Capítulo 20
De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, de puño y letra de Esperanza, julio de 1552 en altamar
Por imposible que parezca, pese a las semanas que nos ha costado llegar hasta Sevilla, Marisol, Pía, Sancha y yo hemos dejado el convento en compañía de sor Manuela. Nos encontramos en altamar, rumbo a América, al convento conocido como Las Golondrinas de Los Andes. Se me ha encomendado la labor de averiguar si dicho convento fue fundado por un grupo de Hermanas Santas de Jesús hace muchos años. Sor Beatriz y la abadesa me han procurado una lista de preguntas, los nombres de las componentes del grupo y otros pormenores y deben satisfacerme las respuestas para que yo me desprenda de la crónica y sor Manuela haga lo propio con la medalla. Constituye una enorme responsabilidad.
Sor Beatriz me ha hablado de su hija Salomé y me ha dicho que, si no se encuentra entre las hermanas, estas sabrán qué ha sido de ella. A juicio de sor Beatriz, esa será la prueba definitiva de que hemos dado con el lugar que buscamos. No obstante, hallar el convento es solo parte de nuestra labor. La otra es encontrar esposo. No sabría decir cuál de las dos me parece más complicada.
Además, la abadesa y sor Beatriz desean que lleve un registro exhaustivo de nuestro viaje. Tuvo lugar como sigue:
Una noche sor Manuela vino a la celda en la que dormíamos Marisol, Pía y yo para comunicarnos que la abadesa quería vernos en el acto. Nos vestimos con premura y nos dirigimos aprisa a su despacho, mientras sor Manuela iba a buscar a Sancha al dormitorio de las pequeñas. La abadesa, sor Beatriz y varias hermanas más se encontraban junto al fuego, examinando sobre la mesa unos documentos que llevaban el sello de la Inquisición. Pía hizo un aspaviento y, en silencio, me agarró la mano.
—¡Ya vienen! —exclamó entre lágrimas Marisol.
—Entonces… ¡estamos atrapadas! —susurré yo—. ¡Nos someterán a un horrible interrogatorio y, cuando descubran quiénes somos, castigarán a las hermanas por habernos ocultado!
—No, hijas mías, abandonaréis el convento de inmediato —sentenció la abadesa—, antes de que os encuentren.
—¿Cómo? —inquirió Pía compungida—. Si salimos de aquí, nos perseguirán. ¡Tanto nos daría arrojarnos desde un risco esta misma noche!
—Por fortuna, Pía —intervino la abadesa con sequedad—, hemos elaborado un plan mejor. Partiréis enseguida para Sevilla y, desde allí, saldréis en barco rumbo a América. Uno de los hombres del pueblo ha ido de avanzadilla para procuraros pasajes en el primer buque disponible y otros dos os esperan para llevaros a Sevilla. Debéis partir tan pronto como estéis listas, sor Manuela os acompañará como carabina. Un grupo de misioneras de nuestra congregación fundó en América un convento hace muchos años. Las Golondrinas de Los Andes os acogerá hasta que contraigáis nupcias y tengo la certeza de que también os asistirá en la búsqueda de marido. Los colonos andan muy necesitados de esposas españolas y, con toda probabilidad, se interesarán menos por vuestras familias que cualquier pretendiente de España. Se os proveerá de una dote a cada una.
—¿Y qué será de vos, de sor Beatriz? ¿Y de las demás hermanas?
—Nuestro destino está en manos de Dios. A pesar de la inminencia de la fecha, abrigo la esperanza de que alguien de la corte malogre la visita de la Inquisición. Ya hemos enviado a la reina un mensaje urgente rogando su amparo, con la confianza de que el hermoso obsequio de Luz le recuerde nuestra lealtad. No obstante, nos debemos a nuestros votos y cumpliremos con nuestra obligación, pase lo que pase. Vosotras debéis prepararos para el viaje.
—Sancha solo tiene diez años… Ella no podrá casarse.
—Ayudaos las unas a las otras cuanto podáis. La primera que contraiga matrimonio habrá de alojarla en su casa como si fuera una hermana y buscarle esposo cuando llegue el momento. Apresuraos, pues, con el equipaje… Oh, aquí llega Sancha.
