Capítulo 14

Convento de Las Golondrinas, España, abril de 2000

 

Al día siguiente, después de haber pasado la noche en vela para evitar las pesadillas, Menina seguía grogui a sor Clara. Ojalá pudiera beberse un puchero entero de café. Dejaron atrás el scriptorium y se detuvieron delante de una recia puerta de doble hoja.

—Esta es la sala grande.

Sor Clara agarró con torpeza un manojo de llaves que llevaba a la cintura y buscó la que correspondía a la historiada cerradura de hierro, pero, aunque la llave giraba, a pesar de sus empujones, sus comentarios por lo bajo y sus oraciones, la puerta no se abría.

Menina le pidió a la monja que se apartara y le dio un fuerte puntapié a la puerta, que se abrió con un chirrido —probablemente por primera vez en muchos años, a juzgar por la nube de polvo que levantaron al entrar— y se quedó atascada a medio camino. La joven estornudó y, al mirar alrededor, vio que se encontraban en una estancia tan alargada y oscura que sus extremos estaban en sombra. Supuso que tendría la longitud del claustro. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, vio que era similar a la sala de los barrotes de hierro en la que había estado el día anterior, solo que mucho más grande. Esta tenía los mismos muebles de madera maciza tallada y un sofá tapizado de dura crin de caballo al que se le salía el relleno, también sillas a juego y un enorme crucifijo colgado, torcido. Entonces contuvo la respiración. Las paredes, que había creído ennegrecidas, estaban en realidad repletas de cuadros.

Una luz débil se colaba entre las motas de polvo hasta la raída alfombra persa del centro de la estancia. Los respaldos y reposabrazos de las sillas y los sillones estaban cubiertos por tapetes en estado de descomposición y una de las sillas había perdido un brazo. Un paño bordado y agujereado cubría todo el largo de una recia mesa situada junto a la pared, debajo de una polvorienta estatua de escayola de la Virgen María y dos gruesos cirios torcidos en candeleros. El olor a humedad que impregnaba el convento era abrumador y el silencio, tan intenso que podía palparse.

—¿Cuánto hace que no se usa esta sala? —preguntó Menina, mirando alrededor.

—Muchos años. Es fría en invierno. Pero creo que el cuadro de Tristán Mendoza estaba aquí.

—¿Recuerda dónde, sor Clara? —preguntó la joven tímidamente mientras exploraba las paredes, que poblaban centenares de pinturas, todas ellas oscurecidas por la suciedad y por el paso del tiempo.

Aquello sí que era buscar una aguja en un pajar. La monja se dirigió renqueante a uno de los sillones de incómodo aspecto, se sentó y esperó.

—Sor Clara, ¿sabe en qué pared estaba colgado?

—¿Cómo?

La monja hizo bocina con la mano pegada a la oreja para oír mejor. Menina le repitió la pregunta, casi gritando. Sor Clara se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.

Para qué preguntar, se dijo la joven. Eligió al azar un pequeño cuadro, lo descolgó con sumo cuidado, tomó un pedazo de pan y lo ablandó con los dedos, luego comenzó a pasarlo suavemente por la superficie del lienzo. La miga absorbió la suciedad hasta desintegrarse. Menina se apartó un poco y pudo adivinar una mano en lienzo. Entusiasmada, pasó más pan por la superficie hasta que reconoció al mismo monje tonsurado de nariz torcida y ojos rasgados que había visto el día anterior, solo que desde un ángulo distinto. Llevó el cuadro al centro de la estancia y buscó la firma en la parte inferior, pero no vio nada, ni texto ni golondrina. Le habría venido bien una lupa. Sor Clara se había quedado dormida con el rosario en el regazo y la boca abierta y roncaba suavemente.

Menina dejó el cuadro del monje apoyado donde no le diera el sol, escogió otro del centro de la pared y empezó a trabajar lo más rápido posible. Le llevaría meses limpiar todas las pinturas.

Un par de horas después, la monja no se había movido. Alarmada por la idea de que la anciana hubiera muerto, comprobó si respiraba, luego cayó en la cuenta de que quizá estuviera cansada de la vigilia nocturna. Ya había media docena de siniestras pinturas de distintos tamaños apoyadas en la pared. La joven retrocedió y contempló su labor con los ojos entrecerrados. El monje seguía captando su atención y, cuanto más lo miraba, más la inquietaba. Sabía que su reacción posiblemente fuera fruto del cansancio y de la desorientación, pero aquel personaje tenía un aire perverso que no le gustaba nada. Al final, lo volvió de cara a la pared.

