Capítulo 34

—Reconoce que ha sido una buena idea traer los condones… —susurró Lola abrazada a Andrés, con la cabeza apoyada en su pecho.

—Habríamos acabado follando igualmente. Yo soy donante, estoy sanísimo, y por el embarazo, no tienes nada que temer, al niño no le van a faltar cuartos para jugar…

Lola sonrío y no pudo evitar pensar en lo guapo que sería el niño si sacara los ojos verdes de Andrés. Su mirada preciosa y también su fuerza, su valentía, su locura, su generosidad… Sin duda, Andrés le estaba gustando demasiado, cada vez más… Y suspiró:

—¿Por qué suspiras? ¿Quieres que te haga un hijo?

Pues a lo mejor en un futuro, no era tan mala idea, pensó Lola. Pero ahora tenía que centrarse en su presente:

—Te confieso que estaba convencida de que hoy ibas a evitarme como este tiempo atrás.

—Esa era mi intención, pero entre que estaba colocado con el olor de la pintura, la lluvia, las cancioncitas y tu boca… ¡He caído con todo el equipo! —reconoció Andrés, acariciando el pelo de Lola.

—¿Por qué me evitas? —preguntó ella, levantando la cabeza y mirándole a los ojos.

Andrés resopló y luego habló muy serio:

—Para protegerte, eres una chica con ideales, comprometida y soñadora. ¡Eres romántica! Un tío como yo solo puede hacerte daño…

—¿Daño por qué?

—Porque soy un cínico y un descreído.

—¡Ya sé cómo eres!

—Nos sacamos de quicio mutuamente y es muy divertido, nos lo pasamos genial y follar contigo es lo mejor que ha pasado en los últimos tiempos. Pero, créeme, que a la larga sería una decepción para ti, porque no podría darte lo que me pides…

—Tú siempre me das lo que te pido. ¿O se te ha olvidado cómo nos hemos conocido?

 —Te puedo dar compañía, cariño, afecto, sexo por un tubo, pero amor… —Andrés miró a Lola, suspiró y luego sintió ese estúpido zarpazo en la barriga, que solo podía obedecer al hambre.

—Andrés eres el tío más ásperamente amoroso que conozco. ¿Cómo puedes decir que no puedes dar amor?

—Si me hubieras pillado con catorce años, granos y bigotillo, tal vez… Pero ahora…

Andrés miró a Lola, desnuda, en su cama, confiando en él más que él mismo y se estremeció. La abrazó muy fuerte y solo deseó que pudiera ser cierto, que pudiera llegar a darle el amor que ella esperaba, pero de momento, solo era eso… Un deseo.

—Estás muerto de miedo —replicó Lola.

—¿Miedo yo? —preguntó Andrés con cara de incredulidad—. Te equivocas. Esta cara que tengo es de hambre. Tengo muchísima hambre. Quédate aquí que voy a preparar algo rápido y lo subo…

—Si quieres bajo contigo, no hace falta que cargues conmigo otra vez… —propuso Lola, risueña.

Andrés tomó a Lola por la nuca, deslizó los dedos por su pelo y la besó otra vez…

—Espérame mejor, vengo enseguida —susurró Andrés.

 Luego se vistió, se marchó a toda prisa de la buhardilla, sin dejar de pensar en una sola una cosa: Lola tenía razón, le había mentido porque estaba en lo cierto. Tenía miedo a que si bajaban a la cocina, comían y después salía el sol, ella le pidiera que la llevara de regreso a casa. Sin embargo, si se quedaba en la buhardilla, y seguía diluviando de aquella manera, tal vez había alguna posibilidad de que esa noche se quedara en su cama.

Lola por su parte tenía miedo a dejar a Andrés solo, que se arrepintiese de lo acababa de suceder y que decidiera devolverla rápido a casa, a pesar del chaparrón que estaba cayendo.

