24
Gracias a una ingesta meticulosamente programada de los somníferos, me desperté sin ninguna sensación de desorientación a las 7.06 horas de la mañana siguiente.
Rosie se había quedado dormida en el metro, de camino al hotel. Había decidido no contarle de inmediato lo sucedido en el sótano y tampoco mencionarle lo que había visto en el aparador. Era una gran fotografía de la boda de Judy e Isaac. Al lado del novio, vestido con la indumentaria formal exigida a un padrino, estaba Geoffrey Case, al que sólo le quedaban trescientos setenta días de vida. Sonreía.
Yo todavía estaba procesando las implicaciones, y era altamente probable que Rosie tuviera una respuesta emocional capaz de estropear nuestra experiencia neoyorquina. Por el momento, estaba impresionada porque hubiese conseguido el ADN y más aún porque hubiera retirado los platos de la mesa con tanta naturalidad y discreción.
—Corres peligro de aprender aptitudes sociales —me había dicho.
El hotel era muy cómodo. Después de registrarnos, Rosie me había confesado su preocupación de que yo quisiera compartir habitación en pago por el viaje. ¡Como una prostituta! Me sentí profundamente ofendido. Ella pareció complacida de mi reacción.
Cuando regresé a la habitación tras una excelente sesión de ejercicios en el gimnasio del hotel, encontré el contestador parpadeando. Rosie.
—¿Dónde estabas?
—En el gimnasio. El ejercicio es esencial para reducir los efectos del jet lag. También la luz solar. He previsto andar veinticinco manzanas a la luz del sol.
—¿No te olvidas de algo? Hoy es mi día. Y mañana. Me perteneces hasta la medianoche del lunes. Ahora mueve el culo y baja, estoy esperándote para desayunar.
—¿Vestido con la ropa del gimnasio?
—No, Don. Con la ropa del gimnasio no. Dúchate, vístete. Tienes diez minutos.
—Siempre desayuno antes de la ducha.
—¿Cuántos años tienes? —repuso ella agresivamente. No esperó a que respondiera—. Te comportas como un viejo: «Siempre desayuno antes de la ducha, no te sientes en mi silla, ahí es donde me siento yo…». No-me-jodas-Don-Tillman.
Pronunció esta última frase muy despacio. Decidí que era mejor no joderla; al día siguiente a medianoche todo habría terminado. Entretanto, me sumiría de nuevo en el estado mental de las visitas al dentista…
Al parecer, lo que me esperaba era una dolorosa endodoncia. Cuando bajé, Rosie se mostró crítica de inmediato.
—¿Cuánto hace que tienes esa camisa?
—Catorce años. Se seca muy rápido, es perfecta para viajar.
En realidad era una camisa especial de excursionista, aunque la tecnología de fabricación de tejidos había progresado notablemente desde su confección.
—Bien, pero no le debes ningún favor. Arriba. La otra camisa.
—Está húmeda.
—Me refiero a la de Claudia. Y ponte los vaqueros, ya que estás. No voy a pasear por Nueva York con un vagabundo.
Cuando me presenté en mi segundo intento de salir a desayunar, Rosie sonrió.
—¿Sabes?, en el fondo no estás tan mal… —Se calló para mirarme con detenimiento—. Don, no estás disfrutando, ¿verdad? Supongo que preferirías deambular a tus anchas por el museo. —Era sumamente perceptiva—. Lo entiendo; pero has hecho mucho por mí, me has traído a Nueva York y aún no he acabado de gastarme tu dinero. Por eso yo también quiero hacer algo por ti.
Podría haber argumentado que su deseo de hacer algo por mí significaba que en el fondo actuaba en interés propio, pero quizá habría desembocado en un nuevo episodio de «no me jodas».
—Estás en otro lugar, vistes de otra forma —prosiguió—. Cuando los peregrinos medievales llegaban a Santiago después de andar cientos de kilómetros, quemaban su ropa para simbolizar que habían cambiado. No te pido que quemes tu ropa… aún. Puedes volver a ponértela el martes. Pero ahora ábrete a algo distinto. Deja que te muestre mi mundo un par de días, empezando por el desayuno. Estamos en la ciudad que sirve los mejores desayunos del mundo.
Debió de notar que me resistía.
—Oye, siempre programas tu tiempo para aprovecharlo al máximo, ¿no?
—Correcto.
—Y te has comprometido a pasar dos días conmigo. Si te cierras, perderás dos días de tu vida que alguien intenta que sean emocionantes, productivos y divertidos para ti. Voy a… —Se interrumpió—. Me he dejado la guía en la habitación. Cuando baje, iremos a desayunar.
Dio media vuelta y se dirigió a los ascensores.
Estaba perturbado por su lógica. Siempre había justificado mi programa en términos de eficiencia, pero ¿mostraba lealtad a la eficiencia o a mi programa? ¿Era como mi padre, que insistía en sentarse en la misma silla todas las noches? Nunca se lo había mencionado a Rosie. Yo también tenía mi silla especial.
Había otro argumento que ella no había expuesto porque lo desconocía. En las últimas ocho semanas había experimentado dos de los tres mejores momentos de mi vida adulta, considerando todas las visitas al Museo de Historia Natural como un solo acontecimiento. En ambos había estado con Rosie. ¿Había una correlación? Era esencial descubrirlo.
Para cuando Rosie regresó, ya había reiniciado mi cerebro, un ejercicio que requirió una considerable fuerza de voluntad. Ahora estaba configurado para ser adaptable.
