Capítulo 22

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, en el Nuevo Mundo, octubre de 1552

 

Me siento tan apesadumbrada que, de no ser por mi promesa a la abadesa y a sor Beatriz, abandonaría la crónica. Parece que ha pasado una eternidad desde que llegamos a este extraño lugar, si bien hace solo un mes que nos azotó la tragedia. Si no fuese porque adquirí el compromiso de llevar un registro de lo que nos aconteciera, no escribiría más.

Cuando el navío atracó en el puerto, el aire era denso y húmedo y una especie de niebla gris lo cubría todo. El muelle estaba abarrotado. Unos hombres indígenas de rostro ancho y oscuro cargaban y descargaban los barcos, empujados por esclavos y mozos de carga, vendedores de comida y comerciantes, chinos y negras con turbantes, todos ellos voceando a pleno pulmón. Había mujeres indígenas de rostro plano con bebés cargados a la espalda; vendedores de agua con cubos colgados de perchas que llevaban a los hombros; vendedores de flores; carruajes y sillas de manos que transportaban a damas ataviadas con vestidos árabes que revoloteaban en la brisa, seguidas de sirvientes que trotaban para darles alcance. Los loros y los monos enjaulados gañían, las mulas y los caballos se esforzaban por abrirse camino entre la muchedumbre y, por encima de todo ello, se percibía un poderoso olor a pescado. Rebuznaban los burros, gritaban los marineros en una miríada de lenguas, los porteadores indígenas llamaban a sus clientes y, en la iglesia de la localidad, sonaban las campanas cada minuto.

Marisol sonreía. ¡Cuán doloroso es recordarlo!

Cuando bajaron la pasarela, el capitán se abrió paso entre los marineros hasta nosotras, sonriendo aliviado de que la travesía hubiera concluido y, estoy convencida, con la barba más cana que cuando partiéramos de Sevilla.

—Bueno, jovencitas, ¡permitidme que os dé la bienvenida a América!

Con un ademán ostentoso, como si fuese el dueño y señor de la tierra que teníamos delante, hizo una reverencia y nos cedió el paso para que descendiéramos la pasarela primero.

Titubeamos. Entonces, sacudiendo la cabeza, Marisol tomó la iniciativa.

—¡Adelante, pues! —La seguimos. ¡Pero cuán lleno de hombres está el mundo! ¡Y cuánta atracción suponen cuatro jóvenes para ellos! Los hombres nos miraban con descaro y hacía demasiado calor y demasiada humedad para que nos cubriéramos con los velos. Nos incomodaba exponernos de aquel modo—. ¿No serán estos rufianes los maridos que hemos venido a buscar? —masculló por lo bajo, al ver que unos hombres morenos le sonreían, le guiñaban el ojo o le hacían una reverencia.

Ignoro cómo Marisol conseguía estar tan guapa después de la terrible experiencia que habíamos vivido. Un tipo insolente incluso le lanzó un beso con la yema de los dedos mientras la miraba y le gritó algo que no entendimos, pero que sin duda era una impertinencia. Pía la seguía de cerca, con la mirada gacha. Por suerte, había tomado la precaución de taparse el pelo; de lo contrario, se habría producido un tumulto.

Sancha iba aferrada a la mano de Pía, volviendo la cabeza a un lado y a otro, mirándolo todo. Yo iba la última y me sentía muy monjil con mi vestido marrón y mis toscos zapatos en medio de tanta energía, vitalidad y colorido.

Nos detuvimos en el muelle con nuestros baúles y saqué la carta de presentación de la abadesa que habíamos de entregar a nuestra llegada.

—Debemos ir al convento de las Hermanas Santas de Jesús de Los Andes —le dije al capitán—. ¿Podríais indicarnos cómo encontrarlo?

—Uf, hay tantos conventos —repuso, señalando con la mano hacia el pueblo—. A veces aquí los conventos y los monasterios solo se conocen por el nombre local —añadió, meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.

Me armé de valor y le pregunté a uno de los frailes que se abrían paso entre la bulliciosa multitud, pero, en ese preciso momento, alguien bramó: «¡Apartaos!», y una enorme carreta cargada de fruta y conducida por un tipo rudo que agitaba un látigo nos arrolló a las cuatro y nos hizo caer al suelo.

Dos elegantes caballeros vestidos de seda negra se apresuraron a rescatarnos, seguidos por sus criados. Nos ayudaron a levantarnos. Entonces los hombres repararon en nuestros harapos de seglares y nuestro aspecto desaliñado y creí preferible explicarles que nos dirigíamos a un convento y les pregunté si conocían Las Golondrinas.