Escudriñó las cuatro pinturas siguientes e intentó adivinar de qué trataban; buscó temas, símbolos y sujetos propios del arte religioso que le dieran alguna pista sobre la pintura. En la universidad, siempre disfrutaba de los ejercicios en los que los debían «interpretar» los cuadros, claro que allí tenían libros de texto y una biblioteca donde realizar consultas. Ahora estaba sola y la memoria era su único recurso.

En Holly Hill, la clase de metodología renacentista empezaba todos los años con la misma broma: que cualquiera que se hubiese criado en los estados protestantes del sur llevaba ventaja a la hora de identificar la temática del arte renacentista. A Menina la había dejado pasmada descubrir que años de escuela dominical baptista y de colorear libros de relatos bíblicos le habían servido precisamente para eso. Y, pese a que el curso de metodología era básico, le encantaba buscar pistas sobre el significado oculto de una obra; descifrar la importancia de la luz, las sombras, los colores, la posición de las figuras, los símbolos… Como los rayos de sol que entraban por una ventana y representaban la luz divina que iluminaba el mundo; las granadas como símbolo de fertilidad y resurrección; los perros, de fidelidad, y los loros, que en la Edad Media se creía que emitían un sonido similar a la palabra «ave», como si rezaran a la Virgen María.

Sin embargo, la perspectiva del artista era solo una parte de la experiencia. La pintura era un diálogo entre el autor y el espectador y, para interpretar una obra, había que saber cómo esperaba el artista que sus coetáneos lo entendieran. Eso dependía de muchas cosas: el periodo en el que se hubiera pintado, la política de la época y las ideas religiosas. La pregunta que había que hacerse era dónde se encontraban el pintor y el espectador. Quizá la pintura pretendiera vincular a un donante o al mecenas de un artista con figuras sagradas; en ese caso, lo que todo el mundo debía entender era, por asociación, que el donante se veía contagiado de esa santidad. Quizá pretendiera generar en el espectador un temor reverencial ante el resplandor de la palabra de Dios. Quizá transmitiera un mensaje acerca del poder de la vida sobre la muerte, conectara a algún rey o reina con Dios o destacara un misterio que todo el mundo conocía en esa época, como la transformación del agua y el vino de la comunión en el cuerpo y la sangre de Cristo… Las posibilidades eran infinitas, pero lo esencial era descubrir lo que el artista quería transmitir a quien contemplase la obra.

Pensó en todo aquello mientras abría el cuaderno y le quitaba el capuchón al bolígrafo. Sería metódica y asignaría un número a cada pintura antes de limpiarla, luego anotaría una breve descripción de lo que encontrara. Después podría intentar la prueba del diálogo.

Tomó la primera pintura y entornó los ojos. ¿Qué era lo que todo el mundo debía saber de ella? Cuanto más la miraba, más fea la veía: una madona de cara redonda cuyas manos parecían pintadas después, pues le salían de las mangas de forma extraña. O el artista no tenía ni idea de anatomía o se trataba de un alegato artístico. Que lo averiguara otro. Por si acaso, limpió con cuidado las esquinas en busca de una firma y encontró una C seguida de algo que parecía «López».

La segunda pintura fue otra decepción: unos ángeles insulsos con la boca abierta, planos y sin vida, sobre un cielo marrón. Sin firma. La puso junto a la madona.

La tercera, un bodegón de rosas y lirios, flor que Menina sabía que hacían referencia a la Virgen María, podría resultar valiosa dependiendo del detalle y de los colores que se ocultasen bajo la suciedad. Comprobó si había firma y encontró una B. La dejó aparte.

La cuarta era un niño que cargaba, impasible, un cordero a los hombros. Ambos, cordero y niño, exhibían un trágico mohín y una expresión mística en el rostro. Era tan horrenda que le hizo sonreír. La puso con la madona.

