Capítulo 28

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, hacienda El Sol y la Luna, enero de 1554

 

La casa de Salomé, la hacienda El Sol y la Luna, se encuentra a tres días de viaje. Al igual que Salomé y su esposo inca, combina dos mundos, el español y el indígena. Se levanta sobre las ruinas de un palacio inca y, según nos cuenta Salomé, es uno de los múltiples palacios que pertenecieron a la familia de su esposo. Cuando fue destruido por un gran terremoto, se utilizaron las piedras para reconstruirlo al estilo español, en torno a un patio con una fuente. Ella no es en absoluto una dama española refinada como el resto de las esposas de los colonos, sino una mujer hermosa y reflexiva, a tono con la casa, con el lugar.

Junto a la puerta hay una capilla familiar con un altar de piedra y un impresionante retablo de oro y plata, además de tallas de santos con rostros indígenas. La casa propiamente dicha, muy grande y baja, está repleta de colgaduras, a modo de tapices, de lana teñida de hermosos colores, como las que me llamaron la atención en el convento; tiestos de barro y otros objetos indígenas exquisitos, así como candeleros de plata y muebles de madera profusamente tallada como los que suelen encontrarse en estas tierras. La vivienda es tranquila, cómoda y está bien ordenada. Los esclavos y sirvientes hacen su trabajo con sigilo y ademanes menos extravagantes que en otros lugares. En el interior, las estancias conducen unas a otras alrededor de un patio alicatado en el que hay una fuente y muchas flores. Al ver que lo admirábamos, Salomé nos contó que hubo allí en su día un jardín hecho de oro y plata, con flores de piedras preciosas; añadió, con una sonrisa, que ella prefiere los seres vivos y se encarga personalmente de la supervisión del jardín.

No hay nada en Salomé de elegante dama colonial. Viste una especie de túnica nativa de fina lana sobre un vestido más largo y sencillo de algodón que le queda de maravilla. Ya casi tiene el pelo blanco y sus ojos tristes son hermosos y profundos. Se parece mucho a sor Beatriz en su aspecto y en sus modales. Cuando habla, lo hace de forma comedida e inteligente, como su madre.

Una de las estancias es una pequeña biblioteca con espléndidas vistas de las montañas a lo lejos. Pasa buena parte del día allí, leyendo, rezando y escribiendo a su hija, Beatriz, y a su hijo, fray Mateo, todas las novedades de la hacienda: nacimientos, defunciones, bodas de los sirvientes, los indígenas y los esclavos de la finca; las cosechas y los animales, el jardín… Su esposo construyó la biblioteca expresamente para ella. Lleva la viudez estoicamente y no habla de su pena, pero no le hace falta. Le ronda.

Nos recibió a Sancha y a mí muy amablemente. Al día siguiente de nuestra llegada, Sancha fue corriendo a presenciar el alboroto organizado en el jardín, donde los jardineros intentaban atrapar una serpiente venenosa. De un modo que se convertiría en el patrón de nuestros días allí, Salomé se ocupó de los asuntos de su casa, dando órdenes para las comidas, luego me condujo a su estudio para que pudiéramos hablar hasta la hora de la cena, mientras Sancha montaba a caballo o exploraba la zona. Hablamos relajadamente de muchas cosas.

Le dije que me había sorprendido averiguar que sor Beatriz tenía una hija y la puse al tanto de lo relativo a su madre y al convento. Le conté lo buena que sor Beatriz había sido conmigo, cómo me había formado para que fuese su ayudante.

—Parece que vos ocupasteis mi lugar —dijo Salomé—. Me alegro. ¿Y la Inquisición? Se sabe poco de eso. ¿Es verdaderamente tan terrible como dicen?

Contesté que, en efecto, así era y se alarmó al saber que el Tribunal había visitado Las Golondrinas precisamente el día en que nos marchábamos, aunque no le hablé de por qué la abadesa no quería que nos encontrasen allí.

Me llevó un buen rato contarle a Salomé todas las nuevas del convento. No le había sido posible enviar cartas a España, ni recibirlas, hasta que habían llegado los conquistadores y, después de eso, había escrito muchas veces al convento, pero nunca había recibido respuesta. Yo le aseguré que no nos había llegado ninguna carta suya y que hasta que sor Serafina nos había relatado las historias que sus hermanos contaban de las colonias, no habíamos comprendido que nuestras misioneras no habían perecido en el mar ni las habían secuestrado unos piratas.

—Supongo que mi madre no os hablaría de mi padre, ¿verdad? —inquirió Salomé en cierto momento—. A mí nunca me hablaba de él. Imagino que tendría sus razones para guardar ese secreto.

La vi tan triste y pensativa que cambié de tema y le hablé del modo en que don Tomás Beltrán había secuestrado a nuestra amiga. Eso la hizo reír. Me dijo que era muy propio de Tomás hacer una cosa así; que, siendo el único varón de la familia, lo habían mimado tantísimo que había llegado a creer que podía salirse con la suya en todo. Don Miguel se había convertido en su padrino a los dieciséis años. Desde entonces, lo había sacado de muchos aprietos, aplacado a múltiples esposos y padres furibundos y ahora confiaba en que Tomás fuese feliz con una sola mujer. Dándome una palmadita tranquilizadora en la mano, añadió que Marisol parecía una joven de opiniones propias y que tenía entendido que doña Luisa se había tomado el nacimiento de los mellizos como un cumplido personal, pues en su familia eran corrientes los partos múltiples. Esperaba que la pobre Rita, que por fin se había casado, le diese mellizos también.

Otro día le hablé de Pía.

Despertaba cada mañana con la esperanza de que don Miguel apareciese por la hacienda, pero no hubo rastro de él. Salomé me explicó que vivía en su propia ala de la casa, pero que los negocios familiares a menudo lo obligaban a ausentarse durante largos periodos de tiempo. Era evidente que la incomodaba hablar de su ausencia. Creí entender qué me ocultaba. Probablemente don Miguel vivía con alguna querida, quizá incluso con los hijos de ambos, como es costumbre aquí. No volví a mencionarlo. Le tocaba a ella contarme su historia. Había tantas cosas que ansiaba saber. Le costó casi una semana relatármelo todo. Y yo fui anotándolo.

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Salí de España hace más de treinta años en lo que yo creía que iba a ser la aventura de fundar una misión en Gran Canaria. La abadesa había obtenido permiso de la Iglesia para enviar a misioneras a establecer un convento y una escuela para mujeres y niñas aborígenes allí. Creo que las autoridades eclesiásticas accedieron porque los comerciantes musulmanes habían empezado a construir mezquitas y la Iglesia y España querían impedir la presencia musulmana allí.

Yo ansiaba ir y vi atendidas mis plegarias cuando la abadesa me eligió. Mi madre y yo lloramos al despedirnos, pero esperábamos que ella viniese con un segundo grupo de monjas cuando se hubiese establecido la nueva misión. Aún recuerdo lo mucho que me emocionaba el viaje a Sevilla. ¡El mundo que nos esperaba al otro lado de los muros del convento era inmenso! Montañas y valles, granjas, pueblos y campesinos, castillos, ríos, llanuras… ¡y la propia Sevilla! Sor María Manuela, a cargo del grupo, no paraba de decirnos que nos cubriéramos el rostro con el velo.

