Capítulo 1

Costa del Pacífico, Sudamérica, primavera de 1983

 

Los primeros indicios aparecieron en diciembre. Por Navidad, las cálidas aguas del océano llenaron de peces muertos las redes de los pescadores. Las mujeres, angustiadas, se apiñaron en las iglesias para encender velas y rogar a Dios, a la Virgen y a todos los santos que contuvieran a El Niño. Los campesinos se aferraban a su superstición de que ponerle al caprichoso fenómeno atmosférico el nombre del hijo de Dios lo apaciguaría, pero esa vez El Niño venía disfrazado del Diablo para volver el cielo de mediodía de un extraño color. La gente miraba hacia arriba con inquietud y se persignaba, mascullando oraciones mientras el día se ponía negro como la noche, se desataba el viento y empezaba a caer una copiosa y violenta lluvia. El cielo fue descendiendo cada vez más y arreció el viento, la gente comenzó a invocar a dioses más antiguos antes de abandonar por completo sus plegarias para llamar a gritos a sus hijos y correr en busca de refugio.

El huracán, el peor en un centenar de años, fue conocido después como «la Mano del Diablo». Azotó la región con terrible ferocidad. Un viento ululante hizo que portearan las contraventanas, luego las arrancó de cuajo y salieron volando, seguidas de cualquier cosa que El Niño pudiera alcanzar: puertas, tejados, árboles, bicicletas, automóviles y camiones, lanzados por los aires y hechos pedazos como si fueran de juguete. La lluvia caía como un torrente de balas, con violencia suficiente para matar pollos, cabras y bebés. Los campesinos que se hallaban de camino o ya en el campo se vieron arrastrados por el puño implacable del huracán. ¿Y adónde iban a ir los pobres que vivían en los barrios de chabolas? Los aludes de barro se tragaron las endebles chozas y a sus inquilinos y, alzándose en gigantescas olas, el mar se llevó las barcas y a los pescadores de la playa. Tejas, árboles y personas fueron sacudidos, succionados, disparados, enterrados vivos, aplastados, barridos al mar.

Tras dos días de atronadores vientos y estrepitosos escombros, de derrumbes de edificios y corrimientos de tierras, siguió un inquietante silencio, solo interrumpido por el llanto débil y los chillidos ahogados de los supervivientes, el murmullo de los aturdidos y los desposeídos, los gemidos de los niños, el estridente gañido de los perros doloridos. La gente se esforzaba por entender lo que había pasado. Los vivos escarbaban con sus propias manos para rescatar a los atrapados y los heridos, a familiares y vecinos, al tiempo que se desvanecían los gritos de auxilio de quienes se hallaban bajo los escombros. Lamentablemente, los servicios de emergencia eran inútiles, pues no disponían de maquinaria para el desplazamiento de material pesado, ni perros detectores. Los supervivientes heridos gritaban de forma invisible y muchos de los que fueron encontrados terminaron muriendo por falta de medicinas, comida y mantas.

Tardaron una semana en reabrir el aeropuerto y, para entonces, el aire hedía a muerte. Llegó la prensa de todo el mundo junto con los equipos de rescate internacionales, retrasados todos por la burocracia y el caos. Cuando por fin la ayuda comenzó a llegar, a los periodistas no les faltaron horrores con los que respaldar una petición de ayuda internacional para socorrer a las víctimas, aunque los corresponsales veteranos, familiarizados con la región, sabían que la mayor parte de los fondos de socorro se desviarían a cuentas privadas en Suiza.

Al noveno día de tanta muerte y destrucción, hubo una buena noticia. Un barco de la Armada que hacía un último reconocimiento por la costa, había encontrado sana y salva a una niña. Al anochecer, los marineros a bordo del buque estaban a punto de dar por finalizada la búsqueda cuando oyeron un llanto. El llanto prosiguió toda la noche y no dejaron de barrer con sus reflectores el océano, la luz abriéndose paso entre cadáveres abotagados de seres humanos y animales.

Por fin, ya de mañana, localizaron la fuente de aquel llanto en una barca de pesca encallada entre un atolladero de árboles reventados y una mula muerta. Parecía vacía, pero dos jóvenes marineros la abordaron para echar un vistazo. Entonces profirieron un grito. La niña, de unos dos o tres años, desnuda salvo por una cadena que le daba varias vueltas al cuello y de la que colgaba una medalla, fue hallada bajo una maraña de redes de pesca cuyo peso le impedía escapar. Parecía increíble que no hubiera muerto congelada ni la hubiese ahogado una ola, pero lloraba y se chupaba el puño.

La noticia de la pequeña superviviente apareció brevemente en la prensa, con fotografías de la niña, la barca, la medalla y los dos marineros sonrientes. Pero las noticias viven poco y los periódicos extranjeros no tardaron en hablar de otras cosas. En todas partes había guerras y divorcios de celebridades sobre los que informar. A la pequeña la ingresaron en un orfanato de la región y el único rastro que quedó de su existencia fue un montón de recortes de periódico amarillentos.

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A la sombra de los Andes, primavera de 1984

 

Un año después del azote de la Mano del Diablo, un vehículo destartalado con la palabra taxi pintada en el costado se abría paso hacia la parte más antigua de la vieja capital de provincia, aún marcada por el desastre. Al final, las calles sembradas de baches se estrechaban demasiado para que el automóvil pudiera pasar. El conductor se detuvo y señaló con el dedo. Una pareja estadounidense de mediana edad bajó del asiento trasero, haciéndose sombra con la mano para poder mirar a su alrededor.

—Nos han dicho que estaba en la parte antigua de la ciudad —sentenció la mujer, mirando el plano— y esta zona parece antigua, desde luego. Prácticamente está en ruinas.

Aquella señora rolliza vestía una elegante falda de Liz Claiborne, un jersey de punto a juego y zapatos de tacón bajo y se retocaba nerviosa el peinado.

Su marido, un hombre corpulento y sudoroso, vestido con una camisa abotonada de arriba abajo, pajarita y una informal chaqueta de cuadros, se recolocó la cámara de fotos que llevaba colgada del cuello, un modelo barato, porque le habían aconsejado que se dejase la cara en casa. Llevaba bajo el brazo una guía de viajes e, incomprensiblemente, un enorme oso de peluche con un lazo rosa. Protector, asió del codo a su esposa.

—Vamos, Sarah-Lynn. Agarra bien el monedero —murmuró, y miró de reojo al taxista, recostado en el asiento enrollándose un cigarrillo.

Los estadounidenses llamaban mucho la atención. Hombres con camisetas y mujeres con sencillos vestidos estampados los observaban desde los balcones medio derruidos de las casas en ruinas y los cobertizos improvisados bajo arcadas a punto de desplomarse. Niños harapientos con el vientre hinchado se agolpaban para mirar por los barrotes de las verjas de hierro. La pareja se abrió camino entre automóviles viejos, burros, mendigos y ruidosos vehículos cuyos frenos chirriaban y cuyos conductores escupían y se insultaban a voces, aporreando las puertas para poner mayor énfasis. La pareja rodeó los puestos improvisados en los que se vendía pescado frito y arepas. Una prostituta, sentada en una silla rota en un portal, les gritó burlona algo en español, desatando las carcajadas de sus compañeras de oficio. Chillaban las mujeres, lloraban los bebés, se regañaba y abofeteaba a los niños. Las calles apestaban a fritanga, a orina, a tabaco, a sudor, a gases de escape, a basura en estado de putrefacción, a excrementos de animales y a miedo. A lo lejos, los Andes, coronados de nieve, se alzaban limpios y distantes, recortados sobre un cielo de un azul intenso.

