Capítulo 18

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, otoño de 1551

 

Marisol lleva un año enfurruñada; así es como evita que la abrume la tristeza. Además, nos ha llegado una quinta niña: Sancha. Tiene nueve años y vino cuando las golondrinas ya se habían ido y subía del valle el humo de la quema de rastrojos. Qué horrible coincidencia. La sacaron inconsciente del carruaje cerrado y pensamos que estaba enferma, posiblemente moribunda. Sin embargo, sor Sofía, que la había traído, nos aseguró que tan solo dormía profundamente. Como la pobre criatura tenía quemaduras en las piernas y los pies, sufría terribles dolores y la monja se había visto obligada a suministrarle una dosis tras otra de somnífero durante el viaje.

Ahora que ya se está recuperando y camina de nuevo, Sancha no para. Le duelen las cicatrices y no puede estar sentada en clase mucho rato. Salta, baila y no se queda quieta ni un instante desde que se levanta hasta que por fin consiguen meterla en la cama. La abadesa logró sonsacarle su historia con la ayuda de un plato de turrón, que partió en pedacitos y fue dándole poco a poco.

image

Llegaron los soldados cuando dormíamos. Tiraron nuestros muebles y nuestra ropa por todas partes y rajaron los cojines. Decían que donde había judíos siempre había oro y joyas. Rieron cuando encontraron los candelabros que mi madre encendía los viernes después de correr las cortinas. Estaban escondidos detrás de un cuadro de la Virgen, junto con el libro de oraciones en hebreo de papá, que había prometido enseñarme a leer algún día. Luego encontraron las copas de vino de plata de la familia de mamá, con esa estrella de seis puntas que es un secreto. Mamá me abrazó y me dijo que los soldados reían y estaban contentos porque jugaban, como cuando papá y yo fingíamos que yo era el monito del organillero y él daba cuerda al organillo para que bailase y después levantaba la vista y decía «¿Dónde está el monito?» y yo corría a esconderme muy rápido hasta que los abuelos conseguían, con confites, que saliera, igual que los monos amaestrados salen cuando les das cacahuetes.

Entonces los soldados nos llevaron a un sitio oscuro donde había muchas personas encerradas. Mamá me dijo que también eso era un juego. Se llevaron a papá y al abuelo y, cuando volvieron, mamá lloró y yo le dije que no me gustaba ese juego, que tenía miedo y quería volver a casa. Luego se llevaron a mamá y, cuando volvió, no hablaba. Un hombre vino a verlos. Hablaron con él por los barrotes y mamá se puso de rodillas.

Recuperó la voz poco después de eso y me dijo que, a la mañana siguiente, me darían una sorpresa: que conocían un hechizo mágico que me convertiría en un mono de verdad. Me escondería con ellos y, cuando dijeran las palabras mágicas, me convertiría en mono y me escabulliría bailando como solía hacer.

Al día siguiente, volvieron los soldados. En lugar de las ropas que traíamos de casa, tuvimos que ponernos unas horrendas túnicas que picaban. Nos hicieron quitarnos los zapatos y sostener unas velas y luego salimos todos de la prisión. Fuera había mucha gente que nos señalaba y gritaba «¡carroña!» y «¡asesinos!» y nos escupían.

Mamá dijo que daba igual porque yo me iba a convertir en mono, pero que la magia no funcionaría hasta que estuviéramos en el sitio correcto. Luego papá y ella pronunciarían el conjuro y yo tendría que saltar sin miedo hacia la monja que estaría oculta entre las sombras. Señaló a una figura alta y me prometió que la hermana me daría confites y me convertiría de nuevo en niña antes de que me diera cuenta siquiera. Sobre todo no debía mirar atrás, porque si no el hechizo no funcionaría.

Me explicó que habría fuego y que a lo mejor me quemaba un poco los pies, pero que los monos podían saltar por encima. Señaló por dónde debía ir y me repitió una y otra vez lo que debía hacer hasta que le dije: «¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! ¡Por allí!». Entonces ataron a mamá y a papá juntos y a mí me aplastaron entre los dos, pero sin atarme.

Cuando empezó la música, mis padres avanzaron hacia el borde, conmigo en medio. La gente que nos rodeaba lloraba y suplicaba, pero más allá había alboroto y vítores. Oí que mi madre le preguntaba a mi padre si estaba seguro y él le contestó con voz temblorosa que todo el mundo estaría mirando el fuego y que nadie vería a una niña si era rápida. Me dijo muy serio que no perdiera de vista a la monja del griñón blanco.

