Capítulo 12

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, otoño de 1548

 

Gracias a Dios, por fin tengo ayudante en el scriptorium. No es una de las novicias, sino una joven de dieciocho años que se derrumbó a la puerta del convento antes de las tormentas de otoño. Vestía ropas toscas de hombre, iba plagada de piojos, estaba enferma y casi inconsciente. Su acompañante, una chica del monte llamada María, debió de subirla a rastras por los bancales de olivos. Según María, la joven se llamaba Esperanza, corría peligro y rogaba a las hermanas de Las Golondrinas que la ayudaran. María no se quedó a comer ni a descansar. Tenía prisa por marcharse, pues, al parecer, confiaba en casarse pronto.

Esperanza pasó muchas semanas en la enfermería antes de poder contarnos más. Demacrada y débil, la fiebre contraída por la exposición al frío la hacía delirar. Divagaba sobre un secreto que la aterraba. Siempre que me tocaba cuidar de ella, procuraba tranquilizarla y consolarla y le aseguraba que estaba a salvo. Cuando la joven se encontró lo bastante bien como para levantarse de la cama, yo ya me había encariñado con ella. De algún modo, llenaba el vacío que la ausencia de Salomé había dejado en mi corazón.

La joven se dirigió a la abadesa, le entregó una bolsa de reales y le dijo que podía pagar su estancia si le permitíamos quedarse hasta el verano. Entretanto, haría gustosamente cualquier tarea, en las cocinas, en la lavandería, donde le dijéramos.

—Querida, puedes quedarte todo el tiempo que necesites. Nuestra congregación ha jurado proteger a las mujeres y sospecho que albergas un terrible temor a algo, pero ni siquiera en tus momentos de delirio has manifestado de qué se trata —le dijo la abadesa—. En cuanto a tu labor en el convento…

La abadesa le tomó las manos a Esperanza, las examinó y le dijo que era evidente que jamás había fregado cacharros ni lavado ropa y que dudaba de que fuese de utilidad en las tareas domésticas. Yo pregunté enseguida si la joven podía ser mi ayudante en el scriptorium. Mientras se recuperaba, había pasado el tiempo suficiente con ella para saber que no solo era inteligente, sino también culta. Le pedí que copiase una o dos cartas y descubrí que su caligrafía era exquisita.

—No es habitual que alguien que no forma parte de la congregación tenga conocimiento de nuestros secretos, pero… Esperanza, tú has sabido guardar con celo los tuyos, ¿podría confiar en que guardases también los nuestros?

La joven asintió con la cabeza.

—Le doy mi palabra, abadesa.

—Muy bien. —Entonces la abadesa le reprochó que se hubiera olvidado de María, que le había salvado la vida—. ¿Por qué no le envías unos reales como regalo de boda?

Esperanza se ruborizó.

—¡Por supuesto! —exclamó.

Cuando le enseñé a la joven la biblioteca y el scriptorium, miró a su alrededor, suspiró de contento y empezó a trabajar enseguida, muy pendiente de cada instrucción que yo le daba. Lástima que no ingresara en la orden, pues habría sido una excelente escriba cuando yo faltase. Sin embargo, había prometido a su padre, en el lecho de muerte, que se casaría y estaba decidida a cumplir su promesa.

Ya ha recuperado el ánimo y, cuando no está asistiendo a los santos oficios, los rezos o las comidas, pasa el tiempo trabajando a mi lado, a veces tan absorta en un volumen que me veo obligada a devolverla al presente. Le confío la escritura cada vez más a menudo y las hermanas de la enfermería, por ejemplo, elogian la rapidez con que localiza la información en nuestros textos médicos.

Una vez la joven se hubo habituado a sus obligaciones, la abadesa se propuso averiguar cuál era su oscuro secreto. Si debíamos protegerla, era preciso saber de qué. Esperanza accedió finalmente a contarnos su historia y, después de oír solo un poco, la abadesa insistió en que la escribiese ella misma en la crónica de la congregación.

image

Esperanza era la única hija de un consejero del rey. Su madre había muerto en el parto y ella llevaba una solitaria existencia en Sevilla, en una lóbrega mansión repleta de pinturas, tapetes, libros y sombras. La pequeña se encontraba al cuidado de una niñera, una joven enamorada de un soldado destinado en Sevilla y que aprovechaba la menor ocasión para asistir a los servicios de la catedral porque su soldadito hacía guardia cerca de allí.

Un día, cuando la niñera volvía de misa con Esperanza, vieron que había ambiente festivo en las calles y que a lo lejos sonaban trompetas y tambores. Una muchedumbre bulliciosa avanzaba atropelladamente, empujando y apremiando para ver algún espectáculo en la plaza.

—El señor no está, no tenemos prisa —dijo la niñera—. Divirtámonos un poco, cielo, ¿eh?

Arrastró a Esperanza hasta el soldado de la guardia real, que se subió a la niña a los hombros para que pudiera ver.

