Capítulo 11

Convento de Las Golondrinas, España, primavera de 2000

 

Menina trató de ahogar el ruido tapándose la cabeza con la fina almohada, pero el ruido se acercaba y era cada vez más fuerte.

—¡Alabado sea Dios! —le chilló sor Teresa al oído y dejó con gran estrépito la bandeja del desayuno en la mesita.

La joven se incorporó a regañadientes y se retiró el pelo de los ojos.

—¡Hola! —murmuró grogui intentando recordar dónde demonios estaba y qué día era y averiguar a qué se debía aquel espantoso ruido—. ¡Gracias!

Se levantó. Martes. Era martes. Al otro lado de la ventana, ya se oía el canto de los pájaros al amanecer.

—Bien, ya estás despierta, así que ya te puedo decir que, dentro de una hora, después de misa, vas a ir con sor Clara a los cuartos de la abadesa a ver las pinturas —le dijo sor Teresa—. Yo debo ir a abrir la puerta de la capilla para que la gente pueda asistir a misa.

La monja salió disparada.

—Vale, sí. Estupendo. Gracias.

Menina se frotó los ojos para despejarse y recordó dónde estaba. Recostada sobre la pared, bebió a sorbitos el café y se comió la rebanada de pan de almendras tan despacio como pudo, para que le durara más. Después agarró la toalla y el cepillo de dientes y enfiló el pasillo en dirección al baño. Lo primero que haría cuando regresara a la civilización sería darse una larga ducha caliente.

Cuando llegó sor Clara, Menina tomó un cuaderno y un bolígrafo y siguió a la monjita de un lado para otro por la maraña de pasillos hasta que oyeron la fuente del claustro. La hermana la llevó por la galería a la misma puerta por la que ella había entrado el día anterior y, de pronto, estaban de nuevo en el oscuro locutorio. Le pareció que empezaba a orientarse en aquel laberinto.

Sor Clara le tiró del brazo y señaló un enorme cesto lleno de pedacitos de pan que había en el suelo.

—Alejandro. ¡Pobres pollos! —exclamó primero en español y luego en inglés y rio.

Menina necesitaba luz para trabajar.

—No veo —le dijo en español.

—Ah —repuso la monja asombrada—. ¿Está oscuro para ti?

La anciana se dirigió bamboleándose a la pared del fondo y tiró de un trozo de recio tejido que parecía una cortina. La estancia se iluminó y una leve corriente de aire revolvió el polvo de un haz de luz solar. La monja estornudó.

—Perfecto —afirmó Menina, y estornudó también.

Retiró un poco más la cortina, la sujetó con una silla y vio que era un pesado tapiz colgado de una barra. Lo estudió detenidamente. Estaba hecho de una lana tosca, descolorida y raída, pero pudo apreciar que, en su día, había lucido brillantes colores y un dibujo de serpientes y pájaros. Había varios más como aquel, mal colgados de las paredes. A todos les habría venido bien una visita a la tintorería.

—Las monjas nos sentamos aquí en invierno —dijo sor Clara—. Se está calentito. Alejandro y los otros hombres nos traen leña —añadió, señalando los leños amontonados en una hornacina—. Aquí nos remendamos la ropa, leemos, rezamos el rosario…

—Qué bien —masculló Menina, impaciente por seguir limpiando el retrato de la joven.

Amasó un trozo de pan hasta ablandarlo y se puso manos a la obra. Bajo una capa de porquería, un fondo liso rojo y negro resaltaba las finas ropas de la muchacha y sus exquisitas joyas, que brillaban tímidamente. Tendría unos quince o dieciséis años. Debía de ser un retrato de compromiso nupcial. El pelo oscuro de la joven estaba salpicado de perlas y llevaba una túnica bordada en oro y sujeta a los hombros por sendos broches de piedras preciosas unidos entre sí por una cinta. Debajo vestía una blusa blanca con las mangas adornadas de pedrería y cuello y puños de encaje, llevaba un collar del que colgaba una estrella. La joven era la protagonista única del cuadro: no había ningún detalle en el fondo, ni una silla, ni libros, ni un bastidor de bordado, ni mascotas, ni horizonte, ni nubes, ni cielo. Solo una cortina corrida y, detrás de esta, la oscuridad.

