Capítulo 4

España, Semana Santa, abril de 2000

 

La llegada al aeropuerto de Málaga fue una pesadilla. Menina perdió de vista a la profesora Lennox, la única persona de su vuelo a la que reconocía. En el mostrador de información, donde intentó averiguar cuándo salía su vuelo para Madrid, la atendió una joven estresada.

—Hay huelga de controladores aéreos. ¡Y es Semana Santa! —le dijo muy alterada—. No lo sé. Los vuelos están sufriendo mucho retraso. Espere ahí, por favor —le pidió, señalando hacia la zona de salidas, donde se apelotonaba otra masa ingente de personas.

Pensó que o se tiraba al suelo y moría de resaca o buscaba un modo de llegar a Madrid por su cuenta y se reunía con su grupo en el albergue.

—¿Hay alguna otra forma de ir a Madrid desde aquí, en tren o en autocar?

—En tren, imposible salvo que tenga billete. Es Semana Santa. Pero puede tomar un autocar desde el aeropuerto. Allí, más allá de las cabinas telefónicas. Se tarda más que en tren, pero el paisaje es muy bonito. Llegará esta noche.

A continuación, Menina intentó llamar a sus padres desde un teléfono público. No fue fácil. El español ceceante de la operadora sonaba muy distinto del acento latinoamericano al que ella estaba acostumbrada y, como no la entendía, la operadora terminó colgando. Una anciana que pasaba por allí se detuvo a echarle una mano y por fin consiguió oír el tono de llamada y la voz de su padre al otro lado de la línea.

—¿Menina? ¿Estás bien? —le preguntó soñoliento.

La verdad era que no.

—Estoy bien. Perdona, no me acordaba de la diferencia horaria. Ahí deben de ser las cuatro y media de la madrugada…

Virgil bostezó al otro lado.

—Nooo, no pasa nada, cariño. Me alegro de que hayas llegado a Madrid de una pieza. Aprovecha todo lo que puedas. Ve de compras con esa nueva Visa. Cómprale un bolso a tu madre, he oído decir que los de piel en España son muy buenos. No te preocupes por nada más. Para cuando vuelvas a casa, todo este lío habrá pasado.

—Vale, eso ya lo veremos cuando llegue el momento… Pero aún no estoy en Madrid, papá. Nos han desviado a Málaga, por el mal tiempo. El aeropuerto es una locura y nadie sabe cuándo saldrá otro avión que nos pueda llevar a Madrid. Me voy a ir en autocar, no me apetece dormir en el suelo del aeropuerto. Llegaré allí por la noche.

—Ten cuidado. ¡No hables con desconocidos!

—¿Que no hable con desconocidos? —No pudo contener la risa—. Ya no tengo cinco años, papá.

—A propósito de desconocidos, anoche, cuando volvimos del aeropuerto, vinieron buscándote un hombre y una mujer, una pareja muy agradable. Habían visto ese artículo del periódico… Ya sabes cuál, el que salió ayer… El caso es que tenían algo que ver con la Iglesia católica y las adopciones de los huérfanos del huracán, como tú. Tu madre les sirvió café y tarta y les enseñamos tu expediente, por los viejos tiempos. Nos dijeron que les encantaría ver tu medalla, que, al parecer, es toda una antigüedad, y nos preguntaron cuándo volvías. Yo les dije que tardarías un tiempo, que te habías ido a España para estudiar a no sé qué pintor antiguo y entonces…

El teléfono emitió un pitido. Menina cayó en la cuenta de que no llevaba más monedas sueltas.

—… nos dijeron que pensaban que nos apellidábamos Smith y nos preguntaron cuándo nos habíamos mudado de Chicago. No sé de dónde se habían sacado eso, pero ya se lo aclaramos y…

—¡Se me acaba el dinero, papá! Adiós, ya os llamo cuando…

Se cortó la llamada.

Menina colgó el teléfono y agarró la mochila. Pesaba un quintal. No le había prestado mucha atención en Atlanta, pero la abrió para ver por qué pesaba tanto. Por si la aerolínea le perdía el equipaje, había metido allí un suéter, una camiseta, una muda, calcetines limpios, tampones y la funda de terciopelo que contenía el libro antiguo de las monjas. No quería que desapareciera si le extraviaban la maleta. Había metido también el pequeño diccionario de latín que usaba en el instituto por si tenía que decirles a los empleados del Museo del Prado lo que significaba la parte central, a su juicio demasiado breve para ser un devocionario. Lo que estaba en español ya lo entenderían ellos solos.

Hundió un poco más la mano y se encontró los pequeños artículos de aseo, aspirina, unas toallitas de esas que se expanden al mojarlas y que se había llevado una vez a un campamento y un albornoz de viaje nuevo, todo ello metido a presión por su madre. Entonces exclamó: «¡Ay, no!». Al fondo del todo, su madre le había escondido la pesada y vieja guía de España que ella había querido dejarse en casa. En el bolsillo lateral, Sarah-Lynn le había metido un par de cuadernos de espiral, bolígrafos y sus chocolatinas Hershey favoritas. Al otro lado llevaba dos botellas de agua que ella misma había comprado en el aeropuerto de Atlanta.

La mujer que le vendió el billete de autocar le dijo que era Semana Santa y todo era un caos. No había autobuses directos. Tendría que ir a Ronda y tomar otro allí. Le dio a Menina un folleto con todos los horarios y le señaló la parada en la que debía hacer el transbordo. Le advirtió que no lo perdiera, porque solo salía uno al día para Madrid desde allí.

El conductor, un hombre moreno con una tripa que le colgaba por encima de la cinturilla del pantalón, se encontraba junto a la puerta levantada del compartimento de equipajes, succionando un palillo de dientes. Menina le enseñó el billete y el lugar donde supuestamente debía tomar el autocar para Madrid.