Al fondo de la plaza, había una tribuna repleta de curas y dignatarios y, cuando el sonido de tambores se fue acercando, entró en la plaza una fila de frailes encapuchados, seguidos de otra procesión más lenta, de hombres, mujeres y niños con velas, descalzos, todos vestidos con la misma túnica y vigilados por guardias. Entre los niños, Esperanza divisó a una pequeña de su edad, agarrada de la mano de una mujer, al borde de la multitud, y la saludó con la mano. La mujer y la niña la miraron aterradas, pero no le devolvieron el saludo. Se pronunciaron solemnemente unos nombres y las personas que portaban las velas empezaron a gemir y a llorar.

Con las mejillas encendidas y los ojos danzarines, la niñera señaló a la muchedumbre.

—Son herejes, enemigos de la Iglesia. ¡Falsos cristianos que han vuelto a sus perversas costumbres musulmanas y judías!

Se relamió cuando los soldados empujaron a la procesión hasta una inmensa pila de leña y paja levantada en el centro de la plaza. A unos cuantos de los que avanzaban arrastrando los pies hacia el gran montículo los sacaron a un lado. Enseguida, los soldados les echaron un lazo al cuello y tiraron. Las figuras se derrumbaron, los soldados los levantaron y arrojaron sus cuerpos exangües a la pira. Se oyó un murmullo de desaprobación procedente de la muchedumbre.

—¡Garrote para todos, eso es lo que merecen! —gritó el guardia apretando furioso los dientes.

—¡Ellos mataron a nuestro Señor, que sufran! ¡Viva la Inquisición! —proclamaban las masas por todas partes.

La pequeña y su madre lloraban y se aferraban la una a la otra; la madre suplicaba a los soldados mientras la música volvía a sonar. Los frailes que portaban antorchas las encendieron y esperaron a que todos los penitentes, incluida la niña a la que Esperanza había saludado y la mujer que la agarraba de la mano, estuvieran fuertemente sujetos con una cuerda, juntos.

—¡Ahora viene lo divertido! —exclamó la niñera.

Un redoble de tambor ahogó los gemidos y las oraciones y los frailes bajaron las antorchas a la pira. Se alzó una columna de humo y rugieron las llamas alrededor de los pies y las piernas de las personas a las que habían atado juntas; las llamas crecieron más y más, hasta que un calor abrasador empezó a chamuscar los rostros de los que observaban. La niña a la que Esperanza había saludado estaba envuelta en llamas y el aire se llenó de horribles alaridos de tormento mientras los que se quemaban en la pira se retorcían y sacudían desesperados, para después fundirse en uno y desplomarse. Esperanza contempló la escena, paralizada de horror, hasta que el viento de pronto agitó las llamas y lanzó una nube de denso humo sobre los espectadores, cargada del hedor a carne humana quemada y de los bramidos sobrenaturales de los moribundos. Otra nube de humo oscureció la plaza y Esperanza perdió el conocimiento. Cuando despertó en su cama, llevaba el hedor a carne carbonizada en los pulmones, en el pelo y en la piel y empezó a vomitar con violencia, sin parar.

Su padre la encontró temblando en su propio vómito, con las cejas calcinadas, febril e histérica, y a la niñera, entreteniendo a su soldado en la cocina. El hombre, de natural pacífico, agarró a la joven del pelo e, iracundo, la estampó contra la pared hasta que confesó la escapada, farfullando que había obsequiado a la niña con un espectáculo glorioso. La echó de la casa entre terribles maldiciones y juramentos.

Una mujer mayor, tranquila y formal, ocupó su lugar. Aquella mujer cuidaba de Esperanza mientras dormía y la consolaba cuando volvían las pesadillas. Cada vez que cerraba los ojos, llenaba sus sueños el rostro de la niña que gritaba envuelta en llamas. Todo le daba miedo, apenas comía, se mordía las uñas hasta que le sangraban los dedos y cada día estaba más delgada y más nerviosa. Su padre, desesperado, decidió que el único modo de ahuyentar a los demonios de su pensamiento era ocuparlo con estudios.

Contrató a una serie de tutores y le puso a su hija un programa diario que habría abrumado a un estudiante universitario: griego, latín, francés, italiano, astronomía, filosofía e historia. Aprendería a dibujar, a pintar y a componer poesía. Recibiría clases de religión, de música, de costura y de baile. Aun adaptado a una niña pequeña, todo aquello resultaba extenuante, pero produjo el efecto deseado. Esperanza recuperó el apetito y empezó a dormir por las noches, demasiado cansada para tener pesadillas.

A partir de entonces, dejó de ocupar las habitaciones infantiles y comenzó a hacer compañía a su padre. Leían y estudiaban las estrellas y, durante la cena, él le hacía preguntas de matemáticas o de filosofía. Después, su padre colocaba sobre el tablero de alquerque las piezas de dos colores y le enseñaba con qué movimientos podía capturar las de su oponente. El mejor amigo de su padre, un músico llamado don Jaime, solía acompañarlos.

Cuando Esperanza cumplió trece años, pese a que don Jaime le aconsejó que no lo hiciera, su padre le reveló un secreto: había en la casa una habitación oculta, repleta de libros prohibidos por la Iglesia. Entre ellos estaban el Corán de los musulmanes y la Cábala y el Talmud de los judíos; traducciones moriscas de textos médicos y de historia natural escritos originalmente en árabe y griego; el extraordinario compendio filosófico del persa Avicena, titulado La curación, y la historia escrita por Al-Masudi de un viaje a una tierra lejana allende el «mar de niebla y oscuridad», cientos de años antes de la Reconquista. Aquellos libros eran auténticas obras de arte, encuadernados en oro y piel, decorados con intrincadas ilustraciones y rematados con broches de bronce y plata, tremendamente hermosos y motivo de excomunión para el Santo Oficio.