En la mano izquierda llevaba un abanico cerrado y apretado contra la cintura; con la derecha sostenía un clavel pegado al corazón. Desconcertaba a Menina la arrogancia y determinación con que los ojos de la joven le sostenían la mirada. Pese a la flor en el corazón y el que la muchacha fuera vestida con la misma elegancia que si estuviese a punto de casarse, a Menina le daba la sensación de que aquella era una joven de fuerte personalidad, con una voluntad de hierro, de hecho. Había algo escrito en la esquina superior derecha del cuadro. Con la ayuda de otro trozo de pan, descubrió un texto de florida caligrafía y una fecha, 1590, en números romanos. Se apartó un poco y forzó la vista para descifrar la leyenda. Por fin, sus ojos se adaptaron a las eses que parecían efes y leyó en voz alta que el retrato era de María Salomé Beltrán, de sangre real inca y noble española, hija de don Teo Jesús Beltrán y doña Isabel Beltrán de Aguilar y a punto de ingresar en el convento de las Hermanas Santas de Jesús en los Andes. Un retrato de compromiso nupcial, pero con Jesús.

De pronto la asaltó un recuerdo distante, de cuadros en la pared, de niñas especiales, vestidas para ser monjas. Un sabor a chocolate a la taza y pastelitos… No conseguía ubicarlo, pero desde luego no era algo que hubiese vivido en la Primera Iglesia Baptista de Laurel Run.

Aquel retrato le planteaba muchos interrogantes. La joven parecía hermosa y rica, pero, por lo visto, ese convento al que iba se encontraba en los Andes y ella era en parte inca. ¿Cómo había ido a parar un retrato de una futura monja americana con casi cuatrocientos años de antigüedad a un pueblo español perdido en lo alto del monte y a millones de kilómetros de cualquier otra cosa?

—¡Ajá! —exclamó sor Teresa. Menina se volvió bruscamente. Echó un vistazo al reloj y comprobó sobresaltada que llevaba más de cinco horas trabajando. Oyó un ronquido procedente de la silla en la que sor Clara se había quedado dormida—. ¡Sor Clara! —gritó la otra monja en tono de reproche y la pobre anciana despertó dando un respingo.

Menina hizo todo lo posible por evitarle a la anciana una regañina.

—Sor Teresa, ¡venga a ver el retrato que he encontrado! Quizá usted pueda explicarme qué hace aquí.

La monjita miró hacia donde estaba Menina, forzando la vista. Se frotó los ojos, retrocedió y miró un poco más.

—Ya no veo tan bien como antes. Hay demasiada luz. No distingo mucho.

Sor Teresa había vuelto la cabeza como para estudiar el cuadro, pero miraba fijamente demasiado a la izquierda, como si en realidad no viera nada. Entonces Menina observó algo en lo que no había reparado: la anciana tenía los ojos vidriosos, las córneas opacas. Le puso una mano delante de la cara y la movió de un lado a otro. La monja pestañeó, pero no la siguió con la mirada. Pobrecilla.

—Sor Teresa, usted no ve, ¿verdad?

—Dios me ha debilitado la vista y ahora veo mejor con el alma —dijo la anciana—. Oigo perfectamente. Y veo lo que veo.

—Si no ve, ¿cómo puede moverse por el convento?

—Huy, el convento… Llevo aquí tantísimos años que ya me conozco el camino, de cuando veía. Ahora Dios guía mis pasos. Y con tanto parloteo me has hecho olvidar que tienes una visita. Ven —dijo, dando por zanjada la conversación sobre su visión.

—¡Estupendo! Mis padres se habrán puesto en contacto con el consulado estadounidense. —Menina soltó un suspiro de alivio—. Después de todo, parece que el capitán Fernández Galán tenía un teléfono operativo.

—Sí, es Alejandro. Él es quien ha venido a verte.

—Ah. —¡Maldición!—. ¿Para qué?

—Pregúntaselo a él. Ven al locutorio, allí podrás hablar.

—¿Adónde?