Los dos forasteros volvían el mapa de un lado al otro, miraban alrededor e ignoraban a la gente que los rodeaba.

—¡Allí! ¡Lo recuerdo de los carteles! —exclamó Sarah-Lynn de repente, señalando hacia el frente, a un campanario encalado que aparecía en un famoso cartel de agencia de viajes de los setenta, cuando aún llegaban los trenes hasta aquel rincón perdido de Sudamérica. Luego los vendedores de souvenirs habían empezado a hacer negocio con las golondrinas de arcilla, las pulseras de plata baratas y las calabazas decoradas al estilo nativo.

Ya no había turistas, pero algunos ancianos aún esperaban confiados al pie de los muros del convento, con su mercancía vieja y deslucida extendida en mantas sucias.

—¡Hola! ¿Un souvenir? —trataban de engatusarlos.

—Sí, ese es el campanario, Virgil. Supongo que lo hemos encontrado… ¡Uf, qué olor! —protestó, arrugando la nariz al verse envuelta por una ráfaga de aire procedente de las cloacas abiertas.

El hombre abrió con parsimonia la guía de viaje.

—«El convento de Las Golondrinas, el más antiguo de Latinoamérica, sede de las Hermanas Santas de Jesús en Los Andes» —leyó, poniendo a prueba su español recién aprendido. Percibió en el ambiente una violencia a punto de estallar y, por instinto, decidió no parecer asustado, ni precipitarse. Sabía que si no se comportaba así, aquellas personas se arrojarían sobre ellos como buitres, de modo que se mantuvo sereno, actuó con naturalidad y, como cualquier turista, mostró interés por el entorno—. ¡¡Cuántos pájaros, menudo bullicio!! No me extraña que lo llamen Las Golon… Golondrinas —dijo con su pobre español.

Al notar unos ojos clavados en la nuca, plantó los pies con firmeza y se detuvo a pasar la página de la guía, como si nada en absoluto lo preocupara.

—Aquí dice que existe una antigua superstición sobre las golondrinas, por su manera de marcharse y regresar aquí todos los años a los mismos lugares. En la antigüedad, los marineros llevaban tatuajes de golondrinas como amuleto, para poder volver a casa cuando partían, igual que las aves. Y, si morían en altamar, pensaban que las golondrinas descendían a llevarse las almas de los tatuados directamente al cielo. ¿No es genial? Increíble, ¿verdad? —observó, sin dejarse intimidar. Se sacó una pequeña Kodak del bolsillo y ajustó la distancia focal—. Parece tan grande como toda una manzana de cualquier ciudad. Me pregunto dónde estará la entrada.

Sarah-Lynn plegó el mapa y miró alrededor en busca de la entrada. Virgil, nervioso, siguió parloteando como si fuera un documental. Ella lo comprendía: también estaba inquieta, tanto que dio un respingo cuando un anciano desdentado le plantó delante una bandeja de baratijas al tiempo que mascullaba: «¡Barato! ¡Barato!».

—¡Virgil, dile a este hombre que no queremos souvenirs!

Su marido negó con la cabeza al vendedor ambulante y, agarrando a Sara-Lynn por el brazo, la apartó para hacerle una fotografía delante de la puerta. Continuó hablando.

—Antes de la llegada de los españoles, los incas tenían una especie de edificio para mujeres en este mismo lugar, las Vírgenes del Sol o alguna cosa pagana por el estilo. Contaba con un jardín interior, hecho todo de plata, con flores de oro.

Prosiguió su parloteo, en voz alta e informal, mientras hacía fotografías.

—Sí, los españoles lo derribaron y con sus piedras construyeron un convento para las monjas misioneras venidas de España. Estas montaron una escuela y un hospital para niñas indígenas y un orfanato. Había muchos bebés ilegítimos, nacidos de la relación de los españoles con las aborígenes… Las monjas acogían a las niñas y se aseguraban de bautizarlas para que se salvaran. Hubo incluso una prisión de mujeres ahí dentro…

—¡No me hables ahora de prisiones, Virgil! ¡Estamos a punto de entrar ahí a por nuestra niña y tenemos que decidir de una vez por todas qué nombre le vamos a poner!

—Pensaba que habíamos decidido llamarla como tu madre, eso era lo que tú querías. Y, si era niño, Virgil Walker Jr.

Sarah-Lynn le dio una palmadita en el brazo a su marido. Él habría preferido a un niño.

—Dios nos ha traído hasta esta pequeña. Sé que es especial. ¿Dónde demonios está la entrada?

—Es lo que tienes a tu espalda. Voy a hacer un par de fotos para el álbum que la mujer de la agencia de adopción nos dijo que le hiciéramos. Y luego mejor que nos demos prisa. No vaya a ser que piensen que nos hemos echado atrás con la adopción.

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Dentro del convento, la madre superiora esperaba sentada tras su escritorio, presidido por su antiquísimo teléfono negro. La luz entraba en diagonal por las ventanas enrejadas y se proyectaba en lo alto de la pared; la estancia estaba atestada de anticuados muebles macizos de oscura madera tallada. De las paredes colgaba la colección de retratos del convento. Niñas de ojos oscuros y cejas pobladas vestidas con ropas y joyas exquisitas sosteniendo flores en la cabeza y mirando fijamente a la madre superiora. Eran «monjas coronadas», jóvenes a punto de entrar en el convento, muertas hacía mucho tiempo. El retrato de una hija entregada a Cristo había sido un símbolo de estatus entre las familias coloniales españolas de los siglos XVI y XVII. En sus «salas grandes», donde recibían a sus visitas, se hallaban colgados de las paredes mucho más arriba que los retratos de las hijas prometidas a hombres terrenales. Era costumbre terminar donando aquellos retratos a los conventos de las jóvenes. La madre superiora encontraba sosiego en la silenciosa compañía de aquellos retratos y solía buscar en ellos un consejo imaginario sobre los asuntos del convento.

Mientras el reloj de pared de la sala hacía tictac, la madre superiora empezó a preguntarse si la pareja estadounidense habría cambiado de opinión y al final no iría a buscar a Isabelita. Suspiró y alzó la mirada para debatir de nuevo aquella adopción con sus serenas acompañantes. Les recordó que se avecinaba otra guerra: habían llegado al convento rumores sobre atrocidades y fuerzas paramilitares entrenadas en el extranjero en posesión de abundante armamento. Les recordó también la visión que sor Rosario decía haber tenido un año antes, poco antes del huracán.