—¿La ves? Allí, entre las sombras. Espera a las palabras mágicas —me repitió una vez más— y corre hacia ella.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —le contesté yo.

Entonces llegaron los frailes con antorchas que chisporroteaban. Cuando las bajaron al lugar en el que estábamos nosotros, me pregunté por qué no tenían más cuidado. Luego se oyó un chasquido. Empezó a subir humo y la gente se ahogaba y gritaba y de pronto estábamos rodeados de fuego por todas partes. Mis padres tosían. Mi madre dijo «¡Ahora!» y les oí pronunciar las palabras mágicas: «¡Yit’gadal v’yit’kadash sh’mei raba!». Como un mono, salté por encima de las llamas, pero, aun con todo, me quemaban tanto las piernas y los pies que tuve que correr muy rápido para alejarme de ellas, tosiendo y asfixiándome con el humo. Los gritos horribles sonaban cada vez más fuertes. Entonces la monja vino hacia el humo, me tapó con su hábito y las dos huimos deprisa. Cuando me quitó el manto de encima, ya era una niña otra vez y lloraba porque me dolían muchísimo las piernas y los pies. ¡Y para colmo la hermana no llevaba confites!

image

La abadesa le dio el último trocito de turrón. Sancha se lo comió y sus ojitos nerviosos nos fueron mirando una a una. Tiene unas cicatrices horribles en las piernas y en los pies y repite constantemente las «palabras mágicas», el kadish yatom, la plegaria judía en memoria de los muertos, creyendo que, de ese modo, volverá con su familia. Dios bendito, ya no son más que cenizas al viento. Y, como venga el inspector de la Inquisición haciendo preguntas y examinando a las niñas y la pequeña repita esas palabras, se delatará y nos delatará a todas… No queremos ni pensarlo.

Cuando Esperanza se llevó de nuevo a Sancha a la sala de las niñas, la abadesa me entregó una carta de la Inquisición. Pronto sería el turno de Las Golondrinas, me dijo, mientras acariciaba la medalla que llevaba al cuello.

image

Noviembre de 1551

 

Al caer las primeras nieves de otoño, la abadesa vino a verme a la biblioteca, muy agitada, y mandó a Esperanza a hacer un recado.

—¡Sor Beatriz, se me ha aparecido la fundadora! Cuando ha empezado a tronar, yo estaba en el claustro, rogando a Dios que me iluminara sobre cómo proteger a Esperanza y a las otras niñas, pensando en que la lluvia enmascara todo y, de pronto, la he visto allí, con el manto ondeando como lo cuentan las demás. Ha dicho algo de «enviadlas», «novias» y «América», pero no he podido oír más. Ha desaparecido tan de repente como había llegado.

Me pregunté si serían imaginaciones suyas. La abadesa es bastante mayor, mayor que yo, está sometida a mucha presión, y muy preocupada. Ha insistido en que las cinco niñas sean de utilidad. Para sorpresa mía, a la hosca Marisol se le da de maravilla manejar a las huérfanas y supervisa la sala de las niñas casi todos los días. La tranquila Pía suele sentarse con Luz y la ayuda con los remiendos y, por supuesto, Esperanza trabaja conmigo a diario. La abadesa se queda con Sancha tanto como puede e intenta prepararla para que haga frente a la Inquisición sin delatarse. Le cuenta las vidas de los santos, una tras otra, y la obliga a repetirlas, también el catecismo, el rosario, las oraciones… una y otra vez, de forma que pueda responder correctamente si la interrogan. Ninguna piensa que sus enseñanzas vayan a prosperar, pero nos apena decírselo.

Procuramos ilusionarnos con las celebraciones navideñas y, en cuanto pase la Semana Santa, con la fiesta que habrá cuando sor Serafina haga sus votos definitivos. El banquete será de altura. Sor Serafina es hija ilegítima de un viudo rico con propiedades y minas de plata en el Nuevo Mundo. Curiosamente, no entró en el convento como huérfana, sino que llegó a Las Golondrinas procedente de otra escuela religiosa. Es una joven alegre que no para de parlotear. Sus hermanastros, mayores que ella, le tienen mucho cariño. Le escriben cartas y este año vinieron expresamente al convento para ver a su hermana antes de que llegase el frío. En varias ocasiones, han viajado a las colonias españolas por negocios de su padre y tiene previsto volver allí en breve. Antes de marcharse, le dejaron dinero a la abadesa para que organizara un espléndido banquete con el que celebrar la profesión de Serafina.

image

Año Nuevo, enero y febrero de 1552

 