El barco y el mar nos parecieron maravillosos al principio. Era agradable surcar el océano mientras la brisa nos acariciaba el rostro, pese a que los marineros no paraban de señalar al horizonte y decirnos que aquel era el «mar de niebla y oscuridad», donde habitaban criaturas marinas sobrenaturales que se alimentaban de los navíos que el viento llevaba hasta ellas. Nos tranquilizaron diciéndonos que Gran Canaria estaba a menos de diez días de distancia y que no había nada que temer. Sin embargo, a la mañana siguiente, el cielo se había oscurecido y, de pronto, nos sobrevino una terrible tempestad, con rayos y fuertes vientos, y nos vimos encerradas en la bodega mientras las olas azotaban la cubierta.

Aún recuerdo la terrible experiencia. No había luz allí abajo y no sabíamos si era de día o de noche. Entretanto, el barco se estremecía con los embates de las olas. No parábamos de vomitar; el agua del mar se había colado en nuestro camarote y la pestilencia y el frío nos rodeaban por todas partes. Lo peor de todo era que sabíamos que el viento nos había arrastrado al «mar de niebla y oscuridad», cuyos peligros nos habían descrito los marineros. Mientras transcurrían aquellas horribles horas, que después fueron días, yo pensaba en mi madre y rezaba para que no se culpase por haberme dado permiso. Caímos en la cuenta de que jamás llegaríamos a Gran Canaria y procuramos animarnos unas a otras para hacer frente a la muerte con valentía. La tempestad se extinguió tan súbitamente como había llegado y el capitán abrió de pronto la escotilla.

—¡Hermanas! ¡La tempestad ha pasado y Gran Canaria se ve ya en el horizonte!

Cuando el aire y el sol entraron en la bodega, nos pareció un milagro. Subimos con dificultad a cubierta y vimos tierra a lo lejos y a los marineros postrados en oración, a la manera musulmana, abandonando cualquier fingimiento de cristianismo tras verse por fin libres de tan horrible experiencia. También nosotras nos arrodillamos y dimos gracias. Al terminar, observamos que cuanto más nos aproximábamos a tierra, más perplejo parecía el capitán. Desde luego no era el concurrido puerto del que los marineros nos habían hablado. Después de atracar en una cala desierta, trató de averiguar, con la ayuda de sus cartas de navegación, dónde podíamos encontrarnos. Los marineros se dispusieron a evaluar los daños sufridos por el buque y hallaron agua dulce en tierra. Esa noche nos dimos un banquete de pescado asado en la hoguera y de extrañas frutas que crecían en los márgenes de la selva. En unos días habíamos recuperado todos las fuerzas y el capitán y algunos de los marineros de mayor edad permanecieron despiertos hasta avanzada la noche para resolver, con la ayuda de las estrellas, adónde habíamos ido a parar.

Una tarde, salió de la selva un grupo de hombres pintados que nos atacaron con arcos y flechas e hirieron de gravedad al capitán. Volvimos a toda prisa al barco y navegamos por la costa, tan cerca como se atrevían a hacerlo los marineros; nosotras nos encargamos, por turnos, de vigilar que no hubiera arrecifes bajo el agua.

Tras haber logrado eludir a la muerte en altamar, al parecer, pereceríamos cerca de tierra, aunque nadie supiese qué tierra era aquella. Algunos creían que India, otros pensaban que China. Por el camino, diversas tribus nos recibían con hostilidad cada vez que intentábamos acercarnos a la orilla; además, la herida del capitán se enconó. Le sobrevino la fiebre y, tendido en su camarote, se debatía entre la consciencia y la inconsciencia. Nosotras llevábamos nuestras medicinas y lo tratamos lo mejor que pudimos, pero el pobre capitán terminó muriendo en medio de una gran agonía. Al día siguiente, después de que arrojaran su cuerpo por la borda, estalló una disputa entre los que creían que debíamos seguir adelante y los que pensaban que habíamos de regresar. La disputa se solventó cuando vimos que nos aproximábamos a un angosto istmo y se acordó regresar; justo cuando el navío viraba, detectamos una gran masa de agua que se revolvía sobre sí misma por el camino del que veníamos. El vigía dio la voz de alarma y la orden de volver a virar de inmediato. Aquello era una trampa del diablo que se llevaba a los barcos y a los hombres directamente al infierno. Los marineros se abalanzaron sobre las maromas y tiraron con todas sus fuerzas para volver las velas. El barco cambió de rumbo justo a tiempo y se lanzó de nuevo hacia el istmo a tal velocidad que no nos quedó otra opción que seguir adelante.

Avanzamos despacio por otra costa hasta que despertamos al alba, cuando el buque encalló en una roca sumergida y empezó a entrar agua por un agujero en la quilla. Entre todos, achicamos como pudimos y esperamos casi todo el día antes de desembarcar, para ver si nuestra presencia atraía a los aborígenes. Habían pasado muchos días desde que comiéramos el pescado; necesitábamos agua dulce y estábamos agotados de achicar.

Al final de la playa, encontramos un arroyo bajo los árboles. Estos estaban forrados de plantas trepadoras y el aire estaba plagado de sombras y silencio, la llamada de extrañas aves y los sonidos de animales o reptiles que se movían por la maleza. Aunque no vimos a nadie, notamos una presencia cerca del arroyo, así que bebimos rápido, llenamos de agua los odres y volvimos a toda prisa. Los marineros estaban ocupados preparando una hoguera y pescando; decidiendo cuál era el mejor modo de reparar las velas desgarradas y tapar el agujero de la regala. Los daños eran mayores de lo que habían pensado y, con tristeza, señalaron que las reparaciones llevarían días. Descargaron nuestros bultos y baúles y extendimos su contenido casi mohoso para que se secase al aire y al sol. Más allá de la playa, se veían montañas de cumbres nevadas, una detrás de la otra, recortadas sobre un intenso cielo azul. De no haber estado aterradas, perdidas y hambrientas, nos habría parecido una magnífica vista, pero, en aquellos momentos, andábamos muy bajas de ánimo.

El sol empezó a ponerse y las mujeres nos apresuramos a recoger leña de los márgenes de la selva. No detectamos a los guerreros que se aproximaban. Cuando quisimos alzar la vista, nos habían rodeado.

Eran hombres robustos, altos y musculosos, de pelo oscuro y piel tostada, lampiños. Llevaban una especie de uniforme o librea, túnicas idénticas y paños enroscados en la cabeza, como los llevan los musulmanes. Su comandante era el más alto del grupo. Tenía rasgos fuertes y hermosos y llevaba un casco con forma de cabeza de animal, con la boca abierta en una especie de gruñido. La luz de nuestro fuego titiló sobre su piel bronceada, sus escudos y lanzas de puntas de oro y los grandes discos de oro en forma de soles que colgaban de las orejas del comandante. Daba miedo verlos, pero se limitaron a mirarnos fijamente, sin hacer ningún movimiento, ni atacarnos, ni hacernos daño. En su lugar, señalaron el barco y conversaron entre ellos; sin embargo, cuando el comandante nos vio allí acurrucadas, percibí comedimiento y cortesía. Sus ojos eran oscuros e intensos; su pecho, muy ancho.

—¡No los mires así, Salomé! —espetó al fin sor María Manuela, asestándome un codazo—. ¡Cierra la boca!

El comandante y sus hombres rodearon a los marineros aterrados, que, por señas, intentaron explicarles de dónde veníamos. El comandante nos señaló entonces a nosotras y los marineros negaron con la cabeza y gesticularon enérgicamente para darles a entender que no éramos sus mujeres. Uno de la tripulación nos señalaba y después alzaba la mano al cielo, una y otra vez.

