Capítulo 17
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, finales del verano de 1550
Pía no fue la última. La abadesa recibió un extraño mensaje donde se le decía que era preciso que una monja fuerte y robusta se personara para la recogida urgente de una «chica escondida» que ya no era una niña. Había poco tiempo, pues, en invierno, el camino sería intransitable, de modo que se envió a sor Arsínoe con gran premura y la monja regresó con Marisol en medio de una granizada otoñal que barrió el sendero de montaña y las empapó a las dos. La niña iba calada hasta los huesos; el pelo le chorreaba agua a ambos lados de la cara y sus grandes ojos pardos miraban inquietos a todas partes. Solo tiene trece años, pero, aun medio muerta de frío y de pánico, Marisol irradiaba algo que rara vez se ve en el convento: rebeldía.
—Aunque mi madre me haya mandado aquí, ¡jamás me haré monja! ¡Me escaparé! —espetó apretando los dientes cuando se la llevaban para vestirla con un hábito seco de novicia.
Según sor Arsínoe, la niña corre peligro de que la detengan las autoridades y el pintor de la corte Tristán Mendoza está implicado de algún modo. Sor Blanca cree que, cuando ella se llevó a la niña de la corte, la madre se hallaba moribunda tras un parto. El nombre completo de la niña es María Isabel Villar de Ascensión, pero ella insiste en que la llamen Marisol; desdeña la idea de que Tristán Mendoza sea su padre y se empeña en que es hija de don Diego Villar de Ascensión, capitán de fragata de las flotas del Nuevo Mundo. Ante su insistencia, la abadesa señaló, como es lógico, que, si eso era cierto, era de justicia para su padre que escucháramos su historia. Aunque la niña es dada a discutir, no pudo resistirse al razonamiento sereno de la abadesa.
Mi padre y mi madre descendían de cristianos viejos. Mi abuela murió cuando nació mi madre y Josefa, una prima huérfana de dieciséis años, demasiado pobre para tener dote, se ocupó de ella y la llevó a un convento para que la educaran. Al morir mi abuela, su única hija viva, mi madre, heredó su fortuna. Como no tenía parientes que pudieran encargarse de su tutela, se convirtió en pupila real. A los catorce años, abandonó el convento en el que se había formado y entró en la corte y vivía con Josefa en unos aposentos próximos a los de la reina.
Don Diego Villar de Ascensión era treinta años mayor que mi madre cuando la vio en palacio poco después de su llegada. Ella era hermosa, de buena cuna y rica y el caballero solicitó el permiso del rey para casarse con ella. El rey consintió: don Diego había capitaneado las flotas que viajaban al Nuevo Mundo en múltiples ocasiones y siempre había regresado con riquezas. Aparte de navegar, era entendido en pintura y en mujeres hermosas, por lo que ordenó que Tristán Mendoza pintase el retrato de compromiso de mi madre.
Josefa se escandalizó. Se decía que los retratos femeninos de Tristán Mendoza ejercían una especie de misterioso influjo en los hombres, que atraían su atención y exacerbaban sus fantasías. Según me contó Josefa, don Diego se rio de sus protestas y le dijo que guardase ella a mi madre de cualquier falta de decoro.
Me contó orgullosa que al pintor le molestó su presencia y su negativa a aceptar el dinero con que intentó sobornarla para que lo dejase a solas con mi madre. A mi madre le divertía contarlo e insistía en que el artista le relataba historias que la hacían reír, para que el posado no fuera tan tedioso.
Según Josefa, cuando el retrato estuvo acabado, don Diego se mostró muy satisfecho. Lo tenían colgado en el dormitorio de mi madre y a mi hermana y a mí nos parecía precioso. Mi madre iba mucho más espléndidamente vestida en el cuadro de lo que solía ir en casa, donde pasaba el día atareada con la familia y los asuntos domésticos. En el retrato, la luz bailaba por los pliegues de su vestido de seda, de falda ancha y rígido cuello blanco. Llevaba el pelo recogido, con el rostro enmarcado por perlas y cintas; lucía encaje en los puños y un rosario en la mano. Sus ojos oscuros eran grandes y, pese a su aparente timidez, parecían sonreír como en la vida real. Me contó Josefa que, antes de la boda, el retrato estuvo expuesto en uno de los salones de la corte y que fue muy aclamado, hasta que el príncipe heredero, don Baltasar, se encaprichó de él.
