Capítulo 35

Convento de Las Golondrinas, España, abril de 2000

 

Menina usó el último pedacito de jabón y los posos del champú para lavarse en el agua gélida hasta quedarse aterida de frío pero relativamente limpia. Se sacudió el polvo de la ropa y de las botas e intentó estirarse las arrugas de la sudadera. Sin espejo, no sabía si tenía mejor aspecto o no. Probablemente no, pero, mientras oliera bien…

Se reunió con Alejandro a la puerta del convento, donde él y otro hombre habían dejado una enorme cesta para sor Teresa con comida enviada por el dueño del bar del pueblo para que las monjas celebrasen el Domingo de Resurrección. Menina llevó a la cocina unas bandejas envueltas en papel de aluminio que olían a gloria y dejó a sor Teresa frotándose las manos de satisfacción. Luego ella y Alejandro bajaron andando al pueblo. A mitad de camino, el aroma a cordero asado y a hierbas subió a su encuentro. La plaza era un jolgorio, atestada de gente sentada alrededor de viejas mesas de madera, familias enteras reunidas para la ocasión, todos hablando a la vez. Los niños correteaban por allí y, de vez en cuando, alguna de las ancianas vestidas de negro que charlaban junto a la fuente se interrumpía para reprender a uno con voz chillona.

Al pasar por delante de nosotros, los hombres daban una palmada a Alejandro en la espalda y le estrechaban la mano.

—Eres un héroe —le dijo Menina mientras se apartaba de otro grupo que se había acercado a felicitarlo.

—No. Solo soy policía. Y hago mi trabajo.

—Para esas chicas, eres un héroe —repuso ella con firmeza—. Las has salvado de vivir un infierno, a ellas y a saber a cuántas más.

—Tú me has ayudado. Almira me ha dicho que fuiste muy valiente, que jamás te olvidará.

Alejandro le acercó una silla.

—La valiente es ella —repuso Menina, emocionada.

La gente hablaba con ellos desde otras mesas y los miraban fijamente, pero, en aquel momento, lo único que le importaba a ella era la comida. Apareció un platito de fritura, seguido de otros entrantes: almendras, aceitunas, calamares, pimientos rellenos de un queso fuerte, lonchas muy finas de un jamón de color rojo oscuro y una frasca de vino tinto. Menina trató de ser discreta y comer despacio, pero tenía tanta hambre que le costaba. Cuando quiso darse cuenta, se estaba zampando el último trozo de jamón. El resto de los platillos estaban vacíos. Al levantar la mirada, vio que Alejandro la observada divertido. Se ruborizó.

—Lo siento —masculló—. Creo que me he comido casi todo el jamón. Estaba tan rico que me he dejado llevar.

—No, no pasa nada. Veo que te gusta la comida española —dijo él, muy sonriente.

Alejandro no había parado de levantarse a saludar a quienes se detenían delante de su mesa para felicitarlo, le preguntaban por su familia y le deseaban feliz Pascua, chascando la lengua consternados al enterarse de que sus hermanos y las familias de estos no habían ido al pueblo a pasar las vacaciones. Él contestaba que les había pedido que no fueran ese año y la gente respondía «Ah, claro» y asentía con la cabeza. «La operación policial», decían. Una mujer le preguntó si su hermana aún le mandaba peces de chocolate.

Todos escudriñaban a Menina sin disimular su curiosidad. Supuso que se preguntarían de dónde habría sacado Alejandro a una chica con aquel aspecto después de la colección de novias despampanantes que había tenido. Él la presentaba como una estudiante de arte que estaba examinando los lienzos del convento para averiguar si había alguno que las monjas pudiesen vender. Según fue corriendo esa información de mesa en mesa, se oyó un murmullo de aprobación. Todo el mundo parecía saber que se había alojado en el convento y no tardó en descubrir que casi todos los ancianos tenían alguna historia que contar sobre Las Golondrinas y la Guerra Civil. Alejandro le fue señalando quiénes de las mesas próximas cortaban leña para las monjas, les llevaban comida, les compraban polvorones o aún tenían parientes entre ellas.

Varias personas le dijeron a Menina que era un escándalo que el obispo quisiera cerrar el convento. Formaba parte de la historia de la región desde antes de la Reconquista. ¿Sabía Menina que, tiempo atrás, el pueblo había formado parte de una gran finca del valle propiedad de una acaudalada familia árabe? Le señalaron a uno u otro que eran descendientes suyos.

—Hasta los antepasados de Alejandro vivieron en el valle. Por entonces, debían de ser moros —dijo alguien.

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—Ah, sí, es cierto —confirmó Alejandro, asintiendo con la cabeza—. Por parte materna.

Un anciano se inclinó desde una mesa próxima para preguntarle a Menina, «la americana», si ella sabía lo que era la Reconquista.

Hablaban de la Reconquista como si se hubiera producido hacía unos días. Del mismo modo que los ancianos de Georgia hablaban de la Guerra de Secesión o «la Última Desavenencia», como la llamaban algunas de las señoras de mayor edad de Laurel Run. Cuando Menina contestó que sí y mencionó algunas fechas, su respuesta fue pasando de mesa en mesa. De nuevo, los vecinos asintieron con la cabeza en señal de aprobación y el anciano de la mesa de al lado dejó de comer y acercó su silla a la de ella para decirle que debía saber que, pese a todos los problemas que había en la actualidad entre judíos, musulmanes y cristianos, hubo un tiempo en que todos ellos convivieron pacíficamente en Andalucía. Menina comentó que estaba leyendo una antigua crónica del convento en la que se decía lo mismo.

Una anciana, una de las abuelas, dijo que, por mal que hablase la gente de la Iglesia católica, aquel convento tenía algo bueno y santo.

El anciano replicó que eso explicaba por qué la Iglesia quería cerrarlo. Hubo carcajadas.

Menina rio también. Lo estaba pasando bien. Llegó más vino, luego pan, seguido del cordero, alcachofas y arroz. Cuando se alargaban ya las sombras, trajeron unos platillos de pastelitos. Alguien empezó a tocar la guitarra. Alejandro le movió la silla para que pudiese ver al guitarrista.

—Creo que es preferible que el postre te lo tomes despacio —le dijo risueño.

—Sí, ya lo sé. Me he pasado. ¡Pero es que estaba todo tan rico! —respondió Menina.

