Capítulo 7

Convento de Las Golondrinas, verano de 1505

 

Al día siguiente, las mulas arrastraban consumidas y sofocadas el carruaje por la última cuesta empinada hasta llegar por fin a su destino. Isabel, presa de las náuseas que le habían producido el tortuoso camino y el calor abrasador del llano, se asomó por la ventanilla e inspiró con avidez el aire fresco y limpio a grandes bocanadas. Sus pendientes de oro y rubíes destellaron al sol y la joven se volvió a contemplar el lugar en el que Alejandro había vivido su infancia. A sus pies se extendían bancales bien atendidos de olivos y huertos de verduras; oía, además, los cencerros de las cabras y los gritos distantes de los jóvenes pastores. A lo lejos, colgaban de las montañas pueblecitos blancos.

El alivio de haber llegado a su destino y el aroma a hierbas y pinos bañados por el sol le calmó los nervios y el estómago. Estiró el cuello para ver las puertas y los muros del convento, con sus ventanas enrejadas, y las bandadas de golondrinas dando vueltas alrededor del campanario y descendiendo en picado hasta este. Entornó los ojos para protegerse de la intensa luz del sol. Salvo por la cruz que había en lo alto del campanario, podría haber sido otra fortaleza árabe desierta, levantada de espaldas a la cara rocosa de la montaña. De camino, habían dejado atrás muchas fortalezas y castillos semejantes, construidos por los moros y abandonados por la Reconquista. Y allí estaba, como la describía el libro, la estatua de una mujer que señalaba con la mano extendida las golondrinas de piedra, esculpidas alrededor de sus pies con tanto realismo que parecía que fuesen a echar a volar. Isabel cerró los ojos y, por un instante, imaginó que no era el aire de la montaña sino el aliento de Alejandro lo que le acariciaba las mejillas y así se sintió reconfortada.

Solo por un instante. La esperaban nuevas tribulaciones. El dolor volvió a apoderarse de ella, con mayor intensidad e insistencia. Apretó con fuerza el pañuelo y respiró con dificultad. Pequeñas gotas de sudor le perlaron el labio superior. Miró de reojo a su padre, que hablaba con el mozo de cuadra mientras este esperaba para tomar las riendas de su caballo. Isabel mordió el pañuelo. Por distraerse del dolor, trató de recordar lo que el acólito decía de aquel sitio.

Antes de que el edificio fuese un convento, un grupo de mujeres que de algún modo había accedido a aquel rincón apartado adoró en él a diosas paganas. Los fenicios dejaron allí fragmentos de cerámica votiva, así como amuletos y piedrecitas con inscripciones púnicas que lo declaraban templo de la diosa Astarté. Según Plinio, cuando Aníbal decidió atacar Roma cruzando las montañas con sus hombres a lomos de elefantes, se abandonó en el templo a las mujeres cartaginesas y aquellas consagraron el altar de Astarté a su diosa Tanit. En tiempos de Adriano, los soldados jóvenes y aventureros emprendieron expediciones en busca de una legendaria colonia de hermosas mujeres cartaginesas alojada en las montañas. Sin embargo, el dios cristiano, con la intercesión de la Virgen, había logrado acabar con las asociaciones paganas…

Cedió el dolor que paralizaba a Isabel y esta abandonó su recapitulación para preguntarse de qué hablaría su padre tanto rato con un mozo de cuadra. A los pocos minutos, la mano que descansaba en la ventanilla del carruaje asió de nuevo con fuerza el pañuelo arrugado. Debía refugiarse en el convento. De inmediato.

Entonces el cochero abrió la puerta del carruaje y colocó un escalón de madera delante de los peldaños de bajada del vehículo.

—Vamos, hija —dijo el conde con seriedad.

Isabel necesitaba ayuda para apearse, así que se recogió las abultadas faldas con una mano, le tendió la otra a su padre y procuró ocultar el dolor. Le sudaba la frente. La vida de su bebé dependía de que fuese capaz de disimular. Trató de contener las punzadas, un poco más, un peldaño más, otro…

Llegaron a las puertas del convento y el conde llamó enérgicamente con los nudillos. Se abrió un ventanuco enrejado y una voz de mujer preguntó quién andaba allí. El padre de Isabel informó de sus nombres y sus títulos nobiliarios y, un instante después, la puerta se abrió con un chirrido, lo justo para que cupiera la joven. Una nueva punzada de dolor obligó a Isabel a contener la respiración y escapó de sus labios un levísimo gemido. Al conde pareció complacerlo tristemente la aparente reticencia de su hija a entrar en el convento, pero el titubeo de Isabel se debía a que un líquido caliente empezaba a correrle por el muslo. Inclinó la cabeza, besó la mano de su progenitor y aprovechó la ocasión para vengarse del único modo que le era posible.

—Adiós. A partir de este momento, arrojo el nombre de la pecadora Isabel al polvo que yace a mis pies. En tus oraciones, recuérdame como sor Beatriz, pues así me haré llamar cuando profese.

Le soltó la mano, le dio la espalda y, cuando se disponía a cruzar el umbral de la puerta, una mano pálida cubierta por un hábito de monja la arrastró al interior del convento. La hermana portera hizo una reverencia silenciosa al conde y cerró de un portazo. Acto seguido, la joven se agarró con fuerza al brazo de la portera y se hincó de rodillas en el suelo con un grito de dolor que ya no pudo contener más: el dolor de parto y el de frustración. Su plan había fracasado. ¡Ya nunca podría llegar hasta los Abenzúcar!