Esperanza y su padre los leyeron juntos, sobre todo el de Avicena, que ocupaba un lugar especial en el corazón de su progenitor. Él le enseñó que aquellas obras contenían conocimientos y sabiduría infundidos por Dios, que se revelaba a las personas de distintos modos con la ayuda de los profetas sagrados de diversas religiones. Le dijo también que, después de haber presenciado un auto de fe, jamás debía acusar a nadie de herejía. Tampoco debía contarle nunca a nadie el secreto de la biblioteca.

Esperanza comprendió que las ideas de su padre no concordaban con las de sus tutores de religión y que se oponía en especial al celibato de monjas y clérigos. Sospechaba que aquello tenía algo que ver con su madre, pero, cuando le preguntó por ella, él se limitó a suspirar y respondió que ya se lo contaría cuando fuese un poco mayor.

La joven estaba a punto de cumplir los dieciséis años cuando su padre comenzó a sufrir una tos atroz, fiebre y dificultades respiratorias. Lo veía el día entero abrazado al tratado de Avicena, probando un remedio tras otro, con el pañuelo pegado a la boca, esputando sangre. Ella lo leía con él, memorizaba los síntomas y preparaba medicamentos y emplastos, pero no eran de más ayuda que los médicos y los boticarios. Cuando jugaban a algún juego de mesa, Esperanza notaba que las manos se le habían quedado delgadas y pálidas y que le temblaban cuando movía las piezas.

Su padre le aseguró que aún no moriría. A veces comía, paseaba y volvía a parecer el de antes y ella albergaba la esperanza de que verdaderamente estuviera mejor. Entonces, de pronto, empezó a empeorar y, cuando ella quiso enviar a un sirviente en busca del cura, él negó con la cabeza. Mientras su vida se apagaba, él le tomó la mano y le contó que, en otro tiempo, había lamentado no haber tenido un hijo varón, pero que hacía mucho que había dejado de sentir eso. Le dio su bendición, le dijo que era la última de una distinguida familia y le hizo jurar que jamás llevaría una vida religiosa célibe, sino que se casaría y tendría hijos para que el linaje de su familia no se extinguiera.

Esperanza le suplicó que le hablase de su madre antes de que fuera demasiado tarde, pero su padre le hizo una seña para que callara. Respirando con dificultad, alzó tres dedos como indicándole que debía decirle tres cosas. La primera, que era heredera de toda su fortuna y debía recordar siempre a los pobres. La segunda, que, a fin de evitar que fuese presa de los cazafortunas, le había encomendado su tutela a un amigo, un noble piadoso que había dado su palabra de que le encontraría un marido adecuado. Debía prometerle que aceptaría la decisión de su tutor y no se dejaría llevar por ideas disparatadas concebidas a partir de la lectura de poemas de caballería o romances. Con su último aliento entrecortado, su padre le susurró: «La tercera… Tu madre… Don Jaime… Pregunta a don Jaime…».

Tras la muerte de su padre, el decoro la obligó a alojarse en la casa de su tutor, donde descubrió que su progenitor había errado al depositar su confianza en aquel hombre. Aunque era noble, aparentemente piadoso y mecenas de múltiples instituciones benéficas, ni era tan rico ni tan honrado como parecía. A pesar de sus serviles condolencias, Esperanza estaba intranquila.

Los evitaba, a él y a su esposa, todo lo posible, encerrada en sus habitaciones, inmersa en sus libros, hasta que un día un sirviente le comunicó que su tutor deseaba verla. Esperanza se preparó para oírlo hablar de su compromiso matrimonial. Sin embargo, cuando ella y su aya entraron en el salón, su tutor paseaba furioso de un lado a otro. Se dirigió hacia Esperanza de inmediato y, acercando su rostro iracundo al de ella, le gritó con tanta rabia que le salpicó saliva a los ojos, maldiciéndolos a ella y a su padre por herejes embaucadores.

—¿A qué os referís, señor? ¿Quién nos acusa? —inquirió Esperanza, perpleja y conmocionada.

—No os hagáis la ingenua. Se ha encontrado la colección secreta de libros prohibidos de vuestro padre. Lo acusan a él y también a vos. Toda esa inmundicia de infieles se ha enviado a la hoguera, donde debería haberse mandado a vuestro padre y a vos con él.

La joven se cubrió el rostro con las manos, sintiendo que su padre había vuelto a morir. Aquellos hermosos volúmenes, los tesoros de su padre, todos reducidos a cenizas. ¡Por rufianes, necios, bárbaros fanáticos! La ira le incendió de tal forma el corazón que tuvo que mantener la cabeza gacha para que no se le notara. Escuchó en silencio el resto de la invectiva: que aquellas obras eran propiedad de su abuelo, un mercader musulmán, cuyos libros prohibidos demostraban que era un falso converso y cuyo hijo había dejado preñada a una zorra infiel.