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Sor Rosario, la monja más joven y, de natural, algo atolondrada, iba corriendo por el claustro, tarde como siempre para las completas, cuando una «visión» la detuvo en seco. La madre superiora se había mostrado escéptica y la había interrogado con mucho celo, confiada en que la visión se pareciera a una imagen renacentista de la Virgen María de la que sor Rosario era especialmente devota. La imagen tenía su propia capillita en la iglesia del convento, construida por la viuda de uno de los conquistadores para que albergara la tumba de su esposo. La luz del sol manaba por una ventana alta, como venida del cielo, sobre una Virgen delgada y rubia vestida con un manto azul decorado de estrellas de oro, una capa roja rematada de armiño, una corona de filigrana y puntiagudas zapatillas doradas que asomaban por debajo del manto.

—Era alta y el pelo oscuro le caía por la espalda —dijo sor Rosario—. Tenía unos ojos oscuros que se clavaban en los míos. Ojos negros. Cejas pobladas que se encontraban por encima de su nariz. Empezaba a soplar el aire del anochecer y la capa le ondeaba por detrás… ¡como si tuviera alas! Habló de una advertencia, una promesa y un recordatorio. No hablaba con voz suave y agradable, sino que gritaba, como suelen hacerlo las mujeres cuando quieren que sus maridos las escuchen quieran estos o no.

—¡¿De verdad?!

No se parecía a ninguna aparición de la Virgen que la madre superiora conociera.

Sor Rosario asintió con la cabeza.

—Como es lógico, yo me arrodillé y empecé a rezar el avemaría, pero ella dio un fuerte pisotón y alzó la mano para ordenarme callar, me dijo que no había tiempo para todo eso y que prestase atención. Que se avecinaba una terrible tormenta. Que se rasgaría el cielo y el ángel de la muerte desplegaría sus alas sobre nosotros, pero que del mar nos vendría un regalo o una bendición, que encontraríamos algo… que debíamos salvar algo… Pero su voz empezó a desvanecerse y yo no la oía bien. Entonces dio otro fuerte pisotón, al parecer contrariada, aunque creo que fue porque no había terminado de hablar y…

—¿Que dio un fuerte pisotón, hermana? ¿Acaso no lo soñaría?

La madre superiora suspiró, cerró los ojos e intentó contener un incipiente dolor de cabeza masajeándose las sienes. Las monjas más sensibles a menudo aseguraban tener visiones, sobre todo cuando no había bastante comida. Solían ser apariciones de santa Teresa con rosas.

—¡Ah, no! Era real como la vida misma, madre. La capa era marrón. —La voz de sor Rosario se tiñó de desilusión. En otro tiempo, le habían gustado los vestidos hermosos—. Marrón. Me habría esperado un azul, un bonito rosa quizá, pero una especie de marrón grisáceo… De un tejido tosco, manchado de blanco en el dobladillo, como si lo hubiera arrastrado por algún sitio y después se hubiese secado. Luego empezó a desaparecer, sin dejar de hablar, casi gritando, pero el sonido era más débil. Dijo algo de la estupidez de los hombres, también dijo que las Hermanas Santas de Jesús debían proteger no sé qué… ¡la crónica! Eso era lo que dijo: ¡proteger la crónica! Porque ahí se explica lo que hay que hacer con el regalo, el que nos vino del mar.

—¿La crónica? Hace más de medio siglo que la perdimos de vista, ¿cómo vamos a «protegerla»?

La madre superiora se mostró exasperada. La crónica de la congregación era un volumen antiquísimo que, al parecer, igual que la medalla, había llegado de la casa matriz en España, dondequiera que estuviese, pero que había desaparecido durante la guerra colombo-peruana de 1932. Sor Agnes, una monja anciana y olvidadiza pero precavida, la había escondido cuando una turba revolucionaria había atacado el convento, inflamada por la leyenda según la cual un tesoro inca se hallaba enterrado en la cripta de la capilla. Las recias puertas del edificio habían resistido la embestida por aquel entonces y las historias sobre el supuesto tesoro inca habían sobrevivido y afloraban cada cierto tiempo. La madre superiora sospechaba que era solo cuestión de tiempo que las puertas cedieran.

Cuando el ejército aplastó la revuelta en 1933, las monjas buscaron la crónica en vano y la madre superiora de aquel periodo rogó a Dios que le diera paciencia con sor Agnes, que murió sin llegar a recordar dónde la había escondido, susurrando únicamente que se encontraba en un lugar secreto.

Desaparecida la crónica, las monjas transmitieron oralmente sus tradiciones a las más jóvenes, pero, a medida que pasaba el tiempo, el recuerdo se iba diluyendo. Cuando la propia madre superiora era una joven novicia, solo las hermanas más ancianas recordaban haber llegado a ver la crónica antes de su desaparición. Les decían a las novicias que la reconocerían enseguida: se trataba de un viejo volumen encuadernado en piel con las páginas de papel vitela y el suave grabado de un ave en la cubierta.

La madre superiora preguntó enfadada si la «visión» de sor Rosario le había revelado dónde se escondía la crónica, ya que era tan importante. Sor Rosario negó con la cabeza. La madre superiora suspiró y preguntó si la tormenta de la que le había hablado la aparición era de naturaleza política o meteorológica. ¿Qué bendición les llegaría del mar? ¿Y qué debían hacer las monjas? Pero sor Rosario se limitó a encogerse de hombros como pidiendo disculpas. La madre superiora desistió de obtener de ella nada que tuviera algún sentido y la mandó de vuelta a sus quehaceres.

En cuestión de días, la Mano del Diablo respondió a la primera pregunta.

En el orfanato del convento, las monjas y las seglares prepararon catres adicionales y dispusieron su exigua colección de medicamentos, sus reservas de camisones remendados, ropa interior y suéteres raídos para los niños traumatizados y heridos que empezaron a llegar, traídos por los improvisados servicios de rescate, la policía, el ejército, los vecinos y algunos desconocidos.

Con aquellos nuevos ingresos, se exprimieron al máximo los recursos del convento. Hubo un tiempo en que las dotes de las monjas patricias —tierras, minas de oro, plata y esmeraldas e ingentes cantidades de dinero— habían enriquecido la congregación, pero, con el paso de los siglos, la riqueza del convento se había visto mermada por la falta de vocaciones. Cuando sor Rosario, la última novicia, había llegado suplicando que la admitieran, su dote habían sido dos escandalosas gallinas, esa era su única posesión. De modo que la carga del orfanato descansaba sobre los hombros de una población menguante de monjas cada vez mayores y seglares igualmente ancianas. Y los niños allí acogidos como consecuencia del desastre lloraban toda la noche, de dolor y por la pérdida de sus familias. Se orinaban en la cama y tenían pesadillas. Los que no podían llorar desconsoladamente precisaban ayuda profesional, pero no había nadie que pudiese proporcionársela. Sor Rosario se subía el hábito y fregaba orinales y suelos, hervía las sábanas, encargaba a los niños mayores que cuidaran de los más pequeños y aguaba las gachas de maíz y el contenido menguante de los últimos frascos de yodo hasta que la tintura dejaba de ser roja y se volvía rosita.

