Capítulo 6

Madrid, invierno de 1504

 

La casa del protector del Santo Sepulcro estaba de luto. En el centro de su gran salón se hallaba dispuesto un recargado féretro, vestido de negro y oro y rodeado de gruesos cirios de cera de abeja. En su interior yacía una mujer de treinta y tantos años, cuyo rostro ceroso apenas podía adivinarse bajo un velo negro de encaje de Bruselas. Entre los dedos llevaba un rosario de perlas negras y crucifijo de oro y diamantes. La condesa había fallecido un día después que su hijo, nacido muerto, y a su lado se encontraba el diminuto ataúd de la criatura, con un cordero tallado en la tapa. Llevaban casi tres días de cuerpo presente, rodeados de la familia y de un sinfín de monjas, frailes y curas, que los velaban de forma continuada y rezaban por sus almas. Al día siguiente, saldrían en procesión rumbo a la iglesia de San Nicolás de Bari, donde se celebraría una misa de difuntos, seguida del entierro en el panteón familiar.

La única hija de la familia, la quinceañera Isabel, se hallaba arrodillada, sola, a un lado del féretro de su madre; su padre, sus seis hermanos y el cura, al otro. Su atuendo denotaba riqueza; su actitud, devoción. Sin embargo, era su rostro lo que la hacía interesante: atractiva, más que hermosa; inteligente y despierta, de rasgos corrientes y ojos azul oscuro bajo cejas pobladas. A la luz titilante de velas y candelas, las tristes sombras devoraban el vestido negro de Isabel y dejaban tan solo vislumbrar su pálido rostro y la gola blanca. Las perlas que colgaban de sus orejas brillaban suavemente en la claridad, como lo hacía su cabello de oscuro dorado bajo la mantilla que le cubría la cabeza gacha. Una o dos veces alzó un instante la vista y descubrió que el cura la vigilaba, por lo que posó de nuevo los ojos en sus manos cruzadas, con el corazón y la mente desbocados.

Sabía que su padre y el cura se habían enzarzado en un duelo de voluntades por el futuro de la joven. La suya era una familia antigua y su alcurnia superaba incluso la inmensa dote que aportaría a un convento o un marido. Isabel era paradigma de limpieza de sangre, de linaje católico puro, no contaminado por el matrimonio con moros ni con judíos españoles durante los cientos de años en que los musulmanes habían gobernado España. Desde la Reconquista, los cristianos viejos, como la familia del conde, habían adquirido aún mayor riqueza y prominencia. Su apellido iba asociado al título de «protector del Santo Sepulcro». Durante siglos, su familia había destinado dinero —secretamente y ante las narices de sus dirigentes moros— a arrebatar Jerusalén a los infieles. Cuando los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, juraron devolver el país a Dios y a la Iglesia católica, su plan de limpiar la nación de infieles —moros, judíos y herejes— ya era una causa apreciada por el conde, cuyo orgullo por su linaje solo era igualado por su devoción religiosa.

Tres de sus hijos, ninguno de ellos robusto, servirían a la Iglesia y ya se encontraban en el seminario de Valladolid. Los otros tres estaban prometidos con las hijas de otras familias de cristianos viejos. Solo el futuro de Isabel pendía de un hilo. Era coja de nacimiento y el cura había instado repetidamente al conde a que la internara en uno de los conventos de élite de Madrid, recordándole la ventaja que supondría para la familia tener a una hija entre monjas de sangre real con contactos en la corte.

Eso era cierto, pero el conde sospechaba que el ascenso del clérigo en la jerarquía eclesiástica dependía de su habilidad para arrojar presas humanas, ricas y nobles, a los brazos de su iglesia. Sin embargo, la cuestión del linaje tenía indeciso al conde. El antiguo título nobiliario de la familia podía heredarlo también una mujer. Si sus hijos morían sin descendencia, el título pasaría a Isabel y, de ella, a sus hijos.

Poco antes de dar a luz a su último vástago, la condesa había insistido en que las nupcias de Isabel serían una garantía adicional de la supervivencia de su apellido y el conde había empezado a negociar su compromiso con varias familias. Arrodillado ahora junto al féretro de su esposa, juró que concluiría dichas negociaciones de inmediato. Tan pronto como tomara una decisión, se celebraría la boda, sin esperar a que concluyera el tiempo de luto. Las intrigas del presbítero empezaban a hartarlo.

