Capítulo 25
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, misión de Las Golondrinas de Los Andes, mayo de 1553
La madre superiora ha escrito a Salomé, pero aún no ha recibido respuesta. Debo ser paciente. Aquí las viudas tampoco reciben visitas el primer año, a veces incluso durante más tiempo. Desde finales de Semana Santa, la superiora ha recibido a varios posibles pretendientes que se han interesado por nosotras, pero la perspectiva me acongoja. Entretanto, pese a lo mucho que detesto la costura, las tres nos hemos hecho cargo de los remiendos del orfanato, en pago por el alojamiento y la comida, para no malgastar nuestras dotes. Ha comenzado la temporada seca y el aire es más fresco y hemos encontrado en el bullicioso patio un rincón sombreado que nos encanta y en el que nos sentamos a trabajar. Sancha masculla que llevamos ya medio año en el convento y que ojalá Pía o yo encontremos marido pronto, porque si no lo hará ella, para que podamos marcharnos.
Pía, con su habitual serenidad, le recuerda a Sancha que ella no tiene más que doce años y es demasiado joven para preocuparse por esas cosas, pero Sancha, que ha crecido mucho para su edad, agita sus tirabuzones y señala que allí hay niñas más pequeñas que ella que ya están prometidas e incluso casadas. Zarita, la amiga de Pía, que se sienta con nosotras casi todos los días, asiente con la cabeza.
Zarita fue una jovencísima esposa y aguarda el divorcio en el convento. Las futuras divorciadas se alojan allí, por decoro, hasta que el tribunal considere su solicitud. Aunque el proceso es muy lento, estas solicitudes suelen satisfacerse y entonces las mujeres se casan con otro que las convenza más que el primero. En ocasiones, los maridos cuyas esposas han solicitado el divorcio envían mensajes o vienen a nuestra puerta y exigen o ruegan lastimosos que sus esposas regresen a casa, sin éxito, por lo general.
Al principio, nos escandalizamos. Ahora ya nos hemos acostumbrado a la constante procesión de esposas descontentas, a menudo acompañadas de niños, parientes, criadas y mascotas, aves y perros. Las más ricas llevan consigo enseres que consideran esenciales para su confort: candelabros, bandejas de oro y plata, colchones de plumas y montones de vestidos, abanicos y chales. A veces se produce alguna manifestación pública de histeria mientras una futura divorciada establece su lugar en la jerarquía de esposas, viudas, prostitutas arrepentidas e indigentes que ocupan el patio. Es un mundo de mujeres que jamás habíamos visto y que resulta harto entretenido.
Zarita tiene dieciséis años y es tan hermosa como Pía. Cuando susurran y ríen con las cabezas pegadas, son como dos flores, una clara y otra oscura. A Zarita la casó a los nueve años su padre, ya fallecido. Su hermano insiste en que se divorcie porque desea casarla con su amigo. Cuando le preguntamos si cree que su solicitud prosperará, se encoge de hombros y suspira. A ella no le gusta el amigo de su hermano más de lo que le gustaba su primer marido y se quedaría encantada en el convento. Pía y ella encuentran solaz en la mutua compañía. Sin embargo, al final, se verá obligada a obedecer a uno u otro hombre, por lo que confía en que el tribunal tarde en darle respuesta.
A Pía no le preocupa su soltería; se conforma con poder pasar sus días con Zarita. La superiora dice que, siendo la mayor de las tres, yo debería casarme primero. Ha hecho algunas pesquisas en mi nombre, pero ya ha rechazado varias posibilidades, aduciendo que no me gustarán los modales rudos de muchos de los colonos.
¿No me gustarían?
Zarita tiene un espejo y, en un descuido suyo, lo tomé prestado. Los ojos oscuros, la nariz larga, las pestañas largas y las cejas pobladas me hacen parecer muy solemne. Ensayé una sonrisa. Tengo los dientes muy blancos, quizá porque estamos todas muy morenas, del sol. No me falta ninguno. Me mordí los labios para darles un poco de color y me pellizqué las mejillas. ¿Le gustaría a un hombre un rostro así? No soy hermosa como Pía, ni siquiera bonita, como Sancha; a lo mejor me parezco a mi madre.