Esperanza lo miró atónita. Él volvió a acercar furioso su rostro al de ella y le espetó que para disponer su matrimonio había tenido que presentar pruebas de su limpieza de sangre, pero no había encontrado ninguna. Su madre jamás había renunciado a la fe musulmana de sus antepasados, había ocultado su corazón herético bajo un hábito de monja en el convento de Regina Coeli, en Sevilla, y allí había dado a luz a otra bastarda conversa.

Aquellas horrendas palabras resonaron en los oídos de la joven; el suelo empezó a mecerse bajo sus pies y todo se oscureció. Cuando recobró el conocimiento, yacía en el frío suelo de mármol y su aya le sostenía una poma de intenso olor debajo de la nariz, mirándola con recelo y aversión.

—¡Vuestra madre fue una fulana novicia! ¡Vos no podéis ser mejor!

—¿Pero cómo puede ser eso cierto? —protestó Esperanza, llorando—. Las monjas no pueden salir del convento. Mi padre era la bondad personificada. Jamás habría… Una monja no…

El aya no quiso decirle más.

Sola en su dormitorio, la joven se paseó nerviosa, incapaz de mantenerse quieta, y muy asustada. Estaba atrapada en aquella casa. Entonces recordó las últimas palabras de su padre: «Pregunta a don Jaime». Ciertamente no podía preguntarle a nadie más. Cuando la noche reemplazó a la horrenda mañana, Esperanza garabateó una nota en latín, redactada de forma ambigua por si caía en las manos equivocadas, suplicando el consejo del mendicante fray Jaime, con quien deseaba confesarse. No podía confiarle la nota a nadie más que a su paje, que no sabía leer y le era devoto. Le dio al pequeño mensajero una moneda y unos confites y lo mandó en busca del fraile.

El paje regresó sano y salvo, pero Esperanza pasó la noche en vela. ¿Habría comprendido don Jaime su nota? Al día siguiente, la llamaron al vestíbulo, donde la esperaba un fraile encapuchado, sucio y descalzo, que no paraba de rascarse.

—¡Arrepentíos! —resonó la voz grave de don Jaime cuando ella llegó al vestíbulo—. Confesaos y preparad vuestra alma para lo que os espera.

Esperanza rompió a llorar y lo condujo a un rincón tranquilo; después se hincó de rodillas en el suelo, con la cabeza entre las manos. Nadie se opondría a la presencia de un hombre de Dios en aquella casa de hipócritas.

—Mantened la cabeza gacha y escuchad —le susurró don Jaime sin quitarse la capucha—. Sois hija de un matrimonio lícito, un matrimonio musulmán, y cristiana bautizada también, pero lo que dice vuestro tutor es correcto en parte. Vuestra madre era una dama cariñosa y culta cuyos padres y abuelos fueron obligados a convertirse. La conversión forzosa de su familia constituía un impedimento para su casamiento. A la muerte de sus padres, la fortuna de vuestra madre le abrió las puertas del convento de Regina Coeli. Era una congregación célebre por sus boticarias y por los conocimientos de sus monjas sobre medicina, con lo que pensó que allí sus aptitudes serían de utilidad.

»Sin embargo, hace diecisiete años, antes de que vuestra madre completase su noviciado, una extraña peste mortal se desató en uno de los barrios más pobres y más poblados de Sevilla, cerca del puerto donde cargaban y descargaban los barcos procedentes de América. Dos marineros que acababan de desembarcar de un galeón que venía de La Española fueron sus primeras víctimas. Bebían en una taberna del puerto cuando cayeron enfermos, con una fiebre altísima. En cuestión de horas, tenían el vientre inflamado, casi a punto de reventar, sangraban por las orejas y gritaban de dolor de cabeza, hasta que la muerte puso fin a su tormento. Algunas fulanas que estaban con ellos enfermaron poco después, con los mismos síntomas, sufrieron la misma agonía y también murieron. Pronto otros hombres que habían yacido con las fulanas se contagiaron y la enfermedad se propagó como el fuego entre árboles secos por todo aquel barrio de navegantes y más allá y acabó con las vidas de muchos marineros de primera, tenderos, carniceros…, luego con las de los sirvientes de las casas de los ricos y después con las de los propios ricos.

»Era la temporada de mayor actividad portuaria, pues los barcos iban y venían de América antes de las tormentas de otoño, y la pérdida de aquellos marineros supuso una catástrofe. España esperaba el ataque de fuerzas musulmanas reunidas en el norte de África y el mantenimiento de sus defensas dependía de las riquezas provenientes del Nuevo Mundo.

»Los cadáveres empezaron a ser demasiado numerosos para retirarlos de las calles y quienes pudieron huyeron de Sevilla. Vuestro padre fue uno de los pocos con conocimientos médicos que se quedaron a ayudar. Entonces le recordó a un oficial desesperado que, según decían, había una novicia en el Regina Coeli con experiencia en el tratamiento de males del Nuevo Mundo.

»Sor María Catalina ya era una experta boticaria cuando ingresó en el convento, luego llegó a oídos del arzobispo que había tratado con éxito a unos misioneros que padecían enfermedades contraídas en América. Aquellos clérigos a menudo se curaban con sus cuidados y de ellos aprendió casi todo lo que sabía de esas dolencias y de los remedios indígenas. Los médicos españoles, que envidiaban su éxito, la tildaban de bruja y de hereje, pero el arzobispo no permitía que se tomaran medidas contra ella.