Pese a estar de rodillas, Isabel se tambaleó de debilidad. Los difuntos llevaban dos días de cuerpo presente y, a su juicio, empezaba a oler a descomposición. Últimamente tenía el olfato agudizado y sintió que se le revolvía el estómago. Se tapó enseguida la boca con el pañuelo para contener la arcada y buscó a tientas la poma que llevaba colgada de la cintura con una cadena de oro. Acercándosela a la nariz, inspiró el aroma a cáscara de naranja seca, clavo y anís. Sin embargo, al instante, el hedor a muerte volvía a atraparla con su empalagoso abrazo. Debía marcharse de allí o vomitaría delante de todos… Comenzó a levantarse despacio del reclinatorio de mullido terciopelo en el que estaba arrodillada. Se le hacían concesiones por su minusvalía, nadie la censuraría si se retiraba.

Un criado se dispuso a ayudarla, pero ella lo despachó meneando la cabeza. Se santiguó de nuevo y se dirigió a la puerta, haciendo un esfuerzo por mantenerse erguida y demostrar que podía apañárselas sin ayuda, que era más fuerte de lo que parecía. Sabía que Alejandro la miraba, desde su sitio entre los frailes, entonando cánticos en la penumbra. Aunque la capucha le cubría el rostro casi por completo, notó que sus ojos la miraban con afecto y preocupación. Al día siguiente para esa hora ya se habrían ido. Juntos.

Que la hija de la orgullosa familia del protector del Santo Sepulcro uniese su destino al de uno de los tutores de la casa era algo que nadie habría creído posible. Por eso los dos jóvenes habían podido enamorarse apasionadamente ante los ojos de todos.

Como la condesa estaba demasiado apurada con sus difíciles embarazos para ocuparse de la educación de su hija, a Isabel la obligaron a asistir a clase con sus hermanos. Sus profesores eran ancianos eruditos de un monasterio vecino que desaprobaban la presencia de una niña pequeña. ¿Qué necesidad había de educar a una mujer? Sin embargo, la condesa era lo bastante poderosa como para salirse con la suya en casi todo. Isabel, ávida de atención y de elogios, resultó ser la más aplicada de todos los hermanos y poco a poco fue ganándose a los tutores por su dedicación y su entrega. Hasta olvidaron que era una niña.

Entonces, poco antes de que Isabel cumpliese quince años, entró en la casa un nuevo tutor.

Fray Alejandro Abenzúcar era seminarista en Valladolid; un joven de veinticuatro años que había demostrado gran brillantez para las matemáticas, el griego y la filosofía latina. Su reputación de prometedor erudito católico había llegado a oídos del conde, un padre que buscaba siempre lo mejor para sus hijos y logró que los superiores del joven pospusieran su ordenación para que pudiese pasar uno o dos años dando clases a sus vástagos. Los superiores del seminario creyeron innecesario informar al conde de que el clan Abenzúcar había sido una familia árabe de gran influencia y riqueza con un enorme feudo en Andalucía, cuyos miembros —en su mayoría— se habían convertido al cristianismo después de la Reconquista y cuyo hijo menor había entrado a formar parte de la Iglesia como prueba de que su conversión era genuina.

Los superiores de fray Alejandro no tuvieron presente que el erudito converso era un atractivo joven bendecido con la rara combinación de buena apariencia y buen corazón; tampoco sabían lo mucho que detestaba la idea del sacerdocio, ni lo mucho que se rebelaba internamente contra la humillante conversión forzosa de su familia. Además, se sentía tremendamente solo. Pocos de sus compañeros de seminario se esforzaban por trabar amistad con un converso, por muy prodigio que fuese.

En cuanto a Isabel, nadie se detuvo a pensar que ya no era una niña, sino una joven en edad de merecer y, salvo por su cojera, encantadora y necesitada de ese afecto al que una niña jamás tenía derecho en una familia de niños. Tampoco nadie se preguntó qué utilidad podrían tener las matemáticas y la lógica para una muchacha de catorce años. La presencia de Isabel era ya algo corriente en el aula y, como cualquier niña de buena familia, siempre llevaba carabina. Su aya, una anciana severa, se sentaba a su lado y cosía y rezaba el rosario durante las clases, pero Isabel sabía que la anciana estaba sorda como una tapia y que a menudo se quedaba dormida en la silla, muy erguida, o arrodillada en el reclinatorio. La joven la ayudaba a ocultar sus flaquezas. La despertaba de un codazo cuando era necesario que pareciera alerta y, en los meses fríos, le echaba un chal por los hombros si se quedaba dormida.

A Alejandro lo desconcertó encontrarse a una joven en el aula, pero no tardó en habituarse a su presencia, por las mismas cualidades que habían cautivado a sus otros tutores: su agilidad mental y sus respuestas prudentes y meditadas a las preguntas que le hacía; su atención y la sensatez con que aplicaba los conocimientos adquiridos… Poco a poco comenzó a observar las pequeñas virtudes de Isabel: sus buenas maneras, su preciosa caligrafía, su modesta conducta y las atenciones que dedicaba a la anciana que la acompañaba. Sobre todo, reparó en la expresión de su rostro cuando se dirigía a ella, en el rubor de satisfacción que le iluminaba el rostro cuando elogiaba su trabajo y en el modo en que entornaba los ojos tímidamente, haciendo que sus largas pestañas le acariciaran las mejillas.

