera al trono de España. La niña desapareció hace dos años. El rey ha ordenado que la encuentren.
—¿Pero qué tenéis que ver vos con esa niña? —le ha preguntado la abadesa.
—Debo hallarla antes de que lo hagan las autoridades, porque yo soy el responsable. Debo contarle la verdad y suplicar su perdón. —Desde el otro lado del locutorio, lo único que hemos podido ver han sido sus ojos de loco al pegar la cara a los barrotes—. Y advertirle de que corre peligro.
—¿Su perdón?
—He cometido un grave error, abadesa. Dios me bendijo con un talento del que he abusado. He querido a las mujeres por encima de todo y me he servido de mi don para pintar sus retratos de forma que despertasen deseo. Lo conseguía porque pintar un retrato es como hacer el amor: las damas se me revelaban, confiaban en mí, se rendían a mí. Una mujer hermosa presenta múltiples caras: el semblante que desea mostrar al mundo y, a menudo, el rostro que mantiene oculto. Los retratos, como el amor, exigen que uno exponga su ser. Yo podía vislumbrar la vanidad, la astucia y la mezquindad y disfrazarlas de elegancia o fortaleza. Conocía su lujuria, su avaricia y, sobre todo, sabía cuáles ocultaban una criatura ilegítima, nacida en circunstancias que jamás debían ver la luz. Porque esas estaban en deuda conmigo. Yo las ayudaba a esconder a sus hijos y, a cambio, obtenía de ellas el pago deseado.
»Me encargaron que pintase el retrato de prometida de una joven. Era tímida y recatada, a salvo de pensamientos infectos o interesados. Empecé intentando seducirla como a las demás, pero terminé medio enamorado de ella y angustiado por la posibilidad de hacerle daño. No obstante, me sentí obligado a pintarla igualmente sensual y deseable. Su futuro marido, que me había encargado el retrato, era un hombre de mundo, muy rico y poderoso, también gran amante de las mujeres. Me serví de todos mis ardides artísticos, la mirada sugerente, los labios gruesos…, para pintarla como podría parecer… de haber sido otra mujer. Su futuro esposo se mostró muy complacido y me pagó el doble de lo acordado.
»El retrato fue objeto de gran admiración en la corte, pero surtió un efecto poderosísimo en el príncipe heredero. Cuando se me ordenó que realizara una copia para sus aposentos privados, me inquieté, pero no me atreví a desobedecer una orden real. Me sentí aliviado al saber que la joven había contraído matrimonio, había abandonado palacio para vivir en el hogar de su esposo y se había llevado el retrato. Sin embargo, no lograba olvidar su hermoso rostro y su semblante confiado y empecé a lamentar haber pintado el retrato como lo había hecho, sentí que, de algún modo, la había traicionado. Aún tendría que lamentar todavía más el haber hecho una copia al príncipe. No acostumbraba a sentirme culpable y, para evitar el sentimiento, me volqué en el trabajo y en las mujeres. Pinté sin parar y empecé a hacerme más rico y famoso cada año que pasaba.
»Cuando llegó a mis oídos que la joven era madre de familia y que vivía tranquila y que su esposo la amaba con devoción pese a sus largas ausencias, me sentí aliviado. Al parecer, no le había causado daño alguno. No sé bien cómo comenzó a correr el rumor de que era la querida del príncipe heredero. Cierto es que él había codiciado su retrato, pero la dama estaba a salvo. Sin embargo, el rumor perseveró, propagado por la facción del príncipe, que ansiaba demostrar, pese a la evidencia, que era un hombre normal y apto para la sucesión. Entonces se empezó a murmurar que el esposo de la joven dama la había repudiado por haberle dado un vástago al príncipe heredero y estar a punto de darle otro. Yo no creí ninguno de los rumores, pero era consciente de que mi condenado retrato había desatado las pasiones del príncipe loco hasta hacerlo peligroso. Después supe que el esposo de la dama y la mayoría de sus hijos habían muerto en circunstancias misteriosas y que ella se encontraba de nuevo encinta. La reina, que tampoco creyó las calumnias, le ofreció protección y le pidió que se mudara a la corte para recuperarse. No pudo oponerse a la voluntad de la monarca, pero, por fortuna, el príncipe heredero falleció súbitamente cuando ella iba camino de Madrid.
»Meses después recibí una nota en la que se rogaba mi colaboración para el asunto de siempre: la retirada discreta de una niña no deseada. Puse en marcha el proceso habitual para que la trasladaran al lugar acostumbrado, cuya ubicación exacta jamás he sabido. Solo después supe que esa niña era hija de la única mujer cuya bondad me conmovió tanto, la única mujer a la que he amado. Debió de solicitar mi favor al enterarse de que ayudaba a poner a salvo a niñas y reparar en lo peligrosa que sería la situación de la pequeña si ella fallecía.