Pronto tanto monjas como seglares empezaron a tambalearse de agotamiento, pero, con tantísimo trabajo, se prescindía de la siesta vespertina, hasta que finalmente la madre superiora ordenó que todos —niños, monjas, seglares y hasta el anciano que hacía las chapuzas— descansaran una hora después del almuerzo, pasara lo que pasase.

Ese breve intervalo de tranquilidad se vio alterado una tarde por el sonido de unos pasos corriendo por el pasillo.

—¡Madre! —gritaba sor Rosario al tiempo que giraba la esquina a toda velocidad con las faldas aún levantadas por sus tareas matinales y el rosario meciéndose en su cadera mientras rodeaba el claustro en dirección al despacho de la madre superiora.

—¡Madre! —repetía la anciana monja que la seguía a toda prisa. Su voz aguda, temblorosa de emoción y falta de aliento, resultaba chillona.

—¡La llave! ¡Venga enseguida!

La madre superiora, sentada a su escritorio, se incorporó sobresaltada y se enderezó el griñón, consciente de que había vuelto a quedarse dormida encima de las cuentas del orfanato. El convento andaba desesperadamente falto de dinero, el tejado que cubría el atestado dormitorio se estaba hundiendo y escaseaba la comida, que era cada día más cara. La admisión de los niños a los que el huracán había dejado huérfanos las había llevado a exprimir hasta el límite sus recursos. Los niños solían irse a la cama con hambre. No había suficientes mantas y, a pesar de meterse tres o cuatro en una cama para darse calor, los pequeños temblaban de frío. En cuanto a la ropa y el calzado… La angustia y la desesperación siempre adormilaban a la madre superiora. Las gafas le habían resbalado por la nariz mientras dormitaba, así que se las recolocó.

—¡Sor Rosario! ¡Sor María Gracia! —las reprendió—. ¡La siesta! ¡No hay necesidad de correr! ¡Qué falta de decoro! —Procuró sonar severa, aunque, en el fondo, se preguntó de dónde sacaban tanta energía—. ¿Qué llave?

Sor María Gracia resollaba tanto que no podía hablar.

—¡Marineros, dos… marineros! —jadeó sor Rosario—. ¡En el locutorio…! ¡La llave… que abre la reja del locutorio!

La madre superiora se quedó pasmada.

—¿La llave? ¿La que abre la reja del locutorio? ¡Sor Rosario! ¡Jamás abrimos esa reja! El locutorio simboliza nuestra separación del mundo y…

—Madre —intervino sor María Gracia—, ¡el mundo nos ha enviado un regalo!

Sor Rosario asintió muy seria, con sus ojos grandes como platos.

—Ya le he dicho a sor María Gracia que es precisamente lo que me prometió la aparición… —empezó a decir, eufórica.

—¡La aparición, cómo no! —espetó la madre superiora, que pensaba que sor Rosario era una campesina impresionable y sor María Gracia estaba perdiendo el juicio. Entonces esta última se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído.

La madre superiora se apartó sobresaltada y la miró fijamente. ¿Que habían llegado dos marineros con otra criatura que lleva puesta la medalla de la orden? ¿Y que la hermana portera creía que debía encargarse ella? Reconsideró la visión de sor Rosario, cuya advertencia, debía reconocerlo, había sido cierta en lo relativo al huracán.

—¡Seguramente la hermana portera se equivoca! —La portera era mayor, pero de vista aguda—. Después de trescientos años, la probabilidad de que esa medalla sea la nuestra es escasa. No obstante…

La madre superiora salió en dirección al locutorio a asombrosa velocidad, trasteando con el pesado llavero que llevaba colgado de la faja. Las dos monjas la siguieron. Cuando llegaron al locutorio, la superiora había extraído una enorme y oxidada llave de hierro fundido decorada con una cruz y el símbolo de un ave de cola ahorquillada y la metió con dificultad en la cerradura.

Al otro lado, esperaban inquietos dos jóvenes marineros. Las monjas ya se agolpaban en el locutorio. La reja central se agitó como si alguien la sacudiera con impaciencia. Una voz de mujer masculló algo que sonó a blasfemia. Uno de los marineros, el hombre que sostenía en brazos a una pequeña desnutrida con el pulgar en la boca, miró al otro enarcando las cejas y este último se encogió de hombros y meneó la cabeza. Las hermanas parecían comportarse de forma extraña.

Los marineros sabían que habían hecho lo correcto. Habían llevado a la niña por una de las puertas laterales del convento, donde, durante cientos de años, había habido un ventanuco enrejado por el que se le pasaban a la portera los bebés y los niños abandonados.

Habían llamado al ventanuco y había aparecido la portera.

—Quítale primero la medalla, no vaya a ser que se enganche en el ventanuco y la asfixie —le dijo a su compañero el marinero que sostenía a la niña. El otro le desenrolló la cadena y la pasó por el ventanuco junto con la medalla. Estaba a punto de pasarle a la niña cuando la portera soltó un chillido, le devolvió la medalla, le dijo que debía ser la hermana superiora quien recogiese la medalla y a la niña y cerró el ventanuco.

De pronto oyeron una voz entrecortada al fondo del locutorio —«Aceite de la cocina, madre»— y, a través de la reja, vieron una mano pálida con un fino anillo de oro en el dedo frotar febrilmente la cerradura. Con un fuerte rechinar de goznes, la puerta de hierro se abrió por fin.

—¿Y bien? —inquirió la madre superiora, imperiosa y, por la delgadez a que la obligaba la escasez de alimento en el convento, más temible que nunca. Con el pretexto del ayuno, a fin de que quedase lo máximo posible para las niñas, apenas probaba nada.

Los dos marineros retrocedieron nerviosos.

—La hemos traído al orfanato. La encontramos en el mar hace una semana —dijo el que sostenía a la criatura—. Llevaba… Enséñasela, Juan. —El otro asintió y sostuvo en alto un disco verdoso que colgaba de una cadena de oro deslustrado. La madre superiora la miró, la tomó para examinarla más detenidamente y le dio la vuelta.

—¿De… dónde… habéis… sacado… esto?

Contestó el otro marinero.

—Lo llevaba puesto cuando la encontramos. Estaba solita en una barca de pesca, el único ser viviente en muchas millas. La cadena le daba varias vueltas al cuello, madre, como si alguien confiara en que la medalla la salvase. Y así debió de ser: es un milagro que sobreviviera.

La madre superiora miró fijamente la medalla; le costaba creer lo que veían sus ojos. Pese a su desaparición, las viejas historias sobre la medalla del convento, su descripción y su procedencia se habían mantenido vivas en la orden durante siglos. Sin embargo, en esos momentos, sostenía en sus manos una medalla que coincidía con la descripción: una golondrina por un lado y una figura femenina por el otro. ¿Podía ser?

—Alabado sea Dios —dijo al fin—. Habéis hecho bien.

Tomó a la pequeña y le pidió a sor María Gracia que le buscara ropita enseguida y que sacara algo de dinero del cepillo y enviase a una seglar a por leche.