—Sí, yo la aviso —le dijo el conductor con una sonrisa y el posterior destello de un diente de oro, luego lanzó su maleta al interior del compartimento de equipajes. A continuación le tendió la mano, como pidiéndole la mochila, pero Menina negó con la cabeza. La llevaría consigo en el asiento y aprovecharía para leer la guía.

Menina se buscó dos asientos, se tomó dos aspirinas y sacó la guía de la mochila. Quince minutos después, el autocar salió del aeropuerto, rumbo oeste, por una autopista costera salpicada de obras de construcción y urbanizaciones nuevas de casas de veraneo. En el mar, un petrolero se mecía a lo lejos, el sol danzaba sobre las olas y un resplandeciente yate blanco se aproximaba a la orilla mientras el autocar avanzaba por la costa.

Después el autocar giró hacia el interior y las villas dieron paso a campos recién plantados y alguna que otra granja vieja con cobertizo de madera anexado a la parte posterior. El sol brillaba en las hojas plateadas de los olivos, plantados en filas en terraplenes tapiados. Lentas carretas cargadas de leña; mujeres vestidas con medias negras, rebecas de punto y pañoletas descoloridas que portaban hogazas de pan; una pareja de ancianos que cruzaba, acompañada de un burro con garrafas de vino forradas de mimbre en las alforjas, un campo donde la brisa agitaba las flores silvestres.

Menina abrió la guía. La palabra «Andalucía», decía, provenía del árabe «Al- Andalus» y por todas partes podían verse vestigios de la civilización árabe que floreciera en la península ibérica entre el 711 y 1492. «Si observa con atención, verá la huella de los moros: los campos abancalados, las fuentes y los arcos, los naranjos y los almendros, e incluso las iglesias que contienen restos de las mezquitas que fueron en su día. Las modernas carreteras se forjaron sobre antiguos caminos que comunicaban las montañas con la costa. Aún pueden verse las piedras blancas con las que se señalizaban y que todavía utilizan quienes viven en el monte. Los arqueólogos han encontrado fragmentos de cerámica teñida de púrpura de Tiro y altares medio enterrados dedicados a la diosa fenicia Astarté, lo que parece indicar que los fenicios se adentraron en las montañas desde la costa antes de que los romanos colonizaran el Mediterráneo. Esta ruta prerromana continúa en dirección este hacia las montañas, probablemente hasta Francia.»

La guía llamaba la atención del lector sobre los pueblos blancos levantados sobre la cara de la montaña. Databan de la época de los moros. Cientos de años después, las viejas costumbres, leyendas y supersticiones aún sobrevivían en ellos.

Menina encontraba algo relajante y tranquilizador en aquella historia, en el hecho de que el tiempo avanzara, que la vida continuase. Quizá la suya terminara avanzando también.

Siguió leyendo sobre la celebración de la Semana Santa, que, durante siglos, había atraído y aún atraía a viajeros y peregrinos a Andalucía. La Semana Santa era en parte religión, en parte fiesta y en parte drama y se había concebido para exhibir ante el pueblo el triunfo de los cristianos sobre los moros. En la mayoría de las celebraciones se marchaba en procesión cargando tronos engalanados, algunos con siglos de antigüedad, que portaban imágenes de Cristo crucificado, de la Virgen María o de santos, y a veces reliquias de estos últimos en vitrinas enjoyadas: fragmentos de huesos, sangre seca o miembros del cuerpo disecados, a los que a menudo se atribuían poderes milagrosos. Todo el mundo participaba en las procesiones: los curas, los acólitos y las dignatarios locales con sus medallas y adornos en la cabeza, seguidos de las hermandades religiosas —llamadas cofradías—, las monjas, los seglares y, con frecuencia, un contingente especial de niños. Las procesiones solían celebrarse por la noche; circulaban por calles iluminadas con antorchas, y todos los participantes llevaban velas. Después, había fiestas hasta el alba, con vino, cante y baile, comida especial, y personas vestidas con los trajes regionales. Venían gitanos de aquí y de allí y montaban mercadillos, vendían caballos de extranjis, cantaban y se sumaban a las ceremonias con sus excepcionales saetas por la muerte de Cristo y por su apenada madre, otra tradición centenaria que se remontaba a la época de la Reconquista.

¿Se habría celebrado la Semana Santa de ese modo en la época de Tristán Mendoza? Menina dejó de leer para pensar en todo aquello, mientras estudiaba el vuelo circular de un ave de presa sobre el valle. Surcaba las corrientes térmicas, dando vueltas y vueltas. Observarla resultaba tan hipnótico que la joven se quedó dormida.

Una hora más tarde, el autocar se detuvo y Menina despertó sobresaltada, pensando que aquella era la parada donde debía hacer el transbordo, pero el conductor se volvió para indicarle que no con la cabeza. Entonces abrió la ventanilla y, al asomarse, vio que estaban en una plaza, delante de una iglesia encalada. La plaza se hallaba repleta de personas, muchas de ellas vestidas con trajes típicos andaluces: las mujeres con faldas de volantes y peineta, y los hombres con chaquetilla campera, algunos a caballo. En comparación, los turistas parecían muy corrientes, cargados con sus cámaras y paseando despacio por el mercadillo instalado en el centro, donde hombres y mujeres morenos les vendían, apiñados, alfombras, encaje y utensilios de cobre esparcidos en mantas. Llenaba el aire un aroma a comida, como de carne o embutido a la brasa.

Entonces, por encima del bullicio, empezó a oírse un redoble de tambor lento y persistente. Los que ocupaban la plaza enmudecieron y, apartándose, abrieron un pasillo al tiempo que el redoble se iba intensificando. Acompañaba a los tambores un lúgubre cántico que resonaba como si alguien llevara un micrófono. La procesión pasó despacio por delante del autocar, encabezada por un cura con sotana negra que sostenía en una vara un crucifijo cubierto de gasa negra. Lo seguía un grupo de monaguillos que alzaban sus réplicas cantadas al micrófono.

