Capítulo 15

Convento de Las Golondrinas, España, abril de 2000

 

A la mañana siguiente, sor Teresa la despertó con un «Alabado sea Dios» a voz en grito y ella se frotó los ojos hinchados y se incorporó sin ganas. Odiaba el mundo y todo lo que había en él. Le dolía la cabeza. Era jueves. Faltaban tres días para Pascua. Entonces recordó la humillación del día anterior y todo le dio igual.

Sor Teresa salió briosa por la puerta, cojeando. Menina se bebió el café sin saborearlo, horrorizada por el modo en que había perdido los nervios el día anterior. No podía volver a suceder. Se vistió, con el ánimo entumecido.

Una hora más tarde, seguía a sor Clara hacia la sala grande cuando esta se detuvo delante de la cocina y, con una amplia sonrisa, señaló algo completamente inesperado: una cesta de peces de chocolate envueltos en papel de aluminio, cubierta por varias láminas de celofán de distintos colores y rematada por un enorme lazo multicolor con las puntas cuidadosamente rizadas. En la etiqueta, ponía Valor.

—¡Los chocolates Valor son muy famosos, muy buenos, muy caros! —dijo sor Clara, emocionada—. Los ha traído el capitán Fernández Galán.

La joven miró la cesta arco iris.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Porque los peces son un símbolo cristiano! En España, es tradición regalarlos para Pascua, a la familia, a los amigos… —La monja la miró con picardía—. Los chicos a las chicas… Además, lleva una notita.

Se la entregó a Menina y esperó.

La joven desdobló un papel con membrete de la policía en la parte superior y leyó en voz alta.

 

Señorita Walker:

Todos los años, para Pascua, mi hermana mayor me manda estos chocolates desde Zaragoza para recordarme que sigo siendo el pequeño. Le ruego que los acepte, para usted y las hermanas, con mis mejores deseos.

 

Alejandro Fernández Galán.

 

A Menina le encantaba el chocolate, pero, apretando los dientes, hizo pedazos la nota y ya estaba a punto de tirar la cesta al suelo y aplastarla con las Timberland cuando el semblante aterrado de sor Clara la detuvo.

—Debes aceptarla —dijo la monja con voz trémula, señalando la cesta—. Por favor, llévatela. Alejandro ha dicho que vendrá a verte luego.

¡Maldita sea!

—¿Para qué?

Agarró la cesta.

La monja se encogió de hombros y abrió la puerta de la sala grande.

—No lo sé. Anoche trajo a otra de sus novias. —Al parecer, las informadoras oficiosas de la anciana no descansaban ni en Semana Santa—. Tiene tantas. Debería casarse. Está muy solo.

—¿En serio?

Lo dijo con más retintín del que pretendía. ¡¿Por qué no le regalaba los chocolates a su novia y que engordara ella?! Una vez dentro de la sala, Menina, furiosa, soltó la cesta donde pudo. ¡El capitán la desquiciaba! Tan pronto era un grosero como se preocupaba por las monjitas, le sonsacaba secretos a ella o… de pronto tenía novia. Estaba harta de él.

En realidad, todo y todos la irritaban muchísimo y eso incluía a la pobre sor Clara, a aquellas paredes repletas de cuadros sucios y feos y el que probablemente solo le quedaran cuatro o cinco horas de buena luz. Contempló la pintura de la muchedumbre y los demonios, la de la moldura de plata deslucida, y el hueco que había dejado en la pared. Así que la había encontrado. Estupendo.

Miró alrededor por si alguna otra moldura le llamaba la atención. Parecía que había otros cuatro cuadros de tamaño similar colgados a la misma altura. Se acercó al más próximo y palpó la moldura. Negra, recia y ornamentada. Lo arrancó de la pared con tanta rabia que partió el alambre. Mala suerte. Sí, la misma moldura de plata, el mismo motivo decorativo. Había otras tres iguales, todas en línea. Descolgó los cuadros y se puso a trabajar en el primero, frotando bruscamente con el pan. En esos momentos, todo le daba igual, como si salía de allí un montón de Rembrandts perdidos.