Le dije a mi reflejo que ojalá no tuviera que casarme.
Se oyó un alboroto en el patio y, al dejar el espejo, vi que lo causaba una mujer muy bien vestida, con el rostro cubierto por un velo, como es costumbre en las mujeres casadas, con una monja y dos novicias a su lado y dos criadas detrás, cargadas con cojines, un parasol y chales. A juzgar por el número de personas que la acompañaban, debía de ser alguien importante. Las criadas ahuecaron los cojines en un banco, le colocaron un escabel debajo de los pies y llegó enseguida una sirvienta con agua de hibiscos. Cuando la dama se hubo instalado, una criada indígena muy bien vestida se separó del pequeño grupo, cruzó el patio hasta nosotras, hizo una reverencia y preguntó cómo nos llamábamos.
—Mi señora me ha dicho que, por favor, vengáis conmigo —nos pidió sonriente cuando le dijimos quiénes éramos.
Pía, Sancha y yo nos miramos extrañadas, pero dejamos la costura, nos estiramos las faldas y seguimos a la criada hasta donde se encontraba la pequeña corte de su señora. La refinada dama se levantó el velo.
—¡Marisol! —exclamamos todas, espantadas.
—¡Es ella! —prorrumpió Sancha, y se arrojó a los brazos de Marisol.
Yo hice lo mismo, luego Pía, y las cuatro reímos, lloramos y nos abrazamos hasta quedar sin aliento. Como suele suceder siempre que hay algarabía, todas las mujeres del patio dejaron de hacer lo que hacían para mirarnos. Zarita se acercó tímidamente y se unió a nosotras mientras nos instalábamos alrededor de Marisol.
Tenía muy buen aspecto. De hecho, tenía un aspecto estupendo. El pelo oscuro le caía por los hombros, sus mejillas estaban sonrosadas y sus ojos chispeaban de felicidad. Brillaban anillos en sus dedos y llevaba muchos collares. El semblante se le había suavizado: ya no lo ensombrecían la rabia y la impaciencia. Además, no cabía duda de que estaba encinta. Era evidente que habían sucedido muchas cosas desde el día terrible en que la habían secuestrado.
—No fue tan terrible, después de todo —dijo, ruborizándose—. En realidad, fue muy romántico.
—¡Marisol! —Esperamos intrigadas—. ¡Cuéntanos!
—Cuando me raptaron, estaba aterrada. Pero también furiosa de pensar que cualquiera pudiese atacar así a una mujer. El hombre que me atrapó era muy fuerte, pero yo estaba iracunda y, mientras nos alejábamos al galope, decidí que, cuando parásemos, le haría frente, con patadas, con mordiscos, con todas mis fuerzas. Era el único modo de impedir que el miedo se apoderara de mí.
»Cabalgamos y cabalgamos hasta que, al fin, llegamos a un asentamiento ruinoso con unas cuantas casas medio derruidas y vacías y una especie de capilla con una cruz en lo alto. Los jinetes detuvieron sus caballos y, pese a que sabía que allí no contaría con la ayuda de nadie, resolví que lucharía hasta el final. Miré al villano que me había atrapado y, cuando se quitó el pañuelo que le tapaba la cara, descubrí que se trataba de aquel tipo insolente, ¡don Tomás Beltrán! Reía, muy satisfecho de sí mismo.
»—¡Don Tomás! —exclamé—. ¡¿Cómo os atrevéis a tratar así a una dama?!
—Entonces le di un bofetón lo más fuerte que pude. Le sorprendió, pero me atrapó las muñecas antes de que pudiese darle otro y me las asió con fuerza, obligándome a escucharlo.
»—Tengo una propuesta honrada que haceros —me dijo—. Deseo tomar una esposa de mi propia elección. En este preciso instante, mi madre está disponiendo mis nupcias con una mujer mayor de buena familia española, que se encuentra lejos, es fea y devota, huele mal, es muy mandona y logrará, según mi progenitora, que me ocupe de mis obligaciones familiares. Vos, en cambio… No podía permitir que una joven tan bonita y llena de vida se consumiese en un convento.