Menina contuvo la respiración. Meciéndose entre la multitud y eclipsando a los costaleros, sudorosos y esforzados, que lo llevaban a hombros, apareció un enorme trono cubierto de negro, con una inmensa imagen de escayola de la Dolorosa. Bajo un enorme halo de filigrana de plata, un griñón y un velo negro enmarcaban el rostro pálido y desconsolado de la Virgen. De sus manos elevadas en actitud de oración, colgaba un rosario de desproporcionadas perlas negras y cruz de plata. A sus pies yacía el cuerpo retorcido y torturado de Cristo muerto, de cuyas heridas brotaba una sangre que casi parecía real. La imagen dominaba la plaza entera y algunas de las mujeres que vendían alfombras comenzaron a entonar, en aguda y penetrante armonía, un primitivo lamento, henchido de dolor y sufrimiento, que le produjo escalofríos a Menina.

Lo siguiente fue aún más extraño. Detrás de la Virgen en tenguerengue, avanzaban, también al ritmo lento del tambor, unas figuras vestidas de púrpura, con hábitos y grandes capuchones cónicos que les cubrían el rostro por completo, salvo por unas ranuras a la altura de los ojos. Llevaban en las manos una especie de látigos de espino. Cada pocos pasos y en sincronía, los encapuchados se azotaban la espalda en una especie de ritual de castigo. Algunos lucían pequeñas manchas rojas en los hombros. Entonces, tras un seco redoble final, cesó el estruendo de tambores y la procesión se detuvo. Se acabaron los cánticos. En medio del silencio, resonó una orden y los hombres que portaban el trono lo depositaron al unísono en el suelo de la plaza. A continuación, los costaleros, protegidos por gruesas almohadillas donde descargaban el peso, se masajearon el cuello y se enjugaron la frente. Los encapuchados se quitaron los capuchones y muchos se encendieron un cigarrillo. Se les ofreció vino y café.

—Están ensayando —anunció el conductor en español, volviendo un poco la cabeza hacia los pasajeros y señalando con el pulgar.

Luego se asomó por la ventanilla y, entre risas, intercambió unas palabras con algunos de los hombres. Después dio una palmada al costado del autobús y arrancó el motor. Mientras se alejaban, los ojos de Menina, perpleja, se quedaron clavados en la escena. En Laurel Run, la Semana Santa eran lirios en la iglesia, huevos de colores y señoras con sombrero nuevo. Lo que acababa de ver era crudo y visceral: hablaba de muerte, de sangre, de terror y del férreo yugo de la religión.

Menina se dijo que debían de estar cerca del lugar donde haría el transbordo. Al ver que se equivocaba, empezó a desear haber comprado algo de comida en el aeropuerto. Hacia las tres, le rugía tanto el estómago que se levantó para sacar una chocolatina de la mochila. En ese preciso instante, el autocar giró de pronto para tomar una curva muy cerrada y le hizo perder el equilibrio. Agarrada al portaequipajes con ambas manos, notó que el vehículo volvía a girar y enfilaba con dificultad una empinada callejuela que conducía a un pueblecito blanco encaramado sobre el valle para detenerse finalmente a la entrada de una plaza presidida por una gran fuente forrada de azulejos, una iglesia blanca de tejado rojo, naranjos en flor y una cafetería con mesas fuera, al sol.

El conductor se puso en pie y anunció que pararían una hora para comer. Luego, señalándose el reloj, pidió que volvieran al autocar a tiempo. Además, les advirtió de que llevaran consigo todas sus pertenencias, porque, aunque los españoles eran gente honrada, incluso hasta aquel pueblo perdido en la montaña llegaban africanos y otros inmigrantes que subsistían del hurto. Le guiñó un ojo a Menina, se dio una palmadita en el estómago y le hizo una seña para que se acercara. Ella lo ignoró y se centró en recuperar su mochila y su bolso. Cuando hubiera comido algo, entraría a ver la iglesia y huiría del conductor como de la peste.

Pese a que no era más que la hora de almorzar, en la cafetería un bullicioso grupo de hombres rodeaba la barra repleta de copas de vino y botellas. Al ver a Menina, el conductor sonrió y se apartó para hacerle sitio a su lado. Ella dio media vuelta y salió a sentarse en una de las mesas que había a la sombra de los naranjos, sacó el bloc y empezó a hacer un boceto de la iglesia, las flores y algo que parecían las ruinas de un antiguo castillo situado en lo alto del monte. Se moría de ganas de comerse una hamburguesa con queso o un sándwich de varios pisos, pero el camarero le dijo que no con la cabeza. Le iba a traer algo. No entendió a qué se refería, pero asintió y devoró el plato de aceitunas negras que le puso con la Coca-Cola. Luego se comió una tortilla de patatas grande, con algo de verdura y pimientos. Después de pagar, se sintió demasiado llena para levantarse inmediatamente e ir a ver la iglesia.

Los otros viajeros seguían en el bar y la plaza estaba desierta. Solo se oían el revoloteo de las golondrinas en el aire y el sonido de la fuente. Los naranjos en flor desprendían un agradable aroma intermitente, zumbaban las abejas y el calor del sol en la espalda la relajaba. Apoyó la cabeza en la mochila, que había dejado sobre la mesa, y cerró los ojos un instante.

La despertó un golpe en el respaldo de la silla. Mientras se esforzaba por recordar dónde estaba, Menina vio a un niño que escapaba corriendo por una estrecha abertura entre dos casas. Estaba atardeciendo y la plaza se encontraba ya a la sombra. Se estremeció y, cuando fue a echar mano de su bolso, colgado en el respaldo de la silla, descubrió horrorizada que ya no estaba. Se levantó como un resorte, miró alrededor y debajo de la mesa, pero el bolso, con el dinero, el pasaporte y el billete de vuelta a casa, además de su Visa nueva, había desaparecido. Desolada, entendió que el niño que corría debía de habérselo robado. Seguramente el conductor, al que ya le había enseñado el billete antes, la dejaría subir al autocar… Pero el lugar en el que el vehículo había aparcado estaba vacío. Se habían marchado sin ella y su maleta iba dentro.