Bajo la suciedad, asomó una escena de mujeres que observaban una barca en el horizonte. Algunas estaban agazapadas en grupos; otras, arrodilladas, con los brazos tendidos hacia la barca. A su alrededor, fardos de pertenencias, esparcidos por el suelo. La única que estaba de pie tenía un brazo estirado hacia el barco; aquella mujer era una figura pequeña pero esencial y llevaba una capa que ondeaba poderosamente con el mismo viento que inflaba las velas del barco. Los hombres de cubierta, cruzados de brazos, miraban fijamente en la dirección opuesta, al cielo. Estaba claro que las abandonaban. Teseo dejando a Ariadna en Naxos fue el único clásico que le vino a la cabeza, pero no estaba segura. La mujer que estaba de pie no parecía una princesa cretense y los dos soldados del fondo tenían pinta de romanos.

Examinó la pintura más detenidamente: ¿aquello era moho o una mancha oscura en el horizonte, en la intersección del cielo y el mar azules? Uno de los marineros de popa, una figura diminuta, parecía señalarla. Entonces observó que la visual de todos los personajes del cuadro dirigía la mirada del espectador hacia esa nube. Curioso: al principio, apenas lo había notado, pero, cuanto más estudiaba la pintura más parecía dominarla aquella nube en apariencia insignificante. Además, daba la impresión de estar formada por un montón de diminutos puntos de pintura, pero el cuadro era anterior al siglo XIX, en que los postimpresionistas franceses, los puntillistas, habían empleado esa técnica. Su irritación comenzó a disiparse. Un poquito.

La siguiente pintura era otra escena de grupo. Bajo la mugre, asomaron mujeres y niños sentados alrededor de una mesa, con copas en la mano. Había una jarra de vino como la garrafa forrada de mimbre que había visto en la cocina del convento, también unos hombres con casco miraban por una ventana. En la mesa, hogazas de pan y un pescado grande; al fuego, un caldero. Primero supuso que alguien lo había encargado para mostrar a las mujeres de un hombre respetable a la hora de la cena y, sí, el pez era un símbolo cristiano. Las ropas eran corrientes: no había joyas, ni túnicas finas, ni griñones, ni ninguno de esos tocados minuciosamente enrollados que las mujeres del Renacimiento llevaban a veces en los cuadros. Salvo por el pez y una vela que había en la mesa, nada indicaba que la pintura fuese de naturaleza devota: no había santos, ni flores, ni ningún otro símbolo que pudiera relacionarse con la Virgen; tampoco ángeles, ni referencias bíblicas identificables. En los aleros del tejado que cubría al grupo sentado a la mesa, parecía que unas aves construían sus nidos. Golondrinas. ¡Qué obsesión con las golondrinas!

El siguiente cuadro era otro paisaje, montañoso. Luego, bajo la suciedad, pudo distinguir unas figuritas en la parte inferior derecha. Una de ellas parecía encabezar un grupo e iban todas por un sendero, un camino o algo que comenzaba en la esquina inferior derecha y ascendía hacia la izquierda, internándose en las montañas, punteadas de manchitas blancas que parecían los pueblos distantes que había visto desde el autocar. Alguien —debía de ser una mujer porque le caía una melena larga y negra por la espalda y parecía desnuda salvo por una especie de túnica transparente— huía corriendo de un grupo de… ¿soldados? En la cima del pico más elevado, se veía una grieta oscura en las rocas. También en este cuadro aparecía una nube de tormenta, una masa oscura a lo lejos que daba la impresión de acercarse, aunque los personajes del cuadro no la vieran. Tampoco aquel cuadro parecía contener elementos bíblicos o clásicos.

Se volvió hacia el último, algo más pequeño.

Otro retrato, otra mujer de pelo oscuro. Sin embargo, esta no estaba a punto de entrar en el convento. Era joven e iba despeinada, como si acabara de levantarse de la cama. Llevaba unos pendientes de colgante y un chal de color vivo que le tapaba solo un hombro y dejaba al descubierto el otro y tenía la boca abierta y una expresión descarada, provocativa y cómplice en los ojos soñolientos. El pelo le caía en elaborados tirabuzones por unos pechos grandes, que desbordaban del corpiño desabrochado. Menina pensó que más que una pintura propia de la colección de un convento parecía el póster central de un Playboy del siglo XVI. Decidió llamarlo La novia del capitán Fernández Galán.