»En condiciones normales, sor María Catalina habría ofrecido consejo desde el locutorio, pero el problema de la peste era demasiado urgente para andar llevando y trayendo mensajes del convento, así que se le ordenó que tratase a los pacientes en persona. Por mandato del arzobispo, subió a toda prisa a un carruaje que la aguardaba a la puerta del convento, cargada con su maletín de medicinas, una noche tormentosa en que pocos iban a reparar en ella.

»Fue una intensa tormenta de verano, llovía a cántaros y el viento lanzaba rocalla por los aires, lo que espantó a los caballos. Las calles estaban mojadas y resbaladizas y, al final, un espantoso trueno hizo que los animales se desbocaran. El cochero perdió el control y sor María Catalina pasó un miedo atroz cuando las bestias desbocadas empezaron a arrastrar el carruaje de costado, en paralelo al río. Cuando el vehículo estaba a punto de precipitarse a la orilla, se desenganchó de los caballos. El cochero y los escoltas cayeron al río, pero el pasajero salió despedido de la cabina. Vuestro padre presenció el accidente. Había salido a observar los rayos y bajó corriendo a ayudar al pasajero, quien, para sorpresa suya, resultó ser una mujer, alterada pero ilesa, preocupada únicamente por recuperar el maletín que llevaba consigo y obsesionada con repetir que se dirigía al barrio donde arrasaba la fiebre. Vuestro padre insistió en custodiarlas, a ella y a las medicinas, hasta su destino.

»No tardaron en empezar a hablar animadamente sobre la epidemia. Los dos recordaban que Avicena mencionaba en su tratado síntomas similares y valoraron los elementos distintivos de aquel nuevo brote. Hasta que la dama no se quitó impaciente la capa para ver mejor lo que hacía, vuestro padre no descubrió que su interesante compañera vestía hábito de novicia.

—¿Cómo se ha enterado de esto mi tutor? —quiso saber Esperanza.

—Dado que percibirá una parte de la herencia de vuestro padre cuando tuviera lugar vuestro casamiento, no tardó en requerir informes de vuestros ancestros. Al ver que no obtenía nada por los medios habituales, ofreció una sustanciosa recompensa a cualquiera que le proporcionase información. El criado de vuestro padre ha sido el informante, primero revelando el escondite de sus libros secretos y después lo que había visto con sus propios ojos: que vuestro padre conoció a una novicia, sola y sin carabina, que hablaron de las artes oscuras necesarias para vencer a la enfermedad y que vuestro padre y sor María Catalina esperaron a ver si las medidas de protección que los dos habían adoptado surtían efecto. Su supervivencia fue prueba de que Satanás los protegía de la plaga enviada por Dios.

»Pasaron semanas cuidando de los enfermos y los moribundos, durmiendo apenas un par de horas cuando podían. La novicia enviaba noticias al convento de vez en cuando, pero no permitió que ninguna de las hermanas acudiera a ayudarla, para no exponer a ninguna otra y contagiar así a toda la congregación. Era indecoroso, pero corrían tiempos difíciles.

»Al llegar la Navidad, una ola de frío acabó por fin con la epidemia. Sor María Catalina sabía que debía regresar al convento: aún no había hecho los votos perpetuos y las novicias rara vez obtenían permiso para salir. Desesperado, vuestro padre concibió una solución osada y peligrosa: la novicia desaparecería sin más. Retomarían la fe musulmana de sus antepasados, se casarían como musulmanes a los ojos de Dios y huirían de España.

»Vuestro padre y ella vinieron a mi casa, donde pronunciaron ante mí y otros dos testigos musulmanes las siguientes palabras: “No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Contrajeron matrimonio como musulmanes. Vuestro padre regaló a vuestra madre, como prueba de su unión, un exquisito anillo de perlas y diamantes, pero sus semblantes de felicidad valían más que todas las joyas del mundo.

»Al ver que María Catalina no regresaba al convento, se registró el barrio en el que había estado trabajando, pero solo se encontró una zapatilla y frasquitos de medicinas vacíos. Se creyó que había sucumbido a la enfermedad y que su cuerpo se había arrojado a una fosa común, junto con los de las otras víctimas, pero la pareja se escondía en mi casa. Les rogué que salieran de España enseguida, pero las gestiones que vuestro padre creyó necesarias los retrasaron; luego María Catalina supo que esperaba un bebé y no se encontraba en condiciones de viajar. Le hizo prometer a vuestro padre que, si ella no sobrevivía al parto, bautizaría al bebé y lo educaría en la fe cristiana, como hijo legítimo suyo.

—¿Y mi madre?

—Como ella temía, murió al dar a luz y vuestro padre, desolado, siguió adelante con su vida por vuestro bien. Ninguno de los dos renunció jamás al islamismo que habían abrazado, aunque vuestro padre cumplió su promesa y os educó como cristiana. Solo su ayuda de cámara sabía la verdad y, durante años, le sacó dinero a cambio de su silencio. Un hombre menos magnánimo habría mandado matar al muy desgraciado. Vuestro tutor es demasiado avaricioso para entregaros a la Inquisición. Os arrebatarían vuestra fortuna y él la quiere para sí.