Observó que su presencia inundaba de luz el aula todas las mañanas. Le daba igual que cojeara. De hecho, apenas lo había notado. Como no tenía contacto con mujeres jóvenes en el seminario, soñaba con chicas constantemente. Entonces empezó a soñar solo con Isabel y sus hermosos ojos.

Para una joven tímida que no conocía a otros hombres que los de su familia, Alejandro era tan deslumbrante como Apolo y su carro de fuego e Isabel se sentía aturdida cuando él le hablaba. Antes, nunca se había mirado en el espejo más de lo necesario para comprobar si iba bien peinada, pero de pronto empezó a estudiar su reflejo más detenidamente con el fin de saber cómo la vería él. Comenzó a cuidar su atuendo, decidiendo si este o aquel color le sentaba mejor; además, completaba su compostura con algunas joyas y se perfumaba el cabello. Después pasaba muchísima angustia en su presencia, pues temía que sus esfuerzos fuesen demasiado obvios.

Alejandro, que se alojaba en el cuarto del tutor, junto a la capilla familiar, pasaba cada vez menos tiempo allí: iba de un lado a otro del patio; iba y venía a la biblioteca del conde, donde se preparaba las clases. A Isabel le gustaba sentarse en el patio a hacer punto todas las tardes. Mientras su aya mascullaba y pasaba las cuentas del rosario, ellos hablaban de trivialidades. Él la miraba a los ojos, buscaba algo interesante que decir y terminaba balbuciendo: «Hoy hace un día estupendo» o «¡Qué fuerte suenan las campanas de la iglesia!». Para desesperación del jardinero, obsequiaba a Isabel con las mejores flores de las plantas que él cultivaba con esmero en el patio.

—Del color de vuestro hilo de bordar —le decía, rozándole la mano con la suya.

Isabel asentía con la cabeza, aceptaba la flor y le sonreía. Era agradable que le regalaran a una flores. Al final, el joven le preguntó si podía leerle mientras cosía, una obra piadosa, por supuesto. Eligió La divina comedia.

—¡Trata del amor! ¡Una alegoría sobre el amor divino! —exclamó entusiasmado.

¡El amor! Isabel se ruborizó y miró fijamente la labor como si en su vida hubiese visto nada más interesante que aquel hilo de seda azul.

—Lo que prefiráis —murmuró—. Yo no lo he leído. Mi italiano es insuficiente.

—¡Ah, perfecto! Entonces os beneficiará doblemente: además de conocer su instructivo contenido, mejorará vuestro italiano.

Y «su instructivo contenido» hablaba de amor y de adoración y conversar sobre esos temas tan interesantes les permitía practicar su italiano, idioma que el aya desconocía, pero, de no haber perdido oído con los años, la anciana no habría necesitado saber italiano para percibir la pasión con que comparaban el amor galante, que no pretendía otra cosa que la adoración de su objeto, con el profano y terrenal, que aspiraba a mucho más. De hecho, tanto hablaba Isabel del amor y de su éxtasis con Alejandro a su lado que le costaba concebirlo como una mera abstracción. La presencia del joven junto a ella endulzaba y aclaraba el aire, el sonido de su voz le provocaba un torbellino de emociones, hacía que le palpitara el corazón y que sus dedos temblorosos convirtieran la labor en una maraña sin remedio.

La gloriosa donna della mia mente —«la gloriosa dama de mis pensamientos»—, como Dante llamaba a Beatriz, resonaba en los oídos de Isabel cuando recordaba lo fijamente que Alejandro la había mirado a los ojos al decirlo. Por las noches, en la cama, la joven lo susurraba una y otra vez y se recordaba con firmeza que Beatriz era pura e inasequible y que la frase debía interpretarse castamente.

Entonces, una tarde, en medio de una acalorada discusión sobre la intensidad de la pasión espiritual, el aya tuvo que atender con premura una de sus frecuentes necesidades fisiológicas.

—¡Debo decíroslo o moriré! —exclamó Alejandro, arrodillándose a los pies de Isabel y tomándole las manos—. Sois mi ángel, mi flor, la gloriosa dama de mi corazón. Pongo mi vida, mi alma en vuestras manos y jamás volveré a ocultaros la verdad. No soy cristiano célibe sino moro con sangre en las venas. Ni soy un Dante que pueda vivir eternamente sin su Beatriz. Preferiría la muerte a separarme de vos.

—¡Sois un infiel! —espetó Isabel horrorizada.