Llegados a este punto del relato, Josefa solía menear la cabeza y murmuraba que quizá lo habían hechizado al nacer. Tenía una risa estridente que resonaba por los pasillos del palacio y a menudo sufría ataques que lo privaban de la razón, aullaba y soltaba espumarajos por la boca y combatía a enemigos imaginarios, lanzando estocadas y espadazos a todo lo que tenía alrededor hasta que lo encadenaban como a un perro. Aunque era heredero al trono de España, las negociaciones para sus nupcias no habían progresado. Mi madre solía pedirle a Josefa que buscase un tema de conversación más apropiado para nuestros tiernos oídos que los escándalos de la corte en torno al pobre príncipe. Ella le respondía ceñuda: «¡Yo sé lo que sé!», y callaba.
Tras la boda, mi padre se llevó a mi madre y su retrato a su castillo, una antigua fortaleza árabe situada en lo alto de la sierra que se alzaba al sur de Madrid. Uno de mis primeros recuerdos es el de estar sentada con Josefa en una de sus ventosas torres, despidiendo con la mano a mi padre, que partía en uno de sus viajes a América.
Mi madre tenía cinco hijos con los que ocupar su tiempo: mis tres hermanos mayores, una hermana —Consuelo— y yo. Vivíamos tranquilos: empezábamos cada día con una misa, luego las lecciones. Después de la cena, los chicos desaparecían con sus halcones, sus sillas de montar y sus perros de caza mientras Consuelo y yo nos dedicábamos a nuestra música y nuestros bordados, ensayábamos nuestros bailes o jugábamos a las damas. Mi hermana era tres años mayor que yo y, al cumplir los trece, empezó a parecerse a nuestra madre. Según Josefa, yo era como mi padre.
Cuando lo veíamos, entre viajes, mi padre era amable. Consuelo y yo cantábamos para él, él tomaba las lecciones a mis hermanos y después nos entregaba regalos maravillosos: joyas, suaves chales, costureros dorados y exquisitas espadas infantiles. Mi madre y él se retiraban temprano. A las pocas semanas, volvía a marcharse.
Los chicos dormían en una de las torres con sus tutores y Consuelo, Josefa y yo dormíamos en un cuartito al fondo del aposento donde se encontraba la alcoba de mi madre. Consuelo dormía profundamente, pero yo tenía un sueño ligero y cualquier pequeño ruido me despertaba: el chasquido de las brasas en la chimenea, el gañido de caza de un ave nocturna en el llano o los ronquidos de Josefa. Una noche, un mes después de que nuestro padre nos hubiera hecho una visita otoñal y hubiese partido de nuevo, oí los cascos de unos caballos en el patio, luego un bramido apremiante de «¡Abrid, en nombre del rey!» y, después, unos pasos rotundos y la orden a los criados de que se retiraran. Mi madre instó con gravedad a Josefa que se quedase con los niños. Yo le dije que mi madre parecía aterrada, pero Josefa me mandó callar de un modo que dejó claro que también ella lo estaba.
Muchas horas después, oí que los caballos se alejaban. Pregunté a Josefa quiénes eran los misteriosos visitantes, pero ella negó con la cabeza y no contestó.
A la mañana siguiente, me colé en la alcoba de mi madre y la vi ojerosa y con un cardenal en la mejilla; Josefa la rodeaba con el brazo los hombros temblorosos.