Tres horas y media después, Menina estaba sucia, rodeada por un par de docenas de pinturas, apoyadas en las paredes en precario equilibrio. Se limpió la frente con el antebrazo. Ninguno de los cuadros prometía. Puede que fueran algo mejores o, al menos, más antiguos que los de los pasillos. Aun así, apostaría a que nada de lo que había visto de momento valía mucho. Se levantó para estirar la espalda y volvió a repasar las paredes. A la intensa luz vespertina que inundaba la sala, detectó que la moldura negra de uno de los cuadros grandes colgados a la altura de los ojos tenía un aspecto desigual.

La estudió de cerca, luego la rascó con la uña y dejó en ella una fina raya gris. Escupió en la moldura, le echó el aliento y la frotó con la manga de la sudadera hasta que esta se puso negra y el trozo frotado brilló discretamente. No era oro, como había supuesto, sino plata. ¿Veneciana? En cualquier caso, que la moldura fuese de plata debía de ser indicio de que la pintura que encerraba era más o menos buena. La examinó con detenimiento. Bajo la superficie deslustrada, había un motivo decorativo en forma de enredadera. Menina hizo un aspaviento. ¡Entre los tallos, se veían pequeñas aves con la cola ahorquillada!

Cuando lo estaba descolgando, su peso la hizo tambalearse. Lo apoyó en la pared y se puso manos a la obra, hasta que consiguió distinguir una especie de multitud sin rostro. No, un momento, a un lado, había un rostro de perfil. Y no era que los demás no tuviesen rostro: estaban de espaldas y se les veía el cogote. Miraban al centro, a la derecha, donde había una zona más clara… Algo sucedía en medio… Le pareció ver una pierna vendada. ¿Aquella cosa torcida era una muleta?

Unos rostros inquietantes, algunos de perfil, otros de medio perfil, iban asomando bajo la suciedad: semblantes grotescos, sifilíticos, alcohólicos o algo por el estilo; narices demasiado cortas, anchas, con las aletas retorcidas hacia arriba, las bocas abiertas; rostros enfermos, cansados, enloquecidos; rostros con los rasgos inflamados, magullados, deformados por las penurias y el hambre; una multitud de sufridores, todos concentrados en algo. Algo que yacía en una especie de camilla. Un esqueleto. Y algo que se movía en la parte inferior del lienzo. A medida que fue desapareciendo la mugre centenaria, unos demonios con cuerpo de reptil, sonrientes rasgos humanoides y malévolos ojos amarillos miraron fijamente a Menina pese a que correteaban entre las piernas de la multitud, alejándose de lo que fuese que sucedía en el centro de la pintura.

Reconoció el tema de inmediato: el relato bíblico de Jesús sanando y expulsando demonios. Tuvo que limpiar un poco más para distinguir dos figuras en el centro. ¿Dos hombres de perfil? No, un hombre y una mujer. Con el último trozo de pan, limpió la esquina inferior izquierda y, cuando se deshizo, le pareció ver una T y una r.

No era posible. Volvió el cuadro para que le diese más la luz. ¿Una T? ¿Una M? En aquellos momentos, habría lamido la porquería con la lengua si eso no hubiese estropeado la pintura. Presa de la emoción, recogió unas cuantas migas sucias del suelo y frotó el lienzo con más brío del aconsejable en una pintura antigua y encontró una manchita. No daba crédito, tuvo que frotarse los ojos. Debía serenarse, no era más que una manchita… ¡Salvo que fuese una golondrina! Limpió el lienzo hasta que pudo leer T-r-i-s, luego M-e-n-d y dejó de frotar para no dañar la obra de forma irreparable.

Se puso en pie e inspiró hondo varias veces. Ella, Menina Ann Walker, de diecinueve años, acababa de hacer un descubrimiento, un auténtico descubrimiento en el mundo del arte, así ¡sin más! ¡Zas! Los especialistas pasaban toda su vida profesional intentando conseguir lo que ella acababa de hacer.

—No me lo puedo creer —murmuraba una y otra vez. Luego dio un puñetazo al aire y gritó—: ¡Sí! —¡Cuando se enteraran Becky, los de Holly Hill y sus padres…! ¡Sí! Estaba tan emocionada que hasta improvisó un bailecito de celebración—. Sor Clara. ¿Sor Clara? ¡Despierte! ¡Buenas noticias!