—Las monjas no podemos salir del convento. La gente que viene a vernos habla con nosotras por el locutorio. —Señaló la pared de recio enrejado de hierro—. Alejandro se sienta a ese lado y tú a este —le ordenó sor Teresa—. Está cerrado con llave, así que no puede ocurrir nada. ¡Ja! ¡Alejandro no está acostumbrado a eso!

—Y yo que creía que este sitio ya no podía ser más extraño —masculló Menina por lo bajo—. ¡Qué ingenua!

Oyó pasos, luego el capitán corrió la cortina del otro lado.

—Buenos días, señorita Walker. Confío en que haya sobrevivido a la noche en el convento.

—Hola. Sí. Se me hace raro estar hablando a través de barrotes, como si estuviera en la cárcel.

—Lo comprendo. No es el Ritz, pero lo importante es que la puerta es robusta. Confíe en mí: traerla aquí no fue una locura, como tampoco lo es que se quede en el convento. Ya se lo explicaré, ahora tengo prisa. Solo quería preguntarle por qué me ha pedido sor Teresa que «busque mucho pan y se lo traiga a Menina». Me he dicho: «¡No puede tener tanta hambre!».

—El pan es para las pinturas… Tenía que habérselo comentado a ella primero. Se enfureció cuando me encontró buscando cuadros de valor. Pensó que quería robarlos. Peor aún, creyó que le acusaba a usted de obligarme a hacerlo.

—¡Intenté comentárselo! Ya vio que me cerró la puerta en las narices.

—Sí, bueno, lo que usted diga. Tenía razón: hay muchos cuadros y sor Teresa me ha dejado que les eche un vistazo. Ya le he advertido que, si alguno de ellos promete, tendrá que examinarlo un experto, pero ahora mismo todos los cuadros están tan sucios que no sé ni lo que son. Antiguamente los limpiaban con miga de pan revenido. No es lo ideal, pero no se me ocurre otra cosa. Solo para retirar porquería suficiente de la superficie como para hacerme una idea. Procuro hacerlo con sumo cuidado con el fin de no dañar el lienzo y evitar que se descame la pintura.

»Lo que hay en los pasillos no me parece de valor, pero sor Clara asegura que hay retratos en las dependencias de la abadesa —prosiguió Menina—. Ahí es donde estoy mirando ahora y hay más en la sala grande. Me dijo usted que se habían saqueado conventos durante la Guerra Civil española, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, ¿no?, ¿en los años treinta? ¿Este lo saquearon? Porque el edificio está hecho un asco, pero no parece que lo asaltaran hordas de salvajes. Puede que lo que hubiera aquí antes de la guerra siga todavía aquí.

Alejandro asintió con la cabeza desde el otro lado.

—Tiene razón: no lo saquearon —confirmó—. Contra todo pronóstico. Los republicanos quemaron conventos, iglesias y monasterios en otras partes de España, porque la Iglesia ayudaba a los fascistas. Mataron a muchas monjas y curas. Aquí fue distinto: nadie prendió fuego a Las Golondrinas, ni mató a ninguna monja, pese a que la mayoría de los del pueblo eran republicanos. Las respetaron.

—Muy bien. Espero encontrar algo que les dé dinero. Veo que lo necesitan. Los hábitos de las hermanas son prácticamente harapos. ¿Y sabía que sor Teresa está ciega? —le preguntó Menina—. Debería verla un médico, puede que haya que operarla de cataratas o que tenga glaucoma. Y sor Clara está… muy mayor. Tan pronto la veo bien como completamente perdida. Según me han dicho, ellas dos son las más jóvenes. No he conocido a ninguna otra, pero, por lo que me han contado, las más ancianas ya no se levantan de la cama. Hay montones de ventanas rotas, así que en invierno tiene que hacer un frío tremendo. No se puede dejar que estas ancianas mueran de hambre y de frío. Además, las personas mayores pueden tener malas caídas. Y si una de ellas se rompe la cadera, ¿cómo la va a levantar sor Teresa? —inquirió Menina indignada.

El capitán Fernández Galán suspiró.