—Aquello era escandaloso, desde luego, pero también halagador —declaró Marisol, sonriente.
»—Tras la muerte de mi padre, me veo cargado como una mula con el peso de una inmensa finca y las responsabilidades derivadas de esta —prosiguió don Tomás—, una de las cuales, y no la menos importante, es casarme y tener herederos. Legítimos. Los otros no cuentan… Bien, eso no viene al caso. Debo volver a casa para prometerme oficialmente a ese dragón barbudo y, como mi padrino ha jurado que hará que me detengan y me llevará a casa por la fuerza si no obedezco, prefiero casarme con vos ahora y cortejaos después. Es la única escapatoria que se me ocurre, pero, aunque esté mal que yo lo diga, os aseguro que ser mi esposa tendrá sus compensaciones: soy encantador haciendo la corte. Seréis la señora de una gran mansión y la reina de mi corazón. Tendréis muchos sirvientes, ropas, joyas y todo lo que deseéis. Vuestros hijos serán herederos del apellido Beltrán. Y por supuesto… —Me metió la mano por el escote y me estremecí, pensando en lo que sentiría si aquella mano descendía un poco más—. A menos, por supuesto, que seáis demasiado santa para que os perturben los pecados de la carne… Aunque algo me dice que no. Por esa razón, os amo ya. Por fortuna —prosiguió, señalando la casucha con la cruz en lo alto—, nos hallamos cerca de un cura. Y aquí tenéis un anillo, como muestra de buena fe y de mi compromiso —añadió, tendiéndomelo con una reverencia.
—Una figura andrajosa de mirada extraviada, vestida con sotana, salió de la iglesia arrastrando los pies, pio como un pollo asustado, alzó la mano para extender su bendición, masculló unas palabras sin dirigírselas a nadie en particular y empezó a revolver la tierra con los pies como si esperara que saliesen gusanos. La situación era absurda: un secuestro, una pomposa declaración en medio de la nada y, de pronto, aquel pollo humano… Sin embargo, el anillo llevaba una esmeralda muy grande rodeada de diamantes. Y no iba a poder pedir ayuda a nadie en un asentamiento abandonado.
»—¿Y, si rechazo vuestra gentil oferta, don Tomás, este ermitaño, vagabundo, cura… pollo o lo que sea nos casará de todas formas? —pregunté.
»—Ah, por supuesto —reconoció sonriendo—. Me casaré con vos ahora, tanto si aceptáis como si no, puesto que es el único modo de librarme del plan de mi madre. No obstante, una vez casados, os someterán al mal trago de jurar ante la corte eclesiástica que fuisteis secuestrada y se os obligó a contraer matrimonio por la fuerza. Mi extraordinaria progenitora, que estará furiosa, os lo aseguro, os dará todo tipo de facilidades para el divorcio. No obstante, considerad lo siguiente: también es posible que, una vez casada conmigo, no deseéis la anulación. ¿De qué otro modo podréis saberlo?
—Arrogante pero muy guapo. Rico. Los brazos que me habían sostenido a caballo eran fuertes. Lo miré y me dije: ¿Por qué no aceptar? Las monjas solo me encontrarán a alguien más viejo y más soso. Extendí la mano y él me puso el anillo.
»—Que este sea el más breve de los compromisos —dijo.
—El anciano cura nos condujo al interior de la calurosa capillita y nos casó. Después, los hombres que acompañaban a don Tomás nos desearon felicidad, dejaron un caballo para mí y salieron al galope. Don Tomás le dio al cura una moneda de oro, abrumándolo con su generosidad, y me llevó de la mano a una de las casitas vacías, pues se estaba poniendo el sol. Sacó algo de comida de las alforjas, extendió unas mantas en el suelo y encendió un fuego abrasador que no tardó en igualar nuestra pasión de esa noche.