Sor María Gracia salió tambaleándose en dirección al cepillo y sor Rosario empezó a hacerle arrullos a la criatura y extendió los brazos. La madre superiora le entregó a la niña y examinó de cerca la medalla. Uno de los marineros carraspeó al fin para llamar su atención. La superiora levantó la cabeza. Por instinto supo que era primordial que el obispo no se enterara de aquello.

—¡Por favor, no le contéis nada a nadie de medallas ni milagros! Solo serviría para atraer a los curiosos y ya no damos abasto. No es más que otra niña huérfana.

—Sí, madre.

—Que Dios os bendiga —dijo de manera mecánica antes de cerrar la puerta chirriante y volver a echar la llave.

Dentro, la madre superiora se recostó en la pared en busca de apoyo. Había caído sobre sus hombros una inmensa responsabilidad. ¿Y ahora qué?

—Id a buscar al cura. Puede que la pequeña ya esté bautizada, pero no tenemos la certeza de que así sea. La llamaremos Isabel Salomé. No le digáis nada de la medalla.

Luego la madre superiora hizo lo único que una monja podía hacer: rezar. Volvió a su despacho, cerró la puerta y se arrodilló en su reclinatorio, regalo de la esposa de un vicegobernador español a una superiora hacía muchísimo tiempo. Se trataba de una pesada pieza de madera maciza, inamovible como un trono, que exhibía historiadas tallas de ángeles y cráneos humanos, al estilo de principios del siglo XVII. Rezó como nunca lo había hecho para que Dios la iluminara sobre el paradero de la crónica escondida. Era esencial que la encontraran: la crónica contenía la historia completa, tenía que estar en algún sitio… Cerró los ojos, asió con fuerza el facistol y, fervorosa, rezó a todos los santos uno por uno.

—Por favor, por favor, guíanos hasta la crónica…

Dio un respingo cuando uno de los paneles laterales del facistol se aflojó de pronto por la presión de su mano. La madre superiora interrumpió su plegaria. Se inclinó de lado y examinó la sección de madera. Apretó más fuerte, se oyó un chasquido y el panel cedió del todo y se abrió como una puerta. ¿Un compartimento secreto? Palpó lo que debería haber sido una cavidad, pero el interior era macizo. Entonces comprendió que había algo encajado allí, algo voluminoso, envuelto en un material tosco.

Tuvo que usar ambas manos para sacarlo del hueco. La superiora apenas se atrevió a respirar mientras retiraba una cubierta de lana engrasada y otra de seda disecada. Y allí estaba: un viejo volumen encuadernado en piel, bastante grande, parecido a un libro mayor, con un cierre dorado ennegrecido y el grabado apenas discernible de un ave de larga cola ahorquillada en un dorado deslucido. Las páginas eran de papel vitela, finas como pañuelos de celulosa, repletas de una escritura pulcra y clara cuya tinta se había descolorido hasta parecer marrón oscura, pero aún resultaba asombrosamente legible. La madre superiora vio que el libro estaba principalmente escrito en castellano, aunque en el centro ¡había una sección en latín! ¡El evangelio!

—Alabado sea Dios —susurró—. ¡El escondrijo de sor Agnes! ¡He encontrado la crónica!

Pensó de nuevo en la visión de sor Rosario y en su advertencia sobre el huracán y el regalo; en cuestión de horas, la orden había recuperado la medalla y la crónica. La niña debía de tener alguna conexión con ambas cosas, pero los misterios de Dios eran insondables y debían esperar a ver qué les deparaba. Entretanto, debían evitar que la noticia rebasara los muros del convento. Si captaba la atención de las autoridades eclesiásticas, todo aquello les traería infinitos problemas.

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Lamentablemente, los dos jóvenes marineros desoyeron el ruego de la madre superiora de no decir nada. Un periodista estadounidense aburrido los oyó hablar de la niña y de la medalla milagrosa en un bar y pensó que sería un buen reportaje. Les soltó la lengua a base de aguardiente y algo de dinero, una fortuna para unos marineritos a sueldo. Se lo contaron todo mientras él tomaba notas y su historia de la «medalla milagrosa» de la Mano del Diablo fue repetida por varias agencias de noticias meses después del evento.

Como había temido la madre superiora, la noticia llegó a oídos del obispo. Este escribió una severa carta al convento en la que recordaba a la congregación que durante siglos la sospecha de herejía se había cernido sobre las Hermanas Santas de Jesús como un denso nubarrón y que se proponía investigar el asunto de la medalla milagrosa e informar a Roma. En esos momentos, la Iglesia católica ya tenía bastante con hacer frente a las acusaciones de pedofilia como para lidiar con nuevos problemas o controversias. Ordenó a la superiora que le entregase la medalla de inmediato. Él mismo interrogaría personalmente a la pequeña Isabel, y luego la enviaría a Roma con su informe y la medalla.

La madre superiora trató de ganar tiempo. Le respondió con bastante vaguedad que, desde la Mano del Diablo, el convento no daba abasto, que allí no había orden ni concierto y que encontrar una medallita sería como buscar una aguja en un pajar. Taimada, le pidió al obispo que le describiera la medalla en cuestión, para que pudiera reconocerla si la encontraban. Por último, le indicó indignada que Isabel apenas tenía tres años y que no sacaría nada de la pequeña sometiéndola a un interrogatorio.

Ni tenía intención de renunciar a la medalla ni de enviar a Isabel al Vaticano, pero las hermanas no podían evitar al obispo eternamente y la madre superiora no tenía ni idea de qué más podía hacer.

La respuesta le llegó en forma de llamada telefónica de una organización misionera estadounidense. La telefoneó el director regional de Christian Outreach, «baptistas sureños», enfatizó el hombre. No le contaron mucho más. La madre superiora no tenía ni idea de qué distinguía a una secta protestante de otra, solo había oído que sus misioneros iban repartiendo biblias de bolsillo, mascaban chicle y organizaban bautismos multitudinarios de conversos en ríos. Aquel tipo de Christian Outreach continuó diciéndole que sus iglesias habían lanzado en Estados Unidos una campaña de recaudación de fondos con el fin de auxiliar a las víctimas de la catástrofe de la Mano del Diablo y le preguntó si autorizaría la entrada en su convento de un profesional que tomase fotografías de los huérfanos para dicha campaña. Su oenegé donaría al convento parte de los fondos recaudados.

La superiora accedió: el convento necesitaba dinero tan desesperadamente que todos los días enviaban a dos monjas a pedir a la plaza del pueblo. Además, el fotógrafo de la organización localizó enseguida a Isabelita, preciosa y fotogénica y, con sus grandes ojos tristes, se convirtió en el rostro de la campaña.