Alejandro defendió con valentía sus sentimientos. Le dijo que el amor de un musulmán por una cristiana no era deshonroso. Hasta la Reconquista, los Abenzúcar se habían casado con cristianas y judías de la vecindad y habían disfrutado de una prolongada amistad con las hermanas del convento de Las Golondrinas, que se alzaba sobre el valle donde se encontraban las tierras de su familia. Las mujeres Abenzúcar subían el monte para llevar a las monjas frutas secas, especias y almendras para los días de fiesta y, a cambio, ellas rezaban por los suyos cuando sufrían enfermedades o sus mujeres daban a luz y les ofrecían los medicamentos que elaboraban con gran pericia.

Aunque Isabel no podía imaginar que las monjas mantuvieran relaciones tan cordiales con los infieles, asomó la duda a su semblante escandalizado.

—Si no me creéis, en la biblioteca de vuestro padre hay un libro que demuestra que es cierto lo que os digo. Reúne los recuerdos de un venerable ermitaño cristiano, auténtico cristiano viejo, como vuestra familia, que vivió cientos de años en las montañas y que elogia en su obra la erudición de las hermanas del convento de Las Golondrinas y su pacífica relación con sus vecinos.

—Pero vos os convertisteis, eso lo cambia todo —dijo Isabel con tristeza.

Mientras Alejandro trataba de explicarle a Isabel que lo había hecho en contra de su voluntad, su rostro se transformó. Tras la Reconquista, a las familias musulmanas hasta entonces poderosas como la de los Abenzúcar apenas se les había dejado elección: el bautismo o el exilio y la confiscación de sus tierras y riquezas. Su anciano padre había decretado que algunos se fueran y otros se quedaran. Varias familias de primos más jóvenes huyeron a Portugal, pero los padres y hermanos de Alejandro y sus familias se hicieron cristianos y se quedaron en España para conservar su patrimonio. El bautismo sería una mera formalidad. Los Abenzúcar seguirían siendo musulmanes en secreto y esperarían la llegada de tiempos mejores.

En las tierras de sus padres, se celebró el bautismo en masa de todo el clan, de sus criados y sus braceros. Una angustiosa conversión forzosa a la que no debían conceder la más mínima credibilidad. ¿Cómo iban a acceder seriamente a la blasfema adoración de tres dioses en lugar de al dios único, Alá?

Sin embargo, los Abenzúcar no previeron el modo en que las autoridades eclesiásticas garantizarían su conversión. Al recordarlo, a Alejandro se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló la voz. Tras la ceremonia, se condujo hasta un vasto montículo de leña y broza a un abultado grupo de habitantes del valle, amigos y vecinos suyos; hombres, mujeres, niños y ancianos. Se leyó en voz alta su delito. Eran apóstatas: se habían bautizado pero practicaban en secreto la religión musulmana. A los Abenzúcar se les obligó a presenciar el auto de fe, la ceremonia durante la cual se quemaba vivos a los acusados de herejía. Los gritos, el llanto y las súplicas al impotente padre de Alejandro fueron una advertencia de lo que esperaba a los falsos cristianos, además de un recordatorio de que los enemigos de la Iglesia purgarían su culpa como adversarios de España. Por eso Alejandro había ingresado en el seminario, para disipar las sospechas sobre la conversión de su familia.

¿Qué iba a hacer Isabel ahora? Alejandro debía ser enemigo mortal de cualquier cristiano español. Sin embargo, el afecto que sentía por él invalidaba lo que la religión le había inculcado; además, el relato del joven le inspiraba compasión por él y por las pobres víctimas.

—¡Dios es todopoderoso! Os amo. Traicionadme si es vuestro deber. Haced con mi vida lo que queráis —sentenció Alejandro, y le besó la cara interna de la muñeca. Ella creyó que se desmayaba.

Regresó el aya mascullando algo sobre sus intestinos y el joven le soltó la mano a Isabel.

—Vuestro secreto está a salvo conmigo. Jamás os traicionaré —le susurró ella a espaldas de la anciana, ansiando una nueva caricia de los labios de Alejandro.

En el aula, ya no se atrevían a mirarse; ambos sentían la intensa presencia del otro. Él encontraba cada vez más necesario inclinarse por encima de su hombro para destacarle algún pasaje del libro y ella murmuraba «¿Este o este?», y señalaba la página sin mirar a fin de tenerlo cerca el mayor tiempo posible.

Entonces, un día que estaban solos en el aula, salvo por el aya, que roncaba en un rincón, Alejandro le besó el cuello inclinado hacia delante. Ella se estremeció y, boquiabierta, se volvió a mirarlo. Antes de que pudieran darse cuenta, sus labios se encontraron. Isabel se retiró primero, mascullando que habían pecado. Él declaró que le daba igual y volvió a besarla, con tal firmeza que esa vez, arrebatada, no supo protestar. El aya despertó y los jóvenes se apartaron sobresaltados.

