Al día siguiente, Andrés se dedicó a trabajar un poco, sin forzar demasiado la máquina, y más tarde a reunirse con el psicólogo que le había recomendado su hermano.
A las doce en punto de la mañana, Andrés entraba en la consulta del psicólogo, situada en un edificio elegante y distinguido, en la zona más cara de la ciudad. Estrechó la mano del psicólogo, un joven de aires despistados, de poco más de veinte años, con gafas de pasta negra, vaqueros, zapatillas y un jersey negro.
—¡Bienvenido, soy Óscar! Siéntate —se presentó el psicólogo, señalando un sofá de cuero rosa.
Por un momento, Andrés pensó si no se trataría de una broma de pésimo gusto de su hermano, hasta que el psicólogo le advirtió:
—Comparto consulta con mi madre, ella está por las tardes y yo por las mañanas. Tu hermano quería que te citáramos con ella, pero como tiene la agenda completa hasta dentro de tres meses y tu caso urgía…
—Mi caso no urge. Lo mío no es nada —explicó Andrés dando un manotazo al aire.
—Me ha enviado tu hermano el informe de urgencias, tuviste un episodio de estrés severo…
—Mi trabajo es muy absorbente —murmuró encogiéndose de hombros—. Me dedico a…
—Sí, lo sé. Gracias a ti, hace unos meses, tenía citas con cinco o seis chicas por semana. ¡Una locura! Funciona muy bien tu aplicación de ligue, pero después de tres meses de uso desenfrenado acabó aburriéndome.
A Andrés se le encendió la mirada y tras acomodarse en el sofá, le informó satisfecho:
—Estoy preparando la nueva versión, le garantizo que volverá a CatchMe.
Y puso mucho énfasis en el “le” porque no pensaba tutearle de ninguna de las maneras. Confianzas, las justas.
—Seguro que sí. Pero tómatelo sin prisa, total la gente va a seguir ligando con tu plataforma o sin ella. Quiero decir que tu trabajo no es algo indispensable para la sociedad, como lo es el del panadero o el del cirujano.
Andrés pensó que qué sabría ese imberbe de su negocio ni de nada, porque tenía pinta de que ni había acabado la carrera.
—Visto así, pocas cosas hay indispensables… —observó buscando el diploma del joven por las paredes—. Es lo de la pirámide de Maslow, usted lo debe tener fresco porque no hará mucho que dejó la universidad, ¿me equivoco?
—En junio. Pero no te preocupes, estoy sobradamente cualificado para atender un caso como el tuyo.
—¿Sobradamente? ¿No le parece el adverbio un poco presuntuoso? —replicó Andrés enarcando una ceja.
—Lo digo para que te relajes. Además piensa que si tuvieras algo gordo mi madre no habría dejado tu caso en mis manos.
—No sabe lo que me tranquilizan sus palabras —ironizó cogiendo un caramelo de la mesa que estaba junto al sofá.
—Háblame de tu infancia… —masculló el psicólogo mientras se sentaba en el extremo opuesto del sofá rosa, abrazado a una libreta verde y con un bolígrafo en la boca.
—¿Qué dice de turgencias? —replicó Andrés desenvolviendo el caramelo y preguntándose qué hacía allí, con ese niñato que ahora quería hablar de sus intimidades sexuales como si fuera su confesor.
El joven soltó una carcajada que hizo que se le cayera el bolígrafo al suelo, lo recogió y luego le explicó divertido:
—Perdona. Es que eres mi primer caso, estoy un poco nervioso. Te pedía que me hablaras de tu infancia.
—Para la próxima, joven, le recomiendo que nunca confiese que es su primera vez en ningún ámbito de su vida.
—¿Y eso por qué? —preguntó el joven metiéndose otra vez el bolígrafo en la boca.
—¡Sáquese el bolígrafo de la boca que se le acaba de caer al suelo! ¡No sea usted guarro, por Dios!
—¡Tutéame que me estás intimidando demasiado! Y tranquilo, si yo mismo acabo de pasar la mopa. Me relaja limpiar. Pero hablemos mejor de ti, así tomo notas y evito chupetear el bolígrafo.
El joven soltó otra carcajada y Andrés bufó:
—Oye ¿tú cómo cobras esto? ¿Por horas? ¿Me vas a hacer retrotraerme a mi infancia para tenerme aquí cinco horas de palique?
—Por sesión, viene a durar una hora. Pero si necesitas más no pasa nada. Además como eres mi único paciente, si quieres podemos hacer sesiones más largas.
Andrés estuvo a punto de tragarse el caramelo, ¿pero adónde le había enviado su hermano? Ya se imaginaba las risas de todo el mundo cuando Carlos lo comentara en la próxima comida familiar. Lo mejor era terminar cuanto antes con ese despropósito.