Los baptistas sureños fueron generosos con su donación y, dos meses después, la madre superiora a punto estuvo de desmayarse al abrir un giro postal lo bastante sustancioso como para reabastecer el dispensario; comprar la comida de un año para todo el convento, también mantas, calzado y ropa para todos los niños; reparar el tejado del dormitorio, y comprar equipamiento para el aula. Hasta juguetes. Además, les habían prometido que llegaría más dinero. Dedujo que, si Dios había decidido obrar milagros a través de los baptistas, no iba a ser ella quien se opusiera a ello. En todo caso, confirmaba la secreta convicción de la madre superiora de que ya había bastantes problemas en el mundo como para exigir además que todos adorasen a Dios del mismo modo. Ante el trono celestial, había sitio para todo aquel que sirviese al Señor: no solo para los católicos, sino también para baptistas, hindúes, adventistas del Séptimo Día, musulmanes y judíos. Como aquella constituía una desviación considerable de las enseñanzas de la Iglesia, la superiora se esforzaba por encajar su convicción en algún marco doctrinal reconocible. A pesar de no cuadrar y saber que todo aquello habría dejado pasmado al obispo, no por ello era menos creencia.

Entonces volvió a llamarla el director regional de Christian Outreach, esa vez para contarle que una pareja estadounidense había visto la fotografía de Isabel en un acto benéfico de la comunidad y la pequeña los había encandilado de tal modo que querían adoptarla. Le explicó que, inmediatamente después de la campaña de la Mano del Diablo, la iglesia había presionado en Washington para que se respaldara su proyecto «Adopta un huérfano» y el gobierno estadounidense había suavizado temporalmente las leyes de inmigración para permitir adopciones exprés durante un tiempo. La superiora le pidió que la dejara pensárselo.

Las monjas se reunieron para deliberar.

—Ni Isabelita ni la medalla ni la crónica están a salvo aquí. Los marxistas están alborotando a los campesinos con esas viejas historias de que las iglesias acaparan el oro español mientras el pueblo se muere de hambre y, para colmo, el obispo está decidido a implicar al Vaticano en el asunto de la medalla. En Roma han nombrado un inspector y si se enteran de que también hemos encontrado la crónica…

—Nos mandarán a la Inquisición —masculló sor Rosario, rebelde.

La madre superiora la ignoró y prosiguió.

—¿Qué mejor forma de esconder la medalla y la crónica que con Isabelita en una pequeña localidad de Estados Unidos, donde la niña se criará entre protestantes sin que nadie repare en ella? Yo podría dejar un rastro falso con los papeles de la adopción para que resulte difícil localizarla. Además, no es fácil que a una de nuestras huérfanas la adopte una familia estadounidense.

Las hermanas tuvieron que coincidir con la superiora en eso. Salvo que una huérfana descubriera su vocación religiosa —algo que no había sucedido en muchos años—, lo mejor que las monjas podían hacer cuando cumplía los dieciséis años era devolverla al mundo equipada con ropa nueva y una resplandeciente carta de recomendación que le permitiera emplearse como criada.

Se plantearon muchas preguntas, entre ellas si la pareja era de fiar y cómo se aseguraría la madre superiora de que la medalla y la crónica no se perdían una vez que salieran del convento. La superiora prometió que insistiría en conocer a la pareja antes de firmar los documentos. En cuanto a la medalla y la crónica, la madre superiora les expuso su plan y las hermanas murmuraron su cauta aprobación, pero todo dependía de los padres adoptivos.

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Mientras esperaba a los estadounidenses, la superiora ya había decidido que su incomparecencia era una señal de que Dios no deseaba que Isabelita, la crónica y la medalla abandonaran el convento cuando apareció sor Rosario para anunciarle que habían llegado los señores Walker e hizo pasar a la pareja.

Los Walker dieron las gracias nerviosos, primero uno y después el otro, luego Virgil Walker se sacó el libro de frases del bolsillo e intentó construir una frase en un precario español.

—Siéntense, por favor —dijo la superiora con una sonrisa forzada—. Podemos hablar en inglés.

Había aprendido inglés de niña y, aunque lo tenía algo oxidado, últimamente había practicado con los de Christian Outreach.

—Gracias, hermana —contestó él, aliviado—. Hemos intentado aprender algo de español en un curso intensivo, pero precisamente ahora, cuando más lo necesito, no me acuerdo de nada.

La superiora volvió a sonreír, esa vez de forma menos forzada. La pareja estaba tan nerviosa como ella. Eso la tranquilizó, eso y el oso de peluche.

A pesar de saberse su contenido de memoria, examinó el expediente de la pareja, abierto en su escritorio. Sarah-Lynn y Virgil Walker, de treinta y siete y cuarenta años, respectivamente, llevaban casados dieciocho y durante todo ese tiempo habían tratado sin éxito tener hijos. Había una carta de recomendación del pastor de su iglesia que señalaba que eran una pareja estupenda, los dos muy íntegros y muy buenos cristianos, y que la señora Walker era una excelente esposa y ama de casa, miembro del club de jardinería y participante activa en la pastoral de su iglesia. Había otra carta de su congresista que aseguraba que eran pilares de su comunidad. También había una de la Cámara de Comercio de Laurel Run, Georgia, donde se confirmaba que Virgil Walker era dueño de un negocio de fontanería y miembro activo de la Sociedad Rotaria. La superiora había buscado Laurel Run en el atlas del convento, uno impreso en 1930 en el que el estado de Georgia aparecía dividido en condados. Por fin había conseguido localizar la población, un punto diminuto en el condado de Bonner, al este del condado de Fulton, donde un punto más destacado señalaba la ciudad de Atlanta. La madre superiora sí había oído hablar de Atlanta.

—Confío en que no hayan tenido problema para encontrar el convento.

—No, hermana, gracias. Disculpe que nos hayamos retrasado. Hemos estado haciendo fotografías en el exterior. Los niños adoptados de acuerdo con este nuevo programa deben tener un álbum, con imágenes y recuerdos del lugar del que proceden. A propósito de fotografías, Sarah-Lynn ha traído algunas para enseñarles nuestra casa y el dormitorio que hemos preparado para nuestra pequeña.

Sarah-Lynn Walker abrió un bolso de piel grande a juego con sus zapatos, sacó un sobre de color crema y extrajo de él un puñado de fotografías.

—Este es nuestro hogar —dijo, y depositó la primera en el escritorio de la superiora—. Es lo que llaman un rancho de estilo colonial, que estaba sin estrenar cuando lo compramos hace ocho años —informó Sarah-Lynn. Aquella casa de ladrillo y tablillas blancos con un porche sostenido sobre pilares, rodeada por un jardín con césped y lechos de flores, era un pequeño palacio, todo limpio y nuevo—. Yo misma hago todas las tareas de la casa —declaró, tan nerviosa que le temblaba la mano con la que sostenía las fotografías—. Y la jardinería. Pusimos un columpio y un cajón de arena en la parte posterior para que los niños de los vecinos puedan venir a jugar. Y esta es la habitación de nuestra pequeña. —El dormitorio estaba pintado de rosa y blanco y contaba con una pequeña cama con dosel y otros muebles infantiles decorados con flores pintadas. Parecía como si hubieran vaciado una tienda de juguetes entera en aquella habitación, repleta de animales de peluche y muñecas, una enorme casa de muñecas que ocupaba un rincón—. Espero que le parezca bien —dijo Sarah-Lynn nerviosa—. Lo hemos hecho muy deprisa, en cuanto nos dieron luz verde. Olvidé hacerle una fotografía al cuarto de baño, pero está decorado a juego con su cuarto.