»A la mañana siguiente, Tomás me dijo que ya era una mujer casada, doña María Isabel Beltrán de Villar de Ascensión, y, cuando me llevó a su casa como esposa suya, insistió a la familia en que no me llamasen por mi nombre de infancia sino doña María, como corresponde a la esposa de un heredero. Me dijo que nuestra unión iba a precisar toda la dignidad posible, que ya lo entendería cuando conociese a su madre.
»Llevó todo el camino mi caballo asido por las bridas para evitar que este escapase. Yo no había subido a un caballo en mi vida y me pareció emocionante estar tan alta, aunque, al principio, se me agarrotó la espalda y me dolían las piernas. Cabalgamos juntos como marido y mujer, hablando sin parar, a veces discutiendo, a menudo riendo, como si nunca fuésemos a acabar. Tomás me habló del país, de cómo su familia había llegado con los conquistadores y se les había ofrecido una vasta extensión de tierra con numerosas minas de plata y encomiendas.
—¿Qué es eso? —preguntó Esperanza.
—Es lo que ha enriquecido a los Beltrán. Los indios que viven en esas tierras tienen que pagarnos con una parte de sus cosechas. Es como el sistema feudal que hay en algunas regiones de Europa, tengo entendido.
—¿Y qué cosechas son esas?
—Hay una especie de fruto seco que crece bajo tierra, no es como los almendros que tenemos en España, y un tubérculo llamado «yuca», de hermoso color rojizo y carne muy dulce y deliciosa, también un fruto verdoso al que llaman «aguacate», que es muy agradable de comer una vez pelado y sazonado con sal y chiles. Además, Tomás me habló de su familia. Tiene tres hermanas pequeñas, pero, como su madre ha decidido que las dos menores entren en un convento, solo debe ocuparse de buscarle esposo a la mayor, que ha tenido que esperar hasta que él se hubiera casado. Me habló de los campesinos que trabajan las tierras de su familia y del modo en que los controla su madre, a ellos y a sus familias, e incluso al cura del lugar, con mano de hierro. Es una mujer muy, muy devota.
»Yo le hablé un poco de mí, más que nada lo que pensé que podría interesar a su madre: que mi padre había capitaneado una flota, que mi madre había sido doncella de la reina y que los dos habían muerto. No le conté nada de Consuelo, ni de mis hermanos o del perverso rumor de que el príncipe heredero había destruido a nuestra familia, porque, aunque estemos lejos de España, aquí hay administradores españoles… A saber qué harían las autoridades con esa información. Mi vida ha tomado un giro interesante y no quisiera atraer su atención.
»Por fin, al octavo día de viaje, Tomás me señaló un grupo de edificios en el horizonte. “La hacienda de los Beltrán”, me dijo, suspirando. Según nos acercábamos muy lentamente, me aconsejó que no dijera nada a su madre del modo en que me había secuestrado. Su idea de etiqueta es tan estricta como la de las obligaciones de todo el mundo hacia su persona.
»Después de días de viaje, sabía que no podía tener un aspecto muy descansado, por no hablar de lo desaliñada que debía de ir, teniendo en cuenta la de veces que Tomás detenía a los caballos para yacer conmigo en las mantas. Le pedí que paráramos junto a un arroyo e hice todo lo posible por limpiarme el polvo y alisarme el cabello; Tomás se estiró la ropa y se sacudió como pudo. Entonces, mientras nos vestíamos, vi que me miraba el busto de nuevo y estaba a punto de protestar y decirle que no era el momento cuando me sugirió únicamente que me abrochase el corpiño hasta arriba, me echase un chal por los hombros y me envolviese bien en él. Lo dijo con súbita angustia. A continuación, avanzamos muy lentamente hacia la hacienda. Tomás buscaba cualquier excusa para detenerse, señalando árboles y arbustos como si fuesen los objetos más interesantes del mundo, o contándome que, de niño, había visto una serpiente allí o un puma allá. Me juró que había visto a la criatura salvaje que llaman «la Llorona», el alma en pena de una mujer que asesinó a sus propios hijos y está condenada a deambular por la tierra buscándolos, secuestrando a niños cuando puede. Según Tomás, había intentado llevárselo a él en una ocasión, pero había logrado escapar.