—¿Pero qué ibas a hacer tú que no hubiera empeorado las cosas? —la oí decir—. Es el príncipe y puede entrar en el castillo de cualquier noble del país. Dices que iba acompañado de hombres fuertes…
—Él tiene la fuerza de diez y, además, está loco —contestó mi madre entre lágrimas—. Obsesionado… —añadió—. ¡Ha pedido una copia de mi retrato! Insiste en que el rey volverá a nombrarlo heredero si tiene un hijo; que, si no, tienen pensado matarlo. Desvariaba: me dijo que la imagen de mi retrato le habla, que le ha prometido hacerlo un… ¡hombre normal! ¡Y ahora cree que eso ha sucedido! Cuando… terminó, me puso la daga en la garganta y me ordenó que no contara nada, ¡que espere a ver si me quedo encinta! Si se lo cuento a don Diego, el príncipe dirá que lo atraje a mi lecho y mi esposo me condenará por mancillar el honor de su nombre. Si no se lo cuento, temo por su vida. ¡Josefa, estamos perdidos! ¡Perdidos! ¡Ay, mis pobres hijos!
Entonces me vieron las dos y Josefa me hizo una seña para que me marchase; más tarde, me dijo que, si quería a mi madre, olvidase lo que había oído, pero el miedo había entrado en nuestras vidas.
Poco después de aquel incidente, mi madre recibió una carta de mi padre, con la firma de su secretario, en la que ordenaba que se enviase de inmediato a mis hermanos a una escuela franciscana cerca de Zaragoza. A mi madre no le agradó aquello, pero, por supuesto, obedeció. Los baúles de los chicos se prepararon enseguida y sus criados se dispusieron a acompañarlos. Los niños estaban muy contentos cuando se despidieron de nosotras, emocionados por aquella nueva aventura. Consuelo y yo agitamos los pañuelos desde la torre hasta que nuestros hermanos se convirtieron en diminutas manchas en el horizonte, a los pies del castillo. Mi madre tenía los ojos rojos y parecía preocupada.
Una nueva doncella entró a formar parte del servicio. Era ella la que encendía ahora las velas y nos llevaba las comidas a nuestros aposentos. Tenía unos ojos almendrados que miraban en distintas direcciones a la vez, algo que, a mi parecer, le daba cierto aire maligno.
Cuando el invierno fue dando paso a la primavera, Consuelo y mi madre cayeron enfermas de un mal de vientre. Josefa y mi madre parecían cómplices de un desafortunado secreto relacionado con la necesidad de mi madre de descansar por las mañanas y su antojo de miel, mientras que Consuelo estaba pálida, delgada y apática y ya no mostraba interés por sus lecciones. Los ojos cada vez se le veían más grandes en aquel rostro consumido. Ya no quería cantar ni jugar a las damas.
—Va a cumplir catorce años —murmuró mi madre angustiada—. Puede que esté a punto de tener sus periodos. Eso suele producir cansancio en las jovencitas.
Sin embargo, Consuelo se debilitó tanto que no podía levantarse de la cama y mi madre pasaba el día a su lado, instándola a beber un sorbito de caldo cuando despertaba y rezando por ella mientras dormía. Yo la rondaba nerviosa, ansiando que despertara recuperada y volviese a estudiar y a jugar conmigo, pero empezó a perder su hermoso cabello y los ojos se le hundieron en las cuencas. Mi pobre madre estaba enferma también, de preocupación.
—Ven —me dijo Josefa con rotundidad, sacándome un día del cuarto de la enferma mientras mi madre y la criada de ojos almendrados atendían a mi hermana—. Te hace falta un poco de aire fresco, ¡y esta vez no te vas a librar de ayudarme con los remiendos!
Odiaba zurcir, pero, después del frío invierno, hacía un precioso día de primavera y me alegró salir de aquella estancia. Nos llevamos la labor —Josefa su enorme cesta de costura y yo el bonito costurero pintado que mi padre me había regalado para que guardase los dedales, las sedas de bordar y las tijeras— a la torre este, desde donde los defensores moros habían lanzado en su día una lluvia de flechas sobre el ejército católico. Josefa había colocado unos cojines gruesos en el alféizar de la ventana y lo había transformado en un amplio asiento de piedra.
Se entretuvo enhebrándome la aguja y sujetando innecesariamente las prendas con alfileres; después los quitó y se aclaró la garganta como si fuese a hablar, pero no dijo nada.
