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Gene abrió la puerta con una copa de vino tinto en la mano. Metí la bicicleta en su recibidor, me descolgué la mochila de la espalda, extraje la carpeta del Proyecto Esposa y saqué la copia de Gene. Había abreviado el borrador a dieciséis páginas por ambas caras.

—Calma, Don, tenemos tiempo de sobra. Cenemos civilizadamente y luego nos centramos en el cuestionario. Si vas a quedar con mujeres, hay que practicar el tema de las cenas.

Estaba en lo cierto, por supuesto. Claudia es una cocinera excelente y Gene posee una amplia selección de vinos organizada por regiones, cosecha y bodega. Fuimos a su «bodega», que en realidad carece de barricas; me mostró sus últimas adquisiciones y escogimos una segunda botella. Cenamos con Carl y Eugenie; evité hablar de banalidades practicando un juego de memoria con la niña.

—¿Vas a casarte, Don? —me preguntó Eugenie al reparar en la carpeta titulada «Proyecto Esposa» que coloqué en la mesa en cuanto terminé el postre.

—Correcto.

—¿Con quién?

Iba a explicárselo, pero Claudia mandó a Eugenie y Carl a sus habitaciones. Una buena decisión, pues carecían de experiencia que aportar al tema.

Distribuí sendos ejemplares de los cuestionarios a mis amigos. Gene sirvió oporto para todos. Les expliqué que había seguido las mejores prácticas en el diseño de cuestionarios e incluido preguntas tipo test, escalas Likert, validación cruzada, variables ficticias y preguntas alternativas. Claudia me pidió un ejemplo de estas últimas.

—Pregunta 35: ¿Comes riñones? La respuesta correcta es c) de vez en cuando. Así compruebo prejuicios relacionados con la alimentación. Si preguntas directamente sus preferencias culinarias, responden «Como de todo», pero luego descubres que son vegetarianas.

Soy consciente de que hay muchos argumentos a favor del vegetarianismo. Sin embargo, puesto que yo como carne, consideré conveniente que mi pareja también lo hiciera. En este estadio inicial me parecía lógico especificar la situación ideal y después revisar el cuestionario si era necesario.

Claudia y Gene siguieron leyendo.

—En lo de presentarse a una cita, yo escogería b) un poco temprano —comentó Claudia.

Eso era flagrantemente incorrecto, lo que demostraba que incluso Claudia, que era una buena amiga, no sería apta como pareja.

—La respuesta correcta es c) puntual —le informé—. Si llegas temprano por norma, la pérdida de tiempo acumulada es inmensa.

—Yo daría por bueno «un poco temprano» —insistió Claudia—. Puede que ella se pase por querer hacerlo demasiado bien. Y eso no es malo.

Era un punto de vista interesante. Anoté que lo consideraría, pero señalé que la d) un poco tarde y la e) muy tarde eran absolutamente inaceptables.

—Creo que si una mujer se define a sí misma como una «cocinera excelente» seguramente será un poco creída —apuntó Claudia—. Es mejor que preguntes si le gusta cocinar. Y mencionar que a ti también te gusta.

Ésas eran exactamente las aportaciones que buscaba; matices del lenguaje que suelo pasar por alto. Si la encuestada era alguien como yo, tampoco se daría cuenta, pero no era razonable exigir que mi compañera potencial compartiese mi falta de sutileza.

—¿Nada de joyas ni maquillaje? —preguntó Claudia, acertando las respuestas a dos preguntas derivadas de mi interacción con la decana—. Las joyas no siempre son una cuestión de apariencia. Si quieres preguntar al respecto, elimina lo de las joyas y deja lo del maquillaje, pero sólo pregunta si se maquilla todos los días.

—Estatura, peso e índice de masa corporal. —Gene hojeaba su ejemplar—. Pero ¿no puedes calcularlo tú mismo?

—Ése es el propósito de la pregunta, comprobar si son capaces de realizar operaciones aritméticas básicas. No quiero una pareja analfabeta en matemáticas.

—Creía que lo preguntabas para tener una idea de su aspecto —repuso Gene.

—Hay una pregunta sobre su estado de forma.

—Estaba pensando en el sexo.

—Para variar —intervino Claudia, una afirmación extraña, ya que Gene no para de hablar de sexo.

Pero él había hecho una aportación interesante.