La pequeña entró frotándose los ojos, con el cabello rizado sin peinar y el vestido desabrochado. En otras circunstancias, habría entrado dando saltos y brincos, nerviosa, pero, en plena noche, incluso ella estaba adormilada.
—Despierta y presta atención, hija mía. Partirás de viaje con Marisol, Esperanza y Pía.
Sancha abrió mucho los ojos, aterrada.
—¿Han venido los soldados? —inquirió con voz temblorosa—. ¿Nos atarán?
—No, pequeña. Subirás a un barco con velas como alas de pájaro y el inmenso océano y tú viviréis una gran aventura.
A todas nos dejó perplejas la noticia y a mí la sola idea de abandonar a mi querida sor Beatriz y el santuario del convento me produjo una abrumadora tristeza. Adoraba nuestros días tranquilos en el scriptorium, donde descubrir nuevos libros, copiar correspondencia o, lo mejor de todo, localizar la información requerida por las hermanas enfermeras. A menudo lamentaba haber prometido a mi padre que contraería matrimonio, en especial cuando pensaba cuán útil y grato sería poder quedarme en el convento y abrazar la vida de religiosa. ¿Se habría sentido mi madre así cuando entró en el convento de Regina Coeli?
Sin embargo, quedaba poco tiempo para semejantes reflexiones, pues la abadesa ya nos había ordenado que fuésemos a arreglarnos y reuniéramos nuestras pertenencias para el viaje. Sor Beatriz me condujo al scriptorium, donde la presente crónica yacía abierta. Allí me comunicó que debía llevarla conmigo y, amén de anotar todo lo acontecido durante el viaje, leer el resto de la obra, incluido el evangelio en latín, recogido en las páginas centrales. Entonces comprendería por qué debía protegerla con mi vida y garantizar que llegaba sana y salva a las manos adecuadas. Juré hacerlo así; después, me mandó a preparar mi equipaje, pues deseaba cerrar la crónica con una última anotación.
Vi a sor Beatriz por última vez en el scriptorium cuando depositó en mis brazos el paquete que contenía esta crónica con tanto pesar y tanto afecto como si se tratase de una criatura. Para entonces, ya se había alertado al convento de que el Tribunal de la Inquisición había llegado súbitamente, al abrigo de la noche. Tras el alboroto ocasionado por sus caballos, mulas, carruajes, carretas y criados, sonó incesante la campana; seglares, novicias y sirvientas, aterradas, corrían de un lado a otro y, de pronto, todo fue bullicio y confusión.
Me comentó la abadesa que al artista, Tristán Mendoza, lo habían drogado con una potente medicina y sumido en un sueño profundo que asemejaba la muerte; después lo habían vendado de los pies a la cabeza, para mayor tranquilidad, y lo habían escondido en la enfermería, debajo de la celda de los leprosos, junto con sus materiales de pintura. El retrato inacabado de las cinco, que aún no había secado, quedó colgado en una pared oscura del ala antigua. Me consoló pensar que, al dejarlo allí, al menos quedaría algo de nosotras en el convento.
Recé para que la Inquisición no lo encontrara.
Después de reunirnos a las cuatro una vez más en su despacho, la abadesa se quitó la medalla de su oficio y se la colgó a sor Manuela. Quedó de manifiesto que temía que aconteciese lo peor; de lo contrario, no se habría desprendido de ella. Las hermanas se abrazaron, luego la abadesa nos besó a todas y nos dio su bendición precipitadamente; a continuación, abrió una puertecita oculta tras un tapiz.
Un pasaje angosto y oscuro, empinado pero casi invisible, conducía desde el retrete allí alojado a las bodegas en las que se guardaban los barriles de vino y, de ahí, a las cloacas. Descendimos con cautela las escaleras, atravesamos con dificultad un ventanuco abierto en los bajos del edificio, nos cubrimos con gruesos mantos y nos dirigimos a toda prisa a una carreta que nos aguardaba. La oscuridad fue nuestra aliada. Los hombres del pueblo ya habían cargado nuestros baúles y silenciado las ruedas de la carreta. Nos ayudaron a subir y partimos con sigilo.