Muchas tardes sombrías de invierno, cuando aúlla el viento de las montañas y nos reunimos junto al fuego para zurcir, acompañadas de nuestros costureros, sor Serafina nos entretiene con los relatos de sus hermanos sobre América. Cuenta todo tan vivamente que, contemplando las llamas, vemos serpientes voladoras, jardines de oro y joyas, anchos ríos cenagosos, interminables selvas, pájaros de vistoso plumaje y, en medio de todo eso, las resplandecientes ciudades que los colonizadores españoles han construido, con anchas calles, iglesias, mansiones… y, más allá, haciendas que se extienden hasta el horizonte, donde las montañas se alzan hacia las nubes. Para nosotras, que jamás saldremos del convento, todo eso es emocionante.

Además, sor Serafina guarda una buena colección de historias asombrosas sobre los nativos y su costumbre de tomar múltiples esposas, también de los colonizadores españoles que, a falta de católicas españolas con las que casarse, toman amantes y concubinas entre las indígenas, que son muy hermosas, a cuyos hijos no bautizan a menos que intervengan las monjas o los curas españoles. Insiste en que proliferan los burdeles y el divorcio. Reprendí a sor Serafina por esos comentarios tan frívolos, y ella guardó silencio un instante y luego dijo que tenía una historia mejor, sobre monjas, en esa ocasión. Suspiré y asentí con la cabeza. Nunca he sido muy estricta con las novicias.

Nos contó que, después de capturar y ejecutar al emperador de los incas, Francisco Pizarro y sus conquistadores arrasaron y saquearon todas las grandes reservas de oro, plata y joyas que encontraron. Ebrios de riqueza, siguieron avanzando por la costa en busca de más. Finalmente, a la sombra de las grandes montañas, los conquistadores saquearon un palacio que pertenecía a las llamadas Vírgenes del Sol, que, según le habían contado a Serafina sus hermanos, eran una especie de monjas paganas. Las Vírgenes desaparecieron, secuestradas como botín de guerra para minar la resistencia inca, porque allí las creían sagradas. Sin embargo, los habitantes de la región insistían en que habían huido a una fortaleza santa en las montañas, desde donde entraban en la tierra de sus dioses a través de unas puertas mágicas.

La encargada de las novicias interrumpió el relato, alegando que ya habían oído bastante de aquellas monjas paganas, pero sor Serafina dijo que estaba llegando a la parte que hablaba de las monjas cristianas y de un misterio. Aquello, como es lógico, sonaba demasiado interesante para que pudiéramos resistirnos, así que dejamos la costura para escuchar atentamente.

Sin duda Dios nos había enviado a sor Serafina, porque sus siguientes palabras fueron como un sol resplandeciente en una oscura noche de invierno.

image

Como los reyes querían que los nativos se convirtieran al cristianismo y salvaran sus almas, no tardó en seguir a Pizarro un obispo español acompañado de un grupo de frailes franciscanos y autorizó la destrucción de la casa de las Vírgenes del Sol e insistió en que, con el fin de purificar aquel lugar de adoración pagana, se reutilizaran las piedras para construir un convento, con una fabulosa capilla a la entrada. Cuando el obispo viajó tierra adentro para consagrarla, lo sorprendió y enfureció que una orden de religiosas españolas hubiera tomado ya posesión del convento, sin su conocimiento ni su permiso. No tenía ni idea de cómo podía haber sucedido aquello, pero, a sus espaldas, se decía que el proceder de las autoridades eclesiásticas era un misterio. La única explicación era que las monjas hubieran viajado ocultas en una bodega secreta de alguno de los buques de la flota de Pizarro.

El navegante jamás negó el rumor. Según los hermanos de sor Serafina, debió de temer quedar como un imbécil. Pizarro era analfabeto y, si hubo algún documento que arrojase luz sobre el asunto, él no habría podido leerlo y era demasiado vanidoso para reconocer su ignorancia. Tampoco el obispo protestó nunca, por evitar que diese la impresión de que no estaba al tanto de las decisiones de la Iglesia. Si alguien hablaba de las monjas, él no se pronunciaba y esperaba angustiado una explicación oficial.