Dio unas palmaditas en el brazo a la anciana monja, que soltó un fuerte ronquido y despertó sobresaltada.

—¿Eh?

—¡He encontrado el Tristán Mendoza! —le dijo a voces en español—. ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! ¡Estaba aquí! ¡Como usted decía! ¡Y lo he encontrado! ¡Gracias! ¡Gracias!

—Alabado sea Dios —farfulló sor Clara, frotándose los ojos.

Se oyeron pasos. Entonces sor Teresa abrió de golpe la puerta y, sin más preámbulos, le anunció que la esperaba su comida y que ellas tenían prisa. Sor Clara debía asistir a la vigilia y ella tenía que volver a la cocina porque había polvorones en el horno. Todo el mundo quería polvorones, todo iba con retraso ese día, ella tenía demasiado que hacer y Alejandro quería hablar con Menina enseguida.

—Sor Teresa, venga a ver esto. ¡He encontrado el Tristán Mendoza! ¡Lo he encontrado!

Menina daba saltos de alegría como una niña de cinco años cuando, de pronto, recordó que sor Teresa no veía. Empezó a disculparse, pero no hizo falta: la monja ya no escuchaba.

—Luego hablamos de eso. ¡Ahora, ven! —ladró.

Mientras la conducía por el pasillo al locutorio, iba gritando tanto que se la podía oír desde el otro lado de la reja, quejándose de la Semana Santa y de que estaban demasiado ocupadas para andar recibiendo a las visitas de Menina. El capitán replicó, con toda razón, que él era su única visita y que necesitaba hablar con la joven por cuestiones policiales.

Las dos monjitas se dispersaron cojeando, sor Teresa aireando a voces sus protestas por el camino. Menina procuró dejar de bailotear.

—Capitán, tenía razón en lo de que en el convento había una pintura valiosa —borboteó—. Acabo de encontrar…

La sorprendió su falta de interés.

—Señorita Walker, la andan buscando unas personas…

El día no dejaba de mejorar.

—¡Gracias a Dios! Está claro que mis padres han conseguido movilizar a alguien. Qué aliv…

—Sus padres, ¿verdad? Aunque no me crea, yo los habría telefoneado si hubiera podido, pero no pude. Así que a lo mejor no es su familia quien los envía —dijo él despacio—. Y quizá sea más importante que nunca que siga escondida.

—¿Qué? ¡Pues claro que han sido mis padres! ¿Quién iba a ser si no? Los llamé desde el aeropuerto para que supieran que no había llegado aún a Madrid y que iba a tomar un autocar. Habrán pedido a la policía un seguimiento del vehículo y el conductor les habrá contado que me dejaron aquí y…

—No, son un hombre y una mujer los que la buscan y, sean quienes sean, no son policías. De hecho, no quieren que la policía lo sepa. Y, como no quiero problemas, debo llegar al fondo de este asunto ahora. Dígame, ¿quién puede querer dar con usted?

A Menina se le secó de pronto la boca y su júbilo se evaporó en cuanto cayó en la cuenta de algo.

—¡Ay, Dios, por favor, que no sea Theo! —masculló.

Él tenía dinero y contactos de sobra para localizarla, pero posiblemente fuesen los Bonner quienes quisieran aclarar por qué se había cancelado la boda.

—¿Quién es Theo? —quiso saber el capitán.

—Esto… Nadie. Mis padres deben de haber contratado a un detective privado para que me encuentre.

—No, no lo creo. Le diré por qué no lo creo y luego usted me dirá por qué la buscan, porque esto no tiene ni pies ni cabeza para mí. Un anciano, un policía jubilado amigo de mi padre, volvía en automóvil desde Málaga al pueblo del monte donde vive con la familia de su hija e hizo una parada en el camino para tomar un café. Mientras se estaba tomando el café, entró en el bar una pareja, hombre y mujer, bien vestidos, que querían poner un cartel en el escaparate, una fotografía de una joven, muy guapa, y el cartel decía que Menina Walker, ciudadana estadounidense, había desaparecido. Añadía que recompensarían generosamente cualquier información. Mi amigo pensó que yo debía saberlo, da igual por qué, pero también él quería saber por qué la buscaban, así que escuchó con atención… Deformación profesional. A nadie se le ocurre que un anciano que se fuma una pipa en un rincón mientras se toma un café vaya a estar escuchando. Quería saber lo que la pareja haría a continuación. Se tomó otro café, leyó el periódico. La pareja pidió comida, bebida, gastó mucho dinero para un bar pequeño y los dueños del bar accedieron a que pusieran el cartel, pero les aconsejaron que presentasen una denuncia formal en comisaría. Sin embargo, la pareja dijo que no, que preferían no molestar a la policía.