Mi corazón sufría por Luz. No había tenido tiempo de despedirme de ella. ¿Qué sería de ella sin nosotras? ¿Sin mí? Y pensar que la pobre abadesa había depositado todas sus esperanzas de redención del Tribunal de la Inquisición en el obsequio de Luz a la reina. ¡No quería ni pensar en la suerte que correrían todas ellas! Acurrucadas en la carreta, lloramos, sorbiendo bajo nuestros mantos hasta que el alba tiñó de rosa el cielo y nos dormimos.
Despertamos sobresaltadas cuando la carreta se detuvo. Temimos lo peor, pero los cocheros nos dijeron que debíamos apearnos y seguir a pie. Con la carreta llena, las mulas apenas podían avanzar. Habían recibido orden de evitar el camino principal; vi entonces que nos hallábamos en un sendero apenas perceptible que se adentraba en el bosque, marcado por piedras blancas a intervalos regulares.
Nuestros acompañantes procuraron evitar los pueblos y, si divisaban a algún pastor, cambiaban de rumbo para que nadie nos viese. Dormimos al raso, envueltas en nuestros mantos, y subsistimos a base de fruta seca, cordero, almendras, queso y agua de los manantiales. Cuando al fin nos acercamos a Sevilla, nos complació poder subir de nuevo a la carreta y comprar pan, aceite y un poco de vino. Marisol lo estudiaba todo con entusiasmo y no paraba de comentar lo interesante que era el mundo más allá de las puertas del convento.
Yo estaba intranquila. Para mí, las calles de Sevilla y las torres de su catedral, con las que tan familiarizada estaba, no eran sino sinónimo de peligro. Al recordar cómo habíamos escapado María y yo, harto aliviadas y audaces, me pregunté si mi tutor se habría apropiado de toda mi fortuna o se la habría arrebatado la Inquisición. Todos los días pienso en don Jaime con afecto y gratitud por haber urdido mi huida y rezo por su seguridad.
El bullicio y el ajetreo de la ciudad nos abrumaron. En el convento tan solo se oían campanas, oraciones y gorjeos de aves; el murmullo del aula, el silencio de la biblioteca durante el día y el viento de las montañas por la noche. En el puerto, los marineros voceaban, maldecían y bramaban órdenes; soldados, curas y frailes avanzaban a prisa en grupos de a dos y de a tres; relinchaban las mulas, chascaban los látigos, se cargaban los bultos; las velas restallaban al viento, los hombres bebían y cantaban, y las prostitutas alzaban sus voces estridentes desde las sombras. Las otras chicas, también sor Manuela, exclamaron emocionadas al ver tantos navíos de grandes mástiles elevándose imponentes al cielo.
—¡Mirad! —gritó Marisol—. ¡La Torre del Oro!
Estiramos el cuello para ver la gran torre que guardaba el puerto, una construcción espectacular que resplandecía dorada por el sol vespertino. Marisol nos contó que recibía ese nombre porque el rey Pedro el Cruel había encerrado en ella a una dama de cabello dorado que no lo amaba. Sor Manuela replicó entonces que eso era una pamplina, que se llamaba así por el modo en que sus azulejos amarillos reflejaban la luz. Marisol hizo una mueca a su espalda.
Sor Manuela nos hizo subir tan aprisa por la pasarela, entre marineros, que Marisol tropezó y a punto estuvo de caer al río. Maldijo entre dientes. Una vez en los bajos del buque, donde hacía un calor espantoso, comprobamos que el capitán había cerrado con una cortina, para nosotras, una parte de la oscura bodega, y había hecho instalar allí unas pequeñas literas con cojines, para que resultasen más cómodas. Los camastros apenas tenían el ancho de un tablón y los cojines no dejaban espacio para nuestras personas. Sancha trepó al más alto y, al caerse, rio como una boba. Pronto todas terminamos riendo —hasta sor Manuela— al tiempo que ponderábamos el modo de pasar unas por encima o alrededor de las otras en tan reducido cubículo y lamentábamos la falta de espacio para el orinal.
