Capítulo 23
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, en el Nuevo Mundo, otoño de 1552
Entregué a la hermana portera la carta de presentación de la abadesa y aquella envió a una sirvienta a informar a la madre superiora. Nuestra carabina estaba impaciente por regresar con el cochero y los guardias en cuanto hubieran comido las mulas, pero dos seglares salieron a convencerla de que entrase a comer algo y descansar un poco primero. Una niña descalza nos llevó por un amplio patio con una fuente en el centro adornada de azulejos decorados y rodeada de tiestos de barro con arbustos de luminosas flores rosas y naranjas. El patio estaba aún más animado que el del convento en el que habíamos estado a nuestra llegada. En aquel, las damas y sus criadas tenían cierto aire de decoro. Este otro era mucho más ruidoso y bullicioso, atestado como estaba de mujeres con sus criadas, paseando de un lado a otro, llamándose unas a otras, deteniéndose a saludarse, a dar alguna orden o a reprender o discutir a gritos. Correteaban niños por todas partes. Varias doncellas hablaban y reían animadamente mientras lavaban prendas en la fuente. Las monjas y las novicias iban de un lado a otro organizando a grupos de niñas descalzas que parloteaban para llevarlas de la capilla a la clase.
Nos condujeron a una estancia grande y fresca, algo que agradecimos, después del calor que habíamos pasado al sol. De las paredes blancas, en lugar de cuadros, colgaban grandes rectángulos de algo tejido, una especie de tapices de vistosos diseños. Había pesados candeleros de plata tan altos como Sancha y tan gruesos como el brazo de un hombre, que portaban cirios de cera de abeja, y un enorme crucifijo de oro y plata en la pared. Tendría que habernos aliviado llegar a nuestro destino, pero estábamos demasiado angustiadas por Marisol. Una doncella con una larga trenza por la espalda nos trajo una bandeja con agua de hibiscos y galletas. Sentadas al borde de nuestras sillas, bebimos el agua a sorbitos, sintiéndonos tristes y sucias.
—¡Escuchad! —dijo Pía de pronto, soltando la galleta que estaba comiendo—. ¡Golondrinas! —Entonces todas oímos aquel parloteo y aquellos rasgones tan familiares bajo los aleros—. Igual que en España.
Quise discurrir algo alegre y alentador sobre el buen augurio que suponía aquello, pero las palabras murieron en mi garganta. No podía pensar en otra cosa que en Marisol sufriendo terriblemente a manos de aquellos bandidos y en que nosotras estábamos en medio de la nada y no podíamos ayudarla.
Oímos pasos al otro lado del locutorio, nos levantamos y saludamos con una reverencia a la mujer al mando, que parecía llegar sin resuello. Una monja joven la acompañaba.
—Soy la madre superiora —dijo— y ella es sor Ana. He leído la carta de vuestra abadesa. Queridas mías, ¡bienvenidas a Las Golondrinas! ¡De España! ¡Menudo viaje!
—Sentaos, madre —murmuró sor Ana, que le había acercado una silla de respaldo alto. Nosotras tomamos unos taburetes y nos sentamos cerca de la reja también.
Me propuse proceder con cautela respecto a la medalla y la crónica hasta haber hecho las preguntas que la abadesa y sor Beatriz me habían indicado. Comprendí entonces cuán sabia había sido su recomendación. Había muchos conventos allí y debía asegurarme primero de que aquel era el que buscábamos.
Después de interesarse educadamente por nuestra salud, la madre superiora fue directa al delicado tema del propósito de nuestro viaje.
—En su carta, la abadesa explica que sois huérfanas, de buena cuna, y habéis venido de España en busca de marido. Espero, por vuestro bien, que encontréis hombres dignos de tan larga travesía, pero, ¿por qué sois solo tres? La carta habla de cuatro. ¿Dónde está María Isabel?
Compungida, le conté lo que le había ocurrido a Marisol.
La madre superiora se mostró conmocionada, pero menos de lo esperado. Meneando la cabeza, dijo que la abadesa había hecho bien en mandarnos allí, que hacía mucha falta la influencia civilizadora de buenas esposas. Que rezarían por Marisol.
—¿Y la hermana sor Manuela, de la que se habla aquí? ¿Dónde está vuestra carabina?
—Sor Manuela, por desgracia, murió en altamar. Como soy la mayor, asumí yo el mando —respondí.
—Sois muy bienvenidas aquí, por descontado, pero hay muchos conventos más próximos al puerto. Todos ellos, estoy segura, os habrían alojado y ayudado a encontrar esposo. Me intriga por qué habéis elegido venir aquí.
Pregunté si podía hablar en privado con la superiora, pero, antes de que tuviera tiempo de responder, empezó a sonar una campana y la monja se levantó.
—Mañana, quizá. Sor Ana, muéstrales dónde está la capilla. Yo debo irme.
Volvimos a cruzar el patio atestado de gente, asistimos a las vísperas, después seguimos a otra mujer hasta el bullicioso refectorio para ingerir una comida sencilla, de nuevo ahogada en salsa picante. Llegó enseguida la noche y sonó la campana de las completas, pero estábamos demasiado cansadas. Nos metimos en la cama y dormimos profundamente.
Al día siguiente, la joven de la trenza larga me llevó a la sala del locutorio, donde, para sorpresa mía, introdujo en la cerradura de la reja una llave grande, abrió la puerta y me condujo a una estancia repleta de oscuros muebles macizos en la que me esperaba la superiora. Me hizo una seña para que me sentase en una de las sillas de madera profusamente tallada.
La superiora no perdió el tiempo con cortesías.