—¡Qué raro que dijeran eso! ¿Por qué?

—Es raro, ¿verdad? Tampoco a mi amigo le pareció bien…

—¡Por el amor de Dios! ¿Y hay algo que les parezca bien? Deberían estar emocionados de poder librarse de mí.

—Escúcheme… Mi amigo sabe por qué no puedo marcharme del pueblo ahora, así que vino a verme. Mientras estas personas comían, él salió del bar para echar un vistazo a su automóvil y memorizar la matrícula. Deformación profesional. Entonces, se quedó pasmado, pues sabía algo que casi nadie sabría, ni siquiera la policía. Había un simbolito en la matrícula que indicaba que el vehículo pertenecía a una organización católica, una especie de hermandad. Pero mi amigo sabía que esa hermandad en concreto es muy, muy antigua en España, y muy, muy conservadora, hay quienes dicen que se remonta a la Inquisición y que es peligrosa porque sus seguidores son… ¿Cómo se dice? Fanáticos. Son personas que harían cualquier cosa por proteger a la Iglesia.

—¿Y él cómo sabe eso? Me parece descabellado.

—Tenga en cuenta una cosa: usted es estadounidense y, para los estadounidenses, el pasado es pasado, se acabó. En España, no se acabó. Durante la Guerra Civil, ocurrieron cosas que la gente no ha olvidado. La familia de mi amigo era republicana, como mi padre. En 1939, los fascistas llegaron a este pueblo. Se llevaron a todos los varones, hombres, jóvenes e incluso niños, y los colgaron en la plaza. También querían colgar a mi padre, pero estaba de caza porque no había comida, así que, al volver, se escondió en el monte, en cuevas.

»Mi madre, su esposa, tenía dieciséis años y estaba embarazada —siguió relatándole en su precario inglés—. Huyó a toda prisa con otras mujeres hasta este convento y las monjas las acogieron y cerraron con llave. Los fascistas eran muy peligrosos, pero los fascistas católicos no quemaban conventos. Y la puerta era muy sólida. Mi madre y las otras mujeres estaban a salvo. Así que, gracias a las hermanas, yo pude tener padres y familia. El amigo de mi padre no tuvo tanta suerte. Los fascistas también llegaron a su pueblo, mataron a su padre, violaron a muchas mujeres y mataron a muchas personas. Por eso, toda la vida ha odiado a la Iglesia católica, porque los fascistas eran católicos y la Iglesia los apoyaba. Se ha pasado media vida indagando sobre la Iglesia y sus secretos y sabe cosas que casi nadie sabe. La Iglesia más conservadora, la de extrema derecha, es muy anticuada. Ya nadie se acuerda de eso, piensan que ahora da igual, pero sigue existiendo, como la hermandad de la que le hablo, y es poderosa en el Vaticano. Y mi amigo sabe que esas personas no pierden el tiempo buscando a jovencitas porque sí. De modo que dígame por qué la buscan. No juegue conmigo.

¿Que no jugara? Lo único que Menina quería era salir de allí.

—¿Qué sé yo de hermandades católicas? Yo soy baptista del sur de Estados Unidos. ¡No creo que la Iglesia católica esté tan desesperada por captar adeptos que ande persiguiendo a los turistas por el mundo!

—Si esa gente la busca, debe de haber algo más que no me está contando. Reciben instrucciones de la cúpula de la Iglesia, algunos dicen que incluso del Vaticano. Y el Vaticano tiene contactos en el Gobierno, en la policía, en todas partes. La Iglesia tiene mucho poder hoy en día. ¿Cree que los fanáticos religiosos no son peligrosos? Son las personas más peligrosas del mundo. Fíjese en Irlanda del Norte, en los vascos. Fíjese en Oriente Medio. Se lo voy a volver a preguntar: ¿a qué ha venido a España?