—No —gimió—. ¡No!

Se le encogió el estómago de angustia.

Luego sintió miedo. Los hombres a los que había visto bebiendo en el bar llenaban en ese momento la plaza. Andaban claveteando una estructura grande al fondo de la plaza. Al ver a una mujer joven sola, algunos se acercaron.

—Pareces buena chica —le dijo uno de ellos en español con una sonrisa furtiva que reveló su estropeada dentadura.

Su amigo silbó bajito y enarcó las cejas. Los hombres la repasaron de arriba abajo con la mirada y bromearon en un lenguaje gutural que Menina no pudo entender pero cuya esencia era perfectamente clara. Uno de ellos frotó el pulgar y el índice, seña universal de dinero.

—Una copita, ¿eh? —dijo uno. Rieron.

El peligro se respiraba en el ambiente y solo cierto instinto de supervivencia la llevó a actuar con serenidad, en lugar de comportarse como una víctima. Al otro lado de la plaza vio un letrero de Policía. Gracias a Dios. Ignorando descaradamente a los hombres, se colgó la mochila a la espalda sin ninguna prisa y cruzó tranquila la plaza, notando cómo la miraban. Estaba metida en un buen lío, sin dinero ni pasaporte, pero la policía la ayudaría a llamar a la embajada estadounidense para solicitar un nuevo pasaporte. Después, aun temiendo todas las explicaciones que tendría que dar, llamaría a sus padres y les pediría que le enviaran dinero. ¡Qué estúpida había sido!

La puerta de la comisaría estaba abierta. Menina entró gritando «¿Hola?». No vio a nadie en el mostrador. Enfiló un pasillo hasta la única habitación de la que salía luz. Dentro había un solo policía sentado detrás de un escritorio rebosante de papeles, absorto leyendo algo. Alzó la vista sorprendido cuando Menina llamó a la puerta abierta. Se sintió aliviada al ver que no parecía un policía novato. Tendría unos treinta y tantos, bigote y recio pelo oscuro. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?

Se levantó enseguida y se abrochó el cuello a toda prisa, como si le avergonzara que lo hubieran sorprendido relajándose. Era tan alto como ella, fornido pero atlético, y tenía cierto aire de autoridad que resultaba tranquilizador en aquellas circunstancias.

Se explicó como pudo en español.

—Perdone, quiero denunciar un delito. Me he quedado dormida en la plaza y me han robado el bolso, con el dinero y el pasaporte. Mi autocar se ha ido. La maleta iba dentro. Los hombres de la plaza… me estaban… poniendo nerviosa. —Hiperventilaba y, de pronto, empezó a marearse—. ¿Me puedo sentar?

El policía la miró con los ojos fruncidos. Se presentó como capitán Fernández Galán y, para sorpresa de Menina, su expresión de cortesía se tornó en una de desaprobación. Le acercó una silla al escritorio para que se sentara y le habló en inglés.

—Tendrá que rellenar el formulario de denuncia.

Ella se descolgó la mochila de los hombros y se sentó. Él apartó lo que estaba leyendo con tanta atención y suspiró. Distraído, miró en varios cajones antes de dar con el impreso que buscaba. Luego se lo plantó delante a Menina, junto con un bolígrafo.

—¿Lo entiende?

Menina asintió con la cabeza.

—¿Británica? —le preguntó él en inglés.

—Estadounidense —contestó ella en español.

—¿Casada? —inquirió él de nuevo en inglés.

—No, soltera —respondió ella otra vez en español.

—Por favor, hablo inglés —le dijo el policía con brusquedad—. Ponga su nombre aquí —añadió, señalándole un recuadro del formulario—. La miró ceñudo mientras ella escribía «Menina Walker». Al menos no la devoraba con los ojos como el conductor y los hombres de la plaza. Menina volvió a mirar el formulario, moviendo los labios mientras leía y releía las preguntas en español. Aún alterada por lo sucedido en la plaza, descubrió que se había quedado completamente en blanco de repente. Un instante después, él le arrebató el formulario, impaciente—. Señorita Walker, cuénteme lo que ha pasado y ya lo relleno yo. Si no, vamos a estar aquí toda la noche.

Tomó su bolígrafo de punta retráctil y, tras accionar el mecanismo, anotó la edad de Menina y el contenido de su bolso según ella se lo iba describiendo: el pasaporte —y no, no se sabía el número—, unos seis mil euros en cheques de viaje, unos mil en efectivo, el billete de vuelta en avión y una Visa. Tampoco tenía el número de la tarjeta. Le habló del tirón que había notado en el respaldo de la silla mientras estaba en la plaza, del niño al que había visto salir corriendo y de cómo entonces había descubierto que el autocar se había ido.

El policía la miró como si pensara en lo estúpida que había sido y le preguntó adónde se dirigía.

—Vengo de Málaga e iba a Madrid. La mujer que me vendió el billete me dijo que debía tomar ese autocar y subir al de Madrid en la parada de después de Ronda. El conductor había prometido avisarme cuando tuviera que bajar…

Nerviosa, se interrumpió a media frase. Oía a los hombres martillear fuera y gritarse unos a otros. ¿Qué iba a hacer cuando llegase el momento de salir de la comisaría?

—¿Lugar de nacimiento?

Se lo dijo y él la miró sorprendido.

—¿Y por qué me ha dicho que es estadounidense?

—Lo soy. Soy adoptada.

—¿Profesión? No, no me lo diga: modelo o actriz —dijo él. Con sarcasmo, le pareció a Menina.

—Estudio en la universidad.

Sus gruesas cejas le daban un aire de gravedad.

—Señorita Walker, dentro de unos días, vendrán algunos turistas para las procesiones de Semana Santa, pero pocos con dinero. Esto no es más que un pueblecito de montaña. En esta época del año, solo tenemos jubilados británicos y turistas católicos que quieren disfrutar de nuestras festividades religiosas, pero no hay nada aquí para los jóvenes «de vida alegre» —añadió en español, gesticulando exageradamente con las manos.