El mayor de los dos, un hombre muy digno de unos cuarenta años y penetrantes ojos oscuros, se presentó como don Miguel Aguilar y al más joven como don Tomás Beltrán. Don Miguel era muy cortés, pero el otro era el tipo insolente que le había lanzado un beso a Marisol y que ahora la escudriñaba con descarada admiración y le guiñaba el ojo. Marisol, en cambio, miraba con desdén al infinito.

—¿El convento de Las Golondrinas? ¡Sí!

Para consternación mía, señaló a lo lejos, donde pude ver las montañas y los picos nevados en medio de la niebla, luego nos explicó que el convento se encontraba en una exquisita ciudad española nueva, a una semana de camino hacia el interior. Nos dijo que, si se lo permitíamos, ellos nos acompañarían a otro próximo al muelle en el que podríamos alojarnos mientras se hacían los preparativos de nuestro viaje. Era peligroso para unas jovencitas viajar por el extranjero sin criados y veían que no llevábamos ninguno.

Como es natural, aceptamos su ayuda. Pidieron su carruaje, ordenaron que se cargaran nuestros bultos e indicaron al cochero que se dirigiese al convento de La Concepción. Don Miguel nos contó que tenía dos primas que eran monjas de esa congregación y, cuando llegamos, envió a una criada para que llamase a sus primas al locutorio.

Sus primas eran dos monjitas jóvenes muy agradables que nos obsequiaron con una cordial bienvenida y nos dijeron que debíamos quedarnos allí a descansar y que el convento se encargaría de procurarnos carretas, cocheros y guardias en unos días. Preguntamos qué necesidad había de guardias y nos alarmamos cuando nos comunicaron que el viaje era peligroso. Con frecuencia, los viajeros eran atacados por bandidos, esclavos fugados o indígenas renegados.

Vino una joven sirvienta que nos condujo a un patio con una fuente donde señaló unos aposentos para visitas, con celdas y estancias asignadas conforme a la riqueza e importancia de las visitantes. Las damas ricas en los mejores; las celdas oscuras y estrechas, para las mujeres de menor estatus social. También había una cárcel femenina, nos indicó, señalando una sección cerrada con barrotes en un rincón. El patio estaba lleno de mujeres, niños, criadas, señoras que iban a visitar a sus parientes y perritos falderos. A la sombra, junto a la fuente, dos jóvenes ensayaban su música con un laúd y una guitarra.

Nos ofrecieron una sencilla habitación encalada lo bastante grande para tres, con camas vestidas de tosco lino. La doncella nos trajo agua con pétalos de rosa para que nos aseáramos e insistió en llevarse nuestras ropas de viaje para lavarlas. Las recogió, arrugando la nariz. Nos lavamos, nos vestimos y volvió la doncella para llevarnos a una parte del refectorio donde había otras visitantes sentadas en largas mesas. Nos servimos pescado, una especie de tortas pequeñas muy planas hechas de una tosca harina amarilla y extrañas verduras en salsa picante. La salsa era tan fuerte que nos hizo jadear y atragantarnos, pero, curiosamente, después de comerla, nos sentimos menos oprimidas por tan sofocante ambiente.

Dos señoras mayores sentadas a la mesa nos miraban con franca curiosidad, así que me aventuré a hablar con ellas y les pregunté si conocían a nuestros rescatadores, don Miguel y don Tomás. Eso provocó un frenesí de ojos en blanco y aspavientos. Don Miguel Aguilar, nos dijeron, era un viudo acaudalado. Un hombre muy orgulloso, un cacique. No sabíamos lo que era eso, pero antes de que pudiéramos preguntar, ya nos estaban advirtiendo, agitando el dedo, de que tuviésemos cuidado con don Tomás Beltrán, el ahijado de don Miguel. Don Tomás tenía una terrible reputación, nos dijeron, con caras largas.

—Un joven rico entregado al vicio y a la vida licenciosa —susurró una de las damas—. Un asiduo de las tabernas y los burdeles. Para desesperación de su madre.

—Su padre murió hace seis meses y Tomás es el mayor de sus hijos. Debería asumir su responsabilidad como cabeza de familia —dijo la otra—, pero, hasta la fecha, no ha dado muestras de querer cumplir con su obligación. Su madre está deseando casarlo para que siente la cabeza y es una dama bastante testaruda. Dicen que ya le ha buscado un buen partido, una joven de familia española. No es bonita, pero sí de buen linaje. Don Tomás tiene la obligación de engendrar un heredero legítimo. De momento, solo ha perpetuado su estirpe con bastardos de indígenas. ¡Multitud de ellos!

Ambas menearon la cabeza y chascaron la lengua.

Marisol no decía nada, pero yo sabía que escuchaba con atención aquella conversación.

