Capítulo 26

Andrés nunca imaginó que le fuera a costar tanto cumplir con la promesa de no regresar al colegio. Ya habían pasado más de dos semanas desde la última vez que estuvo por allí y había estado tentado más de mil de veces no solo de volver, sino de llamar a Lola y pedirle disculpas por ser tan idiota.

Lo echaba de menos todo: las comidas con sus padres, las conversaciones con su abuela, a su Vespa, a los selfies con Lidia, a la complicidad con Pedrín, a todos esos chicos geniales y sobre todo a ella.

No entendía cómo se podía echar tanto de menos a un ser humano, pero lo hacía. Extrañaba tanto a Lola que le dolía, por dentro y por fuera. Estaba abatido y triste y no tenía ganas de trabajar, ni de comer, ni de dormir, solo de pensar en ella y de lamentarse por lo memo que había sido.

Ni siquiera su proyecto estrella, en el que tenía puestas todas sus ilusiones y energías, le interesaba ya lo más mínimo. Solo deseaba estar a solas y pensar en ella, en su mirada de chica esforzada, en su boca salvaje, en sus manos dulces, en su pelo tan suave, en su olor a primavera loca…

Lola. La maestra que se rebeló y le escribió para que sus alumnos tuvieran la función que se merecían. Lola. La mujer que le puso en su sitio y que le hizo darse cuenta de todo lo que se estaba  perdiendo, de todas sus carencias, de todas sus miserias. Lola. La mujer a la que se moría por hacer amor y a la que no volvería a ver nunca más en su vida…

Lola. Lola. Lola…

Sonó su móvil y en la pantalla ponía: Lola. ¿Estaría soñando? ¿Lola le estaba llamando? Se agarró fuerte a la mesa para cerciorarse de que no era un sueño y descolgó el teléfono temblando:

—¿Qué haces?  —le preguntó nerviosa Lola a Olga, que le acababa de pasar el teléfono.

—Habla, he llamado a Andrés. Acaba de coger la llamada. Dile algo… —replicó Olga, instándole con movimientos rápidos de las manos a que hablara.

—¿Lola? —preguntó Andrés, ansioso porque ella dijera algo.

—¿Andrés? —musitó Lola, tiritando de frío, de miedo, de alegría, de ilusión…

—Dime, por favor, háblame… —susurró Andrés, sin creer todavía que estuviera escuchando su voz otra vez.

—¡Dile que le echas de menos! ¡Dile que los chicos le necesitan! ¡Dile que vuelva! ¡Vamos, Lola! ¡Tú eres una tía valiente! —le jaleó Olga y Lola la mandó callar llevándose el dedo índice a la boca.

—¿Qué dice esa chica? —preguntó Andrés, fingiendo que no había escuchado nada.

¿Lo que decía su amiga sería verdad? ¿Lola y los chicos le estaban echando de menos? ¿Quería que regresara al colegio? ¿Sería cierto? ¿Le daría el cielo una segunda oportunidad aunque no la mereciera por cretino?

—No dice nada —contestó Lola, con todo el aplomo que pudo sacar de no sabía dónde—. Oye, Andrés, me ha contado la directora que vas a conceder unas becas deportivas a los chicos del colegio, te agradezco mucho el gesto. Todos te estamos muy agradecidos…

¿Eso era todo? ¿Gratitud por unas becas de fútbol? ¿Por qué no hacía caso a su amiga y le decía lo que se moría por escuchar?

—El agradecido soy yo porque me hace muy feliz poder colaborar con el colegio —dijo para ponérselo fácil y dejar el tema introducido.

—¡Vamos! ¡Díselo de una vez! —insistió Olga, a gritos.

—¡Cállate de una vez! ¡Pesada! —replicó Lola—. Perdona, Andrés, es que tengo a mi amiga al lado y no para de hablar. No puedo escucharte bien…

—Te decía que me hace muy feliz poder ayudar en lo que pueda —repitió cruzando los dedos para que Lola le pidiera que volviera.

Lola no sabía lo que le pasaba, pero de la emoción de volver a hablar con Andrés apenas le salían las palabras.

—Ah… Ya… Es…

—¡Pero qué pavo tienes encima, hija! ¡Trae para acá el teléfono que ya se lo digo yo! —gritó Olga, mientras intentaba quitarle el móvil de la mano.

