Capítulo 8
Convento de Las Golondrinas, verano de 1505
Isabel jadeaba tumbada en una cama dura mientras dos monjas de negro y una seglar de marrón trajinaban a su alrededor. Salvo por las velas que ardían a los pies de la cama, la estancia estaba en penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí, presa de aquel dolor que era como una gran bestia despiadada, que volvía a ella sin cesar para partirla en dos. Gimió entre dientes al notar que se aproximaba; cuando remitió, estudió desesperada su entorno: la austera habitación, las sombras titilantes de las monjas… ¿Cómo había llegado allí? Todo parecía irreal, desconocido: el lecho en el que yacía, las personas que la rodeaban, su propio cuerpo… Ansiaba poder dormir. Su padre… el viaje… la puerta… Le costaba pensar… Otra vez el dolor… Contuvo las ganas de gritar. Ahogó un gemido, luego apretó los dientes, pero, cuando el dolor volvió a apoderarse de ella, con mayor fuerza aún, un grito brotó de su boca.
Cuando al fin pudo tomar aliento, la seglar volvió a enjugarle la frente y le pidió que chupara un paño húmedo que sabía a alguna hierba amarga. Disminuyó el dolor, pero Isabel se sintió mareada. ¿Qué había ocurrido? La portera, recordó vagamente. La portera había cerrado de golpe la puerta y gritado… El bebé… Ay, Dios, otra vez el dolor…
Durante esa noche eterna y el día que la siguió, Isabel se sintió víctima de una pesadilla, ajena a todo menos a aquel dolor intermitente. Al abrir los ojos, vio el rostro angustiado de las monjas, que cuchicheaban entre sí mientras le apretaban y aprisionaban el vientre. Trató de zafarse de ellas.
Entonces una voz firme y autoritaria le taladró el cerebro embotado, ordenándole que empujara: «¡Ahora!». Una y otra vez. La voz, cada vez más fuerte y persistente, la obligaba a obedecer, pero a Isabel no le quedaban fuerzas. Alguien la agarró de las muñecas y la incorporó, otra la sujetó por la espalda, luego volvió a oír aquella voz autoritaria, muy lejos esa vez, gritándole: «¡Ahora! ¡¡Ahora!!». Un repugnante olor a sangre impregnó el aire. Isabel vio el rostro de su difunta madre, desprovista del sudario de encaje negro que la cubría, chillándole: «¡Ahora! ¡¡Ahora!!».
La joven hizo un inmenso esfuerzo por recostarse, consciente de que se moría. Temblaba descontroladamente, tenía frío, se desvanecía, se desvanecía para siempre. Le estaban metiendo algo a la fuerza en la boca, pero no distinguía su sabor. El bebé… Volvió la cabeza bruscamente para suplicar clemencia por su bebé, pero ellas eran más fuertes: le llenaron la boca de algo y no podía hablar, se ahogaba… Veneno… Se rindió a la oscuridad.
Cuando volvió a abrir los ojos, la luz del sol entraba a raudales por una ventana estrecha y los pájaros gorjeaban ruidosos fuera. Le dolía y le escocía la entrepierna y se notaba el vientre pesado y hueco a la vez. Se pasó la mano torpemente por el abdomen de pronto plano y bien envuelto. Llevaba un camisón de tosco lino y le habían trenzado el cabello. Varias monjas circulaban afanosas por la estancia, murmurando entre ellas. Una llevaba una palangana de agua; otra disponía frasquitos en el interior de un cofre abierto. Junto a la ventana, otra mecía un fardo en sus brazos. El fardo empezó a gemir.
A Isabel le pareció un bebé. Entonces recordó.
Se oyó un rumor de faldas y un «¡Alabado sea Dios!». Se acercó a la cama la misma voz firme y autoritaria que le había ordenado cuándo empujar. Una monja de frente despejada, cejas prominentes y semblante serio enmarcado por la toca se inclinó sobre la cama. A la altura de la pechera, una medalla le colgaba de una cadena, a la cintura llevaba un rosario, cruzaba los brazos por dentro de las mangas y tenía un aterrador aire de autoridad.