Los dos estaban tan atenazados por los miedos, que Andrés estuvo a punto de echar azúcar a la ensalada y vinagre al filete de pollo, y a Lola no se le ocurrió nada mejor para calmar los nervios que meterse en la bañera que para su sorpresa ¡funcionaba!

Cuando Andrés regresó a la buhardilla con una bandeja enorme repleta de cosas, estuvo a punto de caerse de bruces al contemplar a esa sirena metida en su bañera…

—Dime algo, para que me crea es cierto —pidió Andrés, alucinado.

—¿Es un milagro que la bañera funcione? —preguntó Lola, divertida.

—¡Es un milagro que tú estés dentro! —susurró Andrés.

—Ven… —dijo Lola, llamándole con la mano.

—Aunque seas una sirena, me da lo mismo. ¡Haz de mí lo que quieras! —replicó Andrés que, tras la bandeja de la comida en la mesilla, se quitó raudo la ropa.

—No te va a pasar nada… De momento…

Andrés ya desnudo, sonrió, y se metió en la bañera sentándose frente a ella.

—Necesitaba relajarme un poco. Estaba nerviosa… —confesó Lola, mientras Andrés la traía hacía sí.

—Yo también —susurró Andrés, mientras besaba el cuello de Lola.

—Tenía miedo a que te arrepintieras…

Andrés la miró sorprendido y luego preguntó:

—¿De qué? ¿De lo mejor que me ha pasado en muchísimo tiempo? Yo soy el que tengo miedo a que tú quieras huir de un tipo tan impresentable como yo. Y sí, tienes razón, ¡tengo pánico a que salga el sol y me pidas que te lleve a tu casa! Quiero que siga lloviendo durante tres siglos seguidos, no quiero que salga nunca más el sol…

Lola abrazó a Andrés muy fuerte y le besó porque ella también deseaba lo mismo…

—No quiero irme, Andrés. No quiero volver a casa —susurró, temblando de deseo.

Lola rodeó con sus piernas el cuerpo de Andrés y él hizo lo mismo, mientras no dejaban de acariciarse, de besarse, para confirmar de alguna manera que eso que estaba sucediendo era cierto.

—Dímelo otra vez. Dime que mañana cuando me despierte, estarás a mi lado… —le rogó Andrés, con los ojos brillantes de algo que era deseo y mucho más.

Porque quería besar a Lola y hacerle el amor, pero también pintar estrellas, salir a correr bajo la lluvia, perderse juntos en el bosque de pinos, reencontrase comiendo pollo frío en la cama, bailar lo que fuera en su salón desabrido, llevarla a su restaurante favorito, quedarse dormidos viendo alguna peli infumable, despertar con los pelos revueltos y volver a hacer el amor…

—Mañana cuando despiertes, estaré a tu lado… —aseguró Lola, interrumpiendo la lista infinita de deseos con Lola.

Andrés abrazó a Lola con más fuerza todavía y muy emocionado solo pudo susurrar:

—Gracias…

—Estoy donde deseo estar. No hay sitio en el mundo donde más desee que estar que en esta bañera de patas, con un señor que me irrita tanto como deseo…

—Me pasa lo mismo…

Andrés sintió una especie de vértigo y un dolor que empezó en la tripa y ascendió hasta el corazón, que le provocaron un suspiro profundo.

—¿Estás bien?

—Si me estoy muriendo que sea en tus brazos —dijo besándola el cuello.

—¿Qué sientes? —preguntó Lola, preocupada.

—Tengo como algo en la tripa, no sé…

—¿Mariposas? —preguntó Lola, con una gran sonrisa.

—Tal vez sea hambre.

—Yo estoy sintiendo algo parecido, pero me temo que no solo es hambre —confesó Lola, acariciando la mejilla de Andrés.

—A lo mejor si hacemos el amor otra vez, se nos acaba pasando.

—No creo, pero vamos a intentarlo…

 

 

 

Magia inesperada
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