—¿Disculpe? —inquirió ella.

—Las de lujo… ¿cómo se dice en inglés? El término fino… «chicas de compañía», creo que es, las que vienen al sur de España, por los yates y los hombres ricos. Las más caras pueden hacerse pasar por novicias, como usted, por ejemplo.

—¿Qué!

—¡Haga el favor, señorita Walker! —exclamó él, dando un puñetazo en la mesa—. Soy policía, a mí no me engaña. ¿Acaso cree que no se nota? Van siguiendo a los árabes ricos, a los traficantes de drogas, a los contrabandistas de armas, a todos esos que hacen fiestas en sus yates donde siempre viene bien una chica guapa. Pero, aquí, en los montes, no hay más que trabajadores de fuera sin dinero, que encuentran empleo en Semana Santa construyendo los tronos, porque la mayoría de los hombres del pueblo están ocupados con sus trabajos o son ya muy viejos. O a lo mejor es que tiene usted problemas de drogas y cualquier hombre con un poco de dinero le vale. Aunque la verdad es que no tiene pinta de drogadicta. Todavía.

Menina se quedó pasmada. ¿La había llamado prostituta? ¿Y drogadicta? No llevaba en la comisaría ni veinte minutos, ¿qué había hecho para producir tan terrible impresión?

—No soy una… una… una chica de compañía —tartamudeó—. Ni soy drogadicta. En mi vida he visto una droga, que yo sepa. Solo quiero ir a Madrid a…

—¿A Madrid? ¿Por este camino? —la interrumpió él, y señaló con la mano hacia la ventana, por la que se veían las montañas.

—¿Y yo qué sé? ¡Es la primera vez que vengo a España!

—Pues sea lo que sea, señorita Walker, ojalá no hubiera venido aquí, porque ahora alguien tiene que cuidar de usted y yo estoy demasiado ocupado.

«Odio España», se dijo Menina con amargura. De pronto cayó en la cuenta de que probablemente se había metido en un lío mayor de lo que creía. Nadie sabía dónde estaba. Ni siquiera ella sabía dónde estaba. Además, los hombres de la plaza debían de haber llegado a la misma conclusión. Eso explicaría los silbidos y los comentarios. Estaba tan preocupada que apenas oyó la pregunta que el capitán acababa de hacerle.

—Le he preguntado que para qué va a Madrid.

—Necesito visitar el Prado. Tengo que hacer un trabajo sobre un artista para la universidad…

—Picasso, supongo.

—¿Picasso? ¡Claro que no!

En cuanto se hablaba de un artista español, todo el mundo pensaba en Picasso, pero no había Picassos en el Prado. Aunque mejor no decía nada.

—Ah, ¿que piensa que no hay Picassos en el Prado? —inquirió el capitán, enarcando las cejas.

—¡No, las obra de Picasso están en el Reina Sofía! —espetó ella. Aquel tipo no solo era un grosero sino que además resultaba irritante. ¡Seguro que sabía dónde estaban los Picassos!—. El artista al que estoy estudiando es mucho más antiguo: Tristán Mendoza. No habrá oído hablar de él, casi nadie lo conoce hoy en día. Era un retratista y su única obra está en el Prado. Llevo una medalla con el mismo…

Menina supo que había hablado más de la cuenta.

—Mire, da igual, a usted esto no le interesa. ¿Me permite que use su teléfono para llamar a mis padres? A cobro revertido, por supuesto. Estarán preocupados. Además, mi padre puede enviarme dinero y…

El capitán Fernández Galán había enmudecido y miraba fijamente al techo.

—¿Un artista antiguo? —repitió, como si fuese lo más extraño que había oído en su vida.

—¡S… s… sí! —tartamudeó ella.

—Mmm…

Era evidente que estaba pensando otra respuesta sarcástica. ¡Qué hombre tan horrible! Había sido un día largo y complicado y Menina de pronto se sintió cansada y llorosa. Se buscó en los bolsillos un pañuelo de papel, pero los llevaba en el bolso. Y ya no lo tenía. ¡Había desaparecido! ¡Todo había desaparecido! Qué idiota era. Había metido la pata y ahora estaba aterrada. ¡Ay, Dios!, ¿qué iba a hacer? No pudo evitar que las lágrimas le rodaran por las mejillas y se limpió los ojos con la manga, como si fuera una niña.

Notó un suave toque en el brazo.

—¡Por favor! —Al levantar la cabeza, vio que el capitán le ofrecía un pañuelo de algodón blanco. Incluso parecía limpio. Lo tomó con cautela y le dio las gracias. Se sonó la nariz y le pareció que el policía estaba algo menos indignado. Como resignado—. Tristán Mendoza, ¿verdad? ¿De cuándo es? ¿Qué pintaba?

—Eh… —Sorbió—. Probablemente de mediados del siglo XVI. —Volvió a sorber. ¿Quería que le diera una clase de historia del arte?—. Pintaba retratos. Mujeres, sobre todo. Pero puede que también…

—¿En serio ha estudiado la pintura antigua?

—Bueno, no «toda la que existe». —No pudo evitar la réplica sarcástica—. Pero, sí, en la universidad.

—Vale. Eso ya es distinto. Ahora solo nos queda una cosa por hacer.

—Lo sé: ¡déjeme que haga unas llamadas, por favor!

El capitán negó con la cabeza, extendió los brazos y se encogió de hombros.

—Lamento comunicarle que no es posible hacer llamadas. Yo llevo un móvil, pero no sirve de nada aquí, no hay cobertura. En el pueblo hay algunos teléfonos, pero no están operativos. Ocurre a menudo por aquí, en los pueblos de montaña. Estamos en Semana Santa y no lo arreglarán hasta después de las fiestas. No tenemos internet, ni correo electrónico, ni teléfono. Para mí también es un gran problema ahora mismo, créame.

