Capítulo 16

De la crónica de las Hermanas Santas de Jesús, convento de Las Golondrinas, Andalucía, verano de 1549

 

Gracias a Dios, en el aniversario del nacimiento de Salomé, mis manos me permiten escribir un poco. Hoy cumpliría cuarenta y cinco años, una mujer hecha y derecha. Por suerte, Dios me ha enviado a otras jóvenes que llenan el vacío que dejó en mi corazón: primero a Esperanza, luego a Luz y ahora a Pía. Pía es una criatura asombrosa, de pelo plateado como una luna estival, piel fina y muy blanca, ojos de color azul claro y facciones delicadas. Tiene catorce años y, aunque es delgada y esbelta, como ya tiene sus periodos, está empezando a desarrollar la figura de una mujer. La formidable sor Sofía, que con gran arrojo contraviene la norma de clausura para viajar al extranjero por asuntos del convento y es tan aguda cuando se la reta, ha hecho posible su rescate.

Pía es una muchacha muy tranquila y su imperturbable serenidad resulta desconcertante en alguien tan joven. Nos contó una historia terrible en un tono completamente plano y desprovisto de emoción.

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Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Era muy hermosa y vivíamos en una casa preciosa de camas blandas con colgaduras de seda y comida de sobra, todas ellas cosas en las que jamás pensé hasta que dejé de tenerlas. Yo heredé el pelo de mi progenitora, al que se debía su fortuna. Las rubias escaseaban en una tierra de bellezas morenas y mi abuela provenía de una región muy al norte donde la gente tiene la piel muy blanca y el cabello como el sol y la luna. Viajaba en barco con su esposo cuando los atacaron los piratas. Estos lo mataron a él y a mi abuela la hicieron cautiva, luego la vendieron al harén del último comerciante musulmán de Sevilla, al principio del reinado de los Reyes Católicos. Pero la madre del mercader se enteró de que mi abuela era cristiana, como ella, de una de las sectas del norte a la que llaman «protestante». Se apiadó de aquella joven viuda en sus primeros meses de embarazo y convenció a su hijo para que la liberase; así, mi madre nació bajo la protección de la señora. Esa dama murió poco después y dejó a mi abuela una generosa suma de dinero para que pudieran subsistir su hija y ella.

Las delicadas facciones y el cabello plateado de mi abuela atraían a muchos hombres, pero el matrimonio con una forastera que no era ni española ni católica y por la que nadie podía responder era impensable. No obstante, siendo mujer, su seguridad y la de la niña dependían de la protección que solo un hombre adinerado podía proporcionarles, de modo que mi abuela compró una casa en Madrid y se hizo cortesana.

Mi madre heredó su belleza nórdica y la educaron en la religión protestante, a la que mi abuela se negó rotundamente a renunciar. Cuando cumplió diecisiete años, mi abuela aceptó para ella la protección de un noble guapo y encantador, hijo único que había de heredar una gran fortuna en minas de plata que su familia poseía en las colonias americanas. Él prometió proporcionarle una casa magnífica, ropas, joyas, carruajes, sirvientes… todo lo que una joven hermosa y vanidosa pudiera desear. Su única condición era que no le diese hijos, pues su familia no consentiría bastardos que, según temían, pudieran reclamar después su fortuna. Mi madre solo me contó, con semblante triste, que, durante muchos años, pudo «arreglárselas» para no darle hijos.

Volvió a quedarse embarazada y esta vez se negó a «arreglárselas», creyendo que mi padre me aceptaría, pero no lo hizo. Se puso furioso e hizo que me mantuvieran lejos de su vista, porque no quería saber nada de mí. Después llegaron noticias de que su familia se había arruinado. Sus minas de plata en las colonias habían desaparecido en un terrible terremoto, con el consiguiente endeudamiento de la parte de la familia que residía en España. En un intento desesperado por recuperar su fortuna, mi padre se entregó al juego sin mesura y no consiguió otra cosa que incrementar las deudas familiares. Se vendieron las joyas y el carruaje de mi madre y nuestra magnífica casa quedó desprovista de muebles.

Yo era el blanco de su ira. Me llamaba «cachorro protestante de una fulana protestante» y me decía que debía haberme ahogado al nacer, en lugar de permitirme vivir como una princesa a expensas de su familia. Cada vez pasaba menos tiempo con mi madre y la insultaba diciéndole que prefería cortejar a la fea heredera con la que su familia esperaba casarlo. Llegaron los acreedores, exigiendo a mi madre un dinero que ya no teníamos.

