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Fuimos a Disneylandia Rosie, Phil y yo. Nos lo pasamos en grande y fue muy útil para mejorar todas las relaciones. Rosie y Phil intercambiaron información y yo me enteré de muchos detalles de la vida de Rosie. Eran datos importantes para la tarea difícil, aunque esencial, de desarrollar un elevado nivel de empatía hacia una persona en el mundo.

Rosie y yo pusimos rumbo a Nueva York, donde ser raro resultaba aceptable. Esto es una simplificación del verdadero motivo: en realidad, lo que me importaba era poder empezar de cero con mis nuevas aptitudes, mi nueva actitud y mi nueva pareja, sin que me frenaran las percepciones que los demás tenían de mí; percepciones que no sólo merecía, sino que había fomentado.

Aquí en Nueva York trabajo en el departamento de Genética de la Universidad de Columbia y Rosie estudia primero de Medicina. Colaboro a distancia en el proyecto de Simon Lefebvre, pues insistió en ponerlo como condición para subvencionarlo. Lo considero una forma de compensación moral por haber utilizado el equipo de la universidad para el Proyecto Padre.

Tenemos un piso en Williamsburg no lejos de casa de los Esler, a quienes visitamos a menudo. El Interrogatorio del Sótano es ahora una anécdota que ambos contamos en nuestros encuentros sociales.

Nos estamos planteando reproducirnos (o, como diría en sociedad, «tener hijos»). A fin de prepararnos para dicha posibilidad, Rosie ha dejado de fumar y hemos reducido nuestro consumo de alcohol. Afortunadamente, hay muchas otras actividades que nos distraen de estas conductas adictivas. Trabajamos juntos en una coctelería tres noches a la semana. Es agotador, pero tratamos con gente, nos divertimos y además complementa mi salario académico.

Escuchamos música. He modificado mi actitud hacia Bach y ya no intento seguir las notas una a una. Es más eficaz, pero aun así mis gustos musicales parecen haberse quedado estancados en la adolescencia. Como consecuencia de no haber elegido por mí mismo en aquel entonces, mis gustos son los de mi padre. Puedo dar un argumento bien razonado de que no vale la pena escuchar nada grabado después de 1972; Rosie y yo discutimos con frecuencia al respecto. Cocino, pero reservo los platos del Sistema Estandarizado de Comida para las celebraciones.

Estamos oficialmente casados. Aunque interpreté el ritual romántico del anillo, no esperaba que Rosie, como moderna feminista, quisiera que nos casáramos de verdad. El término «esposa» del Proyecto Esposa siempre había significado «compañera de por vida», pero ella decidió que debía tener «una relación en mi vida que fuese lo que se suponía que era». Eso incluía monogamia y permanencia. Un desenlace excelente.

Soy capaz de abrazar a Rosie. Era lo que más temía después de que accediera a vivir conmigo. Por lo general, el contacto corporal me resulta desagradable, pero el sexo es una excepción evidente. El sexo ha resuelto el problema del contacto corporal. Ahora también somos capaces de abrazarnos sin mantener relaciones sexuales, lo que a veces resulta muy práctico.

Una vez a la semana, con el fin de sobrellevar las exigencias de convivir con alguien y seguir mejorando mis aptitudes en ese campo, hago una noche de terapia. Es una pequeña broma: mi «terapeuta» es Dave y le proporciono servicios recíprocos. Dave también está casado y, aunque en teoría mi configuración es distinta, sorprendentemente nuestros problemas son muy similares. A veces Dave se trae a amigos y colegas del trabajo; él es ingeniero de refrigeración. Todos somos hinchas de los Yankees.

Durante un tiempo, Rosie no mencionó el Proyecto Padre. Lo atribuí a la mejora de su relación con Phil y a que estaba distraída con otras actividades. Sin embargo, en segundo plano, yo seguía procesando nueva información.

En la boda, el doctor Eamonn Hughes, la primera persona a la que habíamos analizado, me pidió que hablásemos en privado.

—Creo que deberías saber algo acerca del padre de Rosie —me dijo.

Me parecía del todo plausible que el mejor amigo de la madre de Rosie en la facultad supiera la respuesta. Quizá sólo habríamos tenido que preguntar. Pero Eamonn se refería a otra cosa.

—Phil no lo ha hecho del todo bien con Rosie —dijo, señalando a Phil.

Así pues, Rosie no era la única que creía que fuera un mal padre.

—¿Sabes lo del accidente de coche?

Asentí, aunque no disponía de información detallada. Rosie había dejado claro que no quería hablar de aquello.

—Bernadette conducía porque Phil había bebido.

Yo ya había deducido que Phil estaba en el coche.

—Phil salió, con la pelvis rota, y sacó a Rosie del coche. —Eamonn se interrumpió. Se lo veía angustiado—. Sacó primero a Rosie —añadió.

Era una escena verdaderamente espantosa, pero como genetista lo primero que pensé fue: «Por supuesto». La conducta de Phil, entre el dolor y la tensión extrema, tuvo que ser instintiva. Estas situaciones de vida o muerte se dan con frecuencia en el reino animal y la elección de Phil concordaba con la teoría y la práctica experimental. Aunque seguramente habría recordado aquel momento muchas veces y quizá sus sentimientos posteriores hacia Rosie se hubieran visto gravemente afectados, sus acciones encajaban con el impulso primitivo de proteger a la portadora de sus genes.