—Muy bien. ¿Me podría llevar en automóvil a algún sitio donde haya un teléfono que funcione, a algún pueblo que tenga hotel? Y ya no le molestaré más.

Aún llevaba en el bolsillo la tarjeta de la profesora Lennox. Menos mal. La llamaría y le suplicaría que la sacase de aquel lío.

El policía volvió a negar con la cabeza.

—No, lo siento, pero no puedo salir del pueblo de momento. Hasta después de Semana Santa. Así que, lamentablemente, tendrá que quedarse aquí entretanto.

Un problema más. La Semana Santa acababa de empezar. Tendría que esperar otra semana para decirles a sus padres que estaba bien. Se volverían locos de preocupación. Además, ¿dónde se iba a alojar?

—Sé de un sitio donde podría alojarse —habló él, como si le hubiera leído el pensamiento—, pero tengo que llevarla yo.

—Puedo pagar un hotel cuando reciba dinero de mis padres —señaló ella, procurando recuperar el control.

El capitán Fernández Galán meneó la cabeza una vez más y se puso en pie. Al parecer, algo le resultaba muy gracioso.

—Aquí no va a poder recibir una transferencia. Tampoco hay hoteles. Pero no le hará falta el dinero en el sitio al que la voy a llevar.

Eso la dejó más preocupada que todo lo que le había dicho antes, pero era o el policía o los tipos de la plaza. Se agachó con dificultad a por su mochila y vio que ya la había agarrado él y le sostenía la puerta abierta para que pasase. Una vez fuera, él se alejó a grandes zancadas de la plaza y la condujo por sinuosas callejuelas, entre casas encaladas. El aroma a cebolla y ajo fritos en aceite caliente inundaba el aire frío de la noche. Oyó a mujeres charlando y un estruendo de platos. Normalidad. Sin embargo, la esperanza de que hubiera una cama libre en alguno de aquellos hogares se esfumó cuando fueron dejando las casas atrás. El capitán la llevó por una empinada ladera que en su día había estado abancalada. Recorrieron un angosto sendero entre olivos. A lo lejos, el último resplandor rosado y anaranjado de una puesta de sol espectacular se perdía tras las montañas. Él se detuvo y señaló el bulto oscuro de un castillo en ruinas que se alzaba ante ellos.

—Vamos allí.

—¿Allí?

Menina buscó algo de luz, algún indicio de vida, pero el castillo parecía abandonado e inquietantemente oscuro, al final del sendero. Llegaron hasta una entrada abovedada en el muro y se detuvieron. La entrada presentaba una puerta maciza de madera de doble hoja forrada de hierro con un ventanuco enrejado. ¿Sería una prisión? Solo se oía el piar de los pájaros. ¿Cómo había sido tan imbécil de subir a un lugar completamente desierto con un hombre que la creía una prostituta? Un hombre armado, para colmo.

—¿Dónde estamos? —preguntó con cautela, retrocediendo unos pasos.

Estaba en forma; podía correr más que él, regresar al pueblo. ¿Y luego qué? ¿La acogerían en una de esas casas por las que habían pasado?

El capitán pareció percibir su recelo.

—No se asuste. Esto es un convento muy antiguo, quizá el más antiguo de España. Nadie sabe su verdadero nombre, la gente lo llama Las Golondrinas. Por esto… escuche… ¿las oye?

Tiró de una cuerda y el sonoro tañido de una campana por encima de sus cabezas sobresaltó a Menina y espantó a las golondrinas, que alzaron el vuelo en bulliciosa y enfurecida bandada.

—Nadie sabe cuándo llegaron aquí las primeras monjas, pero fue antes de la Reconquista. Este era un pueblo morisco, aunque, además de moros, había muchos cristianos, muchos judíos. A los moros no les importaba, siempre que pagasen un impuesto especial y no dieran problemas. Las monjas no daban problemas. Una vez que entraban en el convento, ya no salían de él. Los impuestos tampoco eran un problema: la congregación tenía dinero y las jóvenes que ingresaban aquí venían con su dote. Las traían muy pequeñas y luego se hacían monjas.

—Ah, qué curioso… ¿Muy pequeñas? ¿Por qué? ¿Cómo sabían que querían ser monjas?

—Eran huérfanas. No tenían padres, quizá tampoco tuvieran elección. No lo sé.

El policía volvió a tocar la campana.

—Las monjas hacían medicamentos y dulces. Los vendían ahí, para pagar los impuestos religiosos —le explicó, señalando el ventanuco cubierto por un oscuro enrejado de hierro—. Y, como este convento es muy antiguo y muy santo, venían aquí muchos peregrinos, arrepentidos de sus pecados. Tenían una especie de hospital y también traían a enfermos, las monjas curaban a los moros y los judíos igual que a los cristianos. Y luego estaba el orfanato.

—Menudo trajín.

A Menina le dolían tanto los pies y estaba tan cansada que se habría tumbado allí mismo, a dormir bajo los olivos, pero ¿y si los hombres de la plaza la encontraban?

—Sí, las grandes damas, incluso las reinas, peregrinaban aquí por ser un lugar tan antiguo y tan santo. En la capilla está enterrada una princesa del norte, de León, cristiana, que vino aquí para ser monja en la época de los moros, y, detrás del convento, hay cuevas en las montañas donde se encuentran los nichos de las monjas, como en las catacumbas romanas. Ahora ya no es tan importante —dijo, encogiéndose de hombros—. Ya no viene nadie. Solo hay unas cuantas monjas mayores. Aún hacen dulces y se los venden a los turistas en Semana Santa. Con eso no sacan mucho dinero. Las monjas de ahora son pobres, pobres y mayores. Para ellas es muy duro. Enferman. La gente del pueblo sigue echándoles una mano: les traen comida para que no se mueran de hambre y leña para el fuego, porque, en invierno, pasan mucho frío.

El capitán señaló hacia arriba y Menina trató de ver algo en la oscuridad. No distinguió gran cosa.