—Lo sé. Es un problema gordo. Los del pueblo intentamos ayudar. Les traemos comida y, para el invierno, tienen las chimeneas y los braseros… ¿Sabe lo que es un brasero? La gente les trae leña, carbón y…

—¡Con leña y carbón no se calienta un sitio tan grande como este! Además, los braseros pueden provocar incendios y el humo del carbón es nocivo. Si una monjita olvidadiza provoca un incendio, las que están en cama morirán calcinadas, si no fallecen antes de hambre o de hipotermia.

—Sí, todo eso ya lo sé, pero las monjas son testarudas y no quieren marcharse —protestó—. Es la vida que han elegido. Es una cuestión de honor, una prueba de su fe, el que cumplan su promesa a Dios de seguir en el convento hasta su muerte. Antiguamente siempre había chicas que venían a ser monjas o a vivir y trabajar en el convento. «Seglares», las llamaban. No hacían los votos ni vestían el hábito, pero vivían como monjas. Había una especie de hospital para las hermanas de mayor edad y las seglares cuidaban de ellas, pero ya hace muchos años que no hay monjas nuevas, ni siquiera seglares. También los que les traen comida y leña y cosas que necesitan se están haciendo mayores. Los jóvenes, como mis hermanos, vienen a veces de vacaciones, pero no quieren vivir en un pueblo. Les gusta la vida de la ciudad: buenos pisos y automóviles, buenos trabajos y cines, vacaciones… Las monjitas ancianas no son su prioridad —añadió con un suspiro.

—¿Por eso aún vive usted aquí? —preguntó ella—. ¿Para cuidar de las monjas?

—Sor Teresa era la tía favorita de mi madre. Le salvó la vida en una ocasión. Ahora que mi padre ha muerto y mis hermanos se han ido, solo quedan unas cuantas monjas de avanzada edad, muchas de ellas primas de mi madre. Yo soy el único hombre de la familia que sigue aquí, así que, sí, me siento responsable de ellas. Se lo prometí a mi padre.

Justo lo que le había contado sor Teresa.

Por un instante, Menina se sintió conmovida, luego se dijo que, por agradable que le pareciese en esos momentos, había sido muy antipático y grosero con ella. Aunque debía reconocer que la había rescatado de los obreros que la miraban como si fuera un trozo de carne. Claro que eso no quería decir que tuviese que caerle bien.

—Seguiré buscando. Me gustaría ayudar a las monjas también y, además, es interesante, pero no se olvide del pan, a primera hora de mañana, ¿vale? Necesito bastante y no creo que a las hermanas les sobre, no quiero quitarles el suyo.

—Sin problema. Siempre quedan restos de pan en el pueblo, no se desperdicia, porque se lo dan a los cerdos y a los pollos. Se lo traeré. Vendré a verla mañana.

«No, no venga a verme, traiga el pan y punto», estuvo a punto de decirle, pero no lo hizo.

Cuando Menina terminó su almuerzo de pan, queso y una especie de sopa de tomate fría, ya estaba anocheciendo. Sor Clara le había dicho que le tocaba ir a la capilla, así que ya no harían más ese día. Al día siguiente examinarían los cuadros de la sala grande.

Echó un vistazo a la ropa interior que se había lavado por la noche. Aún estaba húmeda. Debía secarla al aire libre. Reunió las prendas y fue a tenderlas al jardín. Las colocó en una roca caliente y llenó de agua la botella de plástico. De nuevo en la celda, tomó el cuaderno y salió a explorar los estrechos pasillos que, según sor Teresa, constituían la parte más antigua del edificio. Como las puertas venecianas del jardín se habían quedado abiertas, tuvo luz de sobra para ver lo que parecían dos grabados en madera y, en medio, un pequeño retrato de un monje tonsurado.

Al mirarlo de cerca, vio que tenía la nariz torcida y vestía una sencilla túnica con capucha. Sus ojos pequeños miraban entrecerrados a lo lejos y sus labios tiesos le daban un aire adusto. ¿Trataba de retratarlo el artista como miope o quizá resaltar un rasgo místico o espiritual? Lo descolgó para verlo con mejor luz. Cuanto más lo miraba, más le parecía que el sujeto contemplaba algo que le producía regocijo. Cuanto más lo miraba, menos le gustaba. «Fray Ramón Jiménez», rezaba encima de su cabeza; debajo pudo descifrar las palabras «Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición».