Sólo más tarde reparé en mi evidente error. Puesto que Rosie no era hija biológica de Phil, tales instintos no podían aplicarse a su caso. Pasé cierto tiempo reflexionando sobre las posibles explicaciones de su conducta. No lo hablé con nadie ni mencioné la hipótesis que formulé al respecto.

Una vez establecido en la Universidad de Columbia, solicité permiso a fin de utilizar las instalaciones destinadas al análisis de ADN para una investigación particular. Aceptaron encantados. Si se hubiesen negado tampoco habría supuesto ningún problema; podría haber enviado las muestras que quedaban a un laboratorio comercial y pagar unos cientos de dólares por los resultados. Esta opción había estado disponible desde el inicio del Proyecto Padre. Pero sólo ahora me resulta evidente que nunca advertí a Rosie de la posibilidad porque subconscientemente ya me interesaba mantener una relación con ella. ¡Asombroso!

No le conté lo del análisis. Un día, sencillamente, me llevé a la universidad la bolsa con las muestras que me había traído a Nueva York.

Empecé con Freyberg, el cirujano plástico paranoico, al que consideraba el candidato menos factible. Un padre de ojos verdes no era imposible, pero no había otros indicios que lo hiciesen más probable que cualquiera de los candidatos previos. Su renuencia a enviarme una muestra de sangre se explicaba porque era una persona desconfiada y poco dispuesta a ayudar. Mi predicción fue correcta.

Cargué la muestra de Esler, tomada de un tenedor que había dado más de media vuelta al mundo, dos veces. En su oscuro sótano yo había estado seguro de que era el padre de Rosie, pero después llegué a la conclusión de que quizá protegía una amistad o el recuerdo de una amistad. Me pregunté si el suicidio de su padrino de boda, Geoffrey Case, habría influido en su decisión de ser psiquiatra.

Analicé la muestra. Isaac Esler no era el padre de Rosie.

Cogí la muestra de Gene. Mi mejor amigo. Estaba esforzándose por salvar su matrimonio y el mapa ya no colgaba de la pared cuando había ido a presentar mi dimisión a la decana. Aun así, no recordaba haber visto en otras ocasiones un alfiler en Irlanda, país de origen de la madre de Rosie. No me hacía falta analizar la muestra de la servilleta. La tiré a la basura.

Había eliminado a todos los candidatos, a excepción de Geoffrey Case. Isaac Esler me había dicho que sabía quién era el padre de Rosie y que había jurado guardar el secreto. ¿Ni Esler ni la madre de Rosie querían que ésta supiera que había antecedentes de suicidio en la familia o quizá una predisposición genética a la enfermedad mental? ¿O Geoffrey Case habría acabado con su vida al saber que era el padre de Rosie y que Bernadette había decidido seguir con Phil? Todas eran buenas razones, tan buenas que me parecía muy probable que Geoffrey Case hubiese sido la aventura de una noche de la madre de Rosie.

Metí la mano en la bolsa y extraje la muestra de ADN que el destino había puesto en mis manos sin que Rosie lo supiera. Estaba casi seguro de que confirmaría mi hipótesis de paternidad.

Corté un pequeño pedazo de tela, vertí el reactivo y lo dejé reposar unos minutos. Mientras observaba el tejido en la solución transparente, revisé mentalmente el Proyecto Padre y me convencí más y más de mi predicción. Decidí que Rosie debía estar presente cuando apareciera el resultado, independientemente de que yo me hallara en lo cierto o me equivocara. Le envié un mensaje de texto. Estaba en el campus y llegó poco después. Enseguida entendió lo que me proponía.

Introduje la muestra procesada en la máquina y esperé a que se ejecutara el análisis. Juntos observamos la pantalla del ordenador hasta que apareció el resultado. Después de tanto tomar muestras, raspar bocas, agitar cócteles, escalar paredes, recoger copas, volar en avión, conducir, redactar propuestas, recuperar orina, robar tazas, analizar tenedores, recobrar pañuelos, hurtar cepillos de dientes, limpiar cepillos de pelo y enjugar lágrimas, teníamos algo que encajaba.

Rosie había querido saber quién era su padre biológico. Su madre había querido que la identidad del hombre con quien mantuvo relaciones sexuales quizá sólo una vez, en una ocasión en que las emociones la llevaron a infringir las reglas, se mantuviera en secreto para siempre. Ahora podía satisfacer ambos deseos.

Le mostré a Rosie los restos de la camiseta del Gimnasio Jarman, manchada de sangre con el cuadrado recortado para la muestra. No sería necesario analizar el pañuelo que había enjugado las lágrimas de Margaret Case.

En última instancia, todo el Problema Padre lo había provocado Gene. Estoy casi seguro de que les enseñó a los estudiantes de Medicina un modelo excesivamente simplificado de la herencia de rasgos comunes. Si la madre de Rosie hubiese sabido que el color del iris no era un indicador fiable de paternidad y hubiese realizado un análisis de ADN para confirmar sus sospechas, no habría existido un Proyecto Padre, ni una Gran Noche de los Cócteles, ni una Aventura en Nueva York, ni un Proyecto Reformar a Don… y tampoco un Proyecto Rosie. De no ser por esta serie de acontecimientos imprevistos, su hija y yo jamás nos hubiésemos enamorado. Y yo seguiría cenando langosta todos los martes.

Increíble.