—Soy la abadesa. ¿Cómo os encontráis? Hablad si podéis; si no podéis, guardad reposo y volveré más tarde.
Isabel sintió una inmensa desesperación. ¡La abadesa estaba allí para llevarse a su bebé! Tragó saliva con tristeza y miró fijamente la medalla que colgaba delante de sus ojos. Había un pajarito en la medalla y, si lo miraba sin parar, todo se…
—¡Isabel! ¡Miradme! —le ordenó la voz.
La joven alzó unos ojos asustados.
—Reverenda madre abadesa… el bebé es inocente.
—¡Eso está mejor! Podéis hablar. Nos habéis dado un susto terrible: pensábamos que el bebé no saldría, pero, al final, gracias a Dios, lo habéis conseguido. Tenéis una hija a la que bautizamos como Salomé cuando pensamos que no viviríais para darle nombre. ¿No deseáis tenerla en brazos? Lleva ya cinco días llorando vuestra ausencia. La nodriza está muy bien, pero es preferible que la amamante su madre.
¿Salomé? ¿Amamantar? El bebé lloraba desconsoladamente e Isabel trató de incorporarse e hizo una mueca de dolor. Le estallaban los pechos y le dolían los pezones.
—¡Ay! ¿Qué me pasa?
En la pechera del camisón, tenía dos círculos húmedos.
La abadesa asintió en señal de aprobación.
—Eso está bien. Os sube la leche. Pronto se arreglará. —Con sus brazos fuertes, ayudó a Isabel a incorporarse del todo, luego le hizo una seña a la hermana que sostenía al bebé lloroso—. Levantaos el camisón por delante… Eso es.
La monja depositó el bebé en el pliegue del codo de Isabel, pegado a su pecho. Al notarse el pezón en la mejilla, Salomé se volvió enseguida para anclar a él su diminuta boquita y, estremeciéndose, empezó a succionar con voracidad.
Pese a lo débil que estaba, Isabel notó que una sonrisa de deleite asomaba a su rostro al contemplar a aquella criaturita sonrosada.
—¡Qué bonita es! ¡Cuánto pelo! ¡Y que deditos tan perfectos!
El bebé abrió un ojo y miró a su madre como diciendo: «Pues claro, ¿qué esperabas?», luego siguió mamando ruidosamente. Isabel, protectora, la estrechó en sus brazos.
—Suponemos que vuestro padre no lo sabía —dijo la abadesa.
—No —contestó la joven titubeante.
—Los hombres solo ven lo que quieren ver —protestó—. La hermana portera enseguida entendió lo que pasaba y se ocupó de cerrar la puerta a toda prisa —añadió con sequedad—. Hicisteis bien en ocultar vuestro estado hasta el último momento. Quizá eso os haya salvado la vida a ambas.
Isabel alzó la mirada.
—¿Me enviaréis de vuelta? —preguntó temerosa.
—¿Es eso lo que deseáis?
—No.
—¿Y el padre de la criatura?
—Muerto —susurró la joven, acariciándole la cabeza a su bebé—. Muerto. Él… Yo misma propuse venir aquí porque su familia vive en el valle…
—¡¿Los Abenzúcar?!
Isabel asintió con la cabeza y contuvo la respiración.
La abadesa se quedó pensativa.
—Mmm… El pequeño, lo conocí de niño. Vino a vernos con su madre y sus tías. Un muchacho dulce e inteligente. Entró en la Iglesia, medio obligado, después de que su familia se convirtiera.
La joven asintió con la cabeza.
—Me lo contó. Era el tutor de mis hermanos. Habíamos planeado huir juntos, a Portugal y, después, cuando nos separaron, me pidió que intentase llegar hasta su familia, pero mi padre decidió acompañarme y no me fue posible. Ahora me parece que la familia de Alejandro pensaría que su hijo ha muerto por mi culpa y me odiaría aunque aceptasen a Salomé, con lo que siempre estaríamos separadas.