—¿Me quieres dejar en paz? —Lola se aferró a su teléfono, respiró hondo y le dijo a Andrés—. Disculpa, es que es la profesora de gimnasia, como tiene tantos músculos no le llega la sangre al cerebro. Lo que te quiero decir, Andrés, es que a nosotros también nos hace muy felices saber que podemos contar contigo y el motivo de mi llamada es que sepas que los chicos te echan mucho de menos. Todos los días me preguntan por ti, todos desean que vuelvas a ensayar con nosotros, te han cogido mucho cariño, por eso te ruego que, si no tienes nada mejor que hacer porque sé que estás muy ocupado, regreses los martes y los viernes al colegio, porque te necesitan… —Lola sintió una punzada en el estómago y con la voz tomada por la emoción añadió—: Te necesitamos.

Andrés suspiró y dos lagrimones recorrieron su rostro…

—¡Qué emoción, madre mía! —sollozó.

—¿Cómo dices? —Lola no entendió nada.

Andrés intentó calmarse, pero las lágrimas siguieron brotando incontenibles…

—Lola… —balbuceó entre hipidos.

—Andrés ¿qué te pasa? No te entiendo. ¿Estás resfriado?

Andrés sacó un pañuelo del bolsillo, se retiró las lágrimas y emocionado como nunca había estado en su vida, logró decir:

—Estoy llorando como una magdalena, pero me viene genial porque he sufrido mucho, pero en seco ¡y eso es malísimo! Necesitaba descargar, aflojar este nudo que me tenía como un alma en pena. He pasado dos semanas horribles, Lola, os he echado tanto de menos que se me han quitado las ganas de comer, apenas duermo y mi trabajo me la bufa, que para que mi trabajo me la bufe te digo yo que tengo que estar verdaderamente mal. No sabía que las obras teatrales provocasen estos síndromes de abstinencia... —mintió porque la que le provocaba el síndrome era ella, pero no quiso asustarla.

—Si es que todavía no sé por qué te fuiste.

—Lola qué buena eres. Pero te prometo que voy a ser un ángel del Señor, que voy a comportarme y que la función pasará a los anales de la historia del colegio.

 —¿Nos vemos mañana, entonces? —preguntó Lola con una sonrisa enorme.

—¡Por supuesto que sí! Y ahora mismo me voy a zampar un chuletón de Ávila que me está regresando la alegría al cuerpo. ¡Gracias, Lola! ¡No te voy a decepcionar! ¡Gracias por esta nueva oportunidad!

Andrés estaba tan feliz que no solo se tomó el chuletón sino que también se tomó una copa de coñac, se fumó un puro y esa noche durmió como un bebé.

A la mañana siguiente, la emoción tan grande que tenía de volver a los ensayos, le devolvió también la ilusión por su trabajo y estuvo despachando asuntos tan contento hasta la hora de comer. Después, se marchó a casa de sus padres donde le aguardaba una paella que tardó unas dos horas y media en comerse.

A continuación, se puso su mejor traje, se afeitó porque iba a ser bueno y formal, se despidió de todos y ya en la puerta le suplicó a su abuela que le deseara suerte:

—¿Suerte para qué? ¿Vas a pedirle la mano al padre de esa chica? —preguntó su abuela mirándole de arriba abajo.

—No. Quiero que me vea como lo que soy. Un hombre serio, comedido y cabal… —respondió ajustándose el nudo de la corbata.

—Te vas a ganar bien ganado el mote de Mortadelo.

—He cometido muchos errores con ella, abuela, y el traje es una declaración de intenciones. Me ha dado otra oportunidad y con este atuendo pretendo mostrarle mi gratitud y mi respeto.

—Con ese traje la única conclusión a la que va a llegar es que estás como una cabra. Cuando se cambia tanto de imagen es porque no se tienen las cosas muy claras —sentenció su abuela moviendo la cabeza.

—Ella ya sabe que estoy como una cabra, y es verdad que antes estaba muy confundido, pero ahora sé lo que quiero —habló llevándose la mano al pecho.

—Pídele matrimonio de una vez, que ya no tienes edad para noviazgos largos —le recordó la abuela, dándole unos golpecitos en la espalda.

—Cuando digo que sé lo que quiero, abuela, me refiero a la obra. Quiero volver a ensayar con los chicos y a involucrarme a tope con la función. Con la maestra no voy a tener nada, no la merezco: esa mujer no es para mí.

—Como si tu opinión contara para algo, tú no pintas nada. Será lo que la maestra diga, Andresito, majo…



Magia inesperada
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