—Se lo he dicho un montón de veces: ¡yo solo quiero ir a Madrid!

—Señorita Walker, empecemos por ese tal Mendoza. ¿Por qué es tan importante?

Menina comenzaba a sentirse como Alicia en el País de las Maravillas. Ya le había contado lo de Tristán Mendoza, el artista podía resultar interesar a una estudiante universitaria de Historia del Arte en busca de material para su tesis, pero no justificaba aquel extraño interrogatorio.

—Mire, yo lo estoy estudiando por una medalla que tengo, pero dudo que le interese a nadie más. ¡Mírela! —Se quitó la medalla y la pasó por entre los barrotes, al tiempo que le explicaba que la llevaba puesta cuando la habían encontrado y que las monjas habían querido que la tuviera cuando cumpliese los dieciséis años—. Así que es importante para mí porque es el único vínculo que me queda con mi familia biológica. ¿Ve la avecilla que hay en una de las caras? La razón de mi interés por Tristán Mendoza es que él firmaba sus pinturas dibujando esa misma ave debajo de la firma. Mi intención era investigar su obra en el Museo del Prado, el único lugar donde hay pinturas suyas, para averiguar si la golondrina significaba algo, cuál era su historia y si tenía alguna… relación con mis padres biológicos. Los Walker son maravillosos y yo los adoro, pero el que no es adoptado no puede comprender esa imperiosa necesidad de saber algo de su familia biológica. Es como si hubiese un agujero en el centro de tu vida. Sé que lo de las golondrinas podría ser solo una coincidencia, pero es el único hilo del que puedo tirar.

—En España, la familia es muy importante. Lo comprendo. Las monjas ayudaron a mi madre, a mi familia. Ahora yo debo ayudar a sor Teresa como le prometí a mi madre.

Sostuvo en alto la medalla y la escudriñó, pasó los dedos por las figuras desgastadas de ambas caras y meditó un instante antes de devolvérsela.

—En los pueblos del monte, se cuentan viejas historias sobre una comunidad judeocristiana instalada en esta parte de España en la época de los romanos —dijo entonces, algo menos impaciente—. Los primeros cristianos eran judíos también; creo que no siempre han afirmado que María, la madre de Jesús, era virgen, porque tuvo otros hijos además de Jesús. Luego, cientos de años después, cuando Constantino era emperador, la Iglesia dijo que sí, que Jesús era el hijo de Dios y por eso parece que siempre han defendido eso. Por entonces, ¿quién iba a saber cuál era la verdad sobre María? Pero la Iglesia era muy poderosa y los fieles no debían preguntarse cuál era la verdad, sino creer lo que decía la Iglesia y la Iglesia decía que María siempre había sido virgen y que por eso tiene casi tanto poder como Dios. Y me parece que, en los antiguos relatos de cuando los judeocristianos estuvieron aquí en la época de los romanos, hay golondrinas, pero no sé por qué. Bueno, da igual… Tiene que contarme el resto de su historia, para que sepa lo que me puedo creer de usted. Para empezar, ¿quién es Theo? ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—No… No es nadie.

—Si no es nadie, ¿por qué pensaba que había mandado a alguien a buscarla?

Menina notó que se angustiaba cada vez más.

—Theo era… Vale, se supone que íbamos a casarnos.

—¿Se supone? ¿Está prometida? ¿Y dice que no es nadie?

—No, no estoy prometida. Ya no.

—¿Por qué?

Menina procuró que no le temblara la voz mientras le contaba que habían discutido y la boda se había cancelado. Trató de decirle con calma que la gente rompía con su pareja a todas horas, pero, por más que quiso evitarlo, se vio con Theo en su automóvil, junto al lago, y sintió de nuevo que le tapaba la boca con la mano y que ella no podía hacer nada… Todo le volvió de pronto a la memoria, no lograba quitárselo de la cabeza. La mano de Theo ahogando sus gritos e impidiéndole respirar… Como si la odiara… Pero ¡¿a ella qué más le daba?! Estaba hiperventilando.

—Y he… he venido a España porque…

Se instó furiosa a cerrar la boca.

—¿Pero se casará cuando vuelva a casa?

—¡NO!