Luego los mozos trajeron nuestros baúles y bultos. Aunque parecía imposible que hubiese modo de alojar allí el equipaje, se le hizo hueco; después apilamos los fardos que contenían la muda de ropa para la travesía y colocamos encima nuestros devocionarios. Sor Manuela colgó un crucifijo de un clavo que sobresalía de la pared. Sobre nuestras cabezas, oímos los gritos de los marineros en cubierta, seguidos de pasos y un fuerte estruendo que, según nos indicó la hermana, se debía a que habían recogido la pasarela. Notamos que el barco empezaba a moverse por el río. ¡Partíamos! Pese a que entraba un poco de aire fresco por la escotilla, seguía haciendo mucho calor. Marisol ansiaba subir a cubierta, pero sor Manuela nos lo prohibió y Marisol se enfurruñó.
Rezamos juntas nuestras oraciones vespertinas, comimos un poco de pan duro y fiambre y nos revolvimos hasta encontrar espacio suficiente para tumbarnos. Sin embargo, la emoción nos tuvo en vela. Eso y aquel calor asfixiante.
En las claras y calurosas tardes de travesía, sacaba la crónica de su funda de lana engrasada y leía el evangelio en latín. De pronto llevaba sobre mí una nueva carga de peligroso conocimiento que, considerado de forma lógica, invalidaba cualquier justificación para la persecución cristiana de judíos y musulmanes y era testimonio de nuestras creencias comunes. Y ya no podía dejar de saberlo. Ardía en mi cabeza como el fuego al que me arrojaría la Inquisición, el fuego en el que había visto consumirse a aquellas pobres personas hacía tantos años.
El barco empezó a moverse constantemente con el oleaje y sor Manuela y Pía regurgitaban con frecuencia. La bodega olía a vómito y el agua que se colaba por los rincones lo humedecía y empeoraba su olor. Sor Manuela se encontraba demasiado indispuesta para prohibir a Marisol que subiese a cubierta, de modo que Sancha y yo la seguimos, desesperadas por respirar aire puro. La brisa marina nos revivió y la visión del mar infinito resultó maravillosa, un mundo de agua, ¡que se extendía hasta el firmamento! Parecía del todo imposible que hubiera tierra más allá.
Al principio, los marineros nos miraban con recelo, pero con el paso de los días empezaron a ser más agradables. Nos prometieron una travesía sin sobresaltos y nos describieron el lugar al que nos dirigíamos. Nos contaron que pasaban por allí personas de todo el mundo: trabajaban el oro comerciantes levantinos y genoveses, hombres con turbante y piel negra como la noche, chinos vestidos de sedas y grandes de España cubiertos por vistosas capas. En los mercados encontraríamos extrañas frutas, sedas, especias y peces con escamas de colores. Conoceríamos a las esposas de los grandes porque se cubrían el rostro con un velo negro e iban siempre acompañadas de una criada indígena sin velo y ataviada de vivos colores.
El aire del mar le sentaba bien a Marisol. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas y se trenzó el cabello para dejar que el viento lo agitara. Los marineros competían unos con otros para hacerla reír. Después de unos días, sor Manuela subió a sentarse en cubierta también, por ver si el sol le aliviaba una tos persistente y un resfriado contraídos por estar encerrada en la húmeda bodega. Pía se sentaba en silencio a su lado e ignoraba a los marineros, que miraban estupefactos su pelo rubio platino.
El suelo de nuestros aposentos se fue encharcando y empapó el fondo de nuestros baúles, pero en cubierta el aire era una delicia y el viento cálido henchía las velas. Pasábamos el mínimo tiempo posible abajo; rezábamos y comíamos en cubierta. Mojábamos el pan duro, hecho con harina salada, en un poquito de aceite de oliva para ablandarlo, y tomábamos aceitunas, higos secos y vino agrio de los barriles de a bordo. Entre gañidos, las gaviotas descendían en picado y planeaban sobre nuestras cabezas y el mundo era un panorama infinito de agua y luz. Ojalá mi padre hubiera podido verlo.