—Muy bonito —señaló la superiora—. ¿Su propio baño?

—Este es nuestro pueblo. —Le enseñó más fotos: calles punteadas de árboles y salpicadas de casas perfectas, todas ellas rodeadas por un jardín con césped impecable, setos, lechos de flores y árboles. Había una fotografía de la iglesia baptista completamente nueva a la que asistían, de la plaza del pueblo y de un anticuado palacio de justicia. Parecía un lugar tranquilo y seguro. Vio también fotografías de la escuela de enseñanza primaria y del instituto. Los Walker tenían claro que su hija iría a la universidad—. En Laurel Run tenemos un buen centro universitario para titulaciones menores, algo anticuado y muy femenino, y la universidad estatal está a unos cincuenta kilómetros. Luego, en Atlanta, hay más universidades de las que uno pueda imaginar. Yo soy, por así decirlo, un hombre hecho a sí mismo, pero nuestra pequeña tendrá todas las oportunidades.

—Mi marido es muy trabajador. Levantó su negocio de cero —lo interrumpió orgullosa Sarah-Lynn—. Empezó como fontanero cuando nos casamos y ahora es propietario de un negocio de fontanería con cinco sucursales que hacen trabajos por todas partes, hasta en Atlanta, donde se están construyendo muchas viviendas nuevas. Tiene ya dieciocho empleados.

—Mire, esta es una de mis furgonetas —dijo Virgil, sacando la cartera y extrayendo una tarjeta de visita profesional en la que se veía una preciosa furgoneta de color verde oscuro con una leyenda en tipografía clásica en un costado: Pídale presupuesto a Virgil—. Uno de los profesores de latín del instituto es un viejo camarada mío del ejército, esto de combinar la tipografía clásica con mi nombre, sí, Virgil es Virgilio, el poeta latino Virgilio, fue idea suya.

—¡Virgil, cariño! —Sarah-Lynn le dio un codazo a su marido—. Háblale de nuestra iglesia.

—Verá, hermana, pertenecemos a la Primera Iglesia Baptista, vamos todos los domingos, y los miércoles por la noche para la oración en grupo, después solemos cenar informalmente con lo que lleve cada uno.

Virgil continuó hablando de la escuela pastoral de vacaciones y del equipo de béisbol de las ligas menores que él mismo entrenaba, también de las Brownies, las niñas exploradoras, cosas de las que la madre superiora jamás había oído hablar pero que acababa de descubrir que constituían actividades para niños.

Los interrumpió un tiroteo a lo lejos, seguido de una explosión. Los Walker se sobresaltaron.

La superiora cerró el expediente de Isabelita, con todos los recortes de periódico en su interior.

—Esto es todo lo que sabemos de la niña. No podemos más que especular sobre quiénes fueron sus padres, casi con toda certeza personas de la región que sin duda han muerto. Quizá procedieran de una de las poblaciones pesqueras o huyeran de algo.

El matrimonio asintió con la cabeza y Virgil tomó el expediente.

—Nuestra agente de adopción nos ha insistido en que los niños adoptados necesitan saber de dónde proceden, sobre todo cuando los adoptan personas de otros países. Puede convertirse en un grave problema cuando se hacen mayores. Así que le contaremos todo cuanto se sepa.

La madre superiora tomó un paquete grande de su escritorio.

—Lo comprendo. Y, como Isabelita apenas tiene pertenencias, esto son dos recuerdos del convento. Uno es una medalla que ella llevaba cuando la rescataron. Verán una fotografía de la medalla en los recortes de periódico que contiene su expediente. Nos sorprendimos muchísimo al verla porque nuestra congregación tuvo una parecida hace años. Hemos decidido que debería quedársela.

»También este libro es para ella. Es muy antiguo, contiene algunos apuntes históricos sobre nuestro convento. Nuestras hermanas siempre fueron cultas y el convento siempre tuvo una escriba que llevaba un registro de la actividad del convento. Quizá Isabelita quiera leerlo algún día si recuerda su español. En las páginas centrales, hay una parte en latín, pero sé que los niños ya no estudian latín en la escuela, como se hacía en mi tiempo. Aun así, es lo único que podemos regalarle. Antes de autorizar la adopción, exijo su solemne promesa de que le darán estas dos cosas cuando cumpla dieciséis años.

La madre superiora sintió una fuerte punzada de pena por no haber podido leer la crónica debidamente antes de hacerla salir del convento. Varias monjas habían empezado a hacerlo aquel último año, pero solo Dios sabía adónde había ido a parar el viejo diccionario de latín de la congregación. Ninguna sabía mucho latín y, además, había tanto que hacer en el convento que ni siquiera habían tenido tiempo de leer la parte que estaba en castellano.

Sarah-Lynn Walker se inclinó hacia delante muy seria.

—¡Qué bonito! Por supuesto que lo prometemos, ¿verdad, Virgil?

Su marido asintió con la cabeza.

—Sí, hermana, le doy mi palabra. Nos encargaremos de que tenga estas cosas. Además, en nuestro instituto aún se enseña latín, en el programa de excelencia: el dominio del latín ayuda a los alumnos a conseguir becas para la universidad, por eso la APA no permite que se retire del plan de estudios. Así que nos encargaremos también de que estudie latín. Virgil Walker jamás incumple una promesa —añadió, e instintivamente le tendió la mano a la superiora para cerrar el trato. Sobresaltada pero lo bastante despabilada, la madre superiora le tendió la suya, frágil, y recibió el fuerte apretón de Virgil. Confiaba en su palabra.

—Perfecto. Autorizo la adopción —sentenció la superiora y asintió con la cabeza, luego le acercó el paquete a Sarah-Lynn, que susurró un «Gracias». La superiora hizo sonar una campanilla de plata y sor Rosario apareció tan deprisa que la madre superiora supo que había estado escuchando al otro lado de la puerta—. Por favor, trae a Isabelita.

Sor Rosario se tomó su tiempo. La superiora conversó educadamente con los Walker mientras esperaba; señaló con orgullo los retratos de las monjas coronadas, les dijo que los consideraba muy especiales y antiguos y les explicó que, en los días festivos, como regalo, se permitía a las niñas del orfanato que entraran en su despacho a verlos. La vida del convento era bastante espartana para las niñas y una visita al despacho de la madre superiora para oír la historia de las monjas coronadas era uno de los pocos lujos de que disfrutaban. Les contó que ella solía dar una pequeña charla sobre aquellas extraordinarias jóvenes, a las que vestían de hermosas ropas con flores y joyas y coronas muy historiadas cuando las preparaban para ser monjas.

—A Isabelita le encantan estos cuadros. Cuando le pregunté por qué, me contestó que porque le sonreían. —La superiora sonrió también—. Quizá sea así. A las niñas les encantan esas ocasiones porque después les damos un chocolate caliente y un dulce de almendra, igual que se hacía con las jóvenes que entraban en el convento, como símbolo de la dulzura de una vida de clausura dedicada a Dios.