—Ventanas rotas. Todo está roto. Dicen que lo cerrarán cuando mueran las últimas monjas. Da miedo pensar que habrá una monjita anciana que se quedará aquí completamente sola cuando todas las demás hayan muerto. Hace muchos años, cuando yo aún era un chaval, todavía venían peregrinos, pero ya hace mucho que no. Aun con todo, tienen habitaciones para los peregrinos y los viajeros. Por eso la he traído aquí.

—A lo mejor no ha sido buena idea. Nadie abre la puerta —dijo Menina angustiada. No terminaba de decidir si alojarse en un lugar tan espeluznante para protegerse de los tipos de la plaza o no entrar allí ni loca—. Mejor no las molestemos.

—No se preocupe, las monjas están ahí dentro, solo que un poco sordas. Siempre hay que esperar y llamar unas cuantas veces, hasta que lo oyen. —Volvió a hacer sonar la campana—. Además, les vienen bien las visitas que saben de pintura.

—¿Por qué?

—Porque en los conventos y monasterios antiguos, como este, hay muchos cuadros. Si se aloja aquí, podrá echarles una mano, decirles si alguna de las pinturas tiene algún valor y se puede vender. Así podrán poner calefacción, contratar enfermeras y comprar medicinas para las enfermas, reparar algunas cosas rotas…

—Me parece un buen plan, pero lo cierto es que no soy ninguna experta. ¡Estoy empezando la carrera! Lo que necesitan es un especialista. —Se buscó la tarjeta en el bolsillo—. En nuestro viaje, viene una experta, una muy famosa, la profesora Lennox. Es medio española, creo. Yo podría llamarla si me diera acceso a un teléfono —trató de engatusarlo Menina. ¿Cómo era posible que no hubiese absolutamente ningún teléfono?—. Tengo su móvil.

—Ya se lo he dicho: no hay teléfonos. Aquí arriba ni siquiera hay electricidad. Pero inténtelo, por favor. Si encuentra algo, estupendo y, si no, pues nada. No se preocupe, sor Teresa habla algo de inglés. Aprendió de niña, así que le puede preguntar a ella.

No había teléfono, tampoco electricidad. ¡Genial! Al menos se lo había pedido por favor…

En ese preciso instante, se abrió desde dentro el ventanuco enrejado.

—¿Quién va?

Se oyó la voz aguda de una anciana que, malhumorada, exigió saber quién llamaba, advirtiendo que a esas horas no tenían polvorones.

—Ay, sor Teresa —dijo el capitán Fernández Galán, quitándose la gorra y hablando en tono de pronto cortés y respetuoso.

Deseó buenas noches a su interlocutora, la llamó «tía» y empezó a darle explicaciones en un español rapidísimo. Menina entendió lo suficiente como para saber que le decía que le traía a una joven estadounidense, muy buena chica, que había tenido la mala suerte de que le robaran el bolso y además había perdido el autocar, que la pobre necesitaba un sitio donde alojarse hasta después de Semana Santa y que si podía ocupar una de las celdas de peregrinos.

Se cerró el ventanuco enrejado y se oyó el estruendo de una tranca descorriéndose, luego una anciana encorvada, vestida con hábito de monja y cargada con un quinqué, abrió la pesada puerta de madera. Gruñó un «Alabado sea Dios, Alejandro» a modo de saludo. No parecía alegrarse de verlos. Por lo visto, habían interrumpido el rezo de las vísperas.

El capitán se explicó. Menina intentó seguir lo que decía, entendiendo alguna palabra de vez en cuando: su nombre, Madrid, Málaga, estudiante. Iba a hablarle de las pinturas del convento cuando sor Teresa lo interrumpió como si reprendiera a un niño pequeño. Con su voz aguda y cascada, le replicó en un español cortante algo que a Menina le sonó a negativa: que no iban a alojar a otra de sus chicas, que la última no había parado de entrar y salir a todas horas, que había sido un trastorno, un escándalo… los cigarrillos… las minifaldas… Le pareció que espetaba la palabra «jipis».

Sor Teresa hizo una pausa para respirar y el capitán aprovechó para reanudar su súplica: se disculpó por el mal comportamiento de la otra chica y juró por la memoria de sus padres que jamás había visto a Menina antes de esa tarde. Insistió en que era muy buena chica.

A Menina le sorprendió la insistencia del capitán en lo «buena chica» que era. Hacía una hora la había llamado prostituta. Además, daba la impresión de que el policía instalaba a sus novias en aquel convento. Qué raro. Pero ella necesitaba alojamiento, así que se inclinó hacia delante para asegurarle a la monja, en el mejor español de que fue capaz, que no era una jipi, ni era novia del capitán; que no fumaba, que no tenía intención de ir a ninguna parte, que no causaría problemas, y le pidió por favor, por favor, que la dejasen quedarse hasta que pasara el siguiente autocar a Madrid. Sor Teresa la miró fijamente, como si la atravesara con los ojos, luego abrió un poco más la puerta y, sin delicadeza alguna, agarró a Menina del brazo y la metió dentro.

El policía le estaba diciendo a sor Teresa que le enseñase a Menina las pinturas del convento y que por favor le hablara en inglés, pero la monja, ignorándolo, se dispuso a cerrar. Apenas tuvo tiempo de colar la mochila de la joven y retirar la mano antes de que la hermana cerrase de un portazo.

Sor Teresa echó la tranca y se volvió hacia Menina.

—Te quedas, pero en el convento. ¡Nada de salir con hombres! ¡De hombres, nada! —le espetó en un inglés precario.

—Sí, hermana —contestó Menina, recuperando agotada su mochila. «De hombres, nada» le venía de maravilla—. Por supuesto. Lo entiendo —añadió en español.