Le apretaba la cinturilla de los vaqueros. Un gato delgaducho se le acurrucó en los tobillos y ella le dio un pedacito de cordero. Sin que supiera cómo, Alejandro había movido también su silla y de pronto estaban los dos pegados, viendo tocar a los músicos y a la gente cantar alegres canciones que Menina no podía entender enteras pero que, al parecer, eran divertidas; de cuando en cuando, un anciano o alguna abuela se levantaban de su sitio para bailar un poco de flamenco que todos los demás aplaudían.

Se hizo de noche. Se encendieron unas lucecitas en los naranjos. Llegaron los cafés y unos vasitos de un licor parecido al brandy que dejó a Menina sin aliento solo de olerlo. Más platos de pastelitos. Más café. Alejandro le pasó el brazo con disimulo por el respaldo de la silla, sin llegar a tocarle los hombros. Menina pensó que le encantaría quedarse allí sentada eternamente. Le producía sensación de paz y de seguridad. Se sentía bien.

Alguien encendió una hoguera.

—Estoy pensando algo y te lo voy a decir —espetó de pronto Alejandro, mirando al horizonte—. Me alegro de que perdieras el autocar. No te vayas mañana. Quédate un poco más. Aún faltan dos semanas para tu vuelo de vuelta. Sé que estarás deseando volver a tu casa, pero a lo mejor podrías quedarte aquí un poquito.

Menina se apartó. ¿Qué insinuaba? ¿Con él?

Alejandro detectó la sorpresa y la alarma en sus ojos y se apresuró a explicarse.

—Sor Teresa dice que le gusta que haya una persona joven en el convento. Sobre todo si es una muchacha educada y respetuosa. Allí tienes muchas carabinas y aquí tienes más —añadió, señalando con la mano a la plaza repleta de vecinos—. Este pueblo es muy anticuado. Todas estas personas estarán pendientes de cada movimiento que hagas, como lo están de los míos, y será el tema principal de conversación hasta que te marches. Así que aquí estás a salvo.

Sonrió.

—¡Eso me lo creo! Pero…

Hacía apenas unos días había pensado que quería irse más que nada en el mundo. Sin embargo, ya había encontrado las pinturas y lo que había leído de la crónica le había despertado las ganas de leer el resto para averiguar si todo encajaba como pensaba que ocurriría. Querría estar allí cuando llegase la profesora Lennox. Aunque, al parecer —de acuerdo, era innegable—, Alejandro tenía otras razones. No la presionaba, solo preguntaba. Tanteaba el terreno. Menina se había jurado que jamás volvería a tener nada que ver con un hombre. Tampoco estaba segura de que eso hubiera cambiado. Todavía. Pero… ¿de verdad quería preguntarse el resto de su vida si por una mala experiencia había desaprovechado una buena?

La decisión era suya. Y decidió probar suerte.

—A lo mejor debería quedarme un poco más… Si de verdad crees que a sor Teresa no le importará…

Él negó con la cabeza.

—¡No le importa, créeme!

—A ver… tendría que quedarme —se apresuró a decir— porque aún no te he contado nada de las pinturas que he encontrado. Ni de lo que dice la crónica. Tú me hablaste de viejas historias sobre el convento y yo me preguntaba si serán parte de la crónica, si por eso me la darían las monjas junto con la medalla… Uf, es demasiado largo para explicártelo esta noche. Estoy muy cansada, muy llena, tengo mucho sueño y a ti seguramente no te apetezca oírlo. Además, tampoco tú me has contado lo de la hermandad esa que me andaba buscando… Mira, cuando consiga despejarme un poco, tendremos que hablar de unas cuantas cosas antes de que me vaya, así que… Bueno, ya tomaré otro autocar.

—Sí, aún nos quedan cosas por hablar —dijo él.

—Pero, si me quedo, tengo que llamar a mis padres. Lo primero de todo, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. Ahora ya no hay problema. Para encontrar un teléfono con buena señal, hay que bajar al valle en coche. Iremos a primera hora de la mañana. Luego podemos parar a comer, pero ahora te voy a acompañar al convento, porque tienes razón: estoy cansado.

Alejandro le tomó la mano para ayudarla a levantarse y subieron agarrados por los bancales. Menina no se dio cuenta hasta que la soltó. Las hermanas habían dejado la puerta entreabierta. Bostezaron los dos mientras se daban las buenas noches; después, fueron cada uno por su lado.

A la mañana siguiente, Alejandro condujo —muy rápido— por la serpenteante carretera de montaña hasta que llegaron a un restaurante de carretera donde, por lo visto, había un teléfono fiable. Habló él con la operadora y, cuando los Walker descolgaron, iba a apartarse, pero ella lo retuvo.

—A lo mejor necesito tu ayuda…

Más tarde, mientras tomaban un café, Menina aún tenía los ojos rojos por la emotiva conversación que había mantenido con Virgil y Sarah-Lynn, que estaban histéricos, pues, al parecer, la policía española no había podido contarles mucho y les habían dicho que esperaran a que ella se pusiera en contacto con ellos. Ahora que sabían dónde estaba, tomarían el siguiente vuelo a España. Les aseguró una y otra vez que se encontraba perfectamente, pero ellos no lo iban a creer hasta que la vieran.

Justo antes de colgar, Sarah-Lynn le había confesado que le habían contado a Theo adónde había ido. Él estaba más preocupado que nadie; los periódicos se habían hecho eco de la noticia de que su prometida había desaparecido y los periodistas estaban volviendo locos a los Bonner, tratando de averiguar si la habían secuestrado y si los secuestradores pedían mucho rescate.

¡Madre mía! Rogó a sus padres que por nada del mundo hablaran con los periodistas ni le dijeran a Theo dónde estaba: no quería volver a verlo en su vida. Lo que ella hiciese ya no era asunto suyo. Sarah-Lynn la instó, llorosa, a que pensara bien lo que estaba rechazando.