—Arrodillaos y rezad; demostrádselo —nos gritó otro.

Eso hicimos, juntando las manos y agachando la cabeza con teatralidad, mientras los marinos seguían señalando al cielo.

Entonces los aborígenes levantaron también las manos al sol que se ponía. Los marineros asintieron con la cabeza y nos señalaron, luego al sol poniente. Después, a sí mismos, a continuación a los otros hombres, y negaron con la cabeza. Hicieron señas con las manos como de personas pequeñas —niños, supusimos—, volvieron a señalarnos y negaron con la cabeza. Los indígenas los miraron desconcertados y hasta habría resultado divertido si no hubiésemos estado tan asustadas. Por fin, uno de los marineros se señaló la bragueta e hizo una burdo movimiento de balanceo; a continuación, negó con la cabeza y nos señaló a nosotras. Después volvió a señalar al sol poniente. El comandante hizo un aspaviento, retrocedió, espetó una orden y, para alivio nuestro, los guerreros desaparecieron.

En la playa, la tripulación hizo fuego y nos preparó un sitio para dormir a cierta distancia del suyo. A primera vista, los marineros nos habían parecido mucho más rudos que los pocos hombres —curas, peregrinos y mendigos— que habíamos visto en el convento, tanto que nos inquietaba nuestra convivencia con ellos, pero, a medida que los fuimos conociendo, averiguamos que la mayoría provenían de familias de conversos y presumían de que los musulmanes eran los mejores navegantes. Insistían en que el honor los obligaba a considerarnos sus hermanas.

Esa noche los oímos hablar de qué hacer cuando hubieran finalizado las reparaciones: si seguir navegando con la esperanza de hallar alguna tierra conocida o si dar la vuelta y hacer frente de nuevo al «mar de niebla y oscuridad». También hablaron de si sería más seguro para nosotras que nos quedáramos allí mientras ellos buscaban la ruta más conveniente y que después volvieran a buscarnos o era preferible que corriéramos los mismos riesgos que ellos. Todos coincidieron en que no podían dejarnos allí solas y decidieron echar a suertes qué tres de ellos nos acompañarían.

Mientras discutían, nos apiñamos para darnos calor y tuvimos nuestro propio debate. La tripulación del barco ya era escasa de por sí. No nos parecía correcto separar a los hombres y poner en peligro sus posibilidades de regresar con sus familias. Finalmente decidimos que debían dejarnos allí. Sor María Manuela afirmó que los aborígenes no nos habían hecho daño; quizá pudieran cobijarnos. Las otras tres hermanas estuvieron de acuerdo y afirmaron que debíamos confiar en Dios y quedarnos. Las seglares, una por una, declararon que se atendrían a la decisión de las monjas y que las novicias debían hacer lo mismo. Sin embargo, las otras novicias lloraron y manifestaron su deseo de volver. Yo estaba dispuesta a confiar en el comandante.

Enmudecimos todas. Mantuve el cuaderno a mi lado en todo momento, junto con la estilográfica y la última pastilla de tinta envuelta en el bolsillo de mi hábito. Abracé el cuaderno contra mi pecho y, escondiendo las manos en las mangas del hábito, traté de meditar sobre algo que no fuese el recuerdo del hermoso rostro del comandante, de sus brazos musculosos y sus anchas espaldas. Los marineros se durmieron por fin y nosotras seguimos vigilando, de espaldas al fuego, para calentarnos. El hambre nos hacía notar más el frío. Habíamos comido tan poco en las últimas semanas que nos flojeaban los dientes en la boca.

Entonces, sin que oyéramos ni un solo ruido, alzamos la vista y nos encontramos rodeadas. Un grupo silencioso de mujeres indígenas vestidas con túnicas nos observaban intrigadas. Como los hombres que nos habían visitado antes, eran guapas y altas e iban muy derechas; tenían una piel bronceada que resplandecía a la luz del fuego, el pelo oscuro, miradas firmes y ademanes tranquilos. No iban armadas, pero llevaban unas capas colgadas del brazo. Nos hicieron levantarnos y nos echaron las capas por los hombros. Estaban hechas de algún tejido maravilloso, extraordinariamente suave y cálido.

Luego, nos rodearon con el brazos y se nos llevaron. Aturdidas por el frío y el sueño, no avisamos a la tripulación hasta que fue demasiado tarde y, para entonces, las mujeres ya nos habían internado en la selva, por la que llegamos a un edificio bajo de piedra cuya entrada estaba iluminada por grandes antorchas. Parecía una especie de palacio indígena. En el interior, muchos fuegos producían reflejos danzarines en los objetos de oro y plata colocados por las estancias. Las paredes estaban cubiertas de tejidos de muchos colores y diseños y el mismo tejido cubría algunos divanes bajos en una estancia interior en la que nos sentaron. La sensación de calor casi resultaba lacerante para nuestras extremidades doloridas.

Nos trajeron unos cuencos de gachas con tiras de algo que parecía cuero y resultó ser una carne seca, como de cordero; extraño, pero delicioso, aunque lo deshicimos con la lengua en lugar de masticarlo, por lo mal que teníamos los dientes. Trajeron también frutas de brillantes colores, dulces y con mucho almidón, y cuencos de plata con una bebida amarga y caliente que nos hizo sentir algo mareadas, aunque revitalizadas. «Chicha», murmuró la mujer. Ignorábamos si aquel era el nombre de la tribu o una especie de bienvenida; luego nos enteramos de que era la bebida favorita de aquellas tierras.

No sabíamos si alegrarnos o asustarnos con tantas atenciones. Al final, nos llevaron a una estancia con sofás donde había apilados unos cobertores delicadamente tejidos y nos dejaron dormir, algo que hicimos de inmediato, y profundamente. ¡Cuánto esplendor entre los indígenas! Lo último que recuerdo haber pensado fue que menos mal que llevaba el cuaderno conmigo en el momento en que habían aparecido las indígenas. Aún lo tenía cuando me quedé dormida.

Al día siguiente, no fuimos capaces de decidir si éramos prisioneras o invitadas. Tratamos de comunicarnos por señas, pero la única respuesta de aquellas mujeres fue señalar al cielo. Asentimos enérgicamente con la cabeza y señalamos al cielo y después a nosotras mismas, como para indicar que servíamos a Dios, que está en el cielo. Las mujeres asintieron también y hablaron entre ellas en su idioma. Durante la siguiente semana, nos dejamos cuidar y dormimos casi todo el tiempo.

Transcurrida la semana, ya estábamos completamente recuperadas y ansiosas por regresar con los marineros. Trajeron unas literas cubiertas, llevadas por unos hombres que apartaron la mirada asustados mientras nos acomodaban en ellas. Se cargaron las literas a los hombros, pero pronto descubrimos que, en lugar de volver con los marineros, ¡nos adentrábamos en las montañas! Así pasamos días, deteniéndonos cada noche en casas, como refugios, a los que las mujeres que caminaban detrás de nuestras literas se habían adelantado para preparar fuegos, comida y camas. Llegamos a las estribaciones de las inmensas montañas de cumbres nevadas cuyas faldas estaban abancaladas y ocupadas por huertos y jardines, igual que en Andalucía, y unos extraños animales de largo cuello nos miraron con ojos humanos cuando pasamos por delante. Para entonces, ya estábamos preocupadas y horrorizadas.

