El domingo a las dos en punto, Andrés estaba delante de la puerta del chalet en Arturo Soria en el que vivía el padre de Lola.
Abrió sonriente, con el delantal negro puesto, le abrazó dándole unos cuantos golpecitos en el hombro y después le preguntó, preocupado, por su mano.
Andrés le mintió, le respondió que se había cortado con una lata, y entró hasta la cocina de la casa, donde el padre le Lola estaba a punto de contarle algo muy importante…
—Te voy a enseñar el secreto para hacer un huevo frito perfecto. Pensaba pedirte que frieras tú uno después, para asegurarme de que lo has pillado bien, pero con la mano así, tendrá que ser otro día.
—¡Perfecto! ¡Otro día! —exclamó Andrés entusiasmo, mientras deseaba que ojalá la próxima vez fuera con Lola.
¡Madre mía si Lola supiera que se había metido en casa de su padre y hasta las cocinas! Pero todo merecía la pena, incluso su ira, con tal de recuperarla. Además, como iba a conseguir que padre e hija se sentaran juntos a la mesa en Nochebuena, seguro que al final hasta acabaría agradeciéndole ser el artífice del reencuentro, el salvador en definitiva de su pequeño mundo.
—El huevo frito es la prueba del algodón de la cocina —sentenció Ernesto—. Si tú quieres saber cómo cocina alguien, ponle a freír huevos. El último novio de mi hija presumía de ser un buen cocinero, le puse a freír huevos y cometió un error tras otro. ¿Pues no me saca un sartén plana y le echa tres gotas de aceite?
—¡Qué ignominia! —dijo Andrés, llevándose las manos a la cabeza, mientras pensaba que él llevaba haciendo los huevos así toda la vida, claro que él no presumía de ser buen cocinero.
—Era un paquete dentro y fuera de la cocina. Para que te hagas una idea era un tío de esos comprometido con todo menos con lo que tienen al lado. Tenía a mi hija matada de aburrimiento, era un pelma de marca mayor. Mi hija la verdad es que tiene un ojo terrible para los novios —confesó mientras vertía bastante aceite en una sartén honda.
—Pues si llegas a conocer a Beltrán… —Se le escapó.
—¿Cómo? —preguntó Ernesto mientras esperaba a que el aceite se calentara.
—Digo que verás, verás, que para un padre ningún hombre es suficientemente bueno para su hija —replicó Andrés tragando saliva.
—¡Desde luego! ¿Tú sigues soltero? —preguntó cuando la sartén empezó a humear.
—Bueno, es que…
—Ya, si recuerdo lo que hablamos durante aquella cena. Tú no crees en el amor, pero imagino que tendrás cientos de novias —dijo cascando el huevo en el lateral de la sartén y luego echándolo con cuidado al aceite humeante.
Andrés no pudo evitar la burda asociación de ideas y sintió que cuando Ernesto se enterara de que salía con Lola, iban a ser sus propios huevos los que cascaría con saña.
—Eso es lo que pensaba antes y no tengo cientos de novias, tengo…
—Perdona que te interrumpa, es que este paso es importante: tenemos que echar la sal justo ahora… —Ernesto echó un poco de sal y dejó que el huevo siguiera friendo.
—Perfecto. Pues te decía que lo que pensaba sobre que el amor era un fraude, que las relaciones amorosas de hoy son como las relaciones laborales, o sea precarias, temporales y tal…
—Tienes razón. ¡Mira mi hija! Estás describiendo a la perfección su vida amorosa. Y porque estamos enfadados y hace un año que no sé de ella, pero imagino que estará con algún botarate que le durará tres primaveras y aquí paz y después gloria.
—Sí, bueno, hay relaciones que son así, pero a veces sucede que…
Ernesto sacó el huevo de la sartén y le interrumpió para mostrárselo:
—Aquí lo tienes, ¡el huevo perfecto! ¡Con capota y con puntilla! ¡Qué hermosura, verdad!
—Sí, maravilloso… —dijo Andrés mientras le daba vueltas a cómo confesarle que tenía delante al botarate de las tres primaveras.
—Ahora le ponemos una pizca de sal gorda y trufa rallada ¡y listo! Sigue contando, por favor, mientras hago los otros huevos…
—Que hay relaciones precarias, pero a veces sucede que aparece en tu vida una persona extraordinaria, aunque al principio no la soportes porque es una estirada que jamás se quita la faja de principios y valores, un indigesto yogur caducado, con el que estás convencido que nunca podrías llegar a nada, pero resulta que empiezas a conocerla y sientes cosas, cada vez más y más fuertes, y sin saber cómo descubres que…
—Es la mujer de tu vida. ¡Eso me pasó con Lola!