»La pobre dama calumniada murió dando a luz a su criatura, al tiempo que los partidarios de don Baltasar propagaban el rumor de que, pese a que el príncipe había sido asesinado por orden del rey, tenía descendencia, una niña, legítima heredera al trono de España, y que, en nombre del príncipe martirizado, defenderían su derecho a reinar. Se atrapó y torturó a dos espías ingleses que confesaron buscar a la misma niña. Los ejecutaron y la búsqueda de la pequeña se intensificó. El rey ordenó que se la encontrase antes de que se convirtiera en arma de los enemigos de España.
»Comprendí lo que había hecho: causar la ruina y la muerte a una dulce señora. Mi talento me abandonó, mis retratos dejaron de respirar y todo lo que intentaba resultaba plano, soso, sin vida. Cesaron los encargos; se amontonaron las deudas. Comencé a beber abundantemente hasta no poder distinguir el día de la noche, jugué con desesperación y, cuando dejé de ser célebre y las damas empezaron a rehuirme, busqué la compañía de prostitutas y me dejé arrastrar por los más bajos instintos para olvidar mi gran pecado.
»El peso de la culpa fue creciendo hasta hacerse insoportable. Pedí confesión y me arrepentí de haber destrozado a una mujer inocente y a casi toda su familia. El cura me impuso la penitencia de encontrar a la superviviente, obtener su perdón y realizar algún acto de contrición por ella. Comencé entonces a buscar el convento al que había ayudado a enviar a tantas niñas no deseadas, pero, aunque yo había puesto en marcha el proceso en numerosas ocasiones, su emplazamiento seguía siendo un secreto celosamente guardado y, por más que lo intenté, no pude acceder a esa información. Solo logré averiguar que se trataba de un convento alojado en las montañas, nido de golondrinas. Entregué a los pobres mis posesiones y el poco dinero que había conseguido no despilfarrar y conservé solo mi material de trabajo. Juré que, si Dios me guiaba hasta la niña, pintaría una obra maestra en su honor. Durante dos años, he viajado como mendigo y peregrino, de un convento a otro, pero estoy enfermo y ya había perdido la esperanza de encontrar a la niña y, con ella, la absolución antes de morir.
»Sin embargo, hace unos meses, por el camino, divisé grandes bandadas de golondrinas que migraban hacia las montañas y los lugareños me indicaron que regresaban a su hogar en el convento de Las Golondrinas. Albergué ilusión por primera vez. quizá vinieran a mostrarme el camino. —El mendigo ha hecho entonces una pausa para tomar aliento y ha agachado la cabeza—. Soy el miserable Tristán Mendoza.
—¿Y la niña a la que buscáis?
—María Isabel Villar de Ascensión.
Su relato coincide con el de Marisol.
—Sí —ha dicho la abadesa con cautela después de un instante—. Sí, está aquí, pero no sé si podéis verla.
La abadesa y yo hemos parlamentado sobre si decírselo a Marisol. El hombre no era tan feroz como parecía. No obstante, era ella quien debía decidir si otorgarle el perdón, si podía, y no debíamos negarle al pobre hombre el derecho a preguntárselo. La abadesa ha decidido mandar a buscarla.
Marisol ha entrado haciendo aspavientos, esperándose un sermón por haber infringido las normas del convento y, al ver al hombre al otro lado de la reja, ha proferido una exclamación.
La abadesa le ha pedido que se sentase.
—Marisol, este hombre dice ser el pintor Tristán Mendoza, que pintó el retrato de boda de tu madre —le ha dicho sin ambages.
—Si es así, andaos con cuidado —ha espetado Marisol de muy mala manera—. Josefa siempre me advertía que el pintor no era de fiar y que las mujeres debían mirar por su virtud en su presencia.
Hasta Marisol se ha estremecido ante la mirada ceñuda de la abadesa, pero se ha sosegado con una pequeña exhalación que pretendía informarnos lo poco que le importaba.
—¡Un milagro! —ha exclamado el hombre, arrodillándose.
—¿Qué ocurre aquí? —ha inquirido Marisol con recelo.
—Mis plegarias han sido atendidas. He venido a confesar mi culpa y a buscar vuestra misericordia y vuestro perdón por el mal que os causé a vos y a los que amabais. Soy el asesino de toda vuestra familia. Llevo las manos y el alma manchadas de su sangre.
—Este mendigo está loco —murmuró Marisol—. Permitidme que me retire, abadesa.
—¡Quieta! —le ha ordenado la abadesa.