Un buen día disfrutábamos de nuestra comida en cubierta como de costumbre, contemplando cómo se mecía el horizonte, intentando imaginar la clase de maridos que encontraríamos cuando Sancha gritó: «Mirad». En el horizonte, unas nubecillas esponjosas se extendían por el firmamento a gran velocidad. Primero una fina bruma cubrió el sol, después se convirtió en un oscuro manto de nubes. El viento sopló de pronto más fuerte y frío. Las velas restallaban en lo alto, el mar pasó de verde azulado a negro y se embraveció. Contemplamos esta transformación tan angustiadas como los propios marineros. El capitán espetó órdenes que los hombres se apresuraron en acatar. Un marinero nos empujó sin ceremonias por la escotilla abierta, escalones abajo, a la bodega mientras se voceaban más órdenes y otros marineros trajinaban arriando velas y tensando cabos.
Jamás habríamos podido imaginar nada tan terrible como la tempestad que nos azotó como un bofetón de la mano del Todopoderoso. Nuestro barco no tardó en empezar a mecerse, a balancearse, a precipitarse hacia arriba y hacia abajo entre inmensas olas en medio de una luz mortecina que no permitía ver nada. Una gélida ola arrasó la cubierta y penetró en la bodega. Los marineros nos gritaron que no debíamos temer nada y cerraron de golpe la escotilla.
La tormenta no dejaba de empeorar. Estábamos aterradas y, en las horas y los días que siguieron, perdimos la noción del tiempo, aferradas unas a otras en la oscuridad, magulladas, mareadas y vomitando por el cabeceo del barco, incapaces de retener en el estómago unas galletas o el agua salobre, rezando constantemente, durmiendo a ratos y despertando de nuevo al miedo y al frío…
La bodega estaba encharcada y el agua nos cubría ya los pies. Llevábamos las ropas empapadas y sor Manuela, que no dejaba de toser, se quejaba de dolor en el pecho. Uno o dos días después tenía fiebre. Nos turnamos para sentarnos a su lado, zarandeadas, procurando mantenernos erguidas para sostenerla y refrescándole el rostro ardiente como podíamos. Marisol consiguió rescatar del equipaje algunas medicinas, pero no sirvieron de nada a sor Manuela, que resoplaba y decía que se ahogaba. Empeoró, ya no podía hablar y, al final, entre angustiosos jadeos, la pobre falleció. De rodillas, ateridas de frío y agarradas unas a otras para mantener el equilibrio en medio de los incesantes bandazos y crujidos del barco, encomendamos su alma a Dios. Le enroscamos el rosario en los dedos agarrotados y, a falta de una mortaja, envolvimos su cuerpo en su manto. Yo conseguí recuperar la medalla de la abadesa y, por seguridad, me la colgué al cuello.
Marisol reptó hasta la cortina que delimitaba nuestros aposentos y gritó que Dios había tenido a bien llevarse a sor Manuela. Dos marineros a los que tocaba descansar un rato bajaron con dificultad de sus hamacas y, resistiendo el vaivén del barco, levantaron el cadáver entre los dos y salieron de la bodega tambaleándose. Sabíamos que la arrojarían al mar.
—¡No tardaremos en seguirla! —exclamó Marisol, castañeteando los dientes.
Aguzamos el oído para oír cómo caía su cuerpo al mar. En ese instante, cuando pensábamos que lo había hecho, el viento aulló feroz y una ola inmensa azotó el barco con tal violencia que lo escoró y nos lanzó contra la pared. Luego notamos que se elevaba más y más, hasta una altura aterradora y, mientras nos aferrábamos unas a otras, se desplomaba vertiginosamente con tanta fuerza que nos dispersó y casi tuvo que hacer pedazos el navío. Sancha llamó a gritos a su madre. Yo vi el rostro de mi padre y Pía y Marisol enterraron la cabeza en los hombros de la otra. Por encima del bramido del viento se oyó un vocerío en cubierta y un fuerte estrépito seguido de llantos. Después, un grito de «hombre al agua». Rezamos por él y por nosotras y Sancha comenzó a recitar la misma frase en hebreo una y otra vez. Nos miramos todas y susurramos un «adiós», pues la muerte se aproximaba con cada lamento, con cada crujido del castigado y debilitado casco del buque.