Por fin, vimos edificios a lo lejos. Cuando nos acercábamos a las afueras de lo que parecía una ciudad indígena, vino cantando hacia nosotras una gran procesión de mujeres mejor vestidas que las que nos habían acompañado. Al apearnos de las literas, los cánticos se hicieron más enérgicos y se nos condujo al interior del edificio, que, curiosamente, parecía hecho a partir de un solo bloque de piedra macizo. Sin embargo, al examinarlo, comprobamos que se trataba de pequeñas piedras extraordinariamente cortadas para que encajaran entre sí a la perfección. Dentro había el mismo tipo de tapices que ya habíamos visto en la primera casa, así como exquisitos adornos de oro y plata por todas partes. Como anteriormente, teníamos muchas mujeres a nuestra disposición. Entonces llegó una alta y guapa con dos niñas bonitas y elegantes, de unos ocho y diez años, que se parecían a ella, las tres vestidas con refinadas prendas y con multitud de adornos de oro y plumas.

Supusimos que éramos las invitadas de honor de una dama de elevada posición: una reina o una princesa, quizá. Aquella elegante señora habló mucho rato y, aunque no entendíamos sus palabras, su elegancia era manifiesta. Agitó las manos como abarcando el palacio y su contenido. Luego ella y sus hijas se retiraron de forma majestuosa; todas las indígenas y las esclavas se postraron a su paso. En comparación, nuestras reverencias parecían fuera de lugar.

Esa noche, tras una copiosa y deliciosa comida, rezamos nuestras oraciones y nos acomodamos en nuestros sofás para dormir. Pasamos la noche oyéndonos unas a otras dar vueltas y suspirar: estábamos inquietas y muy preocupadas por los pobres marineros.

Entonces Dios nos envió una señal. A la mañana siguiente, después de nuestras oraciones, oímos aquel gorjeo que nos era tan familiar. «¡Golondrinas!», exclamamos llenas de gozo. Siguiendo el canto de las aves, descubrimos un jardín donde aquellos pájaros tan queridos brincaban entre plantas lustrosas y flores de vivos colores como nunca las habíamos visto, exuberantes y extrañamente relucientes. Una de las novicias se agachó para arrancar una flor y apartó la mano enseguida con un aspaviento. ¡El jardín estaba hecho de oro, plata y piedras preciosas!

—Aquí no hay alimento para vosotras —les dijo sor María Manuela enérgicamente a las golondrinas—. Tendremos que esparcir migas de pan. Me parece, hermanas, que Dios nos está enseñando una lección: si estas aves no pueden subsistir de oro y piedras preciosas, nosotras no podemos hacer la labor de Dios si nos entregamos al lujo y al confort. El Altísimo debe de habernos conducido aquí en lugar de a Gran Canaria para que fundemos en esta tierra nuestra misión. Debemos recuperar un estilo de vida propio de unas monjas, aprender el idioma de los indígenas y ser de utilidad en este lugar.

Sus fortalecedoras palabras nos recordaron nuestro deber. Nuestros primeros intentos de ayudar en las tareas de la casa fueron rechazados por nuestras escandalizadas sirvientas y esclavas. Pese a su evidente empeño por satisfacer nuestros deseos, procuraron impedir que realizásemos tarea alguna, por liviana que fuese. Para su consternación, persistimos en nuestro empeño y, en los días que siguieron, mientras ayudábamos, preguntábamos los nombres de las cosas —mujeres, agua, comida, animales, ropa, lavar, dormir, sol, lluvia, etcétera— en un idioma que, por lo que entendimos, se llamaba «quechua». Después de nuestras oraciones vespertinas, compartíamos con las demás lo que habíamos aprendido y, poco a poco, empezamos a ser capaces de conversar con las mujeres. La palabra más importante del idioma era, al parecer, «inca», que equivalía al país, a su pueblo y a su rey, todos los cuales eran uno.

Nos habíamos dejado nuestras pertenencias aireándose en la playa y ya habíamos perdido la esperanza de volver a verlas, pero un día, para regocijo nuestro, las sirvientas nos trajeron los baúles. Nos sorprendió descubrir que estaba todo en su sitio: nuestros vestidos, combinaciones y zapatos de repuesto; los misales y rosarios; el maletín de las medicinas; las estilográficas y la tinta; el libro sobre hierbas y el tratado de medicina… Enseguida colgamos el crucifijo de sor María Manuela en la pared de nuestra estancia principal y tuvimos la sensación de que ya estábamos un poco establecidas. Dimos las gracias a las mujeres e intentamos expresarles el alivio que nos producía que no nos hubieran robado nuestras cosas. Las indígenas no entendían lo que significaba «robar». Cuando logramos explicárselo, se mostraron asombradas e insistieron en que, en la Tierra de los Cuatro Cuartos, como llamaban a su país, nadie se llevaba jamás algo que no le perteneciera.

Nuestra ignorancia era una fuente constante de asombro para las sirvientas. Poco a poco aprendimos que los incas adoraban a muchos dioses, de los que el sol era el soberano supremo, y al rey de los indígenas lo llamaban Sapa Inca. Creían que era el todopoderoso hijo del dios Sol y lo veneraban de una forma casi inexpresable. Las novicias se mofaron de esto, que consideraban una mera superstición pagana.

—Pensad en lo rápido que desciende el frío en cuanto se pone el sol, aun en los días calurosos —dijo, en cambio, una de las seglares—. No es sorprendente que su religión se centre en el sol y que crean que sin él el mundo entero sería tan frío y oscuro como las noches que pasamos en la playa.

No obstante, tardamos algún tiempo en conseguir que nuestras conversaciones con las mujeres nos permitieran comprender el motivo de su excepcional recibimiento y de qué modo podríamos servir mejor a Dios en aquel lugar.

Supimos que había una especie de religiosas indígenas, las Vírgenes del Sol, que se entregaban al dios Sol desde niñas. Las jóvenes de noble cuna vivían una vida de estricto aislamiento en su extraordinaria casa, situada entre el palacio real y el gran templo, del mismo modo que los conventos, a menudo, se encuentran ubicados cerca de una iglesia. Cada año había una gran ceremonia en honor al dios Sol, con una procesión religiosa encabezada por el mismísimo Sapa Inca, seguida de un banquete, bailes y sacrificios. Las Vírgenes del Sol dedicaban su vida a tejer los exquisitos paños de las galas reales y a fabricar la bebida de hidromiel para las ceremonias; vivían solo con otras mujeres, les servían mujeres vírgenes y jamás se les permitía ver a un hombre ni abandonar la casa. Pertenecían toda su vida al Sapa Inca, su emperador, el sol en la tierra con forma humana. El Sapa Inca era el único hombre que podía ver a estas vírgenes cara a cara, si bien, por lo general, no solía ejercer ese privilegio.

Para cualquier otro hombre, posar los ojos en una virgen constituía una ofensa al Sol y conllevaba terribles castigos. A la doncella se la enterraba viva y al ofensor se le colgaba; se mataba a su familia y a sus vecinos, se aniquilaba a todos sus animales, se asolaba el pueblo y se inutilizaban sus campos y sus cosechas.

Aquellas normas se relajaban en las regiones en las que se dividía la tierra, donde había casas de vírgenes menores que también vivían aisladas de los hombres y trabajaban para la familia real inca, pero, de cuando en cuando, el Sapa Inca elegía concubinas entre ellas o las regalaba como esposas y concubinas a sus aliados. Por lo general, esas vírgenes menores servían durante un tiempo y luego volvían con gran honor a sus hogares y, a menudo, se casaban.