—¿Y el criado? Seguramente sigue siendo un peligro.

—Al criado… lo encontraron en un callejón con el cuello rebanado. Ladrones, sin duda contratados por vuestro tutor —dijo don Jaime con sequedad—. En fin, querida, la esposa de vuestro tutor me mira con recelo. Debo irme. Buscaré un modo de enviaros ayuda. Dejad que esa mujer me vea daros la absolución.

Esperanza cayó en la cuenta de que no había nadie a su alrededor en quien poder confiar. Comenzó a temer que le envenenaran la comida o la bebida; percibía el mal en las sombras oscuras de la casa de su tutor. Volvieron las pesadillas de su infancia y las noches en vela le pasaron factura como lo habían hecho cuando era niña. Su cuarto era una prisión. Como no comía ni dormía, enfermó: al principio se sintió apática, luego febril; primero sin ganas de salir de la cama, después incapaz de hacerlo. Los días dieron paso a las noches. La fiebre empeoró; le dolían y le ardían las articulaciones. En una ocasión, alzó la mirada y vio a la esposa de su tutor, encima de ella, con una navaja y un mechón de pelo suyo en la mano. Quiso gritar y se desmayó.

Cuando al fin recobró el conocimiento, se encontró con que una doncella de triste semblante y nariz torcida le humedecía el rostro con una esponja empapada en agua de rosas. Esperanza se notaba rara. Se pasó la mano por la cabeza y descubrió que le habían rapado el pelo.

—Por la fiebre —le susurró la doncella—. Pero volverá a crecer. Soy María, vuestra nueva doncella. Me envía don Jaime. Tiene un plan, pero primero debéis hacer un esfuerzo por recobraros.

Paradójicamente, al parecer, su tutor y su esposa estaban decididos a que se recuperara. Mandaron llamar a un médico que le recetó un jarabe tonificante y una buena alimentación. Le daban de comer caldo con huevos escalfados, pan de harina fina y vino con especias y miel y le preguntaban constantemente qué deseaba tomar, rogándole que nombrase los platos que le apetecían. Y lo más extraño de todo: la esposa de su tutor iba todos los días a leerle en voz alta fragmentos del libro más triste imaginable: una obra aburrida sobre la naturaleza de la mujer y su camino hacia la virtud. Era una letanía de las imperfecciones de las mujeres —por ser hijas de Eva, que había traído el pecado al mundo— y cuya inferioridad y debilidad espiritual las incapacitaba para todo, salvo para someterse a la voluntad de sus padres, hermanos y esposos. La mujer de su tutor le leía el apartado relativo a la conducta y los deberes de la esposa cristiana con especial énfasis y miradas significativas.

Finalmente la mujer no pudo resistirlo más y le comunicó a Esperanza que estaba prometida, gracias a la bondad de su tutor y a la de un noble dispuesto a pasar por alto su mancha de nacimiento. Sospechando que le ocultaban algo, la joven preguntó el nombre de su futuro marido.

—Don César Guzmán —respondió la mujer sin más.

—Le preguntaré a don Jaime —le susurró María, que entraba en ese momento con un cuenco de sopa. Luego puso los ojos en blanco al ver salir a la esposa del tutor—. Bebeos esto.

Pocos días después, María se inclinó sobre Esperanza y le susurró entre dientes.

—Don Jaime dice que mejor tener al demonio por esposo que a don César Guzmán. Es viejo y ya ha enterrado a cuatro esposas jóvenes, todas huérfanas ricas, como vos. Padece una enfermedad de sus partes nobles que cursa con pústulas, inflamación y secreciones hediondas y sufre horrores cada vez que intenta engendrar un heredero. La obsesión por tener descendencia le ha consumido el alma. Atormentó a sus esposas cuando estas no consiguieron concebir y, en poco tiempo, todas ellas murieron. Don Jaime asegura que don César las envenenó. Cree que vuestro tutor ha hecho un trato con él, que le ha ofrecido una dote considerable a cambio de que no haga preguntas sobre vuestra madre. Vuestro tutor se quedará con el resto de vuestra fortuna y don César os dejará vivir mientras le deis hijos. Ambos están ansiosos por celebrar el casamiento, así que debéis escapar cuanto antes.

—¿Escapar? ¿Cómo? Las puertas tienen barrotes, mi aya me vigila día y noche y el guardia de la puerta no me dejaría salir. Además, ¿adónde iría?

—Don Jaime ha ideado un plan, pero debéis llevarme con vos. La esposa de vuestro tutor es la mujer más malvada del mundo. Lleva un cinturón de pinchos bajo el vestido para mortificarse y el dolor le hace querer mortificar a los demás. Ordena que se azote a los criados por las cosas más insignificantes, sobre todo a los jóvenes, porque, según ella, los azotes los convierten en mejores personas. Esconde la comida y después nos castiga por robarla cuando, muertos de hambre, sustraemos algún bocadito. Ansío volver a las montañas con mi madre y mi novio… Le prometí que me casaría con él, antes de que mi padre me vendiera como sirvienta. Si no vuelvo pronto, se olvidará de mí y se casará con otra.

—¿Pero cómo nos vamos a ir? ¿Y adónde?