Arrastró con dificultad los cuadros hasta la ventana para aprovechar la última luz del día y, con los trozos de pan que le quedaban, logró ver bajo la suciedad el nombre de Tristán Mendoza en todos ellos. Así que los marcos, en efecto, habían sido una pista.

Muy bien. Ya había encontrado cinco obras del artista: dos paisajes, una escena de interior y dos retratos. Pese a lo extraños y ambiguos que eran, constituían un importante descubrimiento. Habría querido emocionarse, pero lo único que le vino a la cabeza fue «¿Y qué?». Aun así, era una buena noticia para las hermanas.

—Bueno, sor Clara, he encontrado las cinco obras de Tristán Mendoza.

La monja levantó la vista del rosario, luego alzo una mano con los dedos extendidos y, a continuación, otra en la que extendió solo uno.

—Había seis de Tristán Mendoza. Seis —insistió—. Sor Teresa vendrá enseguida, ya es hora de almorzar.

¡Almorzar! Menina descubrió de pronto que tenía un hambre voraz. No había comido nada desde el disgusto de la noche anterior. Procuró no pensar en comida.

—¿Seis? ¿Está segura? —inquirió estudiando las paredes abarrotadas de cuadros.

—Seis pinturas. —Sor Clara levantó los dedos a la luz y los miró fijamente—. Una, dos, tres, cuatro, cinco y seis —contó en español.

La monja debía de estar tan falta de alimento como ella, porque deliraba. Quiso recordarse lo indignada que estaba con el capitán Fernández Galán y lo poco que le había gustado su estúpido regalo, pero estaba demasiado cansada para que le importase aquello. Retiró el papel de celofán verde, el amarillo y el lavanda solo para ver lo que había dentro de la cesta. No tocaría uno de los peces de chocolate aunque la vida le fuera en ello, pero le parecía una crueldad no ofrecerle alguno a sor Clara. Le tendió la cesta a la monja. Esta sonrió encantada mientras tomaba uno, le quitaba el envoltorio de aluminio y se lo comía despacio con cara de felicidad.

Menina contempló la cesta, que rebosaba chocolates envueltos en resplandeciente papel de aluminio… Bueno, solo uno, se dijo, y agarró uno de los grandes.

—¿Está rico? —le preguntó la monja.

—Mmm… —contestó la joven a regañadientes.

Las dos tomaron más. Luego se oyeron pasos y la puerta se abrió de golpe.

—¡Ajá! —exclamó sor Teresa.

Sor Clara dio un respingo, sintiéndose culpable. Menina le ofreció a sor Teresa un pez de chocolate y esta respondió indignada que en Semana Santa las monjas tenían prohibido comer dulces. Menos mal que no podía ver todos los envoltorios de colores que rodeaban a sor Clara, que suspiró y escondió la mano en la que llevaba un pez a medio comer.

La joven intentó contarle a sor Teresa que había encontrado otras pinturas, pero, antes de que pudiera hacerlo, la monja la interrumpió.

—Alejandro ha venido otra vez y asegura que debe verte. Ya le he dicho que se porte bien y no te disguste como ayer. Sabe que estoy muy enfadada con él. ¡Sor Clara, vamos!

Sor Clara se metió con disimulo el último trozo de chocolate en la boca y salió con sor Teresa.

Deprimida, Menina recogió los envoltorios y la cesta de peces, abandonó la sala grande y cerró la puerta. La estancia se había oscurecido de pronto, porque el cielo se había encapotado y amenazaba lluvia. El locutorio, en la sala contigua, también estaba oscuro, así que dejó la cesta, buscó a tientas las cerillas y encendió una vela. Mantendría un digno silencio. Contestaría sí o no y nada más, pero estaba muy nerviosa y muy avergonzada de lo maleducada que había sido el día anterior.

—Alejandro… digo capitán Fernández… —espetó enseguida. ¿Cuál era el segundo apellido?