Nuestro grupo, al parecer, encajaba en una categoría de vírgenes a medio camino entre las dos. En nuestro primer encuentro con los guerreros en la playa, los obscenos gestos de los marineros les habían dado a entender no solo que éramos vírgenes del dios Sol sino que además había sido él mismo quien nos había enviado por el agua hasta la Tierra de los Cuatro Cuartos a bordo de un artilugio de grandes velas, acompañadas de guardianes sobrehumanos en forma de hombres corrientes. El comandante había ordenado que se nos diese la bienvenida como correspondía a las doncellas del dios Sol, y a los guerreros, que no matasen a los marineros. Al contrario, les había enviado comida y esclavos para que los ayudasen a reparar el buque, tras lo cual los marineros habían partido. Rezamos por que hubieran llegado a casa sanos y salvos.

Éramos objetos de curiosidad y veneración y, esperábamos, concubinas poco probables. La hermosa mujer que había venido a vernos con sus hijas no era la reina, sino la esposa del comandante. Ambos tenían sangre real inca y era costumbre que esas mujeres mantuviesen estrechos vínculos con las Vírgenes del Sol, del mismo modo que la reina española era mecenas de Las Golondrinas.

Sin embargo, pese a la hospitalidad que se nos demostró, supimos que aquel no era un pueblo manso. Se sacrificaba a muchas personas durante las grandes ceremonias, sobre todo a los cautivos de guerra, y, en tiempos de hambruna u otras penurias, sus sacerdotes elegían a las niñas más hermosas de las familias nobles y se las llevaban a las montañas, donde eran ungidas y bendecidas y después sacrificadas para que mediaran entre los dioses y rogaran por los humanos.

Sor María Manuela llegó a la conclusión de que Dios nos había enviado allí para que pusiéramos fin a esa práctica. Sabíamos que debíamos dar ejemplo de vida virtuosa para poder ejercer alguna influencia en aquel pueblo. Ordenó a las mujeres que nos servían que prescindieran de los banquetes diarios en platos de oro e insistió en que comeríamos tan sencillamente como los campesinos: gachas de maíz con verduras y frutas. Los adornos, las copas y los platos de oro y plata se cambiaron por sencillos cuencos de loza, si bien conservamos los hermosos tapices de las paredes porque caldeaban las estancias. Diseñamos nuevos griñones de sencillas telas indígenas y remendamos nuestros hábitos. Nuestros días estaban bien organizados y tenían una finalidad.

La preferencia por la vida sencilla fue bien recibida. El siguiente paso era que nuestras sirvientas supieran que, en nuestra tierra, las vírgenes debían servir a Dios no tejiendo tapices sino enseñando; ayudando a los pobres; cuidando a los desvalidos, los mutilados y los huérfanos; discurriendo medicinas y curas, e instruyendo a las jóvenes sobre ese modo de ayudar a los demás. Dedujimos que nuestro inusual comportamiento como vírgenes se toleraba porque el dios Sol nos permitía ciertas licencias que no se autorizaban a las vírgenes indígenas.

Eso nos animó a dar un paso más que habíamos decidido que era necesario si no queríamos que se nos recluyera en contra de nuestra voluntad. Mandamos avisar a la esposa del comandante de que era costumbre de nuestras vírgenes mezclarse con el pueblo, pues Dios nos protegía, y que ningún hombre había sufrido nunca daño alguno por mirarnos. Le pedimos que intercediera por nosotras ante los sacerdotes. Al cabo de un tiempo, nos llegó su respuesta: como habíamos demostrado nuestra virtud, nuestras costumbres, aunque desconocidas para los incas, se respetarían. Poco a poco, fuimos aventurándonos a salir, con cautela, del edificio.

Convertimos una de nuestras estancias en capilla. La forramos con los más exquisitos tapices de la casa, transformamos en altar un bloque de piedra labrada del jardín y colgamos encima de él un crucifijo. Usamos un precioso cuenco indígena de plata martillada como fuente de agua bendita y, en lugar de velas, antorchas como las que usaban los indígenas. Como solía hacerlo la abadesa, sor María Manuela nos confesaba, y los indígenas la llamaban mamacunya, vocablo con el que designaban a la superiora de sus vírgenes. En el año de Nuestro Señor de 1526, decidimos que debíamos consagrarla oficialmente como primera madre superiora de las Hermanas Santas de Jesús de la Tierra de los Cuatro Cuartos. Fue el primer oficio celebrado en nuestra pequeña capilla e invitamos a las damas de la casa real, incluidas la esposa y las hijas del comandante.

Las damas incas acudieron ataviadas como correspondía a una importante ceremonia, con hermosas y larguísimas túnicas bordadas, joyas y plumas, y observaron y escucharon con atención, satisfechas de ver que nuestras vírgenes también tenían ceremonias. Vestimos hábitos nuevos y cantamos los salmos, himnos y oraciones de la consagración. A las visitantes pareció agradarles nuestro coro, si bien les extrañó la ausencia de instrumentos y bailarinas, que siempre acompañaban sus ceremonias. Cuando llegó el momento de consagrar a sor María Manuela, la rodeamos todas y, una por una, fuimos posando las manos en su cabeza. Ya era, oficialmente, nuestra superiora.

Después, la reina y todas las damas se retiraron y no tomaron parte en nuestro sencillo banquete de celebración. Sin embargo, todas nos sentimos profundamente satisfechas, como si, de algún modo, hubiésemos establecido nuestra presencia de forma oficial. Convertimos en enfermería dos de nuestras estancias y estas pronto fueron llenándose de casos para los que los médicos locales carecían de paciencia y competencia: en su mayoría, niños desfigurados o con sus facultades mentales disminuidas; algunos lisiados y varias ancianas viudas y sin hijos. En una tierra en la que todos eran responsables del bienestar de los demás, nuestros esfuerzos tuvieron muy buena acogida.

Aun así, procedimos con cautela, pues considerábamos que, hasta que llegaran los españoles, nuestras palabras y nuestros actos iban en contra del modo en que se hacían allí las cosas. La gente vivía de una manera que nos recordaba a los panales que las monjas teníamos en España, con sus obreras y sus abejas reina. Los campesinos trabajaban duro en los campos para el Sapa Inca. Las autoridades locales se aseguraban de que todas las familias tuvieran lo suficiente para cubrir sus necesidades y, si una familia caía enferma o no podía trabajar, otros cuidaban de sus campos hasta que se recuperaban. Se castigaba a las autoridades si alguno de los que estaban bajo su supervisión pasaba hambre, iba desnudo o estaba desamparado. Las parejas jóvenes recibían lo necesario para casarse. Nuestro cuidado de los enfermos crónicos, los tullidos, los ancianos o los que estaban demasiado enfermos para trabajar constituía una contribución al bienestar general, si bien debíamos evitar cualquier cosa que pudiera considerarse un intento de usurpar la autoridad de los sacerdotes.

Después de dos años, pudimos valorar satisfactoriamente nuestros progresos. Habíamos plantado un herbario y empezado a estudiar las medicinas y enfermedades indígenas predominantes con el fin de expandir nuestra botica. Habíamos convertido en escuela una estancia; teníamos un pequeño rebaño de cabras, algunos patos y habíamos comenzado a crear un huerto cuando las indígenas escandalizadas se empeñaron en hacerlo por nosotras. Plantaron semillas de calabaza, maíz y brotes de un tubérculo llamado «patata», que estaba delicioso asado al carbón. Las golondrinas hicieron nidos en el tejado y sus cantos nos recordaban a España.