—¡Mira, ya vuelven de África las golondrinas! —exclamó por fin a la vez que me daba un codazo.
Sobre nuestras cabezas, iban y venían las avecillas cargadas con pedacitos de paja y, entre gorjeos de las aves adultas, se oía el alegre piar de las crías recién salidas del cascarón. En los días siguientes, el tiempo continuó siendo bueno y pudimos observar cómo las madres de los polluelos volaban incansables de un lado a otro con insectos en el pico para sus crías. Josefa miraba más de lo que cosía.
—¡Fíjate! —exclamó de pronto un día—. Un nuevo macho vuela alrededor del nido que tienes encima de la cabeza. Observa lo que sucede ahora. —El nuevo macho entró en el nido y apareció con una de las crías en el pico. Después salió volando y vimos una manchita que le caía del pico. Espantada, vi cómo iba llevándose una a una a todas las crías; se alejaba un poco y las soltaba—. Para atraer a la madre y que sea su hembra, mata a las crías del primer macho —susurró Josefa, mirando por encima de su hombro.
Días después, llegó un mensajero a lomos de un caballo empapado en sudor. Había habido un accidente en el monasterio franciscano a cuya escuela asistían mis hermanos. Durante la hora de recreo, habían estado sentados al borde de un pozo. Al sonar la campana que señalaba el regreso a las clases, mis hermanos no habían aparecido. Enfurecido por su desobediencia, el monje había ido a por ellos, pero no los había encontrado por ninguna parte. El monasterio entero se había puesto a buscarlos y, finalmente, un hermano seglar que iba a sacar agua del pozo había hecho un terrible descubrimiento: estaban los tres en el fondo, ahogados. Si habían gritado socorro, nadie los había oído. Debía de haber sucedido muy rápido; quizá uno de ellos se había caído por accidente, los otros habían intentado sacarlo y se habían ahogado también.
Mi madre se desmayó.
Una semana más tarde, cuando el calor estival comenzó a ascender desde el llano, a los pies del castillo, Consuelo murió también.
Mi pobre progenitora se mesó los cabellos y lloró. Entonces recibió una carta horrible de mi padre: la repudiaba. Mi madre pasaba cada vez más tiempo arrodillada delante de su altar privado. Josefa no se separaba de mí y no me permitía comer nada que no hubiese preparado ella con sus propias manos. La criada de ojos almendrados rodó por las escaleras de piedra que conducían a las cocinas; se rompió una pierna y se hizo una brecha tal en la cabeza que ya no pudo volver a caminar bien ni a servir la mesa. Desde su rincón en la cocina mascullaba que alguien la había empujado, pero a los otros criados, igual que a Josefa, la joven no les agradaba, así que la ignoraron.
Se sucedieron unos meses angustiosos mientras la cintura de mi madre seguía ensanchándose. Llegó otro mensajero. Mi padre había desaparecido en altamar una semana después de partir de Sevilla. Al parecer, pese a su experiencia, una ola gigante lo había engullido una noche cuando paseaba por cubierta. En la corte se dirían misas por su alma. La reina, que siempre había sido amable, mandó aviso de que se trasladara a mi madre a palacio para su mayor descanso. Josefa dijo que no podíamos negarnos, que debíamos aceptar la protección que se nos ofreciera. Iniciamos el lento y caluroso viaje por los llanos hasta Madrid. Cuando llegamos, la corte estaba de luto. El príncipe heredero había fallecido. Abundaban los rumores.