—Señorita Walker… —dijo él desde el otro lado de los barrotes—. Prefiero que me llames Alejandro.

—Ah. Muy bien, pues llámame Menina —respondió ella nerviosa—. A mí nadie me llama señorita Walker tampoco… Eh… Gracias por los chocolates. Nunca había visto una cesta de peces. En mi país tenemos huevos de Pascua, ya sabes, los que los niños pintan de colores, y el conejo de Pascua…

Menina se maldijo. ¡Ya estaba otra vez! ¿Qué había sido de su digno silencio? ¿Por qué siempre tenía que parecer imbécil?

—Ah. Por favor. Un placer. Pero he venido a pedirte algo.

—Mira, lo hago lo más rápido que puedo —dijo ella—, pero, sin electricidad, cuando empieza a oscurecer, la luz no es precisamente excelente y yo no tengo visión nocturna.

—No he venido por las pinturas. Necesito tu ayuda.

¿Qué querría ahora?

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Necesito que esta noche abras la reja y dejes entrar a alguien al convento.

—¿Que haga qué?

—Sí. Voy a traer a una chica albanesa. Creo que es albanesa. Me parece que estará mejor contigo que con las monjas. A ellas no les va a gustar. Tiene unos dieciséis años o menos.

¡La novia de la que le había hablado sor Clara! ¡Un hombre de treinta y tantos con una chica que era prácticamente una niña!

—A ver si me aclaro: ¿quieres que meta a una chica en el convento, a una menor a la que ni siquiera tú conoces lo suficiente, porque no sabes con seguridad de dónde es?

El capitán parecía insinuar que necesitase esconderla. Empezó a explicarse, pero Menina estalló antes de que pudiera terminar.

—¡Ya sé lo de tus novias! ¿Tienes idea de lo rápido que circulan los rumores por aquí? Las señoras mayores que vienen a misa ven todo lo que hace todo el mundo del pueblo y se lo cuentan enseguida a sor Teresa o a cualquiera de las otras monjas. Las hermanas están escandalizadas, piensan que son fulanas. ¡No cuentes conmigo para liarte con una adolescente en el convento!

Hizo una pausa para recobrar el aliento. Aquel hombre era repugnante, sórdido, asqueroso.

—¡Por favor, no es lo que piensas! Las chicas a las que ven, sí, a lo mejor parecen fulanas. Yo soy hombre y a las señoras mayores les parece mal, no me sorprende. Esto es España: un hombre siempre es un hombre…

El comentario no fue acertado. Menina, la chica buena que rara vez había discutido con nadie ni levantado apenas la voz en sus diecinueve años de vida, se oyó gritar como una verdulera loca por segunda vez en veinticuatro horas.

—¡Los hombres tratáis a las mujeres como si fuéramos trozos de carne! ¿Cómo podéis ser tan arrogantes? Y ahora vienes con esa… esa niña, porque tiene ¿qué, quince años? ¡Podrías ser su padre! ¿Qué demonios te pasa? —le gritó.

Otra vez estaba furibunda, vociferando sobre lo necios y despreciables que eran los hombres. Se parecía a… ¡a Becky!

¡Genial!

—No es eso… Escúchame un segundo. Madre mía, ¿crees que me gusta acostarme con niñas…? ¡No, no, no!

—¿Y, entonces, de qué se trata?

La voz de Menina alcanzó un nivel de decibelios del que no se creía capaz.

—¡Muy bien! No estás de humor para creerme, es normal después de lo que te ha pasado. Serénate y te explicaré lo que está ocurriendo, en qué consiste el caso policial. No se lo puedo contar a las hermanas, ni siquiera a sor Teresa, pero veo que va a ser mucho peor para demasiadas personas que no te lo cuente a ti. Esa chica está metida en un lío muy gordo y necesito tu ayuda.

—¡No, no pienso ayudarte! ¡Eres asqueroso!