—Mamá, estoy pensando en lo que voy a ganar viviendo mi propia vida. Ha ocurrido algo increíble: he encontrado unas pinturas antiguas, es muy emocionante, un auténtico hallazgo, de hecho. Necesito ver lo que pasa ahora con eso. Si me casara con Theo, no podría hacerlo. Viviría su vida, no la mía. Además, no lo quiero. Y, no, no creo que él me quiera a mí en absoluto. De verdad, mamá, ¡ya no me importa lo que diga la gente! Que digan lo que quieran. Luego todo quedará en el olvido. Siento disgustarte, pero ya lo he decidido. —Menina temblaba. Su madre estaba convencida de que debía casarse con Theo y, por primera vez en su vida, ella estaba defendiendo lo que quería. Jamás le había hablado a su madre con tanta rotundidad—. Ya te lo he dicho, mamá, ¡no necesito una última oportunidad para cambiar de opinión!

En ese momento, Alejandro estiró la mano y le pidió el teléfono. Se presentó como capitán de la policía local. Les aseguró que Menina estaba bien y les dijo que estaba impaciente por conocerlos, que los vería en el aeropuerto en un par de días; que le dijeran la hora de su llegada; que esperaba que tuviesen un vuelo agradable. Luego colgó. Después del arrebato, Menina estaba llorosa y de pronto se sentía menos segura de sí misma, así que fue al baño a lavarse los ojos con agua fría.

—Cuando hablo con mis padres, me siento como si tuviese aún doce años y estuviese metiendo la pata —dijo, sentándose de nuevo.

—Pero no tienes doce años, eres una mujer adulta. Te ocurrió algo horrible y, aun así, has tenido fuerzas para ayudar a otras mujeres a las que también habían maltratado sin que lo merecieran tampoco. Ayudas a las monjas porque tienes buen corazón. Sin embargo, en lugar de pensar «Soy una persona fuerte, buena, lista, que puede hacer muchas cosas», dejas que otros decidan por ti solo por complacerlos. En la vida, hay que asumir la responsabilidad de los propios actos. Si no tienes claro lo de Theo, si te arrepientes de haberlo rechazado… vuelve con él.

¡Ni hablar! Menina levantó la cabeza, lo miró a los ojos y le habló con rotundidad.

—Lo que he dicho iba en serio. He terminado con Theo. Y aunque digas que no debo culparme de… de… Me dejé confundir por quien era, por lo que mi madre y otras personas pensaban de él y de su familia. Eso me impidió ver que, en realidad, lo que su familia quería era una esposa hispana presentable con la que conseguir los votos de ese sector. Una a la que pudiesen controlar. Fui tan estúpida que no me di cuenta. No, no fui estúpida, quise creer que todo era como los demás decían. —Suspiró hondo—. Si me hubiese casado con Theo, la situación habría empeorado con el tiempo y el desastre habría sido aún mayor, probablemente con niños de por medio. Lo que hizo me demostró lo despreciable que es. Pero, cuando estaba rota, lo que más me ayudó fue que me dijeses que no era culpa mía y que era bueno que estuviese furiosa. Por entonces, estaba muy furiosa con Theo. Bueno, ¡ya lo viste! Luego, cuando me pediste que ayudase a Almira y me contaste lo que les ocurría a esas chicas, comprendí que sabías lo que decías cuando hablabas de enfurecerse con la persona correcta. Entonces empecé a pensar que, quizá, como tú decías, yo no me había buscado la agresión. Cambió mi perspectiva de las cosas. —Esbozó una triste sonrisa—. ¿Y sabes qué más me ayudó? El que yo no te gustase, que pensaras que había sido idiota por dejarme robar el bolso, que me confundieras con una fulana. Si, teniendo tan mala opinión de mí, aún pensabas que no había sido culpa mía, podía fiarme de ti.

—Lo siento. Fui muy bruto, pero estaba preocupado por Almira y por toda la operación. No podía permitir que nadie la pusiera en peligro, pero no elegí bien mis palabras.

Alejandro le tendió la mano con la palma hacia arriba y Menina titubeó, luego puso la suya encima y se miraron los dos, alargando el momento, sin decir nada, porque ambos sabían que era importante elegir bien las siguientes palabras.

Un hombre carraspeó y rompió el hechizo.

—¿Alejandro? Disculpa la interrupción, pero, como me pediste que viniera y nos viésemos aquí… Ah, ¿esta es la dama? Encantado, señorita —le dijo a Menina en español—. Es aún más guapa en persona que en la foto de desaparecida.

—¡Ernesto! Ya le he hablado a Menina de ti.

Alejandro se levantó enseguida y abrazó a un hombrecillo corriente, canoso, que llevaba una pipa en la mano y un documento bajo el brazo. Se sentaron e intercambiaron los cumplidos de rigor mientras Alejandro pedía unos cafés. Luego le rogó a Menina que empezase por el principio. Ernesto se encendió la pipa y, recostándose en el asiento, se dispuso a escuchar.

—Más vale que empiece con esto. —Menina puso la funda de terciopelo encima de la mesa—. Ernesto, Alejandro me ha dicho que ya le ha hablado de mi medalla y de cómo la conseguí. —Luego sacó la crónica de su funda, junto con dos cuadernos—. También le he contado a Alejandro que las monjas del convento en el que me adoptaron me dieron además un libro antiguo. ¿Ve? Golondrina en la medalla, golondrina en la cubierta, aunque apenas se distinga ya. Alguna vez le he echado una ojeada por encima, pero lo cierto es que nunca había intentado leerlo. Es una crónica y, ya sabe, a una chica de dieciséis años no podía importarle menos. Me la traje para regalársela al Museo del Prado, por su antigüedad y porque estaba en español, con la confianza de que, a cambio, me ayudasen a investigar la medalla, pero, como estaba en el convento sin nada que hacer, me enfrasqué en su lectura. Lo más curioso es que pienso que tanto la medalla como la crónica salieron del convento de Las Golondrinas, hace mucho tiempo, y terminaron en el lugar del que me rescataron en Sudamérica, supongo que para esconderlas de la Inquisición. Casi toda la crónica está escrita en español, en un estilo anticuado, y puede que alguna parte no la haya interpretado correctamente, aunque creo haber captado lo esencial.

»El caso es que mencionan constantemente un evangelio, tanto que me empecé a preguntar qué habría sido de él. Luego, mientras estaba atrapada en el convento, descubrí que había una parte del libro que estaba en latín y, al echarle un vistazo, me dije: “Esto tiene que ser el evangelio”. Y yo creo que la razón por la que las monjas querían que yo tuviese la crónica es que el evangelio cuenta la historia del origen de la medalla.

Ernesto le tiró un beso con la mano.

—¡Hermosa e inteligente! —exclamó en español.