Intentamos persuadir a los nobles de la región para que trajeran a sus hijas a nuestra escuela, pero solo lo conseguimos con las del comandante, porque su padre quería que aprendieran a leer y escribir en nuestro idioma. Eran unas niñas deliciosas: muy guapas, muy listas y muy dulces. Sabían hacer cálculos y sumas muy rápidamente, sirviéndose de un trozo de cuerda repleto de nudos, y nosotras les enseñamos a leer y a escribir en español con la ayuda de las vidas de los santos. Les encantaban las historias de los mártires, cuanto más cruentas, mejor.

En una hornacina del aula escolar, guardábamos nuestros seis valiosos libros de España: tres misales que habían sobrevivido al remojo y, salvo por unas cuantas páginas, estaban intactos; un devocionario iluminado; un libro sobre la destilación de hierbas, y otro sobre el tratamiento de enfermedades. El de las hierbas lo usaba yo para enseñarles latín.

Aunque habíamos consagrado a la madre María Manuela, aún debíamos llevar a cabo una ceremonia similar para que las cuatro novicias hiciésemos nuestros votos definitivos. Me dolía en el alma recordar lo mucho que había deseado que mi madre estuviese presente en aquel momento, pero eso no se podía arreglar. Ya habíamos iniciado los preparativos y esperábamos tan solo la llegada de las dos seglares. Nos habían dejado para viajar a una aldea lejana donde una enfermedad peculiar que los médicos locales no entendían había causado muchas muertes y debilitado a toda la población hasta tal punto que no podían plantar sus cosechas.

Consultamos nuestros libros y nos pareció que podría ser algo provocado por las lluvias y el frío constantes de esa época del año. Para sorpresa nuestra, se nos permitió probar uno de nuestros remedios a base de plantas medicinales, indicio claro de que habíamos logrado ganarnos un poco más la confianza de los indígenas. Así que las seglares reunieron los medicamentos y partieron.

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Sin embargo, nuestra consagración no tuvo lugar como esperábamos. Ay, las pobres seglares se ahogaron al volcar su balsa durante el viaje de regreso. Fue un doloroso golpe para nuestra pequeña congregación y no teníamos ánimo para gozosas celebraciones. Las recordamos en nuestras oraciones y albergamos la confianza de que, con el tiempo, nuestras filas se verían aumentadas por jóvenes de la región que descubrieran su vocación. A las hijas del comandante se unieron en el aula otras cinco jóvenes nobles. Nobles o no, había muchas risitas y, con la pérdida de dos pares de manos, estábamos aún más ocupadas que antes.

Continuamos posponiendo nuestra profesión. La muerte de las dos seglares vino seguida de otro desastre: una tremenda hambruna. Durante un año entero no hubo lluvias y fue terrible ver cómo se marchitaba el maíz sin madurar. Los tubérculos, que eran un alimento esencial, se estropearon y la caza desapareció. Cuando los almacenes se vaciaron, el pueblo empezó a sufrir. Compartían lo que había, pero muchos morían. Siguió otro año malo. Todos adelgazaron y se debilitaron. Los niños tenían los vientres inflamados e iban lánguidos en los cabestrillos que sus madres llevaban a la espalda. Los animales perecían en los caminos por falta de forraje.

Entonces empezamos a ver y a oír procesiones de sacerdotes que se adentraban en las montañas. Las mujeres de servicio de nuestra casa nos confirmaron que llevaban niñas para sacrificarlas y rogar así a los dioses el fin de la hambruna.

Antes de la hambruna, habíamos intentado la delicada tarea de persuadir a los sacerdotes y oficiantes de que pusieran fin a aquella horrible práctica, alegando que, en lugar de sacrificar a las niñas a los dioses, resultaría más útil que nos las entregaran para que intercediesen ante el cielo. Aunque, por lo general, los sacerdotes tenían una buena disposición hacia nosotras, esta vez se enojaron y nos advirtieron que nuestra insolencia ofendería aún más a los dioses. Fue horrible tener que mantenernos al margen sin poder hacer nada.

Luego vino la esposa del comandante a darnos la noticia e intentar convencernos de que aquello era un honor: los sacerdotes habían elegido a las hijas del comandante para sacrificarlas. ¡Pobre madre! A las niñas se les permitía que nos hicieran una última visita de camino a las montañas y su madre nos suplicó que las animáramos, que les diéramos fuerzas para lo que las esperaba. Esas eran las normas de su tierra y de su dios. Al enfrentarse a nuestra reacción a la noticia, pese a ser una mujer orgullosa, estuvo a punto de derrumbarse. El comandante y ella no tenían más hijos.

Aguardamos con tristeza la visita de despedida de aquellas dos niñas tan queridas. No tardó en llegar. Tras un día largo y seco, trabajábamos en el huerto, intentando acabar con los gorgojos que se comían lo poco que la sequía nos había dejado, con un ojo en el camino, como siempre, expectantes. Aquel día estaba siendo anormalmente tranquilo; hasta las golondrinas habían interrumpido su canto. Estábamos todas inquietas. Entonces oímos a lo lejos los horribles tambores que marcaban el periplo de los sacerdotes y las hijas del comandante hasta las montañas. Se vio entonces a la procesión, con sus banderolas al viento, y las dos niñas en el centro. En medio de aquel inusual silencio, los tambores y los cánticos resultaban tan crudos y crueles como si dieran la bienvenida al mismísimo Satanás.

A la puerta de nuestra casa, cesaron los cánticos y las dos niñas se apartaron de la procesión y se acercaron donde las esperábamos. Sonrientes, nos abrazaron una a una. Tenían los ojos brillantes y chispeantes y parecían en trance. Sabíamos que les habían dado la bebida especial que preparaba a las víctimas. Casi sobrepasadas por la pena de aquella despedida, procuramos satisfacer los deseos de su madre. A los incas les encantaban las flores y, pese a la sequía, habíamos encontrado unas cuantas que regalar a las niñas cuando llegase el momento.

La madre María Manuela se volvió a tomarlas de un tarro de arcilla con agua. Las estaba sacando del recipiente cuando este empezó a vibrar por su cuenta. La superiora gritó y se apartó y el tarro cayó al suelo y se hizo pedazos. De pronto, el suelo comenzó a temblar y rompió el silencio un estruendo que se convirtió en un horrible fragor. La tierra se sacudió con tal violencia que salimos disparadas por el huerto. La procesión se deshizo: los sacerdotes y los habitantes del pueblo gritaban mientras caían sobre nosotros rocas desprendidas de las montañas.

Agarramos a las niñas drogadas y corrimos al interior de la casa. En cuanto entramos, la tierra se sacudió de nuevo y siguió una estrepitosa lluvia de piedras, luego el estruendo de pedruscos mayores estrellándose en el edificio y avalanchas de tierra y rocas. Las aterradas sirvientas entraron a prisa detrás de nosotras en la capillita adonde habíamos llevado a las niñas y donde rezábamos arrodilladas alrededor de la madre María Manuela. Sostenía en alto el crucifijo para que todas pudiéramos descansar los ojos en él en el instante de nuestra muerte. Fuera, atronaba el desprendimiento de tierras y sabíamos que la avalancha estaba atrapando, aplastando y matando a personas y animales y que a nosotras nos esperaba idéntico destino en cualquier momento, pues la casa se estremecía y se revolvía. Cedió parte del tejado y se estrellaron cosas contra las paredes. Luego el suelo dejó de agitarse, pero justo cuando empezábamos a mirarnos unas a otras, maravilladas de nuestra supervivencia, hubo otro movimiento que desencadenó más derrumbes.