El hombre, aferrado a la reja del locutorio, ha repetido su historia.
Por una vez, Marisol ha guardado silencio. Se ha quedado encogida en la silla, minúscula y vulnerable. Me ha mirado como perdida, apretando la mandíbula, desprovista de su fogosa rebeldía. Los ojos se le han llenado de lágrimas mientras se esforzaba por recobrar la rabia que le sirve de coraza frente al mundo.
—Yo no sabía por qué me habían apartado de mi madre y de Josefa, ni sabía que había muerto. Las he odiado mucho, durante mucho tiempo. Y ahora me decís… Os odio a vos también, con toda mi alma y con cada aliento de mi ser.
La mano de Marisol ha buscado la mía. Se ha producido un largo silencio.
—Marisol, se nos ha enseñado que, cuando se busca nuestro perdón, debemos otorgarlo como esperamos que Dios nos conceda el suyo por nuestros pecados… —la ha instado la abadesa, con ternura y firmeza a la vez—. Por el bien de nuestras almas y para gloria de Dios.
La niña ha asentido con la cabeza, mientras retorcía sin parar el pañuelo con las manos.
—Pobre Consuelo —ha susurrado.
—He jurado poner mi don al servicio de Dios —ha dicho humildemente Tristán Mendoza—. Permitidme que lo haga ahora. Agravié a su madre con un retrato licencioso… ¿Podría pintar un retrato de María Isabel con su hábito de novicia para señalar su transición a la vida de religiosa? Las familias de las jóvenes que van a tomar los hábitos a menudo encargan ese tipo de retrato.
Ciertamente un retrato así acompañaba a sor Serafina cuando llegó al convento.
—¡Prematuro! —ha gruñido la abadesa.
Marisol ha levantado la cabeza. Un leve fulgor ha vuelto a sus ojos.
—¡Eso es imposible! —ha dicho enseguida la abadesa—. Marisol no tiene vocación.
El pintor nos ha sorprendido entonces.
—Veo que quizá no haya vocación, pero por la bondad de su madre, que alberga en su corazón, hará grandes cosas —ha dicho después de observarla en silencio unos instantes—. Se conducirá de forma egoísta, pero eso le causará un dolor que constituirá una intensa fuerza benefactora. Será muy amada por uno y muchos.
La niña ha alzado los ojos, parpadeando.
—¿Eso pensáis? ¿Soy hermosa, como mi madre?
La abadesa ha negado con la cabeza.
—¡Marisol! ¡Ojo con la vanidad!
—¡Por favor! —ha suplicado Marisol—. En el convento no hay espejos y Josefa me dijo que me parecía a mi padre. También mi madre cuidaba de su apariencia. Además, estos hábitos de novicia que nos hacen llevar ¡son horrendos!
La abadesa ha suspirado.
—Agradecemos vuestra oferta, señor. ¿Puedo sugerir que, como acto de contrición, pintéis a Marisol y su… bondad interior junto con la de otras de nuestras niñas? Trabajaréis desde ese lado del locutorio, por descontado, y sor Beatriz hará de carabina.
—Con todo gusto, abadesa.
—¡Gracias! —ha exclamado Marisol.
Entonces la abadesa ha enviado a Tristán Mendoza a la hospedería y a Marisol de vuelta a sus labores. Yo me he preguntado en voz alta por qué la abadesa estaba dispuesta a permitir que un hombre de reconocida carnalidad pintase a cinco de nuestras niñas.
—Por varias razones. Ayudará a las pequeñas a olvidar esa horrible visita de la Inquisición. Además, el hombre ansía enmendar sus errores y esa es su única forma de conseguirlo. Si hubiera el más mínimo indicio de falta de decoro, si propusiera que alguna de las niñas se reuniera con él en otra parte del convento, lo despacharíamos de inmediato. Dudo que desee que eso ocurra.
»Por otra parte, quisiera ver su trabajo. Aunque haya sido un hombre de moral turbia, lo precede la reputación de un maestro. La congregación no tendrá muchas ocasiones de contar con la presencia de un maestro y se me ha ocurrido algo más que comentaré cuando vea cómo progresa el retrato.
Tristán Mendoza comenzó su labor al día siguiente; se levantó temprano para asistir a misa y después molió y preparó sus pinturas. Aunque su rostro tremendamente demacrado casi parecía una mascarilla de difunto, volvió a él algo de vida mientras mezclaba los colores y las niñas, asomadas al locutorio, le hacían preguntas. Cuando estuvo listo, dedicó un tiempo a indicarles cómo colocarse al otro lado de la reja. Marisol se pellizcó las mejillas para darles color y se ahuecó el pelo. Luz llevaba en brazos a su muñeca favorita, vestida como para una consagración, con velo y corona de flores, y no consintió en sentarse más que a los pies de Esperanza. Esta llevaba consigo un libro y leyó mientras esperaba. Sancha se revolvió inquieta y Pía se peinó la melena de rubio platino para hacerla caer como una cascada por su espalda. El pintor contuvo un aspaviento ante semejante visión. Yo le administré una severa reprimenda.