Volvió a colgar el cuadro en su sitio y se centró en los dos grabados en madera situados a la altura de los ojos del monje. El primero representaba una escena de júbilo, una fiesta o algo parecido. En él había gente alborotada que señalaba con el dedo o llevaba en brazos a sus hijos, soldados, un estrado cubierto por una especie de estandarte y personas vestidas con sencillas túnicas que sostenían velas.

El otro grabado era menos alegre. Mostraba a todas aquellas personas con túnica atadas en bloque sobre una hoguera y a una niña de pelo largo, de rodillas, suplicando con las manos en alto a una de las mujeres del estrado. La fiesta tenía lugar en torno a los que quemaban vivos. Desde el estrado, contemplaba la escena el mismo monje de la Inquisición.

Los grabados, con su extraña combinación de gozo inocente y espectáculo de horrendo sufrimiento, resultaban tremendamente perturbadores. Tambaleándose de espanto, Menina retrocedió y huyó hacia el jardín, hacia el aire fresco y los largos rayos del sol poniente. Se dejó caer en el banco de mármol y se sostuvo la cabeza con las manos. Jamás había imaginado que una simple pintura pudiese ser tan horrible. Sabía lo que representaba: la quema de herejes por la Inquisición hacía mucho tiempo. El mundo ya no era así, ¿verdad? ¿Por qué se sentía como si hubiese ocurrido delante de sus propios ojos?

Se quedó allí sentada hasta que se puso el sol, luego regresó dentro y recorrió a tientas el pasillo de vuelta, desviando la mirada de los grabados y del monje perverso. Al llegar a la celda, vio que le habían encendido la vela del quinqué y que había una bandeja tapada encima de la mesa. Comió, se desnudó, se puso el albornoz, intentó leer un poco más de la guía y se quedó dormida deseando tener a mano una novelita romántica o alguna revista que le recordaran a la vida limpia y ordenada de su hogar en Estados Unidos. Intranquila, empezó a soñar.

Una multitud la arrastraba, ansiosa por ver un espectáculo que tenía lugar en la plaza, a escasa distancia.

—Mira —le dijo un hombre, que resultó ser el conductor gordo del autocar—. ¿Has visto qué espectáculo? —añadió, señalando con el dedo.

Al fondo de la plaza había una gran tribuna repleta de curas y dignatarios, y parecía estar celebrándose alguna fiesta. Una procesión religiosa desfiló por delante de la tribuna y se situó ante las autoridades. La siguió otra procesión más lenta, más monótona, de hombres, mujeres y niños descalzos, todos vestidos igual, con sus trajes de penitentes y portando velas. La muchedumbre enfervorizada les gritaba y los abucheaba. Una joven hermosa, de la edad de Menina, los miraba aterrada. Se leyeron unos nombres con solemnidad y quienes llevaban las velas empezaron a gemir y a llorar. La joven de la edad de Menina se hincó de rodillas frente a la tribuna y suplicó a una mujer que llevaba corona. Le dijo que era judía porque nunca había conocido otra fe, pero que era fiel a España, que estaba a punto de casarse, que tuviera piedad…

—¡Herejes! —exclamó el conductor del autocar—. ¡Quemadlos! —añadió, y se relamió cuando los soldados comenzaron a empujar a la procesión hacia el centro de la plaza—. Ahora viene lo divertido —exclamó el gordo.

Se hizo el silencio, sonó un redoble de tambor y, de pronto, el fuego lo invadió todo… Con el rostro ardiendo, Menina despertó con su propio grito de pánico, retorciéndose dentro del albornoz en el que iba envuelta, desesperada por escapar de las llamas que le quemaban los pies. Se incorporó en la estrecha cama, temblando y frotándose los ojos para librarse de la pesadilla. Se dijo una y otra vez que no era más que un sueño, pero para que esa pesadilla no volviera a ella, permaneció despierta el resto de la noche.