—Siempre tan donjuán, Ernesto —le susurró Alejandro.

—¡Atentos los dos, que hay más! Tengo la impresión de que el evangelio se remonta a la España romana de los primeros días del cristianismo, aunque la crónica señala que se copió allí posteriormente, de modo que quizá el latín se haya simplificado. Lo he leído una y otra vez porque la historia es muy extraña y quería asegurarme de que la traducía bien, pero dice que Jesús tuvo una hermana llamada Salomé, que vino a España y fundó la orden con la que se creó el convento de ahí arriba —dijo, señalando a Las Golondrinas—. Según los testigos presenciales, se parecía a Jesús e incluso actuaba como él. Y esta medalla —la sostuvo en alto— era suya. Se la regaló Jesús. Al unir todas las piezas, una de las posibles interpretaciones del evangelio es que las mujeres estamos tan cerca de Dios como lo estuvo Jesús. Supongo que también insinúa que María no fue la virgen de la que habla la Iglesia católica o incluso que ella misma necesitaba ser.

Ernesto la miraba horrorizado. Entonces le puso una mano encima de la suya, protector.

—Querida, has hecho un excelente trabajo, pero no comprendes la trascendencia del evangelio que has encontrado. La Iglesia católica señala que la Virgen María es el vínculo entre Dios y el hombre, que es la madre siempre virgen de Dios… ¡Esto es un dogma de fe decidido por los obispos en el concilio ecuménico convocado por el emperador Constantino en el siglo IV! El Concilio de Nicea. Por aquel entonces, ¿quién sabía cuál era la verdad? Sin embargo, al convertir el asunto en una cuestión de fe, nadie podría rebatirlo. Si existían pruebas de que Jesús tuvo una hermana, la Iglesia se equivocaba: la Virgen María no había sido siempre virgen. Estoy convencido de que, en el pasado, a cualquiera que hubiese sugerido algo así lo habrían acusado de herejía. —Ernesto negó con la cabeza y prosiguió—. Yo soy republicano de siempre y no creyente, ¡pero esto es muy grave! La pareja que te buscaba, los del cartel de desaparecida… ¡Ahora sé por qué! Quieren este libro y esta medalla y harán lo que sea por conseguirlos para que nadie sepa lo que dice el evangelio. Lo que no comprendo es cómo sabían que tú lo tenías.

—Yo se lo voy a decir —intervino ella—. Cuando me prometí, salió una noticia en el periódico, con una foto de la crónica y la medalla y una breve explicación de por qué las tenía.

Los dos hombres se quedaron visiblemente preocupados. Alarmada, Menina miró a Alejandro. Se había jugado la vida por las chicas albanesas y, al ver su sombrío semblante, supo que haría lo mismo por ella.

—Llevo la pistola —dijo Alejandro—. Veré si puedo conseguir protección policial…

¿Qué había hecho? Por un instante, la antigua Menina, la niña buena, tembló de pensar que aquel nuevo lío era culpa suya, pero la nueva Menina le dijo a la antigua que cerrase la boca y pensara. Entonces se le vino a la cabeza la solución: llamar a Becky.

—No harán falta ni armas ni policía, caballeros —dijo, apartando su silla de la mesa—. Sé exactamente cómo proceder. Lo último que hay que hacer es esconder la historia, es preferible darle toda la publicidad posible. Alejandro, por favor, acompáñame a hacer otra llamada. Mi mejor amiga es… periodista y le vendrá muy bien una noticia de este calibre. Además, se lo debo: de no ser por ella, ni siquiera estaría en España. Si usted, Ernesto, pudiese ponerse en contacto con la profesora Lennox… —Sacó del bolsillo su tarjeta de visita—. Es especialista en arte español del siglo XVI y la organizadora del viaje con el que vine. No le causé muy buena impresión cuando nos conocimos, pero apuesto a que usted podría convencerla para que venga a echar un vistazo a las pinturas del convento. Es muy atractiva, por cierto.

Ernesto tomó la tarjeta y contestó que sería un placer.

—Yo seguiré trabajando en la traducción del evangelio. Lo que de verdad agradecería es un escritorio y una silla.

—Eso se puede arreglar —se apresuró a decir Alejandro.

Durante los dos días siguientes, antes de que llegasen todos, Menina bajó a pie a la comisaría, cargada con la crónica, el diccionario y los cuadernos. Después de haber estado acurrucada en un banco de piedra, trabajando a la escasa luz del candil, era todo un lujo disponer de un escritorio y una lámpara decente. Revisó y pulió su traducción y anotó a mano diversas versiones mientras Alejandro remataba un largo informe sobre la operación del fin de semana. Los técnicos de la compañía telefónica pasaron por fin a reparar la línea. Alejandro recibió llamadas de la Interpol y de Ernesto y Menina habló con sus padres y con Becky.

Al final del segundo día, Ernesto se acercó a cenar con ellos y, mientras se tomaban el café, Menina les leyó la traducción que había hecho.

 

Primer relato del evangelio de nuestra fundadora, Salomé, narrado por la propia Salomé a nuestra escriba

 

Una calurosa tarde, en Judea, Jesús, hijo de José el Carpintero y de la esposa de este, María, condujo a su hermana pequeña, Salomé, a orillas de un arroyo donde un grupo de niños reía y chapoteaba. Cuando sentó a Salomé en la orilla y se metió en el agua para jugar con ellos, los niños enmudecieron. Ninguno se atrevía a salpicar o empujar a Jesús. Los rabinos del templo decían que era un extraño prodigio: un niño que sabía el alfabeto sin que nadie se lo hubiese enseñado, que conocía la ley y osaba sermonear a los rabinos en lugar de escuchar los sermones de estos. Los niños que iban al pozo a por agua decían que, cuando iba Jesús, le llevaba el agua a su madre en un paño en lugar de en una tinaja. Los que lo enfurecían sufrían accidentes: había maldecido a un niño que lo había empujado y al niño se le había atrofiado la mano; otro que se había mofado de él, como era corriente entre niños, había muerto en el acto. Contaban que, cuando algún vecino se cortaba accidentalmente un pie con el hacha, Jesús tomaba el miembro cercenado y lo volvía a unir a la pierna, mientras el herido miraba perplejo el hacha ensangrentada. También decían que había devuelto la vida a un hombre que había caído de cabeza desde un tejado alto, si bien los que no lo habían presenciado se lo rebatían, alegando que el hombre accidentado probablemente no estuviese muerto, sino inconsciente. Los testigos insistían en que el tejado era muy alto, que el hombre se había abierto la cabeza y que le salía sangre de los oídos antes de que Jesús se acercase; después, se había incorporado y se había marchado por su propio pie, sacudiéndose el polvo. Cuando le preguntaban por esos episodios, Jesús se encogía de hombros y decía: «Es voluntad de Dios que estas cosas sucedan».