—Os diré cómo: vos y yo nos vestiremos de muchachos e iremos a las montañas. Hay un convento bastante cerca del pueblo, las mujeres y las jóvenes víctimas de palizas o maltrato acuden a las monjitas. Para recuperar a sus mujeres, los hombres deben ofrecer a las hermanas una prueba de buen comportamiento. Los hombres de nuestro pueblo sienten un temor reverencial hacia la congregación y tratan a sus mujeres con mucho más cariño que otros. Las hermanas os esconderán de don César.

Regresó el aya y oyó hablar de don César. Airada, cruzó la estancia, le dio un bofetón a María por chismorrear y le ordenó que saliera de la habitación.

La huida parecía imposible. Pensando en ello, Esperanza lloró desconsoladamente un rato, luego se secó los ojos con la sábana. Había prometido aceptar la decisión de su tutor, pero su padre jamás habría querido que se casara con don César. En aquel aprieto, no le quedaba elección. Debía confiar en don Jaime. Y reunir valor; de lo contrario, se celebraría su boda en cuanto vieran que podía levantarse de la cama.

Si la esposa de su tutor o el aya no se lo habían llevado, tenía guardado un puñado de reales de oro en un compartimento secreto del baúl de cedro tallado con que había llegado a aquella casa. Esa noche, cuando el aya se cansó de estar en la habitación de la enferma y se marchó creyéndola dormida, Esperanza se levantó con sigilo y hurgó en el baúl. La bolsa de reales estaba allí. Volvió a la cama con ella. Después de eso, todas las noches esperaba a que el aya saliera de su cuarto, se levantaba despacio de la cama y paseaba de un lado a otro de la habitación, para recuperar las fuerzas, hasta que la oía regresar. Volvía a encontrarse bien, pero mantuvo su recuperación en secreto y siguió guardando cama durante el día.

—Solo podemos viajar a las montañas en verano —le susurró María un día a finales de primavera—. Tendremos que irnos pronto. Voy a dejaros otro orinal escondido debajo de la cama. A partir de ahora, verted en él el somnífero que os trae la esposa de vuestro tutor. Yo lo recogeré y lo guardaré. La noche en que nos vayamos, se lo echaré en el vino a vuestra aya cuando le suba la cena. También le daré vino con somnífero al guardia de la puerta. ¡Siempre me está toqueteando, metiéndome la mano por el corpiño! Sonreiré y le rellenaré la copa, llevaré el corpiño desabrochado y creerá que he cedido. Luego nos vestiremos de chicos…

—¿De pajes? Pero mi paje es muy pequeño y yo…

—¡No seáis boba! ¡Vos de mozo de cocina! Si me dais algo de dinero para él, se desprenderá encantado de sus harapos. Es tan alto como vos. Eso sí, sus ropas apestan, os lo advierto, aunque casi es mejor; además, como ya lleváis el pelo corto, solo os faltará ensuciaros la cara y las manos… —Las dos le miraron las manos, de dedos blancos y finos y uñas sonrosadas—. Tendréis que frotároslas bien con hollín, que se os meta por las uñas. Tal y como las tenéis, nos descubrirían enseguida, por mucho que os disfrazaseis —le dijo María—. Ah, y necesitaremos dinero.

Esperanza sacó triunfante la bolsa de reales, pero María negó con la cabeza.

—¿Pueblerinos con reales? ¡Nos detendrían por ladrones! —Tomó una de las monedas—. ¡Jamás pensé que algún día llegaría a tener un real en la mano! Don Jaime me lo cambiará por moneda menuda de la que llevan los campesinos.

El aya ya no comprobaba si Esperanza se bebía el somnífero. Durante diez noches, la joven lo vertió en el segundo orinal. Al décimo día, María entró sigilosamente en su cuarto con un fardo de ropa que apestaba a sudor y a hombre. Al undécimo, llovía a cántaros, pero escampó hacia el anochecer. Esa tarde la doncella pasó a recoger el orinal con el somnífero y le dijo solo con la boca: «¡Esta noche!». Cuando se aproximaba el momento, a Esperanza empezaron a castañetearle los dientes de miedo y el aya, ceñuda, le dijo que debía de tener fiebre otra vez. El hedor a enfermedad —el del fardo de ropa que la joven guardaba bajo la cama— la disuadió y la mantuvo a distancia.

Cuando el aya se hubo tomado la cena y bebido el vino y cayó al fin desplomada en la silla, como muerta, la vela ya se había consumido del todo. María entró en la habitación.

—¡Aprisa! —le susurró.

La doncella vestía un jubón de cuero sucio sobre una harapienta camisa de lino y unos pantalones remendados y se había cortado las trenzas. Esperanza se vistió rápidamente, asqueada por el contacto de aquellas ropas sucias con su piel.

—Mojaos las manos y la cara con agua de la jarra que hay junto a la cama y untáoslas después con cenizas de la chimenea —le ordenó María en voz baja.

Le ató la bolsa de reales por debajo de los pantalones de forma que le hiciera bulto en la entrepierna. Esperanza le dijo que le resultaba incómodo, pero la doncella le respondió que era parte indispensable del disfraz de chico. Además, como el acento de la joven la delataría, le pidió que la dejara hablar a ella en su dialecto rural. Serían dos hermanos de pueblo que volvían a casa. La doncella sería el hermano listo; Esperanza, el simplón, mudo de nacimiento. La joven se puso bizca y se rascó la bolsa y María tuvo que contener la risa.