—Mira, mi infancia fue de niño normal. Por ahí no escarbes que no vas a encontrar nada.
—Tiene que haber algo porque los ansiosos tenéis un problema con la ambivalencia de los padres en la infancia.
—¿Ambivalencia en qué?
—En el esquema mental que quieren trasmitir a sus hijos para los modelos de conducta. De tal forma que, como hasta en las normas más básicas dependen de su estado anímico, premian y castigan sin criterio alguno, según se sientan ese día, y en consecuencia, al estar los límites tan poco definidos provocan una tremenda inseguridad y desasosiego en los hijos.
Óscar siguió hablando y hablando, soltando todo lo que sabía como si Andrés en vez de su paciente fuera su examinador.
Andrés ni le escuchaba, solo pensaba en sus padres, en lo que les admiraba, los quería y lo poco que les veía por el estilo trepidante de vida que llevaba. Pero eso iba a cambiar a partir de ahora… Cuando estaba a punto de empezar a hacer miles de planes, el psicólogo le apretó el brazo y le preguntó:
—¿Me he explicado?
—Te has enrollado como las persianas durante media hora, pero era innecesario. Yo no he tenido ese problema jamás. Para lidiar con siete hijos hay que tener las cosas muy claras.
—¿Sois siete?
—Soy el quinto.
—¡No hay quinto malo! —replicó el psicólogo muerto de risa y Andrés, que odiaba el dicho, le fulminó con la mirada.
—En mi familia no hay nadie malo —soltó revolviéndose en el asiento.
—Es una frase hecha. Es humor —explicó anotando algo en la libreta.
—¿Es esto un teatro? ¿He pagado una entrada para un espectáculo de humor?
—Relájate, por favor. Y, ahora selecciona una imagen o un sonido que te retrotraiga a tu infancia.
Andrés ni se lo pensó, porque había un sonido inconfundible que era la razón por la que se había convertido en lo que era:
—El sonido de la tricotosa. Mi padre era carpintero pero…
—¡Anda, como San José! —le interrumpió Óscar, apuntándole con el bolígrafo.
—Como hagas una sola broma con mi padre, te comes el bolígrafo —replicó Andrés, sereno, sin perder la calma.
—Ha sido una mera asociación de ideas, un comentario sin mala intención.
—Ojito conmigo. Pues sí, mi padre era carpintero pero como su sueldo siempre se quedaba corto, teníamos unas tricotosas y ellos se dedicaban a tejer tanto para nosotros como para las empresas a las que les vendían sus productos.
—Qué bonito, ¡eran como Penélopes modernas! —exclamó Óscar, entusiasmado, mientras hacía anotaciones en su libreta.
Andrés le lanzó una mirada furibunda y después siguió con su recuerdo:
—Cada noche nos dormíamos con el sonido de fondo de la tricotosa, y cada noche yo me prometía a mi mismo que pronto ese ruido cesaría, que pronto mis padres llevarían una vida de auténticos marquesones.
—¿Y la llevan? ¡Tú ganas mucha pasta!
—Siguen tejiendo por afición y no hay quien les saque del barrio. Son de gustos sencillos. ¿Pero qué hago contándote estas cosas a ti?
—Soy tu psicólogo. Y tengo que comunicarte que lo has hecho muy bien. ¡Has superado tu primera sesión! ¡Y con nota! ¡Nos vemos la semana que viene!
—¿Ya has terminado? ¡Pero qué tomadura de pelo es esta! Me haces cuatro preguntas de cotilla, me sueltas como un loro los conceptos que has debido repasar media hora antes de que llegara, ¿y te atreves a llamarlo sesión? Yo no vuelvo más por aquí. Dime qué te debo… —exigió llevándose la mano a la cartera.
—No te resistas. Si lo estás haciendo muy bien. Ya verás como empiezas a experimentar mejoría dentro de muy poco.
—Desde luego, en cuanto salga de aquí, y deje de escuchar el zumbido de tu voz, empezaré a sentirme realmente bien.
—¡Eres tan simpático, Andrés! —exclamó Óscar, muerto de risa—. Solo te hace falta relajarte un poco para ser un tío perfecto, Mister 10. Pero tranquilo, que yo te voy a enseñar a fluir. Nos vemos la semana que viene, mismo día, misma hora. ¡No estás solo, Andrés! ¡Juntos vamos a conseguirlo! —canturreó levantando los pulgares con entusiasmo.
Y por si eso no era suficiente, en un par de horas, le esperaban el niño guionista y Lola Pastrana…