—Contadme, Esperanza, ¿para qué queríais hablar conmigo en privado?
Asentí con la cabeza.
—Disculpadme, madre, pero ¿podría haceros algunas preguntas?
La superiora enarcó las cejas, sorprendida, pero asintió.
—¿Cuáles son los nombres de las hermanas que fundaron esta congregación?
—A ver… Creo que fueron la madre María Manuela, sor Inés, sor Fidelia, sor Anselma, sor Blanca, sor Lucía, sor Emilia y sor Estefanía.
¡Don Miguel parecía tan seguro de que aquel era el convento! La miré. Los nombres eran correctos, pero eran nombres corrientes en español y faltaban algunos. Eran nueve, no doce. No había nombrado a sor Salomé. ¡Ay, Dios, aquel no era el convento que buscábamos! Se me cayó el alma a los pies solo de pensar en tener que partir de nuevo.
La superiora frunció el ceño y siguió hablando.
—Formaban el grupo otras tres más. No recuerdo los nombres de las dos seglares que fallecieron cuando zozobró la balsa en la que cruzaban un río y había también una novicia que decidió dejarnos para casarse: Salomé.
Me erguí en el asiento.
—¿Salomé se casó? —inquirí extrañada.
—Aún no había hecho los votos definitivos y, desde luego, contrajo matrimonio con la bendición del convento. Tenía buenos motivos para tomar esa decisión.
—¡¿Qué motivos?!
Sabía que no debía mostrarme tan reprobadora, pues mi propia madre había hecho lo mismo, pero me dejó asombrada.
La superiora ignoró mi descortesía.
—Os lo explicaría yo, pero es una larga historia y es preferible que sea la propia doña Salomé Aguilar quien os la cuente. Es una gran benefactora y mecenas de nuestro convento y ha realizado generosas donaciones para nuestra escuela de niñas indígenas. Está de luto por su esposo, que falleció hace un año. Ahora rara vez abandona la finca familiar, que dirige el mayor de sus hijos, don Miguel. Además de a don Miguel, la pareja tuvo otro hijo, don Mateo, y una hija, doña Beatriz. Don Mateo Aguilar entró en una orden religiosa, doña Beatriz se casó con un cacique y tuvo siete hijos. Don Miguel…
Don Miguel, el caballero del muelle que me había recogido… ¡hijo de Salomé! La interrumpí para decirle que habíamos conocido a don Miguel al desembarcar. A la superiora le extrañó. Me apresuré a decir que se había debido a que él y otro hombre habían acudido a socorrernos y nos habían llevado a un convento del que eran monjas sus primas. Las damas de aquel convento lo habían llamado «cacique» a él. ¿Qué habían querido decir?
—Es el término con el que se designa a la nobleza inca —contestó la superiora—. La nobleza inca está tan orgullosa de su limpieza de sangre como cualquier familia española de antiguo linaje cristiano. Por lo general, en los conventos, solo se admite como futuras monjas a niñas españolas de sangre pura, hijas de hidalgos, pero se hacen excepciones con los caciques. Las indígenas de otras clases sociales entran en los conventos como sirvientas, a veces como seglares, nunca como monjas. Aquí se concede mucha importancia a la cuna, la sangre y el honor de la familia, querida. Una hija monja es prueba de la importancia de la familia, de una buena educación y de fe. Creo que en España es igual, ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
La madre superiora frunció el ceño.
—Su padre era descendiente del último Sapa Inca. Don Miguel heredó su sangre y su orgullo y no para de rumiar las injusticias de los conquistadores y su trato cruel a los indígenas. Corre el rumor de que es sedicioso y que presta apoyo a las facciones rebeldes de las montañas. Esa es una cuestión muy grave. Ha habido muchas revueltas contra los españoles, Dios sabe que con razón, y los terratenientes que viven rodeados de esclavos e indígenas están aterrados. Las revueltas se reprimen brutalmente.
Lógicamente, le entregué la medalla a la madre superiora, como obsequio del convento en España. Era una gran responsabilidad y me alivió que alcanzase por fin su destino. La superiora se mostró conmovida, me dijo que, por supuesto, sabía de la existencia de la medalla, pero jamás habría esperado que fuese a parar a aquel convento. Le hablé de sor Beatriz y de la abadesa, de la Inquisición; ella asintió y me informó de que la Inquisición también se había instalado allí, pero… Como muchas otras cosas, parecía que era menos eficaz que en España, añadió encogiéndose de hombros.
Le hablé de las cartas periódicas que recibíamos del Santo Oficio y de lo mucho que irritaban a la abadesa y la superiora me informó de que también ellas tenían problemas con las autoridades eclesiásticas. No obstante, la Iglesia depende de conventos como Las Golondrinas para muchas funciones esenciales, entre ellas la de escuela y orfanato responsable de absorber la vergonzosa cantidad de indígenas hijas ilegítimas de soldados y colonos españoles. El Gobierno y la Iglesia libran una batalla constante, evidentemente inútil, por evitar que los hombres españoles sucumban a los vicios de los nativos, por lo que tanto la Iglesia como las autoridades civiles cifran todos sus esfuerzos en enseñar a las niñas los valores cristianos, con la esperanza de que en algún momento ejerzan una influencia civilizadora como buenas esposas católicas.
Se me amontonaban las preguntas, pero vino una monja a llamar a la superiora para una emergencia. No comenté nada de la crónica porque la superiora mencionó que el convento no tenía escriba.
De momento, mantendré este último vínculo con España y con sor Beatriz. No sé si es prudente intentar enviar una carta al convento de España. No quiero ni imaginar lo que puede haber ocurrido.