Capítulo 33
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de doña Isabelita Beltrán de Aguilar, hacienda El Sol y la Luna, 1597
Confío en que mi querida madre, Esperanza, considerara adecuado y oportuno que sea yo, Isabelita, que salvó la vida hace mucho tiempo gracias a la medalla de Pía, quien haga el último apunte en esta crónica. Mi madre no había escrito en ella desde aquel suceso, pero ahora que la crónica va a salir de la hacienda El Sol y la Luna, la retomaré para explicar adónde va y por qué.
Empezaré por la carta que mi madre recibió de La Flor hace seis meses. Todo el mundo ha oído hablar de La Flor, la legendaria seductora, célebre por recorrer Nueva España durante muchos años cantando y bailando y dejar a su paso un rastro de corazones rotos. Su carrera terminó en medio de un tremendo escándalo en Ciudad de México, cuando dos prominentes admiradores se batieron en duelo por ella una noche a la puerta de la ópera donde ella actuaba y se mutilaron el uno al otro. Sin embargo, hasta que mi madre recibió su carta desde México, no supe que La Flor era la misma persona a la que se llamaba cariñosamente Sancha. En su carta, La Flor decía que debía a mis padres muchas disculpas y que esperaba que volvieran a verse una vez más en este mundo para que pudiese ofrecérselas en persona, pues, si se lo permitían, tenía intención de hacernos una visita.
Además, le preguntaba a mi madre si aún llevaba esta crónica, porque, si así era, desearía verla para refrescar la memoria antes de volver «a casa». Mi madre me dijo que Sancha siempre había sido muy inquieta. Cuando decía «a casa», se refería a España, adonde pretendía ir en uno de los barcos de su esposo.
Para evitar que la encarcelaran por su moral relajada, La Flor se había casado con uno de sus admiradores, un comerciante viudo y acaudalado llamado Váez Sobremonte, que había muerto a los pocos años. Era sospechoso de ser nuevo cristiano, es decir, judío. Según dicen, más allá de Ciudad de México, hay asentamientos completos de estos nuevos cristianos que practican su religión secretamente y allí era donde los Sobremonte habían formado su hogar. Mi madre respondió a Sancha que la recibiríamos con sumo placer, que hacía muchos años que no abría la crónica y que le encantaría que la repasaran juntas.
Me dijo entonces que debía enseñarme la crónica de la que hablaba la carta de Sancha, así que tomó un estuche de piel, trabado en plata, que había en su habitación. Nunca la había visto abrirlo, pero entonces lo hizo y sacó de él lo único que contenía, una funda de seda dentro de otra más tosca de lana, que albergaba este libro y una medalla con una cadena muy larga envuelta en un precioso pañuelo bordado que parecía muy antiguo. Desenvolvió la cadena, se llevó el pañuelo a la mejilla y susurró «mi querida Luz». Luego levantó la medalla y me la colgó del cuello.
—Isabelita, tú fuiste el milagro de Pía —me dijo—. Y, cuando Salomé murió, perdí la noción de muchas cosas. Estuve tan ocupada cuidando de ella y de todos vosotros, hijos, también ayudando al convento… Sucedieron tantas cosas a la vez que temí que la medalla se hubiera perdido. Después de buscarla, histérica, la encontré de nuevo y la guardé con la crónica para que estuviese a salvo.
No era de extrañar. En nuestra casa, desaparecía, reaparecía y volvía a desaparecer toda clase de objetos. A mi madre, Esperanza, le vivieron nueve de los hijos que tuvo y la casa siempre estaba llena de bebés, primos, enfermeras, animales, sirvientes, visitas constantes con sus criaturas… Mi madre era muy estricta con nuestra educación y se negaba a confiársela a un tutor, prefería enseñarnos ella misma. Le quedaba poco tiempo para supervisar las tareas de la casa, de modo que puedo comprender que pusiese a buen recaudo cualquier cosa que deseara conservar.
—Esta medalla —me dijo, dándole unos toquecitos con el dedo— debía pertenecer al convento y yo misma se la di a la madre superiora al poco tiempo de llegar de España, pero luego Pía se la quitó, te la dio a ti y dijo que debías quedártela tú. Quién sabe, quizá salve a otro niño.
Después nos sentamos en el aula de la escuela y volvió a leerme las historias familiares: la de mi bisabuela en España, la escriba que inició esta crónica; el relato de mi madre sobre su viaje a América; la historia de mi abuela Salomé.
A medida que iba pasando las páginas, se puso pensativa.