La gente murmuraba que el muchacho era un pequeño mago o un demonio y los padres ordenaban a sus hijos que evitaran al prodigio. Por eso los niños no le pidieron que jugase con ellos y Jesús, encogiéndose de hombros, avanzó solo por el arroyo en busca de pececillos.

Salomé se quitó también las sandalias, pero el agua cubría mucho, por lo que simplemente se remojó las puntas polvorientas de los pies.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó al niño que tenía más cerca y que amontonaba barro en una pila alta.

—El sitio de las niñas está en casa. ¡Vete! —masculló.

—Una fortaleza —contestó otro niño, tomando más barro y dándole forma de muralla alrededor del montículo—. Una que sea lo bastante robusta para los romanos. —Miró por encima del hombro y luego añadió—: Judas Macabeo y su ejército esperan desde dentro a que se acerquen los enemigos de Israel; entonces los sorprenderán y los matarán a todos, hasta al último. Su sangre empapará la tierra.

Mientras decía esto, el niño añadía puñados de barro con tanta violencia que salpicó a Salomé. Esta se limpió la cara con el antebrazo, pero no se atrevió a protestar.

—Muerte a los romanos. Que entierren a sus hijos —dijo a voces el niño que construía la fortaleza, y escupió con desprecio.

Jesús, muy derecho, miró ceñudo al que hablaba. Los niños dejaron de hacer lo que hacían y contuvieron la respiración hasta que Jesús reanudó la búsqueda de pececillos.

Dos niños mayores llegaron salpicando a decirles a los que levantaban la fortaleza que cerrasen la boca. Uno de ellos resbaló y cayó; al hacerlo, derribó la muralla de la fortaleza y provocó los gritos furiosos de los constructores. El resto de los niños se apiñó alrededor, gritando y discutiendo sobre quién tenía la culpa. De pronto, empezaron a pelear y el grupo de niños que gritaban y se pegaban resbaló en la orilla embarrada del arroyo, pisoteando los últimos vestigios de la fortaleza y tirando a Salomé al agua. Ella trató de quitarse de en medio, pero, con los empujones, no lograba incorporarse. Al final, se hundió en el agua. Muerta de miedo y asfixiándose, quiso hacer pie en el lecho del arroyo, pero estaba demasiado resbaladizo y no conseguía erguirse. Entonces uno de los niños le pisó el estómago y los demás se le cayeron encima, sin que pudiese zafarse de ellos. Atrapada, intentó llamar a su hermano, pero el agua embarrada le llenaba la boca y la nariz y no podía respirar… Los gritos de los niños aflojaron. No se oía otra cosa que un burbujeo.

Cuando Salomé abrió los ojos, estaba tendida en la orilla y aún le costaba respirar. Le dolía el pecho y Jesús la zarandeaba. Por fin volvió la cabeza y vomitó agua sucia. Los niños se encontraban a cierta distancia, horrorizados; solo les impedía salir corriendo el miedo mayor a lo que podría sucederles a ellos y a sus familias si no tranquilizaban a Jesús primero.

—No llores —le dijo Jesús a Salomé, ignorándolos.

Luego tiró de ella para incorporarla y le dio unas palmaditas en la espalda.

—¿Se encuentra bien Salomé? —preguntó uno angustiado—. No la hemos visto.

—¡Lo sentimos! —masculló otro, atribulado—. Pedid perdón —ordenó entre dientes a los otros.

—Perdón, perdón. Ha sido sin querer, Salomé —farfullaron, sin dejar de mirar con cautela a Jesús.

—Las niñas pequeñas deberían quedarse en casa con sus madres y sus hermanas —dijo el más valiente, aunque no lo dijo muy alto—. Es donde deben estar las mujeres. Así no se caerían al agua…

—¡Niña estúpida! —murmuró otro.

Jesús hizo oídos sordos. Salomé se frotó los ojos con los puños. Tosió un poco más para deshacerse del barro que le quedaba en la garganta.

—Observa. —Jesús tomó un poco de barro de la orilla y lo moldeó con las manos—. ¡Mira, una golondrina! —dijo.

Salomé lo miró con recelo. A ella le parecía una bola de barro.

Jesús depositó la bola de barro en el suelo.

—Vamos a hacer más.

Trazó un círculo de montones de barro alrededor de Salomé y le dio uno a ella para que lo sostuviera en las manos.

—¡Observa ahora!

Jesús dio una palmada y Salomé notó que el barro frío que tenía en las manos se calentaba y se volvía suave y plumoso y luego empezaba a piar y a aletear. Chilló de sorpresa y de gozo.

—¡Has hecho un pajarillo! —exclamó.

—No, yo solo he dado forma al barro, es un ave por voluntad de Dios —dijo Jesús, y la golondrina alzó el vuelo desde las manos de Salomé. Jesús dio otra palmada y los otros montones de barro empezaron a aletear y a piar también, revoloteando por la orilla alrededor de Salomé para después salir volando—. Todo lo que sucede es voluntad de Dios, Salomé.

Los niños estaban clavados en el sitio, angustiados, en primer lugar, por lo que habían hecho. Salomé yacía tendida bajo el agua, con la boca y los ojos abiertos cuando se habían dado cuenta de que la estaban pisando. Después habían arrastrado su cuerpo a la orilla sabiendo que había muerto y la cara de Jesús al llegar salpicando desde el sitio donde atrapaba pececillos y apartarlos a todos prometía un terrible castigo. De pronto la niña ahogada estaba viva y reía y unas golondrinas de barro revoloteaban alrededor de sus hombros. De común acuerdo, se dispersaron y corrieron a casa, gimoteando que Jesús tenía una hermana que también estaba imbuida de brujería.

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Menina leyó la historia a Alejandro y a Ernesto mientras, sentados en el bar, esperaban a que el dueño les trajera la cena.