Lo mismo sucedió a intervalos durante toda aquella larga y terrible noche, por lo que no nos atrevimos a salir de la capilla para ver qué ayuda podíamos prestar. Permanecimos todas muy juntas, con las niñas entre nosotras; las sirvientas rezando a sus dioses y nosotras al nuestro.

Cuando por fin nos atrevimos a salir, a la mañana siguiente, nuestros ojos se toparon con un espantoso panorama. Casas, graneros vacíos, establos y campos… pueblos enteros habían desaparecido, enterrados bajo una tonelada de rocas y tierra. Vimos cuerpos o partes de cuerpos de personas y animales y jirones de las banderolas que llevaban los sacerdotes el día anterior. Hicimos todo lo posible por encontrar supervivientes, pero no éramos lo bastante fuertes como para conseguir mucho. Un día después llegó una partida de soldados para llevar a cabo el rescate, pero los trabajos eran muy lentos y, aunque lograron sacar a algunos supervivientes de la tragedia, la mayoría habían muerto de horribles heridas. Descubrimos que incluso el gran templo y la casa de las Vírgenes del Sol habían sufrido daños y acabado con la vida de muchos.

Aquellas de nuestras sirvientas y esclavas que se habían metido en la capilla con nosotras relataron a los demás cómo habíamos pasado la noche y se corrió la voz del poder de nuestras oraciones y de la protección de nuestro dios. Una semana después del terremoto, empezó a llover y las cosechas que no habían quedado enterradas se recuperaron un poco. Llevamos a los heridos a nuestra enfermería y escondimos a las hijas del comandante. Para gran alivio nuestro, los sacerdotes no volvieron a por ellas. Sin embargo, como habían sido escogidas para «el honor del sacrificio», como lo llamaban ellos, nos preocupaba enormemente lo que pudiera ocurrirles.

Algunas semanas más tarde, llegó el comandante. Era una especie de virrey de la región y había estado evaluando el alcance de los daños. Fuimos a recibirlo, dispuestas esta vez a oponernos a que devolviese a sus hijas a los sacerdotes para que las sacrificasen.

Saludó a la superiora, a la que llamó mamacunya, y nos felicitó por haber sido favorecidas por nuestros dioses, que habían impedido nuestra destrucción. Expuso con dignidad que, aunque los sacerdotes habían elegido a sus hijas para un sacrificio, los dioses no lo habían querido. Respiramos hondo. Yo lo miré un instante y me di cuenta de que, pese a que los guerreros y los príncipes sufrían los tormentos más horribles y sangrientos sin demostrar dolor ni debilidad, sus hijas eran muy preciadas para él. Solo la terrible disciplina de aquel lugar y lo que se exigía a la familia real si el caos no engullía el reino le impedía demostrar el alivio que sentía.

Me conmovió la vulnerabilidad que pude vislumbrar tras la fachada del guerrero. Me afectó tan profundamente que tuve que obligarme a agachar la mirada, a apartarla de la suya. Estaba casado, era pagano y formaba parte de un pueblo que practicaba la más atroz de las crueldades, pero su presencia me deslumbraba. Miré fijamente al suelo, como si estuviese a punto de producirse un milagro a mis pies. Aunque, sin saber por qué, los ojos se me iban del suelo a sus piernas, fuertes y desnudas bajo la túnica. Me forcé a regocijarme por su esposa de que las niñas se hubiesen salvado.

También él hablaba de su esposa: ¡ella y sus concubinas yacían muertas después del terremoto! Exclamamos espantadas. Sentimos pena por todas ellas, sobre todo por su elegante y refinada esposa.

Entonces dijo algo que me ruborizó y me aceleró el corazón. Como nuestros dioses nos habían mantenido a salvo mientras tantos otros habían perecido, había decidido tomar una concubina de entre nosotras, pues se le permitía a un príncipe de sangre real. Hice un aspaviento y levanté la cabeza. Me miraba a mí y su mirada oscura fue como una lanza directa a mi corazón. ¿Concubina? Su esposa había muerto… Se me ocurrió una idea.

La madre María Manuela le estaba diciendo con mucho tacto pero inexorable firmeza que sus derechos reales no se extendían a nosotras.

—Nuestras vírgenes… —empezó a decir, y supe que estaba a punto de añadir «preferirían la muerte», así que, antes de que lo hiciera, me acerqué de un salto a ella y le susurré impaciente que yo aún no había hecho mis votos y que podía abandonar el noviciado si el comandante me elegía—. ¡Por descontado que no, Salomé! ¿Te ha enloquecido la lujuria? —me contestó en un susurro furioso.

—No, madre, esperad —le rogué—. Puede que Dios nos haya enviado esta oportunidad de lograr lo que no podemos conseguir de otro modo. Creo que el comandante nos está ofreciendo un trato: una de nosotras a cambio de sus hijas. Vos, la mamacunya, debéis corresponderle, para demostrarle que valoráis lo que busca. —La superiora me miró tan perpleja que proseguí de inmediato—. Primero, debéis decirle que las vírgenes cristianas no pueden ser concubinas, que su Dios les permite el estatus de esposas, siempre que se entreguen a los hombres de acuerdo con nuestras leyes y ceremonias y nunca si hay otra esposa o concubina. Además, un hombre que tome a una de nuestras vírgenes como esposa, deberá observar nuestra costumbre, que es concederle un deseo, porque, de lo contrario… de lo contrario, si se prescinde de esa formalidad, se desatará la ira de su poderoso dios.

—¡Salomé, qué disparates estás diciendo! —espetó la superiora.

—No, madre. Si el comandante accede a dejar a sus hijas con nosotras, quizá los sacerdotes sigan su ejemplo y envíen a las niñas aquí para que intercedan por ellos ante Dios, en lugar de sacrificarlas. Además, una buena esposa cristiana podría persuadir a su esposo de que tener muchas esposas y concubinas es… innecesario —añadí, ruborizándome.

La superiora me miró como si pensara que yo era capaz de tentar al mismísimo diablo, suspiró y se volvió hacia el comandante para exponerle sus condiciones. Él asintió con la cabeza y prescindió de fingir a cuál de nosotras prefería. Me señaló a mí y me preguntó cuál era mi deseo, prometiéndome que, por honor, habría de concedérmelo. Cuando la superiora le propuso que nos entregase a las víctimas sacrificiales, fue él quien se mostró atónito, como si lo hubiéramos engañado o traicionado. Contuve la respiración. El poder de su religión y sus obligaciones como príncipe dominaban sus inclinaciones personales, a lo que se sumaba su sentido del honor, que no le permitía desdecirse. Aunque apenas duró un instante. Luego asintió con la cabeza y me tendió la mano. Yo me adelanté y la agarré.

Ese mismo día comenzó a llover a mares, como si el cielo aprobase nuestra unión, aunque pasarían meses hasta que crecieran las cosechas sembradas precipitadamente. Dado que la hambruna aún no había cesado, ¿proseguirían los sacrificios? La respuesta nos llegó tres semanas más tarde, cuando, con semblantes inescrutables, los sacerdotes nos entregaron a tres hermosas niñas de distintas edades.