Unos días después, bastante recuperadas, agradecimos a las amables monjitas su hospitalidad y partimos en un carruaje de alquiler, seguidas por una carreta tirada por mulas que transportaba nuestros baúles, con escolta armada y una seglar del convento, de mediana edad, como carabina. Comenzamos a ascender por encima del nivel del mar hasta un altiplano donde el aire era más seco y estaba lo bastante despejado como para que se vieran las montañas. Los guardias nos dijeron que los incas habían construido aquel sendero, así como muchos otros por todo su reino. Vimos a muchos campesinos incas por el camino, personas de cara ancha y tez cobriza quemada por el sol y el viento, que conducían unas bestias de carga de cuello muy largo. Sus campos de cultivo estaban abancalados montaña arriba y, cuando ascendimos más aún, unas aves de gran tamaño se elevaron por encima de nuestras cabezas en el luminoso cielo azul.

—El cóndor —dijeron nuestros guías, y se santiguaron.

Nos detuvimos la primera noche justo antes de que el sol empezara a ponerse y los guardias se entretuvieron haciendo una hoguera. En cuanto el sol desapareció, comenzó a hacer muchísimo frío y no tardamos en quedarnos heladas. Nos procuraron recias mantas que olían a cordero y los guardias prepararon una bebida sobre la hoguera. «Chicha», la llamaron. Pese a que su amargo sabor nos hizo poner mala cara, insistieron en que la bebiéramos. Después, aunque nos mareamos un poco, se nos pasó el frío. Cuando nos tumbamos a dormir, oímos un sonido evocador, similar a la música del viento. Nuestra carabina nos dijo que eran las flautas indígenas de los cocheros.

Tres tardes después, habíamos llegado a un amplio altiplano y dormitábamos por el traqueteo del carruaje cuando el grito de uno de los guardias nos despertó. Oímos un fuerte chasquido del látigo y el carruaje aceleró.

—Mira, Marisol, ese hombre del puerto nos sigue a caballo —exclamó Sancha, asomándose por la ventanilla—. El apuesto que te hizo una reverencia y rio cuando no quisiste mirarlo. Está agitando el sombrero, pero no creo que nos dé alcance, vamos muy deprisa.

—¡Basta ya, Sancha! ¡Deja de saludarlo o te zurro! —Marisol tiró de Sancha para apartarla de la ventanilla—. Sí, creo que se ha ido —sentenció, asomándose un buen rato para asegurarse.

Al quinto día nos aproximábamos a un paso estrecho entre las rocas. El carruaje se detuvo para que pasara la carreta del equipaje. La siguieron todos los guardias menos uno.

—¡Bandidos! —gritó entonces el cochero y, al asomarnos, vimos una partida de hombres a caballo que cabalgaban desde detrás de las rocas hacia nosotros. El guardia que quedaba sacó el mosquete, pero ya teníamos encima a los bandidos, que lo derribaron y abrieron por la fuerza la puerta del carruaje mientras sus caballos se encabritaban y corcoveaban. Todos ellos llevaban el rostro cubierto con pañuelos y empujaron a Sancha y a Pía al suelo. Entonces el líder señaló a Marisol y le hizo una seña para que saliese. Al ver que ella negaba con la cabeza, en un abrir y cerrar de ojos, se asomó dentro y la sacó por la fuerza; ella chillaba, forcejeaba y mordía. La subió con una sola mano a la parte delantera de su montura y salieron todos al galope mientras los gritos de Marisol resonaban en nuestros oídos. El guardia apuntó a los asaltantes, pero no disparó por temor a herirla a ella.

—¡Bandidos! —espetó, y meneó la cabeza—. ¡Gentuza!

Llegaron y se fueron en cuestión de minutos. La carabina empezó a gemir y a rogar a todos los santos, uno por uno. Nosotras tres rompimos a llorar, horrorizadas por lo que acababa de suceder. Los guardias que nos habían dejado volvieron para ver por qué no los seguíamos. Cuando se enteraron de lo ocurrido, maldijeron y propusieron ir tras ellos, aunque quedó patente su reticencia; además, no habríamos podido ir lo bastante deprisa.

En los días siguientes, rezamos muy apenadas por Marisol y nos mantuvimos alerta por si volvían los bandidos. Las montañas parecían estar aún muy lejos, pese a que llevábamos días viajando.

—¡Ya lo veo! —gritó por fin Sancha.

El cochero señaló una enorme puerta rematada por una cruz que se alzaba por encima de un racimo de edificios recortados sobre un fondo de picos nevados y un cielo muy azul.

—¡Mirad, señoras! ¡El convento de Las Golondrinas!