—Hay una pintura de esto, en la sala de las niñas —informó Menina.

—Serafina Lennox va a quedar muy sorprendida —murmuró Ernesto mientras llegaba la comida.

—Y hay más —añadió Menina.

—¡No nos tengas en vilo! —exclamó Ernesto.

—¡Primero la cena! —respondió Menina riendo.

 

Segunda historia del evangelio de nuestra fundadora, Salomé, dictada por nuestra primera abadesa, testigo de los hechos, de bendita memoria, a nuestra primera escriba

 

Costa de Hispania, 37 d. C.

 

En una taberna del puerto, dos centuriones romanos observaban cómo un barco mercante atracaba entre las barcas de pesca y echaba el ancla. Pertenecía a un mercader palestino llamado José de Arimatea, que iba allí varias veces al año a por provisiones antes de seguir rumbo a Britania, donde cambiaba especias y vino por estaño y plomo de las minas britanas.

Los centuriones a veces le compraban una cinta o unas pulseras de plata baratas para regalárselas a Flavia, la más joven de las fulanas del puerto. Le encantaba la quincalla. A sus catorce años, Flavia prefería a los más jóvenes de entre los soldados que se disputaban sus favores, pero, si algún hombre mayor le hacía un regalo bonito, también se iba con él.

Una vez el barco de José hubo echado el ancla, se bajó de él con muy poca delicadeza a un puñado de mujeres a las que se arrastró por los bajíos hasta la orilla.

—Nuevas fulanas. —Los centuriones se miraron y sonrieron—. Flavia le arrancará los ojos a cualquiera que sea más bonita que ella.

Los marineros avanzaron por el agua tirando de las mujeres, impedidas por las faldas y los mantos empapados de agua. Las más jóvenes daban traspiés y chillaban; las mayores, suplicaban. En el barco, unos barbudos observaban la escena desde popa, con los brazos cruzados y los labios fruncidos. La última de las mujeres, a la que llevaban a tierra entre dos marineros, era la única que no suplicaba, protestaba, ni lloraba. Escupía y forcejeaba.

Pateaba a los marineros, que la depositaron con rudeza en la orilla. Tenía un rostro hermoso, bronceado por el sol de Levante, ojos oscuros y cejas pobladas que se juntaban sobre una nariz larga. Echó hacia atrás la cabeza y el pañuelo que la cubría se le cayó y dejó a la vista una melena negra que le llegaba casi a la cintura. Alzó el puño y lo agitó en dirección a los hombres del barco.

—¡Vergüenza, José! —gritó con voz clara—. ¡Vergüenza el trato que dais a las mujeres! Hemos viajado con vosotros y soportado las mismas penurias. Hemos ablandado los corazones de aquellos que os habrían apaleado por vuestra arrogancia y vuestras peleas. Y ahora nos traéis aquí con mentiras… diciéndonos que se nos necesitaba en Britania… ¡Embusteros, miserables, carroña! Así se pudran vuestras velas, se malogre vuestro cargamento y el viento os lleve muy lejos de tierra hasta que os arrepintáis.

Ignoró a un marinero que le había arrojado una bolsa de monedas a los pies y había huido antes de que le diese una patada.

José se apoyó en la borda y replicó a voces.

—¡Miraos, mujeres! Os lo advertimos: «¡Cuidaos de Salomé!» —dijo, agitando también el puño—. Os ha apartado de la ley y de las obligaciones de una mujer judía para con su hogar y su familia. ¿Acaso era mujer Moisés? ¿Eran mujeres los profetas? ¿Pueden las mujeres estudiar la Torá? Está escrito que la sinagoga y la casa de estudio son patrimonio del varón. La voz de una mujer en el templo es como el rebuzno de un asno. ¡Y queréis fundar una comunidad de mujeres y eruditas! ¡Patrañas! ¡Quedaos ahí hasta que recuperéis el sentido común!

Una brisa agitó la melena de Salomé mientras esta respondía de nuevo. Su manto se elevó a su espalda y ella gritó furiosa y agitó el puño mientras los marineros levaban anclas, izaban las velas y salían del puerto para adentrarse en el Mediterráneo. Salomé dio un fuerte pisotón, indignada.

—¡Una bruja! —masculló el primer centurión—. No, una maga o una hechicera. El viento lleva su maldición tras ellos… ¿Ves esa nube en el horizonte? ¿Habrá conjurado una tempestad que los haga zozobrar en altamar?

Pero la nube era de aves, que regresaban de África después del invierno. Se dirigían a Hispania, volando bajo. Por un instante, el barco quedó ensombrecido, mientras lo sobrevolaban.

En tierra, Salomé recogió el velo y se lo echó por la cabeza. Recuperó las monedas y se volvió hacia las otras mujeres.

—¡Venid, tened valor! Ha de ser la voluntad de Dios. Iremos en busca de nuestro hermano Tito y nuestra hermana Octavia. Al menos estamos de nuevo en tierra firme. Será un consuelo disfrutar de la compañía de alguien más que esos necios envanecidos. Venid.

Ayudó a levantarse a las mujeres, una a una.

Una joven con los ojos pintados y tirabuzones salió de pronto por la puerta de la taberna. Bajó muy despacio a la playa para observar a las mujeres. Las señaló, con el brazo forrado de pulseras baratas, y gritó con voz chillona que, después de todo, no iba a tener que arrancarle los ojos a ninguna.

—Niña —le dijo Salomé.

—Flavia —repuso la joven. Señaló la medalla que llevaba puesta Salomé—. Bonita —dijo, y se acercó lo bastante para volverla insolentemente con una uña—. Véndesela a uno de esos tipos, me la regalarán —añadió, indicando con el dedo a los centuriones.

Después volvió a la taberna, contoneándose deliberadamente de un modo que no pasó inadvertido a los dos hombres.

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Un año más tarde, los mismos centuriones observaban cómo José y sus hombres entraban de nuevo en el puerto. Tito, el esposo de Octavia, la diaconisa, los recibió en la playa.

—Bienvenidos —dijo Tito, con cierta acritud.

Una pequeña multitud se agolpó en la orilla para ver qué ocurría a continuación.

—¡Saludos, Tito! ¿Han aprendido la lección nuestras mujeres? Se hallan humildemente recogidas en casa, ¿no es así? —dijo riendo.

Tito miró fijamente a José.