A aquel matrimonio de protestantes, semejante comentario los dejó pasmados, por lo que la madre superiora cambió discretamente de tema.

—Veamos, ¿qué más puedo contarles de Isabelita para que la conozcan un poco? Es una niña muy buena y muy obediente, siempre reza sus oraciones y ordena su ropa. Goza de buena salud. Nunca ha estado enferma y, a pesar de que gracias a la generosidad de Christian Outreach pudimos comprar juguetes para las niñas, nunca ha sido caprichosa. Aquí nunca hemos tenido juguetes —aclaró, encogiéndose de hombros, pesarosa—. Isabelita se emocionó tanto con los lápices de colores y los cuadernos de colorear que coloreó las paredes del dormitorio y algunos de los misales de la capilla antes de que pudiéramos detenerla.

—Ay, pobrecilla. ¡La criatura estaba contenta de tener algo con lo que jugar! —exclamó Sarah-Lynn.

Virgil sonrió.

—Nosotros tenemos un frigorífico nuevo, completamente blanco. No le vendría mal algo de decoración —dijo—. Le compraré la caja de pinturas más grande que haya para que pueda pintar en él todo lo que quiera.

Entonces llamaron a la puerta del despacho y los tres se volvieron mientras se abría. Sor Rosario llevaba de la mano a una niña preciosa, con el pelo oscuro perfectamente trenzado, vestida con un pichi de un blanco inmaculado, cuidadosamente zurcido, calcetines blancos y unas sandalias blancas nuevas. La madre superiora procuró no pensar en corderitos destinados al sacrificio. Después de decir «Buenas tardes, madre», la niña, entornando los ojos de inmensas pestañas, sonrió tímidamente y dio las buenas tardes a los Walker también.

—¡Hola, pequeña! —exclamó Virgil, sonriente.

—¡Mi preciosa niñita! —susurró Sarah-Lynn.

La superiora atrajo a la niña a su lado y le tomó la carita con las manos. Luego le habló en español, muy despacio, para que los Walker pudieran entenderla.

—Estas buenas personas se sentían muy solas sin una niñita propia y han decidido que tú seas su hija. Tus papás, que te cuidan desde el cielo, están felices de que Dios los haya enviado para que sean tus nuevos padres. Ahora te irás del convento con ellos, pero nuestras oraciones te seguirán todos los días, vayas donde vayas. —Lo dijo muy seria, mirando a la niña a los ojos, que no eran ni castaños ni negros, sino de un azul profundo, oscuro. La palabra de la madre superiora era ley. La niña asintió obediente—. Buena chica —le susurró ella.

La superiora destapó una antigua estilográfica.

—Ahora debemos hacer el papeleo. El nombre completo que figura en su certificado de nacimiento es María Salomé Isabel Luz de los Ángeles. Luz de los Ángeles es el apellido que damos a todas nuestras huérfanas cuyos apellidos reales desconocemos, pero ¿qué les parecen los nombres? ¿Prefieren llamarla de otro modo? —preguntó la madre superiora con forzada naturalidad.

Virgil miró a su esposa. Los asesores de adopción habían hecho hincapié en la necesidad de respetar los orígenes étnicos. ¿Parecería irrespetuoso que quisieran cambiar aquel nombre tan exótico?

—Es un nombre precioso, solo que algo inusual… Salomé no es un nombre muy popular entre los nuestros, por lo de la cabeza de Juan el Bautista… —dijo tímidamente.

—¿Un nombre más americano, quizá? ¿Brenda o Marjorie o… Nancy? —propuso la madre superiora, devanándose los sesos en busca de alguna otra sugerencia—. ¿Susan?

Virgil respiró más tranquilo.

—Eso nombres son muy bonitos, pero nosotros ya teníamos pensado un nombre para nuestra hija si algún día teníamos una: Menina Ann Walker.

La superiora levantó la cabeza sorprendida. En castellano antiguo, «menina» significaba joven noble al servicio de la reina.

—En nuestro país, acostumbramos a llamar a los niños como algún miembro de la familia. La madre de Sarah-Lynn se llamaba Menina. Falleció poco después de que nos casáramos. Ann era el nombre de la mía. ¿Qué le parece?

—Menina Ann Walker… Suena muy americano. Muy bonito. —La madre superiora firmó con parsimonia la abundante documentación oficial de la adopción con una caligrafía que había ensayado una y otra vez hasta adornarla de tantas florituras que resultaba casi indescifrable—. Solo un formulario más, para los archivos del convento. —La superiora registró los nombres de los padres adoptivos como Mary y John Smith, con residencia en Chicago. Luego anotó de forma ilegible el nombre antiguo y el nuevo de Isabelita. Hizo un borrón de tinta en el nuevo para no correr riesgos y depositó de nuevo la estilográfica en el tintero con una sonrisa de satisfacción. Después los Walker firmaron todo, demasiado nerviosos como para molestarse en leer los papeles, menos aún traducirlos. Cualquiera que quisiese encontrar a Isabelita se toparía con una búsqueda inútil.

—Isabelita, a partir de hoy, tienes un nuevo nombre: Menina Ann Walker. Es la voluntad de Dios —le dijo la superiora en español. Luego se irguió en el asiento, se recolocó las gafas sobre el puente de la nariz y miró ceñuda a sor Rosario, que se limpiaba los ojos sospechosamente. La monja soltó un leve sollozo, se agachó y abrazó con fuerza a la niña; acto seguido, la madre superiora rodeó su escritorio, se agachó con dificultad y la abrazó también—. No olvides ser siempre buena. Sé una niña buena —le repitió al oído—. Una niña muy buena. Que Dios te bendiga y te guarde. Adiós.

—No se preocupen —les dijo Virgil a las monjas—. La educaremos bien. Y mantendremos nuestra promesa —añadió. Se inclinó y le ofreció a la niña el oso de peluche, mirando a la superiora como para pedirle permiso. Cuando esta asintió, una sonrisa iluminó el rostro de la pequeña, que se acercó a él y aceptó lo que le ofrecía. Él la tomó en brazos y le dijo—: Vaya, qué niña tan bonita tenemos aquí. —Isabelita rio y enterró el rostro en el oso—. Menina, cielo, mamá y papá te van a llevar a tomar un helado. ¿Te gustan los helados? —La niña asintió con la cabeza. No tenía ni idea de lo que era un helado, pero le pareció la respuesta adecuada—. Y después vamos a subir a un avión muy grande y nos vamos a marchar volando. ¡Esta familia se va a casa!

Sor Rosario abrió la puerta del despacho y los acompañó afuera, sorbiendo la nariz sin disimulo. La madre superiora se quedó escuchando cómo se alejaban los pasos. De nuevo a solas, alzó la vista hacia las monjas coronadas.

—Que Dios la guíe y la proteja, pero estoy convencida de que hemos hecho lo correcto. Alabado sea Dios, por los Walker, hermanas. Alabado sea Dios.