Nos asignaron aposentos en palacio, pero, al llegar el invierno, a pesar de las chimeneas y los braseros, las corrientes de aire eran fuertes y hacía mucho frío. Mi madre se movía con dificultad de una estancia a otra, después se encamó. Al mirarla, la veía muy ojerosa y, cuando levantó la mano para acariciarme la mejilla, le noté los dedos hinchados. Se me permitió sentarme a su lado, en silencio, y jugar con los anillos que ya no podía ponerse y que yacían amontonados en la cómoda que había junto a la cama. Cuando las noches se acortaron, iluminaban su alcoba dos velas gruesas, una a cada lado de la cama, que resaltaban un crucifijo de ébano colgado sobre la cama. Las corrientes de aire hacían titilar las velas y la sombra alargada del crucifijo oscilaba como si Cristo se retorciera de dolor. Los anillos de mi madre brillaban a la luz de las velas como ojos de dragón, rojos y verdes. El resto de la estancia estaba en penumbra. Yo imaginaba que algo la acechaba desde la oscuridad, conteniendo el aliento.
Cada noche, cuando Josefa le traía la cena, mi madre le preguntaba: «¿Ha habido respuesta ya?». Ella le insistía en que primero debía comer, hasta que, al final, vencida, mi madre obedecía y tomaba unas cucharadas de sopa, luego daba unos sorbos a la copa de cristal veneciano que contenía un vino dulce con aroma a almendras. Josefa le limpiaba cuidadosamente los labios con una servilleta de lino. Después, noche tras noche, le daba la misma respuesta: «Mañana, quizá».
—¡Vuelve a mandarle aviso, Josefa! Dicen que solo él sabe cómo proceder, cómo enviar a las niñas. Es mi única esperanza.
Josefa me pidió que rezara por que mi madre se recuperase. Yo tomé el rosario y, cerrando los ojos para contener las lágrimas, recé con todas mis fuerzas. Mis oraciones por Consuelo no habían servido de nada, pero una tarde Josefa entró en la alcoba con un semblante más feliz y le susurró algo a mi madre. Me acerqué y pude oír que le decía: «Ha puesto en marcha el asunto, ha mandado a buscar a…». Del resto, no me enteré.
Una sombría noche de final de mes, llovía a cántaros y el viento soplaba con fuerza. La cabeza del Cristo que presidía la cama de mi madre, con su corona de espinas, parecía moverse inquieta de un lado a otro, mientras su cuerpo torturado se retorcía de agonía. Me sobresaltó un extraño gañido procedente del lecho de mi madre, como el que hacía aquel pájaro de múltiples colores que mi padre nos había traído de uno de sus viajes. Los criados lo odiaban, aseguraban que sus graznidos eran infernales, así que lo dejaron en el castillo cuando nos mudamos a Madrid.
A Josefa se le cayó de la mano la copa de vino, que se hizo añicos. Se mandó corriendo a una criada en busca de la comadrona y poco después a por los médicos y un boticario, que entraron desprendiéndose de las capas empapadas. Mi madre no paraba de proferir aquel gañido y yo me tapé los oídos con las manos. Pasó corriendo un cura, acompañado de un muchacho soñoliento que portaba la hostia consagrada. Un paje le tiró del brazo a Josefa y le dijo que alguien aguardaba.
Ella se apartó de la cama, me levantó del suelo, donde estaba arrodillada, y me arrastró hacia la puerta. Supliqué que me dejaran quedarme, pero Josefa me zarandeó y en un brusco susurro me pidió que fuese valiente y me dijo que las oraciones de mi madre por mi seguridad habían recibido respuesta. Estaba allí una monja alta, callada e inmóvil como una estatua, con una capa colgada de un brazo. La desplegó.
—Soy sor Arsínoe —me dijo en voz baja—. No hagas ruido y ponte esto.
Me escapé, pero Josefa agarró la capa y me envolvió en ella tan fuerte que no me podía mover.
—¡Ve con sor Arsínoe! —me ordenó mientras yo forcejeaba y daba patadas—. Si quieres a tu madre, ¡vete enseguida! ¡Márchate!
Me llevó por un pasillo oscuro y una escalera de servicio que conducía a las cocinas y las despensas, luego salimos por una puerta pequeña que se usaba cuando los repartidores traían los víveres. Un carruaje con las cortinas corridas aguardaba bajo la lluvia. La monja me metió dentro y aquí estoy. Josefa y mi madre se han confabulado contra mí y me han enviado aquí. Jamás las perdonaré.