—Dicen que el ahogamiento es rápido —murmuró Pía.
Marisol lloriqueó.
De pronto, había otra presencia en la bodega.
—¿La veis? —jadeó Sancha, señalando.
Pía hizo un esfuerzo por abrir los ojos.
—¡Sí!
Marisol se quedó pasmada, sin habla por una vez.
Yo la creí una aparición marina, como esas criaturas mitad mujer mitad pez que seducen a los marineros para que se estrellen contra las rocas, pero se trataba de una señora cubierta por un manto, exactamente como la describía la crónica. Entonces supe quién era; las otras, no. La fundadora había venido a ampararnos en la hora de nuestra muerte, a ofrecerme el consuelo de sus palabras mientras me reunía con mis padres en el Paraíso.
Me equivocaba. La fundadora habló con rotundidad. Nos dijo que, en nuestro estado, seríamos de poco alimento a los peces y que no nos ahogaríamos. Que la tormenta estaba a punto de extinguirse, que confiáramos en Dios y todo iría bien. Luego se inclinó sobre mí y me dijo que la medalla que había salvado era muy valiosa, que se la había regalado su hermano hacía mucho tiempo. Quise responderle que ya lo sabía, pero me selló los labios con un dedo y me instó a que fuese valiente, pues un día la medalla y la crónica servirían para procurar la paz en un tiempo de turbulencia en que cristianos, judíos y musulmanes volverían a estar en guerra unos con otros. Después desapareció.
—Dicen que los ahogados ven visiones un instante antes de morir —comentó Pía con desaliento.
No era el momento más oportuno para explicarles lo que habían visto, así que, en su lugar, les transmití su mensaje con toda la determinación de que fui capaz.
—Ha dicho que no nos vamos a ahogar. Sed valientes. Tan solo debemos ser valientes.
A última hora de esa tarde, amainó la tormenta y notamos que el mar se calmaba. Aflojaron los vientos.
—Está despejando y el vigía ha divisado una bandada de aves a lo lejos —nos gritó el capitán a través de la cortina de nuestro habitáculo—. Eso significa que hay tierra a la vista. ¡Tierra! ¡Dios es todopoderoso!
—Alabado sea Dios —le respondimos automáticamente, y, agotadas, nos dejamos vencer por el sueño unas en brazos de las otras.
A la mañana siguiente, subimos tambaleándonos a cubierta y vimos una fina línea en el horizonte; a medida que íbamos acercándonos, empezamos a distinguir mástiles recortados en el cielo y, finalmente, el puerto propiamente dicho. A nuestro alrededor, los marineros iban de un lado a otro, ocupados en sus labores, riendo y dándose palmadas en la espalda, hablando de ron y de mujeres. Los nativos vinieron a buscarnos en unas barcas alargadas y estrechas, cargados de extrañas frutas amarillas que sabían tan dulces como la miel y de agua fresca aún más dulce. Nos miramos, pálidas y delgadas, pestañeando a la luz del día como criaturas que hubieran vivido bajo tierra.
—Debemos de parecer brujas marinas —dijo Marisol, estirándose en vano la ropa sucia y arrugada—. Esto ya era lo bastante horrendo cuando estaba limpio. ¡Así jamás encontraremos marido!
Mi alivio de que no estuviéramos muertas en el fondo del mar se tornó angustia por cuestiones más prácticas. ¿Qué haríamos cuando llegásemos a la playa? Bajé a la bodega y calculé nuestros recursos. En el baúl de sor Manuela iban nuestras dotes: cuatro bolsas de reales. También había una bolsa de moneda menuda para nuestros gastos. Ya las había contado cuando las otras me pidieron que acudiera; la pasarela casi estaba lista, me dio tiempo justo para escribir estas últimas palabras. Ya no podré volver a escribir hasta que nos hayamos establecido un poco. Dios sabe dónde.