»Yo le contesté que, de haberlo conseguido, la Llorona seguramente lo habría devuelto por hablador. Por fin divisamos un conjunto de edificios con contraventanas azules y, a lo lejos, un muchacho abandonó los campos y corrió a la puerta de una inmensa finca.
»Cuando nos acercamos a la casa, nos esperaba en la galería una mujer gorda de gruesas cejas, vestida de negro, que parecía un nubarrón humano. Tres jovencitas de pelo oscuro menores que Tomás asomaban por detrás de ella con cara de interés. La mujer me señaló groseramente con el dedo y le preguntó a su hijo que cómo se atrevía a pasear a su fulana delante de su madre y sus inocentes hermanas. Cuando Tomás me presentó como su esposa, se quedó de piedra, luego alzó los brazos al cielo y profirió un atronador y penetrante gemido. Se golpeó con dramatismo el pecho, tan grande, por cierto, que daba la impresión de que podía recibir en él muchos golpes sin hacerse daño; después invocó a la Virgen y a los santos, uno por uno, para que presenciaran las desdichas a que debía enfrentarse una madre, mientras sus hijas le daban en vano palmaditas y le susurraban que se tranquilizase. Cuando al fin se serenó, me miró como si yo fuese una exquisitez en estado de putrefacción que uno de los chuchos hubiera llevado a la casa e inició una insultante diatriba. Según ella, era evidente que yo era una zorra sin alcurnia, sin dote, descendiente de a saber qué chusma. Añadió que, por si no era suficiente que su hijo se encamara con campesinas y poblase media hacienda con sus bastardos, de pronto había decidido importar a las prostitutas del pozo negro de la ciudad para ocasionar pesar a su madre y matarla de un disgusto a su avanzada edad. ¡Dios lo iba a castigar! Y aquel supuesto matrimonio con el que lo habían embaucado se anularía de inmediato.
»Continuó despotricando de ese modo durante media hora sin dejar que Tomás dijese una sola palabra y jurando que lo desheredaría si no se divorciaba de mí ipso facto. Yo me limité a mirarla sin inmutarme, pensando: “¿Está foca es mi enemigo?”. No imagináis la cantidad de palabrotas que sabe.
»La familia de Tomás es demasiado rica para necesitar una dote. Cuando mi nueva suegra llegó a ese particular, Tomás habló por fin y adujo que, pensando en complacerla, le había traído a casa a una novia española de auténtica sangre pura que le había enseñado que valía más que cualquier dote. Añadió que yo era un modelo de devoción y que me había educado en la escuela del convento más antiguo y más santo de toda España y que había viajado a América con una partida de monjas que se dirigían a Las Golondrinas. Prosiguió diciendo que nuestro enlace había sido bendecido por la Iglesia, que, si no lo aceptaba, sería un escándalo y que, ahora que estaba casado, muy posiblemente habría un heredero legítimo de los Beltrán en el próximo año. Esto solo satisfizo en parte a la madre de Tomás, que siguió bramando malhumorada como un inmenso volcán a punto de erupción.
»Sabía que debía ocupar de inmediato el lugar que me correspondía en aquella casa sitiada o el dragón de la galería me haría la vida imposible. A fin de cuentas, Tomás era ahora el señor de la finca y, como esposa suya, futura madre de sus hijos y señora de la hacienda, debía dejar claro que yo estaba al mando y que no me dejaría intimidar. Alcé la cabeza todo lo que pude y la miré con arrogancia a los ojos, algo que había observado que sus hijas, e incluso Tomás, evitaban. Después miré alrededor y olisqueé con desdén, como si la hacienda oliese mal.
»—La finca es más pequeña de lo que esperaba. Mucho más pequeña. Y la familia bastante peor educada de lo que me habían hecho creer. Me siento decepcionada. —Sosteniéndole la mirada, tendí la mano con prepotencia para que Tomás me ayudase a desmontar. Subí los escalones de la galería, tiesa como una vara, mirándola con frialdad mientras ejecutaba una reverencia tan indiferente que resultaba ofensiva—. Doña María Isabel Beltrán de Villar de Ascensión, a su servicio.