—¿Vendréis a verme esta noche? —le suplicó Alejandro en un susurro.

Ella apenas tuvo tiempo de responder más que «¡Sí!».

El aya de Isabel dormía profundamente en un rincón de los aposentos de esta, pero, por si despertaba, la joven tomó la precaución de disponer las almohadas de forma que simularan su cuerpo dormido. Se puso una bata bordada y se perfumó con un frasquito de esencia de rosas, luego cruzó con sigilo la antesala, descendió en silencio las escaleras y salió por la puerta de servicio al patio, donde Alejandro la envolvió con sus brazos como si aquel fuese su sitio.

Eran amantes jóvenes y apasionados y se veían todas las noches, ocultos tras los grandes tiestos de flores del patio o en la celda de Alejandro, apretados en su estrecha cama. El cabello dorado de Isabel se derramaba como una cascada por sus hombros desnudos mientras él, entre besos, recitaba sonetos de Dante, pero el amor de Dante por Beatriz no era nada comparado con el suyo.

—Dante y Beatriz apenas hablaron, luego ella se casó con otro, murió y dejó a Dante sin otra cosa que un recuerdo al que llorar. ¿Qué sentido tiene un amor así? —murmuró Isabel al hombro de Alejandro, saboreando el calor y la fuerza de este y compadeciendo a Beatriz.

Alejandro le besó la coronilla.

—Engendró una gran obra literaria —dijo con un suspiro—. Claro que yo no quiero escribir una gran obra literaria. Solo quiero que nunca me separen de ti.

Lo arriesgaban todo por aquellos momentos de precaria felicidad en los que no existía nada más allá de los dos, temiendo el día en que Alejandro tuviese que volver al seminario y ordenarse sacerdote y en que el destino de Isabel se decidiera, en uno u otro sentido. Sabía que su padre estaba estudiando varias ofertas de matrimonio que le habían hecho, pero sospechaba que el cura no cejaría en su empeño de convertirla en religiosa. Fuera cual fuese el resultado, un futuro sin la llama del amor de Alejandro le parecía tan sombrío y frío como la muerte.

Entonces Isabel comenzó a sentirse mal por las mañanas y un día se desmayó en sus aposentos mientras se arreglaba para ir a misa. Al volver en sí, vomitó un poco en el pañuelo. Envió a la doncella a por un plato de limones, en rodajas muy finas, que de pronto y sin saber por qué, se le habían antojado. La doncella se los llevó y le dijo con picardía que hacía ya meses que no encontraba rastro de sangre cuando le lavaba la ropa interior, por lo que quizá pronto fuese necesario soltarle las costuras de los vestidos. Viendo que se sorprendía, la doncella meneó la cabeza y masculló algo sobre lo interesante que le parecería aquel descubrimiento a su futuro esposo. Isabel recordó las fuertes náuseas que sufría su madre cuando estaba embarazada y lo mucho que se le antojaban también los limones en esa época. Entonces cayó en la cuenta de aquella terrible posibilidad.

La doncella siguió hablando sin parar, diciendo que así eran los conversos musulmanes, todos deseosos de llevarse al catre a las jóvenes cristianas. Que fray Alejandro era un joven demasiado guapo para ser cura… Y tan diligente en sus clases, añadió con una sonrisa afectada; luego mencionó que su tío tenía tratos con la Inquisición. También ella aspiraba a tenerlos: su tío le había prometido que, si tenía los ojos y los oídos bien abiertos y le informaba de todo, hablaría en su favor. La semana anterior, sin ir más lejos, señaló la doncella con ojos soñadores, le había revelado a su tío que la cocinera era judía y que había pactado con el diablo la muerte del bebé de la condesa a su nacimiento para poder utilizar el cuerpo en ritos judíos canibalescos. A la cocinera se la habían llevado, llorando aterrada y declarando enérgicamente su inocencia. Se había contratado a una nueva cocinera; no se esperaba que la antigua regresara.

La doncella confiaba en percibir en cualquier momento su recompensa por aquella filtración. Sin embargo, ¡mucho mayor sería la recompensa por informar de que el honor de una familia de cristianos viejos iba a verse mancillado por el bastardo de un morisco! ¡Qué brazalete tan hermoso llevaba Isabel! Sin mediar palabra, la joven se lo quitó y se lo entregó a su verdugo, luego miró hacia otro lado.

Cuando Isabel le dio la noticia a Alejandro, él le puso la mano en el vientre y exclamó admirado.

—¡Un hijo! ¡Ahora tendremos que casarnos! La decisión está tomada. ¡Dios es todopoderoso!