Pasaron sigilosas por delante del guardia dormido, abrieron la puerta y esperaron a que un puñado de borrachos se alejaran haciendo eses y luego a que desaparecieran los vigilantes nocturnos.

—¡Ahora! Ocultaos en las sombras —le ordenó María.

Se adentraron en la noche a toda prisa, conscientes de que, cuando el guardia despertara, daría la voz de alarma y empezarían a buscarlas de inmediato.

Pronto descubrieron que así había sido. En todas partes donde paraban en busca de comida y fonda e incluso cuando rogaban a algún labriego que las llevara en su carreta, oían hablar de la heredera secuestrada y de la recompensa que se ofrecía a cualquiera que se la devolviese sana y salva a su tutor. Donde estuvieron más cerca de ser descubiertas fue en una taberna en la que les dieron un mendrugo y un poco de estofado por caridad. Estaban acurrucadas en las sombras, junto al fuego, cuando entró un grupo de guardias armados preguntando si alguien había visto a la heredera y ofreciendo una recompensa aún mayor que la anterior. Los parroquianos guardaron silencio y a Esperanza la aterrorizó la idea de que pudieran entregarla, sobre todo cuando uno de aquellos tipos rudos se agachó y, riendo a carcajadas, le dio una palmada en la espalda y exclamó: «¡Aquí está su excelencia! ¡Para mí, la recompensa!». Luego todos rieron cuando el harapiento simplón babeó en el pan y, asintiendo con la cabeza, rio la gracia mientras se atrapaba un piojo de la cabeza y lo aplastaba con las uñas.

El viaje fue muy duro. No tardaron en hacérseles agujeros en los zapatos, que se ataron como pudieron con harapos. Esperanza cojeaba y, siempre que les era posible, suplicaban a algún campesino que las llevara en su carreta. Aun así, ya era verano cuando llegaron a las estribaciones de las montañas, que habían creído más cercanas al partir. Eran dos jóvenes hambrientas y, al acabar el día, tenían tanto apetito que terminaban gastando más de lo que pretendían en comida. Ya casi no les quedaban monedas pequeñas, pero María se negaba a usar un real, así que sobrevivían con un poco de pan con aceite y alguna fruta silvestre.

Pese al hambre y al cansancio, María cada vez estaba más animada e iba señalando las piedras blancas que marcaban el camino forestal, animando y alentando a Esperanza. Subieron más y más. El aire empezó a ser cada vez menos denso y más frío y había águilas y halcones en el ancho cielo.

Esperanza perdió la noción del tiempo. Tenía los pies en carne viva y no podía pensar en nada más que en poner uno detrás del otro hasta que se hiciera de noche. Las sostenía únicamente la caridad de los habitantes de los pueblos por los que pasaban. A la joven le sangraban los pies. Le volvió la fiebre. Al final, se negó a continuar; lo único que quería era tumbarse al borde del camino y morir. María la dejó apoyada en una roca y volvió con un mendrugo de pan revenido y una manzana medio podrida que les había robado a unos cerdos. Se los dio a Esperanza y le dijo que ya no quedaba mucho, que debía intentarlo.

Dos días después, ateridas de frío tras pasar la noche a la intemperie, llegaron a un olivar abancalado en lo que parecía la cima del mundo. La doncella subió a Esperanza por los bancales a empujones, a rastras, camelándola, hasta las puertas de la gran edificación de piedra.

—¡Ya estamos! —le dijo jadeando—. Uno o dos pasos más…

Luego la dejó caer al suelo para tirar de la campana. Lo último que Esperanza oyó fue su tañido. Ya le daba igual vivir o morir.

Despertó rodeada de hermanas enfermeras, que le arrancaban las ropas sucias y harapientas. Nerviosa, trató de incorporarse, gritando que debía huir para que no la casaran con el demonio. Le dieron un caldo de hierbas y un jarabe balsámico y la envolvieron en mantas previamente caldeadas con piedras calientes hasta que se calmó. Al final, agotada, se quedó dormida tan profundamente que parecía muerta.

—Me matarán si me encuentran —dijo cuando estuvo lo suficientemente bien para hablar.

—Lo sé —contestó la abadesa.

image

A Esperanza ya le ha crecido el pelo, su rostro huesudo está más relleno y tiene mejor color y ella es feliz en el scriptorium. Yo dependo de que escriba la crónica por mí cuando la mano y la muñeca se me hinchan y se me agarrotan. Me agrada volver a tener a una joven a mi lado, sobre todo a una que realiza sus tareas con tanta eficiencia.

Y así seguimos tranquilas en el scriptorium hasta aquel día —poco después de que regresaran las golondrinas e inundasen con sus alegres trinos de cría el convento— en que llegó a nosotras otra niña. Esa vez no era un bebé con su dote y su niñera, sino una niña mal vestida abandonada a la puerta del convento, pese a lo mucho que había llovido esa noche. La abadesa mandó a buscarme y, para mi sorpresa, también a Esperanza.