—Luego, sin mediar palabra, me introduje en la casa por delante de ella, con la cabeza bien alta, como si fuese la princesa que algunos me creían. Esa pequeña y grosera interpretación dejó mudas y boquiabiertas a las tres jóvenes y a mi suegra. Supongo que esperaba que llorase, me estrujase las manos y suplicase su perdón. Ahora la señora Beltrán y yo sostenemos un constante duelo de voluntades, pero suelo ganar yo. A Tomás lo tenemos atónito entre las dos.
—Marisol… Nosotras te llamaremos Marisol cuando estemos juntas, no doña María Isabel… ¡estás esperando un bebé! —exclamó Sancha.
—Sí, hasta la madre de Tomás está complacida de pensar que por fin va a tener un heredero legítimo.
El rostro de Marisol se ensombreció de pronto. Su semblante sufrió una fugaz alteración y comprendí que algo la apenaba, aunque procurara disimularlo. El precioso anillo de esmeralda y diamantes que llevaba puesto produjo un destello y nos inclinamos todas a admirarlo.
Marisol nos contó que se quedaría varios días con nosotras, porque Tomás tenía negocios que atender por allí. Devolvió la reverencia a otras mujeres ricas a las que conocía y que también se alojaban en el convento; evidentemente, siendo la esposa de don Tomás Beltrán merecía tan distinguido saludo.
—Debo contaros algo —susurró, volviéndose hacia nosotras después de saludar—. Las damas que están allí han construido en el pueblo, de su propio bolsillo, una capilla para las mujeres de mala vida arrepentidas. Como sabéis, hay muchos burdeles y muchas prostitutas y concubinas en la ciudad —rio—. Aquí los hombres son extraordinariamente generosos y las perdidas suelen vivir muy bien. —Rio aún más y señaló con la cabeza a un grupo de jóvenes exquisitamente vestidas que se abanicaban en un rincón apartado—. Así que esas damas de mala reputación se resisten a abandonar su estilo de vida permanentemente. Vienen al convento a pasar las fiestas o a descansar. Sin embargo, ninguna de ellas accede a entrar en la nueva capilla, porque las avergonzaría declararse públicamente mujeres de mala vida, así que la nueva capilla está siempre vacía.
A todas nos asombró oírla hablar con semejante ligereza de burdeles y concubinas, pero a Zarita no parecía preocuparla.
—Sí, los hombres tienen muchas queridas entre las indígenas y viven abiertamente con ellas, como si estuvieran casados. Las mujeres tienen hijos y van por ahí muy bien vestidas, incluso acuden a la iglesia.
Zarita se inclinó para colocarle un mechón de pelo suelto a Pía por detrás de la oreja y las dos se sonrieron.
También yo tenía muchas cosas que contarle a Marisol, empezando por que sor Beatriz había tenido una hija que se encontraba entre las monjas fundadoras de la misión hacía treinta años.
—¡No! —exclamó Marisol—. ¿Crees que la enviaron aquí para mantener en secreto su existencia? No sé… Una monja con una hija… Debió de ser difícil para sor Beatriz. Me pregunto quién sería el padre.
Y así pasamos los siguientes días en agradable compañía, chismorreando en el patio entre comidas y oraciones, especulando sobre quién sería el padre de la hija de sor Beatriz y preguntándonos qué clase de persona sería Salomé. Les conté su historia a las otras y les dije que estaba decidida a conocerla. Por fin don Tomás envió a una criada a avisar de que había concluido sus negocios y que se marchaban ya. Al partir, Marisol nos dijo que ella ya era lo bastante rica y nos pidió que nos repartiéramos su dote entre todas. También nos prometió enviarnos en breve el carruaje para que le hiciésemos una visita antes de que naciese el bebé. La madre superiora se alegró tanto como nosotras de que el terrible secuestro de Marisol hubiese acabado tan bien, aunque meneó la cabeza con desaprobación ante la escandalosa conducta de don Tomás.