En cambio, ella no pensaba más que en lo que sucedería cuando se conociera su estado. Se la llevarían los alguaciles de la Inquisición y harían todo lo posible por sonsacarle una confesión condenatoria y pruebas con las que condenarlo también a él. Luego la emparedarían y a Alejandro lo devolverían a la Inquisición para torturarlo hasta sacarle una confesión completa; después lo quemarían en la hoguera por apóstata, como a los desafortunados musulmanes de las tierras de su familia.

El joven le dijo que tenía un plan. Huirían a casa de sus primos, en Portugal, antes de que la doncella se cansara de los sobornos y el estado de Isabel fuese demasiado evidente.

—¿Pero cómo? —inquirió llorosa Isabel—. ¿Y cuándo?

—¡Calma, amada mía! Pronto, cuando tu madre dé a luz y la casa esté atareada con el bautizo.

Sin embargo, fue la muerte de la condesa lo que les ofreció la oportunidad. La misa de difuntos sería una de las pocas ocasiones en que Isabel saldría del palacio, en compañía de su aya, por supuesto, que no era impedimento alguno. Alejandro llevaría ropa de campesino bajo el hábito e Isabel ropas sencillas bajo la capa. Tenían previsto escapar después de la misa, mezclarse con la multitud cuando la familia saliera a enterrar a la condesa en el panteón. En la cripta, el espacio era reducido y la presencia de Isabel y Alejandro no era imprescindible; además, la residencia del conde estaba repleta de invitados al funeral. Tardarían horas en echarlos de menos. Alejandro disponía de una bolsa de monedas de oro que su acaudalado padre le había dado para sus gastos de seminarista y con ese dinero el joven había realizado los preparativos necesarios. Una humilde carreta cubierta, mulas y provisiones para el viaje los esperarían en una callejuela próxima a San Nicolás de Bari.

Solo faltaba un último detalle: decidir en qué parte de la iglesia se encontrarían al día siguiente si los sentaban separados. Alejandro le había propuesto que se reuniera con él al fondo del patio a medianoche. Había dibujado un pequeño croquis de la iglesia que llevaba marcado el punto de encuentro en una de las capillas, donde conocía una pequeña puerta de servicio oculta tras un tapiz. La puerta conducía a un callejón. La estaría esperando allí cuando saliera.

A ella le preocupaba reunirse con él con tantos curas y frailes en la casa, pero él le aseguró que, después de varias noches de velar a la difunta, estarían todos deseando dormir unas horas antes del funeral del día siguiente.

De modo que, mientras rezaba por su madre y su hermanito, arrodillada junto al féretro de su progenitora, rogaba también, culpable, por el éxito de su plan.

Cuando al fin abandonó el salón y sus olores, Isabel despachó a la doncella y se desató, aliviada, el corpiño demasiado apretado. Qué hinchados se notaba los pechos. Se recordó que solo tenía que aguantar hasta el día siguiente. Esperó a que fuera la hora de reunirse con Alejandro, luego se echó una capa de lana encima del camisón y, agarrándose a la barandilla, consiguió bajar la estrecha y empinada escalera de servicio, al tiempo que oía los ronquidos procedentes del gran salón a oscuras.

Esperó descalza y muerta de frío, y temerosa de que Alejandro se hubiera quedado dormido también. Por fin oyó unos pasos suaves que cruzaban el embaldosado. Corrió al encuentro de la figura encapuchada y se arrojó a sus brazos.

—Ay, Alejandro, abrázame. Hace tanto frío —susurró.

Sin embargo, en lugar de abrazarla, la figura encapuchada se agarrotó y se retrajo con un aspaviento. Apartándola con brusquedad, se quitó la capucha e Isabel vio que no era Alejandro ¡sino el cura! Entonces otra figura apareció entre las sombras, susurrando con urgencia.

—¡Debemos darnos prisa, Isabel! El cura está despierto, pero temía que te resfriaras esperando y…

—¿Cómo osas seducir a la hija del conde? —gritó el cura—. ¡Villano, infiel! ¿Cómo te atreves a deshonrar esta casa cristiana? ¡Apóstata! ¡Diablo! ¡Falso cristiano!

Aparecieron criados y frailes, frotándose adormilados los ojos.

—¡Apresadlo! —bramó el cura.

Isabel se arrojó a los pies del diácono, alegando que la culpa había sido suya, pero ya era demasiado tarde. Se oyó un alboroto. Cuatro hombres asieron a Alejandro y se lo llevaron por la fuerza, mientras este forcejeaba y gritaba que el culpable era él, no Isabel.

Se informó de inmediato al conde, que, al principio, se negaba a creer que su hija hubiera accedido a reunirse clandestinamente con un pobre fraile converso. De haber sospechado lo lejos que había llegado la relación, habría desenvainado la espada y habría matado a Isabel y a Alejandro allí mismo. De hecho, ordenó que se azotara a su hija hasta dejarla inconsciente, luego la encerró con llave en sus aposentos.