—Querida mía, creo que juzgáis injustamente a los Abenzúcar, pero, dicho esto, si alguien ajeno al convento se enterase de la verdad, habría terribles consecuencias para los Abenzúcar, para la niña y para vos. Pienso que os conviene hacer vuestros votos y quedaros aquí con la criatura, sin decir nada a la familia de Alejandro.
—¿Quedarme? —masculló Isabel—. ¡Yo no soy célibe! ¿Cómo voy a hacer voto de castidad?
—Bueno, todos pecamos alguna vez. La vida es valiosa y los niños son una bendición. Además, muchas grandes religiosas, prioresas y abadesas, santas de la Iglesia incluso, fueron madres también. La maternidad es una forma de santidad. Dentro de la Iglesia, los hombres y las mujeres vemos la castidad de forma distinta: ellos le conceden una importancia espiritual innecesaria y la emplean como instrumento para controlar a las mujeres; en cambio, a las religiosas, el vernos libres de ataduras familiares nos permite progresar en el culto y el estudio y llevar una vida práctica de servicio a Dios. No obstante, sois libre de decidir por vos misma. Podéis hacerme una confesión completa y resolver en su momento si deseáis quedaros y profesar o no.
Aquello cada vez le resultaba más raro a Isabel.
—¿Confesarme con vos? ¿No tendría que ser con un cura?
La abadesa se levantó y cruzó las manos.
—¡Ay, nuestro anciano cura! —exclamó despectivamente—. Tenemos cura, por supuesto, aunque casi siempre está dormido. La Iglesia se ocupa de proporcionar un cura a nuestra comunidad de mujeres pobres y débiles, porque los hombres, pese a sus exiguas dotes, deben ejercer un dominio espiritual sobre las mujeres. ¡Bah! Los sacerdotes que nos mandan son siempre tan viejos que nos vemos obligadas a cuidar de ellos hasta que mueren. Por suerte, la abadesa de Las Golondrinas puede confesar, mandar penitencia y otorgar la absolución.
Isabel la miró fijamente, boquiabierta. La abadesa se permitió una leve sonrisa.
—Una dispensa especial, concedida por el obispo san Valero de Zaragoza, antes de que lo martirizaran durante el reinado de Diocleciano, por lo aislada que se encontraba nuestra congregación en estas montañas. Confiaba en que nuestro ejemplo sirviera para fomentar el celibato entre las mujeres de la región —le explicó la abadesa, poniendo los ojos en blanco como si pidiera paciencia al cielo—. A menudo me pregunto si los hombres de la Iglesia se proponen acabar por completo con la procreación. Hasta la fecha, ningún papa ha revocado esa dispensa, porque contamos con amigos poderosos en la corte que…
Se oyó un fuerte grito procedente de otra estancia. La abadesa le dio una palmada en la mano a Isabel y se dispuso a salir a la vez que otra monja irrumpía afanosa en la habitación.
—Aquí viene una hermana con comida. Procurad comer y descansad después. Hablaremos más tarde. Debo marcharme. Una mujer está a punto de dar a luz, con grandes dificultades, me temo. Vamos, hermanas, no olvidéis el cofre de las medicinas y las toallas limpias.
Las cuatro monjas salieron aprisa y dejaron a Isabel sola y, a su lado, un taburete con un cuenco de loza lleno de sopa humeante, pan, un melocotón y una copa de vino. Salomé dormía. La dejó con cuidado en la cama y se bebió la sopa. Olía a hierbas y llevaba dentro un huevo escalfado, lo más delicioso que había comido jamás. Rebañó las últimas gotas de sopa con el pan; luego saboreó el melocotón y dejó que el jugo le corriera por la barbilla. Dio un sorbo al vino. Su calvario había terminado; por fin se había librado del peso del miedo y de la ocultación que había llevado sobre sus hombros tanto tiempo y, aunque apenas podía creerlo, su pequeña y ella estaban vivas y a salvo. Se sintió tan aliviada que se le saltaron las lágrimas y decidió que se quedaría allí.
Tomó a Salomé y la estrechó entre sus brazos.
—Estamos a salvo, mi vida —le susurró en la cabecita—. Tu padre nos condujo aquí y su espíritu nos guardará. Dios es todopoderoso, Salomé. Dios es todopoderoso.