—¡Sí, y a mí tu voz me parecía muy agradable! Escucha primero, luego grita todo lo que quieras. Puede que te preguntes por qué sigo en este pueblo, un pueblo aburrido y desfasado, habitado por muchas personas mayores. Quizá pienses que es por mi tía, porque mi familia está aquí. Todo eso es importante, sí, pero, el que mi familia sea del pueblo y todo el mundo conozca la promesa que le hice a mi padre me sirve de tapadera. Estoy aquí por lo que estudié en la academia de policía, en Estados Unidos: vigilancia. Hace varios años, cuando volvía a España para quedarme aquí a vivir, las autoridades españolas y la Interpol me reclutaron para una importante operación de vigilancia.

—¿Qué? ¿Aquí, en medio de la nada?

—Sí, precisamente porque está en medio de la nada. Hoy en día, casi todo el mundo llega aquí por la autopista, como tú en el autocar, pero antes se llegaba por una carretera que viene de la costa, cerca de Marbella, y se dirige hacia el este por las montañas hasta el País Vasco, luego a la frontera. Esa carretera lleva ahí unos dos mil años y se adentra en las montañas incluso más allá de este pueblo, hacia Francia. Es un camino de cabras, difícil de encontrar: hay muchos árboles, a veces hay derrumbes, tan peligrosa es que ya no lo usa nadie, pero hay muchos caminos de montaña por toda Europa que, cuando hace buen tiempo, son transitables y hay quienes los usan.

—¿Quiénes?

—Eso es lo que intento contarte. La policía de toda Europa lleva años vigilando esos caminos porque la gente usa esa ruta para el contrabando desde los antiguos países del bloque del Este e incluso más allá, de Irak y hasta de Afganistán. Se trata de una operación delictiva muy importante y la policía lleva mucho tiempo preparando con sumo cuidado el modo de desmantelarla. Pues eso.

—Ah. —Aquella explicación hizo que Menina se sintiese un poquitín avergonzada de haberle gritado—. ¿Drogas?

—Sí, drogas, en parte. Las drogas son un gran negocio. Esos hombres que vienen a España saben que para las autoridades es difícil vigilar los antiguos caminos. Traen heroína y cocaína a toda Europa desde Afganistán y Turquía. Aquí hay un gran mercado para las drogas, muchos ricos en Marbella, concretamente en Puerto Banús, y en otros lugares del sur, donde hay grandes yates, villas y se mueve mucho dinero. Delincuentes, también. Piensan que aquí están a salvo, que pueden hacer lo que quieran. Lo malo es que trafican con algo peor que drogas. Quizá hayas oído hablar, incluso en tu país, de las bandas organizadas de tráfico de mujeres del este de Europa: Kosovo, Albania, Rumanía, Ucrania… En esos países, la gente es muy pobre, no tiene nada, ni trabajo. Esos hombres les dicen a las chicas jóvenes que pueden ir a Francia, Alemania e Inglaterra, países ricos con montones de oportunidades de trabajo: en restaurantes, cuidando niños de familias ricas… Para ser au pairs, con una habitación bonita, aprender inglés, ganar mucho dinero. Les prometen que podrán mandar dinero a sus familias y ahorrar para casarse. Así que ellas, como es lógico, aceptan; a veces porque quieren y otras porque las obligan sus familias, incluso las venden a esos hombres y hasta las secuestran. Luego descubren que les han mentido sobre los trabajos en restaurantes y cuidando niños. Las encierran en camiones y las convierten en prostitutas, en esclavas. Los hombres que las traen les pegan, las violan, las drogan para que se prostituyan, les roban su dinero y amenazan a sus familias si intentan escapar o alertar a la policía.

Desolada, Menina apoyó la frente en los barrotes y cerró los ojos, recordando la sensación de la mano de Theo tapándole la boca, el terror y, lo peor de todo, la impotencia. Como si la hubiera reducido a un puñado de tierra, a la nada. Se le secó la boca. Saber que les estaba pasando a otras chicas le dio ganas de vomitar.

—Esas chicas que las ancianas del pueblo le dicen a sor Teresa que son mis «novias» son policías. Agentes encubiertas. Como te he dicho, en España, un hombre siempre es un hombre. Yo no estoy casado. A esas señoras mayores no les parece bien que vaya con fulanas, pero tampoco les extraña. La ancianas se espantan y montan un escándalo. Eso es lo que necesito, porque me sirve de tapadera. Esas policías me están ayudando a vigilar a los hombres que van y vienen de los pueblos de la montaña.