Al día siguiente, puso fin a las negociaciones para su compromiso.

La doncella le llevaba pan y agua una vez al día e Isabel pasaba el tiempo dolorida y en silencio. Transcurrió un mes y llegó Semana Santa. Los verdugones de la espalda le desaparecieron. Dejó de sentir náuseas y la cintura se le ensanchó. La taimada doncella le susurró que, como el invierno no había sido muy frío, la peste se estaba extendiendo por los barrios humildes de la ciudad. Le dijo que un sustancioso soborno de la familia de Alejandro le había salvado la vida al joven, pero que lo habían enviado a cuidar de los pobres al hospital, donde la peste hacía estragos. Con gran regocijo, describió el infierno de porquería, sufrimiento y muerte al que habían arrojado a Alejandro, hasta que, tapándose los oídos, Isabel le dio un broche para que se fuera.

En el espejo pudo ver que había cambiado. Sus tiernas mejillas se habían convertido en pómulos prominentes, tenía ojeras y su cabello dorado oscuro había perdido cuerpo y brillo. A medida que ascendía la temperatura, comenzó a asfixiarla un pernicioso y penetrante hedor. ¿La peste? La doncella le insinuó que había formas de no tener el bebé: pociones y ensalmos, también ancianas que «se hacían cargo». Isabel hizo caso omiso. No quería saber nada de ensalmos, ni brujería, ni pociones que le sacaran al bebé del cuerpo. Recordaba el semblante de alegría de Alejandro cuando le había dado la noticia y sentía un amor tan intenso por su criatura que casi la ahogaba. La doncella se apropiaba de las pertenencias de Isabel con total impunidad: ropa y bisutería, guantes, un chal, cintas… La joven ni se daba cuenta. Solo podía pensar en una cosa: el modo de salvar a su bebé.

Alejandro consiguió hacerle llegar una carta en la que la llamaba «mi queridísima Beatriz, luz de mi infierno». Debía olvidarlo y pensar solo en sí misma y en su bebé; si encontraba un modo de llegar al valle de Las Golondrinas, podría suplicar la clemencia de la familia de él. Isabel besó la carta y sintió una pizca de esperanza. Su amado estaba vivo. Quizá aún pudieran escapar a Portugal… El bebé le dio una patadita, como animándola. ¿Podría sobornar a la avariciosa doncella para que les facilitara la huida? Con picardía, le recordó a la doncella que la Inquisición nunca le había pagado por denunciar a la cocinera, mientras que ella le ofrecería una suma generosa si los ayudaba a escapar. La criada reconoció que era cierto y accedió a llevar y traer cartas entre los amantes para que pudieran decidir lo que necesitaban: mulas, comida y sobornos para los guardias que vigilaban a Alejandro.

Al poco tiempo, la criada le comunicó que su amado había muerto. Había sucumbido a la peste y su cuerpo sin vida había acabado en una fosa común detrás del hospital, junto con los cadáveres de los pobres. Isabel, demasiado desolada para llorar, no reveló emoción alguna. ¿Habría muerto pronunciando su nombre? También ella ansiaba la muerte, pero tenía que vivir, al menos hasta que naciera el bebé. Sabía que debía hallar un modo de escapar de palacio antes de dar a luz y llegar hasta los Abenzúcar. La taimada e ímproba doncella era su única esperanza. Entonces incluso aquel frágil consuelo le fue arrebatado. Una nueva sirvienta sordomuda comenzó a traerle la comida e Isabel jamás volvió a ver a su antigua doncella.

Confiando en obtener alguna recompensa, la muy ladina había informado al conde de que Isabel y el morisco aún se escribían y planeaban huir. El conde no la creyó y mandó que la encerraran en las mazmorras sin comida ni bebida para evitar que semejante infamia se propagase. Allí, en compañía de las ratas que correteaban en la oscuridad, la doncella cayó en la cuenta de que su verdadera venganza sería que el preciado linaje del conde se viese contaminado por la sangre de un hereje. Pereció miserablemente tratando de succionar la humedad de las paredes.

Isabel, también atrapada en palacio, solo sabía que su situación empeoraba día a día. Asombrosamente, fue la intervención del cura lo que le facilitó la huida. Pese al denuedo del conde por reprimirlos, los rumores sobre el intento de seducción de Isabel por un infiel se habían propagado entre las familias de cristianos viejos. El diácono informó al conde de que lo mejor que podía hacerse en aquellas circunstancias era ingresar a la joven en un convento lejos de Madrid, preferiblemente en uno de alguna congregación insignificante. Que su hija y el escándalo que había causado perecieran en el olvido.