—¡Sois un necio! Todas las mujeres de la región, mi esposa Octavia y mis hijas entre ellas, se han retirado a las montañas. Han… han fundado una comunidad de mujeres, sin hombres, allí arriba… ¡Os hago responsable por haber traído aquí a esa mujer, sea quien sea…!

La rabia casi impedía hablar a Tito.

—¿Os referís a Salomé? —se aventuró a decir uno de los recién llegados.

—¿Quién más podría causar semejantes males, majadero? No llevaban aquí ni dos días cuando empezó a predicar. Fue la fulana Flavia la que la incitó a hacerlo. Salomé se la encontró llorando por la violencia con que la había tratado un centurión, nada fuera de lo común con esas jóvenes, que para eso son. Pero Salomé estaba furiosa y se enfureció aún más cuando Flavia le dijo que estaba encinta. Empezó a predicar en contra de los que abusan de las mujeres vendiéndolas. Las fulanas dejaron de trabajar y se agolparon a su alrededor para escucharla. Cuando hubo terminado, Salomé insistió en que invitase a Flavia a celebrar el sabbat en mi casa, ¡imaginaos! ¡Octavia me desafió y la acogió en nuestro hogar!

—¿Por qué no ordenasteis a Octavia que se deshiciese de la fulana en lugar de dejar que mancillara el sabbat? ¿Acaso no os obedece vuestra esposa? ¿No esa es vuestra casa? —preguntó el hombre.

Tito se agitó nervioso en el sitio.

—No tenéis ni idea de cómo son cuando se les mete algo en la cabeza. A una o dos se las puede someter a palos, pero a tantas… —Se encogió de hombros—. Pero eso no es todo… Alguien le preguntó a Salomé si tenía los poderes de su hermano. Ella insistió en que su hermano Jesús era un profeta que aseguraba no tener poder alguno, que los dos eran judíos corrientes, siervos de Dios que pretendían hacer la voluntad del Señor en la tierra. Las mujeres empezaron a gritar que también ellas eran siervas de Dios. ¡Figuraos! ¡Hasta las fulanas! Y que ya nunca más servirían a los hombres, sino a Dios. A los pocos días, el comandante del campamento romano ya amenazaba con castigar a la comunidad judía entera a menos que silenciáramos a Salomé. Las fulanas se negaban a trabajar y exigían que se las bautizara y el proxeneta estaba ocupado azotándolas.

José lo miraba horrorizado.

—¿Dónde están ahora todas las mujeres?

—Allí —dijo, señalando a las montañas—. Se han ido casi todas: nuestras esposas, nuestras hijas, nuestras hermanas y las furcias. Aseguran que vivirán en las montañas como los esenios, sin maridos, ni hijos, una comunidad religiosa. ¡De mujeres!

—¿En las montañas? ¡Los esenios vivían en el desierto!

—¡Eso carece de importancia! Estén donde estén, va contra la ley, contra natura. Hasta Octavia se ha ido, pues dice que necesitarán a mujeres cultas como ella. La culpa es de sus padres: ¿por qué enseñar a leer y escribir a una niña? El comandante del campamento ha enviado soldados para que las traigan de vuelta y a Salomé, encadenada.

—¿Ha regresado ya?

—No. Porque ha ocurrido algo más.

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Llegados a esta parte, Menina, Alejandro y Ernesto iban ya por el café y el postre. El dueño del bar les había llevado un platillo con los pastelitos que habían sobrado del Domingo de Resurrección y la mesa estaba sembrada de miguitas que Menina iba recogiendo con la yema de los dedos mientras hablaba.

—Estoy deseando que veáis las pinturas. Una de ellas es la de las mujeres en la playa y lo curioso es que hay una nube en una esquina que parece un manchurrón, o moho. Al principio, apenas se nota, luego empieza a llamar la atención y termina convirtiéndose en lo más importante de la pintura. También hay un retrato de Flavia… Bueno, obviamente como la imaginaba Tristán Mendoza —añadió Menina—. Yo supongo que tuvo una última ocasión de pintar una mujer sensual y la aprovechó. Y, después de leer esto, creo que uno de los lienzos representa la comida del sabbat a la que invitaron a Flavia. Esta es la última parte…

 

Tercera historia del evangelio de nuestra fundadora, Salomé, dictada a nuestra escriba Octavia por nuestra abadesa, de bendita memoria, testigo ocular de los hechos

 

Yo, Flavia, dejé la ciudad en busca de las otras mujeres tan pronto como pude escapar. El comandante me había encerrado para evitar que me uniese a las demás fulanas y, como el resto se había ido, los soldados abusaron tan despiadadamente de mí que creí que moriría. No obstante, cuando Dios me mostró la salida, hallé las fuerzas necesarias para huir, por el bien de mi pequeño. Y, por fortuna, logré llegar hasta ellas. Estábamos todas nerviosas, temerosas de nuestros esposos, padres, soldados y del proxeneta.

Todas las noches, Salomé nos reunía y nos repetía las enseñanzas de su hermano sobre cómo llevar una buena vida, sirviendo a Dios, compartiendo y siendo bondadosas unas con otras. ¿Hay esperanza de encontrar en esta vida algo más que la crueldad de los hombres? Las palabras de Salomé son como la cálida luz del sol, pero ¡que las mujeres vivan solas en las montañas! ¡Lejos de los hombres! Se me alegra el corazón, pese a que nuestras vidas serán difíciles, si logramos sobrevivir. Siguiendo a las golondrinas, hallamos un antiguo camino marcado con piedras blancas. Los vecinos de la región nos señalaron una montaña en la que, según decían, habitaba en cuevas un antiguo asentamiento de mujeres cartaginesas y nos servimos del fondo de monedas romanas de Salomé para comprar pan y gachas, cestas para pescar e incluso cabras con las que reunimos un pequeño rebaño. A algunas que se cansaron, las persuadieron para que se quedaran con ellos los hombres de los pequeños asentamientos por los que pasamos, que necesitaban esposas, pero casi todas continuamos.