»Hay mucha construcción en el monte, nuevas villas para extranjeros ricos, empleo para inmigrantes. Las autoridades no pueden inspeccionarlos a todos, ni impedirles que entren en España. Y, cuando terminan un trabajo, viajan por la región en busca de otro. Ya viste a algunos de esos obreros en el pueblo el día en que perdiste el autocar. En pueblos como el nuestro, en Semana Santa, se los contrata para la construcción de los tronos de las procesiones, porque aquí ya no quedan jóvenes lo bastante fuertes para hacerlos. Sabemos que los delincuentes se mezclan también con los gitanos que llevan sus mercadillos a los pueblos en esa época. Todos ayudan cuando los camiones traen otro cargamento de chicas y drogas. El día que viniste a la comisaría, me enfadé porque no tenía claro si eras simplemente una chica de compañía tontorrona que se interponía en mi camino, o un señuelo, o estabas implicada de algún modo. Pensé que podrías ser una especie de madama de las chicas que traen. Lo que me contaste de un viaje universitario a Madrid me parecía inverosímil. Y ayer, cuando me hablaste de Theo, pensé: «Debo averiguar si está implicado».

—¡Ah, no! Es un… mal bicho, pero no trafica con mujeres ni con drogas.

—No te imaginas el peligro que corriste ese día en la plaza. Podían haberte secuestrado, como a las otras. Eres muy guapa, sexi, joven. Vales dinero. Por eso el amigo de mi padre se preocupó cuando vio el cartel con tu fotografía. Está al tanto de esta operación y vino a advertirme de que, si empezaba a llegar gente buscando a una chica estadounidense desaparecida, podría irse al garete nuestra operación encubierta. Debemos ser discretos hasta que podamos darles caza.

—Por supuesto. Todo esto es un horror.

—Sí, y aún hay algo peor. Los mismos tipos que les compran drogas a esas bandas compran también mujeres y pagan más por las jovencitas. Tú te has enfadado mucho cuando has pensado que quería acostarme con una niña de quince años, pero hay hombres que las buscan de doce e incluso más pequeñas. Los propietarios de algunos yates compran varias para un crucero, de distintas edades pero todas jóvenes, todas muchachas que pensaban que las conducían a una vida mejor y se han encontrado con ese infierno. Si las chicas a las que compran vuelven, las venden de nuevo, pero a veces no vuelven. Nos encontramos los cadáveres en el mar. Las tiran por la borda cuando han terminado con ellas. Si vieras lo que tienen que pasar las pobres antes de morir… Esos tipos son unos bestias. Encima los que les han vendido a las chicas a los dueños de los yates les llevan más. Siempre más. Y eso hay que pararlo.

Menina recordó a los hombres que la habían acorralado la tarde en que había perdido el autocar y cerró los ojos.

—¿Y la chica a la que quieres que deje entrar esta noche…?

—Se llama Almira. No puede hablar mucho porque le rompieron la nariz y la mandíbula, pero es mucho más valiente y más fuerte de lo que ellos creen. Yo pienso que sobrevive porque está furiosa, como tú ayer. Logró escapar y ahora es una testigo importante, puede identificar a muchos de esos tipos. La semana pasada, justo antes de que tú vinieras, una de las agentes encubiertas, una de mis «novias», la trajo escondida en la parte de atrás del coche desde el piso franco donde la teníamos. Almira nos contó que el camión en el que la habían trasladado la primavera pasada tenía una rejilla de ventilación y que ella la había quitado y había visto el sol ponerse entre las montañas. Esperamos y este año por las mismas fechas, cuando el sol se ponía exactamente por el mismo sitio, la llevamos a la misma hora por el antiguo camino que conduce a Francia para que pudiese indicarnos dónde. Cerca encontramos una bifurcación que no conocíamos y descubrimos la ruta que usaban. Es una chica lista y ha arriesgado su vida por ayudarnos. A pesar de lo asustada que está.