—Añadiré una pregunta sobre el VIH y los herpes.

—Basta —dijo Claudia—. Te pones demasiado exigente.

Empecé a explicarle que una enfermedad de transmisión sexual incurable era gravemente negativa, pero ella me interrumpió.

—En todo.

Era una respuesta comprensible. Pero mi estrategia se basaba en minimizar las probabilidades de cometer un error de tipo uno: desperdiciar el tiempo en una opción no apta. Inevitablemente eso incrementaba el riesgo de error de tipo dos: rechazar a una candidata apta. Sin embargo, era un riesgo asumible, ya que manejaba una muestra muy amplia de población.

Ahora le tocaba a Gene:

—No fumadora, me parece bien. Pero ¿cuál es la respuesta correcta sobre la bebida?

—Nada.

—Espera un momento, tú bebes. —Gene señaló mi copa de oporto, que acababa de llenarme—. Y bastante.

Expliqué que confiaba en mejorar también yo con el proyecto.

Continuamos así y recibí algunas indicaciones excelentes. Tuve la impresión de que ahora el cuestionario era menos selectivo, pero todavía confiaba en que dejara fuera a la mayoría de las mujeres del tipo que me había causado problemas en el pasado. La Mujer Helado de Albaricoque habría fallado cinco preguntas como mínimo.

Mi plan era anunciarme en las habituales páginas web de contactos, pero facilitando un enlace al cuestionario, además de la insustancial información sobre estatura, profesión o si me gustaban los largos paseos por la playa.

Gene y Claudia sugirieron que también tuviese encuentros en persona para ejercitar mis habilidades sociales. Como comprendía la importancia de validar los cuestionarios sobre el terreno mientras esperaba la llegada de respuestas on-line, imprimí algunos ejemplares y reanudé el programa de citas que creía haber abandonado para siempre.

Empecé apuntándome a Mesa para Ocho, que organizaba una agencia de contactos. Tras un proceso preliminar de emparejamiento claramente ineficaz basado en datos inadecuados, se proporcionó a cuatro mujeres y cuatro hombres, yo entre ellos, la dirección de un restaurante de la ciudad donde se había efectuado una reserva. Metí cuatro cuestionarios en la mochila y llegué a las ocho en punto. ¡Sólo había una mujer allí! Las otras tres se retrasaban. Fue una confirmación asombrosa de las ventajas del trabajo de campo. Esas mujeres podían haber respondido b) un poco antes o c) puntual, pero su verdadera conducta demostraba lo contrario. Decidí admitir provisionalmente la d) un poco tarde, basándome en que una única ocasión quizá no fuese representativa de su comportamiento general. Imaginé a Claudia diciéndome: «Don, todo el mundo llega tarde de vez en cuando».

También había dos hombres sentados a la mesa. Nos estrechamos la mano. Se me ocurrió que era el equivalente a la reverencia previa a un combate de artes marciales.

Evalué a la competencia. El hombre que se había presentado como Craig era de mi edad, pero tenía sobrepeso y vestía una camisa blanca de ejecutivo demasiado estrecha. Llevaba bigote y su dentadura se veía descuidada. Danny, el segundo, era algo más joven que yo y parecía gozar de buena salud. Llevaba una camiseta blanca y tatuajes en los brazos, y su cabello negro delataba algún tipo de aditivo cosmético.

La mujer puntual se llamaba Olivia y al principio, como era lógico, repartió su atención entre los tres hombres. Nos dijo que era antropóloga. Danny lo confundió con arqueóloga y luego Craig hizo un chiste racista sobre pigmeos. Era evidente, hasta para mí, que a Olivia no le habían impresionado estas respuestas y disfruté de un raro momento de no sentirme la persona más inepta de la sala. Olivia se volvió hacia mí, y acababa de responder a su pregunta sobre mi empleo cuando nos interrumpió la llegada del cuarto hombre, que se presentó como Gerry, abogado, y dos mujeres, Sharon y Maria, contable y enfermera. Era una noche calurosa y Maria había escogido un vestido que presentaba la doble ventaja de ser fresco y explícitamente sugerente. Sharon llevaba el convencional uniforme de empresa, pantalones y americana. Supuse que ambas tenían mi edad.