Ya no era el penitente lloroso. Su voz había adquirido cierto aire de autoridad. Les dijo a las niñas que se estuvieran quietas, que debía trabajar con presteza, pues apremiaba el tiempo. Se puso manos a la obra sobre un lienzo que había preparado la noche anterior, mientras que yo trabajaba en una mesa próxima.
Transcurrió una semana. Entonces Tristán Mendoza volvió el lienzo inacabado hacia el locutorio para que la abadesa y yo pudiéramos verlo.
—¡Verdaderamente bueno! —exclamó la abadesa, escudriñándolo a través de la reja—. No está terminado, pero me asombra… Fíjate en Luz, con su muñeca. Ha sabido captar con excelencia la dulzura de su alma, del mismo modo que ha captado la inteligencia de Esperanza, la impaciencia de Marisol, los demonios de Sancha y el desapego de Pía, ajena al mundo, como si nada pudiese alcanzarla. Considera ahora lo que voy a decirte, hermana. A menudo le he pedido a Dios que nos enviase a un artista capaz de pintar nuestro evangelio, quizá como un ciclo alegórico. Hasta la fecha, no ha habido por la región ningún artista lo suficientemente dotado o a quien pudiésemos confiar nuestros secretos. Sin embargo, el sufrimiento y la compunción parecen haber templado, no arruinado, el talento de Mendoza. Quizá sea conocedor de los instintos primarios del ser humano, pero también es capaz de vislumbrar la gracia divina oculta tras estos y, por más que confiemos en hallar un modo de sacar la crónica del convento, cada vez es mayor mi certeza de que nuestro evangelio habría de preservarse aquí, en pinturas.
Tristán Mendoza ya no parecía tan enfermo y hablaba de pintar una obra para la capilla cuando hubiese concluido el retrato de las niñas. Le preguntó a la abadesa si había algún santo al que deseáramos honrar. Ella le contestó que tenía un plan que quería comentarle. No obstante, el presentimiento del artista de que apremiaba el tiempo resultó ser cierto, si bien no con su muerte, como esperábamos. Antes de que el retrato estuviese terminado, sonó con fuerza la campana de la puerta en plena noche. Poco después, una seglar adormilada vino a mi celda a comunicarme que la abadesa había recibido en el locutorio a un mensajero y que se requería mi presencia de inmediato. Me vestí con premura y me dirigí aprisa a los aposentos de la abadesa.
Esta sostenía una carta oficial.
—La Inquisición nos visitará la semana que viene. Se interrogará a todas las residentes del convento: monjas, novicias, seglares, sirvientas y a las niñas mayores de cuatro años. Fray Ramón Jiménez… Dicen que es capaz de oler a un hereje y que concede a sus inspectores absoluta libertad en cuanto al modo de obtener información —concluyó con un leve temblor en la voz.
Las paredes de la sala nos cercaron de pronto. El convento, nuestro refugio, se había convertido en nuestra prisión, una trampa, una tumba. Un súbito pitido en los oídos me impidió distinguir lo que la abadesa dijo a continuación.
—He dicho «novias», sor Beatriz —espetó la abadesa con sequedad, molesta por tener que repetir sus palabras—. Ahora comprendo el mensaje de la fundadora. ¡Esperanza, Marisol, Pía y Sancha habrán de viajar al Nuevo Mundo en busca de marido! Y llevarán consigo la crónica y la medalla. Haré los preparativos necesarios para su marcha en cuanto me sea posible. Escribe tus últimos relatos en la crónica y entrégasela a Esperanza. Podemos confiar en que ella le dé continuidad y encuentre ese convento de Los Andes.
—¡Esperanza leerá nuestro evangelio!
—¡Por descontado, sor Beatriz! ¡Eso me propongo! Cuando lo haga, comprenderá por qué debe decidir si Las Golondrinas de las colonias es o no nuestra misión antes de poner en sus manos nuestro evangelio, pero ve enseguida, sé que ansías escribir una despedida…
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, junio de 1552
Es medianoche, pero solo duermen las huérfanas, desconocedoras ellas de que anoche vino un mensajero del valle para advertir a la abadesa. Como lobos al acecho del rebaño, el Tribunal de la Inquisición se acerca más cada día y pronto se abalanzará sobre nosotras…