—¿La madre de Lola era también un yogur caducado?
Ernesto miró a Andrés con el ceño fruncido y un huevo en la mano y preguntó:
—¿Cómo sabes que mi hija se llama Lola?
Andrés sintió que había llegado el momento de descubrir sus cartas, por eso tras carraspear un par de veces, respondió:
—Porque Lola… —Andrés se calló al ver cómo Ernesto rompía el huevo contra el lateral de la sartén. De hecho se asustó tanto que decidió sincerarse un poco más adelante, y dijo—: Lola es un nombre muy bonito, si la madre se llama Lola he deducido que…
—Sí, has deducido bien. Mi mujer se llamaba Lola y era genial, al principio de conocernos nos llevábamos fatal, ella decía que yo era la encarnación de todo lo que detestaba y a mí casi me pasaba lo mismo con ella. Pero no sé cómo nos fuimos enredando y lo cierto era que no podíamos estar el uno sin el otro, así hasta que llegó el día de los enamorados y le eché valor. La invité al cine y la besé… ¡Teníamos dieciséis años! Desde esa fecha no hemos separado hasta que se fue… —A Ernesto se le humedecieron los ojos y luego añadió—: ¡Maldita Navidad! ¡Nos pone de un tontorrón!
—Sí —musitó Andrés, retirándose también las lágrimas de solo de pensar que podía perder a su Lola para siempre.
—¡Cambiemos de tema! ¿Qué tal van los negocios?
Cambiaron de tema y estuvieron de hablando de negocios hasta que Ernesto terminó de freír los huevos, durante la comida y después de la partida de ajedrez en la que Andrés se dejó ganar.
Y ya, con Ernesto lo suficientemente relajado y contento por la victoria, Andrés aprovechó el paseo hasta las rosas luneras del jardín, para soltarle la bomba:
—Ernesto, antes cuando me has preguntado que si conocía a Lola, no te he dicho la verdad…
Ernesto se paró y llevándose las manos a la espalda, preguntó curioso:
—¿Por qué?
Andrés no se atrevió a responder que porque acababa de ver el brío con el que cascaba los huevos y se había acojonado, en su lugar respondió:
—Porque me temo que soy su nuevo botarate…
—¿Tú? —replicó señalándole con el dedo índice con cara de incredulidad—. Pero si eres como yo, pero en cagado… ¡Porque mira que no decirme nada hasta ahora! ¡Eres un cobarde, Olavarría! ¿Y a qué diablos has venido a mi casa? ¿De casco azul de la ONU? ¿Te manda ella? ¿Esta es su nueva estrategia? ¿Lola va a seguir siendo una maestra de barrio y un Olavarría cualquiera va a heredar todo lo por lo que he luchado?
—Lo de Olavarría cualquiera ¿cómo me lo tomo?
—¡Mal! Sabía que te guardabas un as en la manga, porque te has dejado ganar de una forma ridícula. Pensé que me ibas a proponer un negocio o qué se yo, pero que vengas aquí enviado por Lola es… —dijo enojado, echando las mismas chispas por los ojos que echaba la hija cuando se enfadaba.
—Lola no sabe que estoy aquí. De hecho, no me habla desde que sucedió algo que no viene al caso ahora…
—Alguna faena que le habrás hecho. ¡A saber!
—Solo deseo lo mejor para Lola. Tienes una hija formidable, es la mejor maestra del mundo, sus alumnos la adoran. Lo sé porque he tenido la suerte de estar casi tres meses junto a ella en los ensayos de la función de Navidad de su clase. De hecho, nos conocimos así, ella me pidió ayuda para financiar la obra y yo le rogué que me dejara involucrarme. El martes es la función y deberías de venir porque te vas a sentir muy orgulloso de ella. Créeme, el mundo necesita de maestras como Lola, su sitio está en esa escuela, no en tu empresa.
—Ahora lo entiendo todo. Lola se queda en la escuela y mi sitio lo ocupas tú: por eso estás con mi hija. ¡Eres una sucia sanguijuela! —exclamó mirándole con un desprecio infinito.
—¡Ya tengo mi empresa!
—Andrés soy como tú, percibo la ambición en tu mirada.
—Solo quiero que Lola sea feliz y sé que su felicidad pasa por la reconciliación con su padre.
—¿Por qué quieres que mi hija sea feliz? —preguntó Ernesto clavándole la mirada para exigirle la verdad.
Y Andrés se la dio:
—Porque quiero que me quiera…