Sin embargo, según contaban los hermanos de sor Serafina, la presencia de las monjas podía justificarse de otro modo. En las tabernas de la costa, los marineros de mayor edad comentaban que en su día algunos moros habían escapado de España cruzando el terrible «mar de niebla y oscuridad», azotados por las tormentas, hasta una tierra desconocida. No se hablaba de ello por no alertar a la Inquisición. La España católica quería que el logro del descubrimiento fuese mérito exclusivo de los navegantes católicos, pero los marineros que conocían los caprichos de los vientos y las corrientes, las violentas e impredecibles tempestades que hacían peligrosa la travesía hasta el Nuevo Mundo sabían que eso podía haberle ocurrido a cualquier navío perdido en el Atlántico. Aunque parecía improbable que las monjas hubiesen navegado hasta allí solas… ¡Su llegada seguiría siendo un misterio!

A sor Serafina la hicieron reír las suposiciones de sus hermanos, que calificó de disparate, pero ellos le aseguraron que aún no le habían contado la mejor parte. Casualmente, el convento levantado en la antigua sede del palacio de las Vírgenes del Sol pronto empezó a atraer a grandes bandadas de golondrinas, como le sucedía al convento en el que se encontraba su hermana. Al principio, se conocía simplemente como «el convento español» y a la orden religiosa como «las Hermanas Santas de Jesús de Los Andes», pero después, debido a la invasión de esas avecillas, se empezó a hablar de Las Golondrinas. Sor Serafina ya se estaba disculpando por contarnos una historia que, aunque quizá no fuera cierta, tenía su encanto cuando yo me puse en pie y proferí un grito.

El costurero que tenía en el regazo rodó al suelo y me quedé mirando a la hermana como si hubiera hablado la montaña misma. Entonces la agarré de la muñeca y la levanté de la silla tan bruscamente que también su costurero salió volando y las otras me miraron atónitas. No había necesidad de reprender a una novicia de ese modo, ni siquiera por un relato tan absurdo.

—Ven conmigo inmediatamente —le dije, y me dispuse a sacarla de la sala.

Esperanza protestó. Debió de pensar que iba a abofetear a sor Serafina.

—¡No! ¡Sor Beatriz, no! —gritó—. Sor Serafina no se lo inventa. Yo también lo he leído…

—Pues ven tú también —sentencié, y tiré de sor Serafina, que no paraba de decir, entre sollozos, que ella solo repetía lo que sus hermanos le habían contado y que no pretendía ofender a nadie.

Fuimos derechas las tres a la salita de la abadesa, que levantó la vista de su misal y frunció el ceño ante tan brusca interrupción.

—Sor Serafina, repite la historia que nos has contado.

Balbuciendo llorosa, la novicia obedeció, mientras Esperanza esperaba nerviosa. La abadesa le pidió que la repitiera dos veces más, luego aseguró a sor Serafina que no había cometido ninguna falta y le dio permiso para marcharse. Esperanza se disponía a seguirla, pero yo le ordené con rotundidad que se quedara.

—Explícanos por qué crees que sor Serafina dice la verdad.

Sor Serafina es algo atolondrada e impresionable, pero Esperanza no y su memoria es a la vez buena y precisa. Entonces nos contó que el historiador del siglo X Al-Masudi ya hablaba en su obra de los navegantes árabes desaparecidos en el gran «mar de niebla y oscuridad». Años después, habían vuelto, cargados de tesoros y relatos de una tierra desconocida donde había praderas de oro y minas de piedras preciosas.

—¿Y tú has visto ese libro?

—Desde luego. En la biblioteca de mi padre —respondió Esperanza.

—Así, pues, ¿lo que sor Serafina ha dicho de que los conquistadores encontraron una orden de religiosas españolas en América podría ser cierto? ¿Los fuertes vientos podrían haber desviado hacia el oeste el navío que transportaba a nuestra misión?

—Si fue posible para algunos, ¿por qué no para otros? —replicó Esperanza.

La abadesa le dio permiso para marcharse también.

La noté tan alterada como lo estaba yo.

—¿Monjas españolas en la Nueva España? Nuestras hermanas no se ahogaron, ni las capturaron los piratas. ¿Y el nombre… Hermanas Santas de Jesús? ¿Y el obispo no sabía nada al respecto?

Nos sentamos a comentar la imposibilidad de que aquello hubiese sucedido. Finalmente, la abadesa decidió que, si era cierto, había sido un milagro. Semejante noticia ¡después de treinta años de duelo! No nos atrevíamos a albergar esperanzas, pero aun así lo hacíamos. En cuanto el camino esté transitable, la abadesa enviará una misiva al convento que lleva nuestro nombre.

En el banquete de bienvenida de sor Serafina, hubo mucho júbilo. Se sacó más vino del habitual y se consumió.

Que todo aquel que lea esto rece por las Hermanas Santas de Jesús, dondequiera que estén. ¡Dios es todopoderoso!