Mi madre enfermó y los médicos no pudieron salvarla. Fue como si no le quedasen fuerzas para vivir. Mi padre vendió la casa, pero no tardó en jugarse los beneficios de la venta. La fea heredera se casó con otro y mi progenitor empezó a mirarme con un extraño aire calculador. Aunque me odiaba, me tenía con él. Yo procuraba no hablar en su presencia.

En la corte, intentó en vano ganarse el favor del rey y obtener el ascenso a un puesto muy bien pagado. Cada vez jugaba más desesperadamente. No parábamos de mudarnos de un sitio a otro, a lugares más sucios y lóbregos. Aunque no podía permitirse seguir a la corte por todo el país, cuando el rey residía en Madrid, mi padre se ponía las ropas buenas que le quedaban y rondaba a los cortesanos poderosos con la intención de granjearse su favor e influencia. Por entonces, vivíamos en dos cuartos oscuros y sucios en una calle en la que resonaban los alaridos de las prostitutas que ocultaban sus rostros desfigurados entre las sombras. Durante el día, me mandaba a una escuela benéfica, pero, por lo demás, pasaba sola muchísimo tiempo, muerta de frío y a menudo de hambre, salvo en las ocasiones en que me ordenaba que vistiera las escasas prendas finas que poseía y me peinara la melena dejándola caer por los hombros como una capa y me llevaba a la corte con él.

Allí pasaba el rato mirando al suelo y jamás hablaba salvo que me viera obligada a responder a alguna pregunta. Presentí que había empezado a llamar la atención. Un día un hombre mayor, un noble al que había visto dar la espalda a mi padre, lo acompañó a casa. Me llamaron a la habitación fría que mi padre denominaba, con sarcasmo, «el salón». El hombre, que a mí me parecía muy viejo, tenía una mirada penetrante y los labios rojos y húmedos. No me gustaba.

—¡Haz una reverencia! —me ordenó mi padre.

El anciano me examinó con ojo crítico. Me pidió que caminase de un lado a otro de la habitación, después que me acercase a él, y me acarició el pelo. Sus manos me rasparon el cuero cabelludo como pezuñas de rata. Me repugnaban sus caricias, pero me agarró un mechón de pelo y tiró tan fuerte que se me saltaron las lágrimas. Mientras yo forcejeaba, él sonreía.

—De tal madre, tal hija —sentenció mi padre—. No encontraréis ese pelo en muchas jóvenes.

—Es posible. Aun así, ella no vale tanto como pensáis. ¿Qué edad tiene?

Una mirada taimada asomó al rostro de mi padre.

—Solo once. —Aquello me sorprendió, porque yo tenía catorce—. Para algunos caballeros, que las prefieren jovencitas e intactas, vale mucho. Ya me han hecho varias ofertas, pero, dado que vos sois entendido, he pensado que sabríais apreciar su inocencia. Si no aceptáis mis condiciones, la llevaré a El Padrón…

No supe hasta después que El Padrón era el sobrenombre de un fabuloso burdel de Madrid, pero, fuera lo que fuese, no quería ir allí.

El invitado de mi padre me miró un poco más, luego se encogió de hombros.

—¡Bah! Esto es lo que os puedo dar. —Arrojó una bolsa de monedas a la mesa. Mi padre no pudo seguir fingiendo indiferencia y se apresuró a hacerse con ella. En su interior, había una suma de dinero aparentemente grande, pero mi padre se la tiró a la cara—. El Padrón me ofrece el doble de esto.

El anciano me miró fijamente unos minutos más, como si se lo pensara, luego se puso en pie, se despidió fríamente con un movimiento de la cabeza y salió.

—¿Quién era ese hombre, papá? ¿Volverá? —me aventuré a preguntar, pero él me gruñó que pronto lo averiguaría y que, si no hacía lo que me dijera, me entregaría a la Inquisición, que ya había condenado a otros protestantes como mi madre y como yo.

En la escuela, había aprendido lo suficiente de la Inquisición para temerla, incluso más que a mi padre.