Cuando el conde comunicó a su deshonrada hija su destino, Isabel lo escuchó con la cabeza gacha y una expresión sumisa en el rostro, ocultando la chispa de esperanza que aquellas palabras encendían en su corazón. De rodillas, suplicó a su padre como penitencia que le permitiera pasar tres días en la biblioteca de palacio para elegir el convento al que su padre habría de llevarla. Su padre, que no disponía de un plan mejor, accedió y la despachó con brusquedad, sin reparar en que las faldas anchas de su vestido se elevaban más de lo normal. La minusvalía de Isabel siempre le había dado un aspecto extraño.

En la biblioteca del conde, Isabel buscó desesperadamente el libro en el que se mencionaba el convento de Las Golondrinas, situado sobre el valle donde vivían los Abenzúcar. Al fin lo encontró: un volumen medio deshecho cuyas páginas mohosas la hicieron estornudar. Lo había escrito el acólito de una ermita cristiana en la época de los moros. El joven había decidido acompañar al ermitaño en aquella cueva de las montañas andaluzas con la idea de compartir la privación de su maestro y preservar sus enseñanzas para la posteridad. Sin embargo, el ayuno y el silencio del ermitaño eran tan prolongados que el acólito fue a buscar comida y conversación entre los habitantes de las montañas. Allí encontró una comunidad de religiosas que vivían en lo que los moros llamaban «la casa de las Golondrinas» y los cristianos, «el convento de Las Golondrinas».

Isabel jamás había oído hablar de aquella orden: las Hermanas Santas de Jesús. Según el acólito, los lugareños creían que la congregación había ocupado aquel lugar antes de la llegada de los moros e incluso de los visigodos que los precedieron; que llevaban allí posiblemente desde la ocupación romana. Las hermanas estaban versadas en la preparación de medicamentos y la orden era conocida por sus obras de caridad con los pobres de los pueblos de las montañas, independientemente de su religión. Los lugareños pensaban que las monjas tenían poderes especiales otorgados por Dios. Decían que las golondrinas que volvían al convento cada año en su migración y le daban nombre eran las almas de las monjas fallecidas y que rondaba el monasterio una mujer alta envuelta en un manto que ondeaba al viento. Lo esencial era que así satisfaría el deseo de su padre de ocultarla en algún lugar apartado.

A ella solo le importaba que el convento se hallaba cerca del valle donde residían los Abenzúcar. De momento, su único propósito era llegar hasta dicho valle. Ya tendría tiempo de pensar, durante el viaje, en qué decirle a la familia de Alejandro o en descubrir si la acogerían en su hogar. ¿Podría aguantar un trayecto tan largo ocultando su estado? Debía hacerlo. Por suerte, era delgada y podía disimular la hinchazón de su vientre exagerando la cojera y haciendo que sus faldas se mecieran o inclinándose para apoyarse en el bastón.

El conde ignoraba la existencia de aquella congregación, pero lo que su hija pudo contarle le proporcionó una cruda satisfacción. El convento tenía vínculos con familias de cristianos viejos y se encontraba lejos de Madrid, en el monte, al final de la antigua ruta romana procedente de la costa. Encargó a sus notarios que prepararan la dote que Isabel debía presentar al convento y, tan pronto como estuvo todo resuelto, partieron de Madrid, con la joven oculta tras las cortinas de cuero del carruaje. Sin embargo, su plan de dirigirse a casa de los Abenzúcar se vio frustrado, pues su padre la acompañó a caballo.

Viajaron un día tras otro, con angustiosa lentitud, mientras Isabel, abrazada a los cojines, ansiaba que el carruaje acelerara y contaba con los dedos, una y otra vez, los meses de gestación. Salvo que el bebé se adelantara, llegarían al convento a tiempo. Los problemáticos alumbramientos de su madre habían sido objeto de murmuraciones entre las criadas y las comadronas de la casa, por lo que Isabel había adquirido más conocimientos sobre el embarazo y el parto que la mayoría de las jóvenes solteras. Sabía que no faltaba mucho. Una de las mulas empezó a cojear. Una rueda dejó de girar correctamente. Pararon a curar a la mula y reparar la rueda. La joven aprovechó para interrogar al cochero con impaciencia. ¿Cuánto quedaba? El cochero no lo sabía.

El camino de montaña empezó a hacerse empinado. Se engancharon mulas nuevas al carruaje y nuevos cocheros, lugareños, sustituyeron al primero. Cuando les preguntó, señalaron la montaña que se alzaba al frente y por fin le dieron la esperada noticia de que llegarían a Las Golondrinas al día siguiente. En el interior del carruaje, Isabel se acarició el vientre para tranquilizar al bebé, que daba pataditas. Cuando el carruaje se detuvo para que pasaran la noche en un refugio de la montaña, un dolor sordo había empezado a tensarle el abdomen y la espalda. Durante toda aquella noche interminable, el dolor se manifestó con intermitencia. La joven yació despierta en el lecho de paja, sudando de miedo.