Olivia y yo reanudamos la conversación mientras los otros hablaban de trivialidades, una extraordinaria pérdida de tiempo cuando había en juego una importantísima decisión vital. Siguiendo los consejos de Claudia, había memorizado el cuestionario. Ella me había dicho que plantear directamente las preguntas podría dar pie a una dinámica «equivocada» y que debía intentar incorporarlas sutilmente a la conversación. Le había recordado que la sutileza no era mi fuerte. Entonces me había sugerido que no le preguntara por las enfermedades de transmisión sexual y que estimase por mí mismo el peso, la estatura y el índice de masa corporal. Calculé el IMC de Olivia en 19: delgada, pero sin indicios de anorexia. El de Sharon la Contable era 23 y el de Maria la Enfermera, 28. El máximo recomendado saludable es 25.

En lugar de inquirir directamente el cociente intelectual, decidí estimarlo por las respuestas de Olivia a mis preguntas sobre la repercusión histórica de las variaciones en la propensión a contraer la sífilis entre las poblaciones nativas de Sudamérica. Mantuvimos una conversación fascinante y me pareció que incluso era posible que el tema me permitiese colar la pregunta sobre las enfermedades de transmisión sexual. Su cociente intelectual estaba, sin duda, por encima del mínimo exigido. Gerry el Abogado hizo algunos comentarios que pretendían ser bromas, pero finalmente nos dejó continuar sin interrupciones.

En este punto llegó la mujer que faltaba, ¡con veintiocho minutos de retraso! Aproveché que Olivia estaba distraída para anotar los datos recopilados hasta el momento en tres de los cuatro cuestionarios que tenía en las rodillas. No desperdicié papel en la recién llegada, pues anunció que «siempre llego tarde». Aquello no pareció preocupar a Gerry el Abogado, que seguramente facturaba por intervalos de seis minutos y en consecuencia tendría que haber valorado mejor el tiempo. Se hizo evidente que valoraba mucho más el sexo, a medida que su conversación empezó a parecerse cada vez más a la de Gene.

Tras la llegada de la Mujer Tardona, apareció el camarero con las cartas. Olivia echó un vistazo a la suya y preguntó:

—¿La sopa de calabaza está hecha con caldo de verduras?

No escuché la respuesta. La pregunta me había proporcionado la información crucial: vegetariana.

Debió de notar mi expresión decepcionada.

—Soy hindú —aclaró.

Había deducido que Olivia probablemente era india por su sari y sus rasgos físicos. No estaba seguro de si utilizaba el término «hindú» como declaración de su fe religiosa o como indicador de su herencia cultural. En el pasado me habían amonestado por no saber distinguirlos.

—¿Comes helado? —pregunté. Parecía una pregunta apropiada después de la declaración de vegetarianismo. Muy ingenioso por mi parte.

—Oh, sí, no soy vegana. Siempre que no lleve huevo.

La cosa no mejoraba.

—¿Tienes un sabor favorito?

—Pistacho. Sin duda, pistacho. —Sonrió.

Maria y Danny habían salido a fumar. Con tres mujeres eliminadas, la Mujer Tardona incluida, casi podía dar por concluida mi misión.

Llegaron mis sesos de cordero. Corté uno por la mitad y dejé expuesta la estructura interna. Di unos toquecitos a Sharon, que estaba conversando con Craig el Racista, y se los señalé.

—¿Te gustan los sesos?

Cuatro descartadas, trabajo concluido. Seguí hablando con Olivia, que era una compañía excelente, e incluso pedí una copa más cuando los otros se marcharon con sus parejas recién formadas. Nosotros seguimos charlando y acabamos siendo los últimos clientes del restaurante. Mientras guardaba los cuestionarios en la mochila, Olivia me facilitó sus datos de contacto, que anoté por pura educación. Luego cada uno se fue por su lado.

Mientras pedaleaba de vuelta a casa reflexioné sobre la cena. Había sido un método de selección tremendamente ineficaz, pero el cuestionario había resultado muy valioso. Sin las preguntas que había suscitado, sin duda habría intentado una segunda cita con Olivia, que era una persona agradable e interesante. Quizá hubiésemos salido una tercera y una cuarta vez hasta que un día, cuando todos los postres del restaurante tuviesen huevo, habríamos cruzado la calle rumbo a la heladería para descubrir que no tenían pistacho sin trazas de huevo. Es mejor saberlo de antemano, antes de invertir en una relación.