El comandante y yo nos casamos un mes después del terremoto. Ofició el casamiento la superiora, por supuesto: no había nadie más que pudiese celebrar una boda cristiana. Fue una ceremonia de largas oraciones rogando la bendición divina de nuestra unión. No se podía hacer otra cosa. Yo llevaba un sencillo vestido suelto de lino que las hermanas me habían hecho a toda prisa, sobre el cual, al estilo indígena, me puse uno de los regalos de boda del comandante: una exquisita túnica de hermosos bordados indígenas, sujeta a los hombros con unas cabezas de serpiente de oro con ojos de esmeralda. Me había crecido el pelo; me lo lavé y lo cepillé de forma que me cayera por la espalda, luego me coloqué una gran flor roja por encima de la oreja. Notaba que tenía el rostro colorado de felicidad y los ojos me brillaban de gozo. Confiaba en que mi atuendo fuese del agrado del comandante.

Nos casaron ante los ojos de tantas personas como pudieron hacer el viaje hasta el convento. Cuando las hermanas hubieron cantado todos los salmos e himnos de su repertorio —no había ceremonia inca sin música, que en ocasiones duraba varios días—, la superiora nos bendijo. Después llegó el ritual inca, en el que insistió el comandante, pues, de lo contrario, el pueblo no me aceptaría como su esposa. Inclinándose, me calzó unas sandalias nuevas de lana de vicuña e hilo de oro. Yo tomé una túnica nueva que le había hecho con lana suave y fina y se la eché por encima de los hombros. Uno de los miembros de la familia real unió nuestras manos para dar a entender que ya éramos uno.

Encabezó la procesión hasta su hogar, la hacienda El Sol y la Luna, en la que el terremoto había producido graves daños. Los sirvientes trasladaron mis escasas posesiones, entre las que se encontraba un crucifijo que mi esposo tenía especial interés en colgar en nuestra casa. Hubo un frugal banquete de boda en la hacienda: cerveza de maíz y unas verduras con esa salsa picante que le ponían a todo. Yo no fui capaz de comer nada. Estaba muy nerviosa por el paso que había dado, aunque muy feliz de pensar en nuestra noche de bodas. Ojalá mi madre hubiese podido darnos su bendición.

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El rostro de Salomé se había ido suavizando según hablaba; seguía enterneciéndola el recuerdo de su boda con el comandante. Enseguida tuvo a sus tres hijos: los niños, Miguel y Mateo, y la niña, a la que llamó Beatriz en honor a su madre. Se ocupó de bautizarlos a todos enseguida con tanta ceremonia y cánticos como le fue posible, para que no cupiese duda de que pertenecían al poderoso dios cristiano. La pequeña Beatriz ya había cumplido ocho años y los canteros y obreros aún no habían terminado de reparar la hacienda. Salomé me contó con orgullo que el comandante había insistido en que las casas de los campesinos, los bancales de los campos y los caminos se reconstruyeran antes que su propio hogar. Elogiaba su ecuanimidad, la devoción con que atendía sus obligaciones con el pueblo y el Sapa Inca, su valentía y lo bondadoso que era con ella y con sus hijos. Le pedía su opinión como igual y solicitaba su intercesión ante el dios cristiano. Las hijas del comandante hicieron su noviciado y profesaron dos años más tarde. Fueron las primeras monjas indígenas. El comandante y Salomé asistieron a su consagración y la madre María Manuela le dio la satisfacción de confesarle en privado que había hecho bien atendiendo los dictados de su corazón.

Siguiendo el ejemplo de la primera esposa del comandante, Salomé llevaba al convento comida y mantas tejidas por las sirvientas y a menudo ayudaba en la escuela, en la enfermería y en el orfanato, que se había llenado después del terremoto. Mientras a los varones huérfanos los formaban para que fuesen soldados, enseguida se decidió que las niñas huérfanas fuesen al convento. De cuando en cuando, los sacerdotes dejaban a alguna niña hermosa ante su puerta cuando precisaban la intercesión divina. En su debido momento, estas niñas se hacían monjas, igual que las huérfanas del convento español. No les quedaba otra elección a unas jóvenes que, de lo contrario, habrían sido sacrificadas: una vez elegidas, ya no podían vivir con la gente corriente.

Entonces Salomé puso fin a su historia relatándome lo acontecido en la noche que cambió sus vidas para siempre. Llegó un mensajero con el aviso urgente de que el comandante y sus soldados debían dirigirse de inmediato a la capital. Hombres con caparazones metálicos y extrañas bestias que soltaban fuego por la boca habían surcado el mar con inmensas alas y había habido indicios y presagios en el cielo que advertían de que los forasteros habían maltratado y masacrado a buena parte de su pueblo de camino a la capital. El mensajero les dijo que el líder se llamaba Francisco Pizarro. Salomé tuvo miedo. Aquel nombre era español.

Al relatarme lo acontecido, no pudo ocultar la repulsión que le producía, como si se hubiese vuelto más inca que española. El Sapa Inca, Atahualpa —un gobernante tan poderoso que la gente no se atrevía a mirarlo a los ojos—, fue capturado con artimañas y ejecutado, condenado a muerte por garrote, una «concesión», pues, en el último momento, renunció a su fe y aceptó el bautismo. De lo contrario, habría muerto en la hoguera. Su muerte sembró el terror entre los incas. Creían que, fallecido su rey, el sol se escondería, el mundo se tornaría frío y oscuro y todos perecerían. Cuando vieron que el sol seguía brillando todos los días, su resistencia a los temibles invasores se desmoronó. Las cosechas fueron abundantes, señal de que los dioses favorecían a aquellos despiadados conquistadores.

Los españoles reivindicaron para España aquella Tierra de los Cuatro Cuartos, saqueando, asolando y matando sin parar. Las monjas enviaron mensajeros a la cercana casa de las Vírgenes del Sol para ofrecerles la protección de un convento cristiano, pero los enviados se encontraron con que las vírgenes habían desaparecido, se las habían llevado como botín; el edificio aún se encontraba en el mismo estado en que lo había dejado el terremoto. Un obispo mandó esclavos a que lo reconstruyeran para utilizarlo como convento cristiano y las Hermanas Santas de Jesús, que se encontraban tremendamente apretadas en su antigua casa, aprovecharon la ocasión y se trasladaron de inmediato, junto con las niñas, a la zona reconstruida.

A Salomé la asqueaban los españoles y temía por su esposo. Lo convenció de que aceptase el bautismo por el bien de su tierra y a los conquistadores españoles les pareció ventajoso nombrar a un miembro de la familia real inca y cristiano converso gobernador de la región. Precisamente en el ejercicio de sus deberes como gobernador, falleció hace un año en una provincia lejana. Salomé se aferra a la parte de su vida que es inca y tiene poco que ver con los colonizadores españoles.

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Parecía que Salomé había agradecido la posibilidad de contar su historia, pero, después de tres semanas, observé que se cansaba fácilmente y decidí que era hora de regresar al convento. De hecho, hasta tuve la sensación de que ansiaba que nos fuéramos y algo que se le escapó me hizo pensar que su impaciencia se debía a que esperaba el retorno de don Miguel. Procuré ignorar la decepción que me producía el no poder verlo.