La monja profirió un gruñido de frustración, como si no la creyera, y avanzó renqueante a asombrosa velocidad, sosteniendo en alto el farol. La lámpara arrojaba un charco de luz pendular alrededor de ambas mientras la religiosa recorría un pasillo tras otro delante de ella. Menina vio baldosas rotas y puertas cerradas. Sin embargo, más allá de aquella luz, todo era oscuridad absoluta y no se veía a nadie más por allí. Olía muchísimo a moho y a polvo y un ratón o similar pasó correteando por delante de ellas.

Al fin, sor Teresa se detuvo en el pasillo y abrió con un chirrido una de las puertas cerradas. Levantó el farol.

—Aquí es —dijo en español. La estancia era una pequeña celda encalada que olía a humedad, con un crucifijo torcido en la pared y un atril de madera para arrodillarse debajo; una ventana con las contraventanas cerradas y una cama vestida con sábanas amarillentas, una manta doblada y fundas bordadas remendadas en las almohadas. Había una silla y una mesita junto a la ventana. Sobre la mesa, un quinqué. Sor Teresa quitó el polvo de la mesita con el bajo de su hábito—. Para comer —le indicó, también en español. Se hurgó en el bolsillo y sacó dos velas medio consumidas y una caja de cerillas. Encendió una de las velas y la colocó en el quinqué, luego le entregó la otra y las cerillas a Menina, que le dio las gracias, procurando disimular su angustia. La monja le hizo una seña para que la siguiera al pasillo oscuro, después abrió de un empujón otra puerta chirriante—. El baño —le explicó la anciana, primero en español y luego en inglés.

—Ah… —respondió la joven con voz entrecortada.

Alzó la vela y solo pudo distinguir un boquete en el suelo, un montón de periódicos viejos y, en la pared del fondo, una bomba oxidada encima de una antigua pila de piedra con dos patas. Sin electricidad ¡y ahora aquello! Sor Teresa había desaparecido. Como llevaba un rato aguantándose el pis, hizo uso del primitivo retrete y arrancó unos trozos de periódico, pues entendió que debía usarlo como papel higiénico. Tuvo que accionar repetidas veces la bomba para conseguir que, después de un fuerte bramido, esta le regurgitara agua helada en las manos.

Cuando volvía casi a tientas por el oscuro pasillo, una corriente de aire hizo que la llama de la vela titilara peligrosamente y que su propia sombra danzase espeluznante a su lado. La alivió ver el tenue resplandor procedente de la puerta abierta de su cuarto y, al entrar, descubrió que le habían dejado en la mesita una bandeja tapada con un paño de lino. ¡Alguien le había traído la cena! Bajo el paño había un cuenco de loza lleno de una sopa de intenso olor a ajo, pan, queso y una jarrita de vino tinto. Menina se dio cuenta de que estaba muerta de hambre. La sopa llevaba huevo, escalfado en el caldo caliente. Estaba deliciosa. Rebañó con el pan y engulló el queso acompañándolo del vino.

Se desnudó y se puso el albornoz de viaje que su madre le había metido en la mochila. Era de microfibra, muy suave, y le venía de maravilla en aquella habitación tan húmeda. El colchón, en cambio, era fino y estaba lleno de nudos. Le costó encontrar la postura.

Cerró los ojos y estaba a punto de quedarse dormida cuando, en el pueblo, comenzaron a sonar de nuevo aquellos rítmicos tambores y, a continuación, el mismo cántico quejumbroso que había oído hacía unas horas. Ya no iba a poder dormirse. Se incorporó y agarró la guía, lo único que tenía para leer. Confió en que la vela del quinqué no se consumiera hasta que fuese de día. ¿Cómo iba a sobrevivir una semana así?

Despertó recostada sobre la pared con el libro abierto en el regazo. Según su reloj, eran las seis y media. Despacio, fue enfocando el desnudo cuartito y trató de recordar por qué se encontraba allí. A la escasa luz del día, vio que se habían llevado la bandeja de la cena y le habían dejado otra en la mesita, esa vez con café, leche caliente y pan de almendras tibio. Se sintió culpable: a sus padres les daría un infarto si se enteraban de que se dejaba servir por unas ancianas como si estuviera en un hotel.

En ese preciso instante, oyó unas voces que susurraban. Se acercó a la ventana para ver si había alguien al otro lado, entonces alguien llamó a la puerta. Menina se volvió e hizo un aspaviento. En el centro de la celda, había un grupo de niñas, vestidas con basquiña sobre guardainfante y gorguera blanca del siglo XVI, apiñadas como si fuesen a hacerles una fotografía y mirándola con ojos suplicantes.

—A la sala grande… al locutorio… a la sala de las niñas… al jardín de los peregrinos… —susurraban las pequeñas.

—¿Qué! —dijo ella en inglés, luego en español.

Se frotó los ojos y volvió a mirar, pero solo vio motas de polvo suspendidas en un haz de sol oblicuo. El estrés y la diferencia horaria le hacían ver cosas raras.

Sor Teresa entró renqueando por la puerta.

—Alabado sea Dios —ladró.

Luego le dijo a Menina que, mientras estuviera allí, podía asistir a misa si quería. La capilla del convento tenía una puerta de entrada que se abría todas las mañanas para las ancianas del pueblo. Podía sentarse con ellas.

Menina rechazó el ofrecimiento y le explicó que ella no era católica. Entonces, antes de que pudiera ofrecerse a llevar la bandeja a donde estuviera la cocina y lavarse los platos, sor Teresa se la arrebató y le espetó que debía regresar a sus oraciones.

La joven sacó el cepillo y la pasta de dientes, obsequio de una compañía aérea, un jaboncito del Holiday Inn, se aventuró a lavarse con agua gélida de la bomba y se vistió. Luego intentó seguir leyendo la guía, a la espera de que sor Teresa o alguna otra fueran a hablar con ella sobre las pinturas, pero que fuese pronto, se dijo. No iba a pasarse el día sentada en aquel cubículo sin hacer nada. A lo mejor podía buscar las pinturas por su cuenta. De pronto deseó que Becky estuviera allí con ella.