Tras caminar durante semanas, viviendo de frutas silvestres y pescando en los riachuelos de las montañas, exhaustas y con los pies doloridos, llegamos al lugar en el que se encontraban las cuevas. No vimos indicio alguno de que allí viviera nadie, pero encontramos unos bancales abandonados de olivares repletos de fruto, una presa rota y más bancales donde florecían las viñas y los campos de habichuelas. Había un recinto de piedra que contenía los restos de cobertizos en los que debía de haber habido cabras; árboles frutales y montones de arroyos de agua dulce. Encontramos antiguos peines, cazuelas desportilladas y jarras de agua; pequeñas herramientas cortantes hechas con huesos; algunas mantas podridas, y un pequeño altar de piedra con una diosa y una inscripción que ni siquiera Octavia pudo descifrar. Metimos a las cabras en el recinto y lo cerramos con una barricada para protegerlas de los lobos, luego nos dispusimos a instalarnos en las cuevas. Trabajamos duro, conscientes de que se avecinaba el invierno: buscamos leña, secamos fruta, pescado y habichuelas, que machacamos hasta formar una pasta con la que hicimos pan; reparamos la presa lo mejor que pudimos y, por turnos, nos acoplamos a una especie de arnés para prensar el aceite. Hicimos queso con la leche de las cabras, recogimos hierbas silvestres para secarlas al sol y una de las mujeres encontró colmenas de abejas y consiguió extraer los panales. Todas echamos de menos la sal, pero no había. Aun sí, nuestro tosco campamento era habitable. Si otras habían sobrevivido aquí, también nosotras sobreviviríamos. Salomé dirigía nuestras oraciones por las mañanas y por las noches.

Entonces un día de finales de verano, cuando las noches ya eran más frías y recogíamos con premura tanta leña como podíamos antes del invierno, llegó un muchacho de uno de los pueblos del llano con una terrible noticia: se acercaba un batallón de centuriones. Muchas de las mujeres lloraban y yo juré que no me movería de allí, que antes me tiraría de lo alto de un risco. Salomé nos dijo que debíamos tener fe en Dios y, sobre todo, no distraernos de nuestras tareas.

Aunque esperábamos a los centuriones en cualquier momento, no venían y, pensando aliviadas que habían dado media vuelta, dejamos de preocuparnos por ellos. Un día Salomé se quedó en el campamento mientras las demás nos aventurábamos a ascender un poco más de lo habitual por las montañas en busca de ramas caídas después de una tormenta. Oímos gritos furiosos abajo y, abandonando nuestros montones de leña, regresamos a toda prisa al campamento. Para horror nuestro, desde arriba, vimos que los soldados romanos irrumpían en nuestro campamento y los primeros ya se abalanzaban sobre Salomé. Uno la agarró del vestido y se lo arrancó de los hombros. Otro la despojó de la túnica. Ella se volvía a un lado y a otro buscando el modo de huir, desnuda salvo por la medalla que llevaba al cuello, pero ellos le impedían el paso y la provocaban para prolongar su miedo y el momento del castigo. Según la iban acorralando, se oyó gritar: «Enseñadle una lección a la bruja primero, luego a las otras». Descendimos torpemente hasta el lugar del que provenían sus gritos de «¡No!» y vimos que Salomé miraba hacia arriba, más allá de donde estábamos. Luego vinieron las golondrinas, profiriendo gañidos cada vez más estridentes e intensos y una masa negra de aves descendió sobre los soldados, picoteándoles los ojos y los cascos. Los centuriones repartieron sablazos a diestro y siniestro, hiriéndose entre ellos y haciendo pedazos a algunos de los pájaros.

De pronto la montaña rugió y se estremeció bajo nuestros pies y un sonido aterrador, que parecía el bramido de Dios, nos arrojó a todos al suelo. La roca que había detrás de Salomé se abrió en dos. Cuando empezaron a rodar pedruscos por la montaña, Salomé agachó la cabeza y se coló por la grieta. La tierra volvió a estremecerse y la fisura se cerró a su espalda. Los soldados que aún seguían vivos gritaron aterrados que aquel lugar era el dominio de alguna diosa y huyeron, arrastrando a los heridos.

Temblando y llorando, descendimos para ver el sitio por el que había desaparecido Salomé. El suelo estaba cubierto de sangre, de cadáveres de hombres y golondrinas y, entre todo aquello, brillaba algo. Lo recogí. La medalla de Salomé. Me la colgué.

—No regresaremos —prometí—. Salomé está aquí y aquí nos quedaremos.

Las golondrinas se fueron al día siguiente. Y, en la roca por la que había desaparecido Salomé, brotó un manantial.

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Entre bostezos, el dueño del bar se había ido a su casa a dormir. Era más de medianoche, así que nos dejó las llaves y una botella de vino abierta en la mesa. Alejandro le dio las gracias y le prometió que cerraría el local y le dejaría las llaves en el buzón.

—También hay una pintura del tercer evangelio —dijo Menina—. Si juntamos los seis lienzos de Tristán Mendoza, tenemos un ciclo religioso completo. Lo cierto es que es tan extraordinario que no paro de pensar que debo de haber interpretado todo mal. Estoy deseando que lo vea alguien más.

»Sin embargo, si nos retrotraemos al principio de la crónica, eso es en realidad lo que esperaban las monjas que sucediera: que alguien trajera de vuelta la medalla y la crónica al convento y lo juntase todo. Solo que me parece, aunque no estoy del todo segura, que Tristán Mendoza debió de pintar el ciclo después de que las cuatro chicas se marcharan del convento, porque, entre la fecha en que llegó al convento y la fecha en que se fueron ellas, pintó un retrato de grupo de las cinco huérfanas. Así que puede que aún esté en algún lugar del edificio.

Se hizo el silencio en el bar. Ernesto se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—No cabe la menor duda de que has hecho el descubrimiento de tu vida con esta crónica. Las pinturas, la clave de su significado, la historia del convento…

—Y hasta puede que parte de la historia de mi propia familia. Al leer la crónica, he llegado a la conclusión de que posiblemente esta medalla estuviese en poder de mi familia biológica mucho tiempo, incluso puede que esté relacionada con otro milagro. Además, tengo el presentimiento de que, precisamente por esa conexión, yo estaba destinada a descubrir todo esto y recomponer la historia.

—Eres… No encuentro palabras para expresar lo que eres… —dijo Alejandro—. Ni lo que has hecho.

Le tomó la mano desde el otro lado de la mesa, sin importarle que Ernesto los mirase.

—Me parece que esto no ha hecho más que empezar —le contestó Menina, sonriéndole—, que, como dijo el poeta, «lo mejor aún está por venir».