»Fue ella la que nos contó que había oído decir que iban a traer a más chicas en Semana Santa; creemos que mañana, la noche de Viernes Santo o el sábado por la noche, porque es entonces cuando se celebran las tradicionales procesiones y viene gente que se une a ellas con velas. Hay aglomeraciones y mucho bullicio. Todo el mundo mira la procesión, hay cánticos y la gente no presta mucha atención a una furgoneta que sale del bosque. Ni ve que hay chicas atadas dentro.

»Lo que pasa es que la agente encubierta y yo cometimos un grave error. Cuando mi colega estaba lista para llevar a Almira de nuevo al piso franco en el que la teníamos, la muchacha pidió que la dejásemos dar una vuelta en mi coche, que era muy bonito y que nunca había visto uno igual. Nos dio lástima, la pobre. Así que le dije a mi colega que esperara un poco a la salida del pueblo, que yo le llevaría a Almira. Dimos una vuelta y después nos dirigimos de nuevo al pueblo. Ella iba riendo, toqueteando el equipo de música, fingiendo ser una estrella de Hollywood, hasta que, de pronto, reconoció a los obreros que trabajaban en la plaza. Se tiró de inmediato al suelo y empezó a lloriquear que la iban a matar. Yo le dije que pronto estaría de nuevo en el piso franco, pero, cuando llegué al punto de encuentro, mi colega se había ido. Mal asunto. No podía mandar un mensaje, ni telefonear para pedir ayuda. No podía abandonar la vigilancia. No me quedaba otra que traer a Almira al pueblo. Ella tenía razón: si la encontraban, la matarían. La he tenido escondida en mi casa, pero no me gusta que esté allí. Es más seguro que se oculte en el convento, contigo.

—Dime qué tengo que hacer.

—Necesito que estés en la puerta a medianoche, que es cuando tocan la campana de la vigilia, que le abras la puerta para que entre y luego eches el cerrojo. Los muros son altos, la puerta es muy sólida y el convento es como una fortaleza cuando está cerrado, pero prefiero que las hermanas no sepan que están ocultando a una testigo de una investigación policial, para que no se preocupen.

—Por supuesto.

Menina se angustió. Estaba a millones de kilómetros de todo y, de repente, implicada en una peligrosa operación policial, pero sabía que debía ayudar a Almira. La muchacha se negaba a ser una víctima, pese a las cosas horribles que le habían hecho, mucho peores que lo que le había pasado a ella, así que, si la albanesa había podido reunir el valor necesario, también ella lo haría.

Deseó con todas sus fuerzas que Becky estuviese allí. De las dos, su amiga era la dura.

—Oye, ¿y qué hay de esas personas que dices que me buscaban? No se me ocurre para qué pueden querer localizarme.

El capitán Fernández Galán suspiró.

—Ese es otro asunto y es mejor que lo dejemos para otro momento. —Se aclaró la garganta—. Una cosa más: ya no piensas mal de mí, ¿no? No crees que sea un pedófilo, ni que tenga montones de novias, ¿verdad?

—Supongo que tendré que creerte, pero tienes a todos engañados.

Al principio, también ella había sospechado que la había secuestrado para hacerla monja, pero no hacía falta que le contase eso.

—Bien —contestó él con un suspiro—. Y, para que lo sepas, no podría ser su padre. Solo tengo treinta y tres. Hasta luego —añadió, y se fue.

—Capitán… Alejandro, por favor, ¿podrías traer algo de comida esta noche? —gritó Menina a la oscuridad, y confió en que él lo hubiera oído; de lo contrario, Almira y ella iban a tener que sobrevivir a base de peces de chocolate y pan revenido.

Volvió a tientas a su habitación, alterada por lo que Alejandro le había contado de las chicas secuestradas. Como era Jueves Santo, la cena fue frugal. Se comió el pan, las lentejas y la manzana lo más despacio que pudo y recordó lo que sor Teresa le había dicho de la cantidad de chicas a las que acogían en aquel convento. Seguramente jamás habrían imaginado que acudirían a ellas jóvenes metidas en líos como el suyo o el de Almira. Esperaba poder evitar que sor Teresa descubriese a la pobre chica.