Al día siguiente, me pidió que me vistiera con mis mejores ropas e hiciese un hatillo con el resto de mis pertenencias. Cuando lo hube hecho, sacó un tarrito de pomada roja y me dio un poco en los labios y en las mejillas. Estábamos poniéndonos las capas para salir cuando alguien llamó a la puerta. Resultó ser el anciano del día anterior. Le tendió a mi padre una bolsa de dinero más grande. Mi padre titubeó, luego la aceptó. Sonrió despacio y me empujó hacia el hombre.

—Vete —me dijo.

—¿Adónde, papá?

—Adonde te corresponde —contestó. Para entonces ya estaba inclinado sobre la mesa contando los reales de la bolsa—. Lleváosla —le dijo al viejo sin levantar la vista—. Sus cosas van en el hatillo.

Oí el tintineo de las monedas mientras el hombre me echaba el hatillo a los brazos y me sacaba a la fuerza. Apretaba mucho y me hacía daño en el hombro; además, no me gustaba su cara.

—Sube y examinaremos el bonito trofeo —masculló, empujándome al interior de un carruaje cerrado. Yo estaba demasiado aterrada para preguntar adónde íbamos. De pronto lo tenía a mi lado, pegado a mí, intentando abrirme la capa con sus zarpas, pese a que yo me la cerraba tan fuerte como podía—. ¡Suelta! —exclamó jadeante, echándome a la cara su pestilente aliento—. Si no quieres que te pegue hasta que…

Grité todo lo que pude y me resistí con todas mis fuerzas. Me dio un bofetón e, inmovilizándome, me arrancó la capa con una mano al tiempo que me levantaba las faldas con la otra. Entonces se oyó fuera una gran conmoción. Los caballos relincharon y el cochero gritó; después, el carruaje se sacudió y arrancó bruscamente, avanzando cada vez más rápido, sin control. En la calle, la gente gritaba; los obstáculos del camino azotaban las ruedas del vehículo y el anciano y yo éramos vapuleados por la cabina. Aquel aterrador trayecto terminó cuando el carruaje se escoró, cayó de lado y volcó con un desagradable chasquido que lanzó a mi captor contra el techo astillado, de cabeza a la calzada, y a mí encima de él.

Fue como si le hubiera reventado la testa. Yacía medio dentro medio fuera del condenado carruaje y, cuando lograron abrir la puerta desde fuera, yo me abracé a mi hatillo. Entonces me noté algo caliente y húmedo en la cara. Quise limpiarme con la mano y, al mirármela, vi que la tenía roja. Los caballos relinchaban, pateando la cabina con sus cascos. Algunas personas gritaban que se habían desbocado; otras, que estaban atrapados en sus jaeces; otras, que se habían disparado cuando una bandada de avecillas, salidas de la nada, había descendido en picado sobre sus cabezas; otras, que los había espantado la capa de una mujer, que se había inflado de pronto y les había azotado el hocico.

La bulliciosa turba cayó sobre el carruaje. Entraron manos por el techo destrozado para registrarle los bolsillos al difunto y, demasiado asustada para gritar, vi cómo los dedos sucios de un granuja le robaban el anillo y los zapatos.

Luego otras manos me sacaron del vehículo accidentado. Bajo la capucha de un manto marrón, una voz de mujer me dijo que ya estaba a salvo, después noté que me tomaba la mano.

—Aún puedes caminar. ¡Aprisa!

Me ayudó a ponerme de pie y, oculta bajo su manto, me alejé deprisa con ella. Luego todo se oscureció y se hizo el silencio.

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Sor Sofía no es capaz de explicar lo sucedido de forma más coherente. Se había quedado dormida en su carruaje cerrado y una voz le habló de un accidente: un vehículo había volcado, un hombre malvado había muerto. Entonces despertó, como zarandeada por una mano invisible, y oyó el bullicio del exterior. De pronto, alguien había corrido las cortinas y había metido dentro a Pía, que daba patadas y chillaba como una histérica.

—No es un hombre, sino una monja. ¡Entra! Estás a salvo, te lo prometo. Vuestras obligaciones pueden esperar, sor Sofía. ¡Regresad al convento!

Sor Sofía es porfiadora. Abrió la boca para hacer preguntas y exigir respuestas, pero, antes de que pudiese pronunciar una sola palabra, la mujer había cerrado de golpe la puerta del carruaje, le había echado el cerrojo por fuera y el cochero había dado la vuelta y enfilaba la calle hacia el lugar del que procedían. Pía, al ver que la puerta del vehículo estaba cerrada, se había desmayado.