—Ay, he descuidado mi deber. Jamás cumplí una promesa que le hice a la abadesa del convento de España. Debo hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
Me entregó esta crónica y me hizo prometerle que me encargaría de que Sancha se la llevase a la madre superiora de Las Golondrinas de Los Andes. Le contesté que por qué no se lo decía a Sancha ella misma, pero negó con la cabeza.
Creo que tuvo una premonición. Un mes antes de que llegara, mi madre murió mientras dormía. Sancha pasó las primeras horas de su visita junto a la tumba de mi madre. Volvió con los ojos irritados y me pidió que le leyera las partes de la crónica que hablaban de las cuatro jóvenes; luego insistió en que escribiese este último capítulo antes de que entregara la obra a la superiora del convento, como mi madre había querido.
La presencia de la antigua amiga de mi madre ha resultado ser una distracción reconfortante para mi esposo, Teo Jesús Beltrán, y para mi apenado padre. Ya no queda nada en Sancha de aquella mujer provocadora; ahora es solo una anciana que habla incesantemente del pasado, de los nietos de su marido, de las obras benéficas que patrocina y de lo que encontrará en España.
La viuda de Váez Sobremonte alegra con exquisitos diamantes sus ropas de luto, elegantes vestidos de seda rematados de encaje belga negro. Llegó en un carruaje acolchado con excelente amortiguación y el escudo de armas grabado en la puerta, seguida de un montón de carretas cargadas de cosas que se lleva de vuelta a España. Será necesario un gran buque para transportarlo todo. Además de su equipaje personal, hay varias pinturas que encargó a un elevado precio y un retrato de Marisol que el marido de esta, don Tomás, pintó para celebrar el vigésimo quinto aniversario de la escuela para chicas que Marisol fundó en la hacienda de los Beltrán. El pobre don Tomás no ha sido el mismo desde la muerte de Marisol; aun así, Teo Jesús no acaba de comprender cómo ha conseguido Sancha convencerlo para que se deshiciera del cuadro. También lleva consigo un retrato de su esposo, Sobremonte, un hombre de rasgos marcados y aspecto inteligente, con casquete y una especie de chal con flecos. Lo lleva consigo siempre que va de viaje.
Sancha me habló de su intención de visitar la celda en la que Pía vivía y donde intercedió por mi vida. Esa celda lleva vacía desde su muerte y dicen que, por las noches, las monjas oyen voces procedentes de ella; que la visitan espíritus: una dama con un manto negro y dos hermosas jóvenes, una de pelo rubio platino y otra de pelo moreno. El obispo no sabe qué postura adoptar al respecto, pero teme disgustar a los lugareños, que creen que Pía es una santa.
Sancha quería saber cosas de nosotros. Le dije que estamos todos casados y tenemos nuestras propias familias. Mi hermana mayor, María Catalina, se casó con uno de nuestros primos caciques. Yo me casé con el hijo de Marisol, Teo Jesús, y nuestros hermanos también han contraído matrimonio con mujeres caciques, educadas en Las Golondrinas. Mis otras hermanas se casaron con españoles y dos de ellas murieron de parto. Entre todos, tenemos muchos hijos y algunos nietos. Mi padre contempla el incremento de nuestra familia con gran satisfacción, pues dice que le conforta saber que, a través de nosotros, los incas perdurarán en estas tierras hasta el ocaso de los tiempos.
Sancha se marcha mañana al alba y he decidido añadir algo más al paquete que llevará al convento español. Esta noche, Teo Jesús me ha ayudado a descolgar un cuadro de la pared del salón. Es un retrato de nuestra hija menor, María Salomé que entró como novicia en Las Golondrinas de Los Andes por voluntad propia —por exigencia propia, diría yo— en cuanto cumplió los dieciséis años. Es una joven muy obstinada, cuyo temperamento recuerda al de su temible abuela, doña Luisa Beltrán. El retrato es excelente, en mi opinión. María Salomé va vestida con una preciosa túnica nueva, tejida expresamente en nuestra hacienda, e insistió en ponerse todas sus joyas y algunas de las mías y de sus hermanas. Su expresión lo dice todo. Pese a su juventud, es una monja formidable. Habíamos pensado regalar el retrato al convento de aquí, como es costumbre, pero, dado que a Sancha no le importa viajar con montones de equipaje, a Teo Jesús y a mí nos gustaría mandarlo a España para que cuelgue en las paredes del convento donde nuestras madres encontraron cobijo.
Estoy a punto de cerrar esta crónica para siempre. Por fin irá a parar a Las Golondrinas de Los Andes, que es su sitio. Dedico este último apunte a la memoria de mi madre, Esperanza, y a sus padres, y la acompaño de una frase que oía constantemente de sus labios: «Dios es todopoderoso».