—¿Por qué?

Era como si la estuvieran despellejando lentamente.

—¡Déjeme en paz! ¡No quiero hablar de eso!

—Más vale que me lo cuente.

—Mire, no es asunto suyo, no tiene nada que ver con las personas de las que me habla ni con ningún debate religioso. ¡No es asunto de nadie más que mío! —Se agarró a los barrotes del locutorio y empezó a llorar—. ¡Déjeme en paz de una vez!

—Señorita Walker, siento… la ruptura… Que no se vaya a casar como quería… Es doloroso. A lo mejor no es un buen hombre o a lo mejor no es bueno para usted. A veces tenemos la suerte de descubrir a tiempo que no podemos confiar en la persona a la que amamos.

La joven perdió el control por completo. La rabia se apoderó de ella. Estaba más furiosa que en toda su vida. Agarró con fuerza los barrotes, con ganas de asesinar al hombre que estaba al otro lado.

—¿Confiar? ¡Me violó! Y luego me dijo que no tenía importancia, que, total, nos íbamos a casar. Y me parece que lo único que quería era dejarme embarazada y ni siquiera sé si fue culpa mía… Si se enterara mi madre, pensaría que sí, de modo que no se lo puedo contar. No se lo puedo contar a la policía porque no puedo llevar a mi familia a los tribunales para que todos sus compañeros de fraternidad digan que… que soy… ¡Ni siquiera se lo he podido contar a mi mejor amiga! Intento superarlo y lo estaba consiguiendo, me sentía mejor, hoy incluso he pensado que… Y ahora viene usted y… y lo estropea todo… ¡malnacido arrogante!

Se oyó chillando palabras que no le había dicho a nadie en toda su vida, hasta que empezó a llorar tanto que se ahogaba y no pudo continuar.

El capitán la dejó gritar y llorar hasta que le faltó el aliento.

—No es bueno no contar nada cuando a uno le sucede algo tan horrible —le dijo compasivo. Lo que decía parecía razonable. Menuda idiotez, se dijo ella sin poder evitar odiarlo—. Hay mucha gente mala en el mundo, pero no es culpa suya que él sea una de esas personas.

Su comentario no hizo más que empeorar las cosas. Menina no buscaba su compasión. No quería que fuera razonable. No quería que lo supiera. ¡Ni él ni nadie! Era como si hubieran vuelto a violarla. Le dio una patada a la verja con tanta fuerza que le dolió el pie, aun enfundado en la bota Timberland.

—¡Maldito sea! ¡Estúpido! ¡Maldito sea! —le chilló tan alto como pudo.

—Está enfadada —dijo el capitán—. ¡Eso es bueno! Enfádese con él. Se merece su rabia. Además, es preferible que se enfade conmigo por habérmelo contado que consigo misma por algo que no es culpa suya.

—¡¡Cállese ya, imbécil!! ¡Cállese de una vez! —volvió a gritar Menina.

De pronto, apareció sor Teresa.

—¡Alejandro! —lo reprendió—. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué le has dicho? —Rodeó con el brazo a la joven—. Anda, vámonos.

Sollozando y jadeando, Menina se dejó llevar por la monja. El capitán gritaba algo y aporreaba la reja también, exclamando que era importante. A Menina le daba igual. Por un momento, casi había creído que volvía a ser ella misma, pero se equivocaba. Su vida era un desastre. El resto del día pasó en una nebulosa de tristeza. Aunque no le apetecía, se lavó la camiseta y otra muda y las aclaró una y otra vez bajo el chorro de agua gélida de la bomba hasta que las manos se le entumecieron. Luego se sentó en el jardín e intentó anotar lo que había descubierto esa mañana. No recordaba absolutamente nada. Agarró la guía de viajes y leyó los mismos párrafos una y otra vez, pero no avanzaba porque no paraba de llorar. Por la noche, en la bandeja, encontró un platito de dulces de almendra.

—Polvorones —le dijo sor Teresa, y se fue.

A la joven no le apetecían, ni eso ni ninguna otra cosa. Se tendió con los ojos abiertos en la oscuridad. Recordó que no se había lavado los dientes. Iba a levantarse para hacerlo cuando decidió que, si su vida se iba al garete, qué más daba que se le pudrieran.