—¿Y bien? —inquirió.
—Vale, ¿cómo encontramos el mejor desayuno del mundo?
Encontramos el Mejor Desayuno del Mundo a la vuelta de la esquina. Podría haberlo llamado el Desayuno Menos Sano de mi Vida, pero no iba a aumentar significativamente de peso ni perder mi buena forma, agudeza mental o técnica en las artes marciales por descuidarme dos días. Ahora operaba con este modo cerebral.
—No puedo creerme que te hayas comido todo eso —se sorprendió Rosie.
—Estaba riquísimo.
—Nada de almorzar. Cenaremos tarde.
—Podemos comer a cualquier hora.
El camarero se acercó a la mesa. Rosie señaló las tazas de café vacías.
—Estaba de muerte. Creo que podremos con otro.
—¿Eh? —repuso el camarero.
Era evidente que no la había entendido. También lo era que Rosie no tenía mucho criterio en materia de cafés o que, como yo, había decidido pasar por alto lo que se consideraba «café» y disfrutar de una bebida completamente nueva. La técnica funcionaba a la perfección.
—Un café con leche y uno solo… por favor —pedí.
—Marchando.
En esta ciudad la gente hablaba claro. Era mi tipo de ciudad. Me encantaba hablar como un neoyorquino, directo, al grano y sin complicaciones. Había memorizado una lista de diferencias entre el vocabulario de Australia y el de Estados Unidos y me había sorprendido la rapidez con que mi cerebro cambiaba automáticamente de uno a otro.
Anduvimos hacia la parte alta de la ciudad. Rosie leía una guía titulada No para turistas, elección que se me antojó poco acertada.
—¿Adónde vamos? —quise saber.
—No vamos a ningún lado. Hemos llegado.
Estábamos frente a una tienda de ropa. Me preguntó si me apetecía entrar.
—No tienes por qué preguntar. Tú controlas.
—Pues sí, controlo de tiendas; es cosa de chicas. Iba a decir «Supongo que ya habrás estado en la Quinta Avenida», pero contigo no se puede presuponer nada.
La situación era simétrica. Yo sabía que no podía presuponer nada con ella o me habría sorprendido que se describiera como «chica», un término que, por lo que creía, era inaceptable para referirse a una mujer adulta.
Rosie estaba de lo más perceptiva conmigo. Yo nunca había salido de las salas de conferencias y el museo, pero con mi nueva configuración mental todo me parecía fascinante. Una tienda exclusivamente de puros. Los precios de las joyas. El edificio Flatiron. El museo del sexo. Rosie le echó un vistazo y decidió no entrar, lo que probablemente fuera una buena decisión; sería interesantísimo, pero el riesgo de dar un paso en falso resultaba muy elevado.
—¿Quieres comprar algo? —me preguntó.
—No.
Poco después tuve una idea.
—¿Hay algún sitio donde vendan camisas?
Rosie se rio.
—Estamos en la Quinta Avenida de Nueva York… tal vez tengamos suerte.
Detecté sarcasmo, pero no exento de simpatía. Encontramos una nueva camisa del mismo género que la de Claudia en unos inmensos almacenes llamados Bloomingdale’s que en realidad no estaban en la Quinta Avenida. No logramos decidirnos entre dos candidatas y nos quedamos con ambas. ¡Mi armario estaría a rebosar!
Llegamos a Central Park.
—Nos saltamos el almuerzo, pero me tomaría un helado —dijo Rosie.
Había un puesto en el parque que servía tanto cucuruchos como helados prefabricados. Me invadió una irracional sensación de pavor. La identifiqué de inmediato. Pero yo necesitaba saberlo.
—¿El sabor es importante? —pregunté.
—Algo con cacahuete, ya que estamos en Estados Unidos.
—Todos los helados saben igual.
—Anda ya.
Le expliqué lo de las papilas gustativas.
—¿Quieres apostarte algo? Si puedo distinguir el de cacahuete del de vainilla, dos entradas para Spiderman. En Broadway. Esta noche.
—Las texturas serán distintas, por los cacahuetes.
—Entonces otros dos sabores. Elige tú.
Pedí albaricoque y mango.
—Cierra los ojos —dije.
En realidad no era necesario: los colores eran casi idénticos, pero no quería que me viese lanzando la moneda para decidir cuál le ofrecía primero. Me preocupaba que, si yo decidía el orden, lo adivinase gracias a sus habilidades psicológicas.
Arrojé la moneda y le ofrecí el primer helado.
—Mango —dijo Rosie, acertadamente.
Volví a lanzar la moneda; de nuevo cara.
—Mango, como antes.
Identificó tres veces el helado de mango, luego el de albaricoque y después el de albaricoque otra vez. Las probabilidades de alcanzar este resultado aleatoriamente eran de una entre treinta dos. Podía tener una certeza del noventa y siete por ciento de que era capaz de identificar los sabores. Increíble.
—¿Así que Spiderman esta noche?
—No. Te has equivocado una vez.
Rosie me miró un instante y después se echó a reír.
—Me tomas el pelo, ¿no? No puedo creérmelo, ¡estás bromeando! Bueno, puesto que te da igual, quédate el de albaricoque —me dijo, tendiéndome un helado.
Lo miré. ¿Qué podía decir? Rosie lo había lamido.
Una vez más me leyó el pensamiento.
—¿Cómo vas a besar a una chica si no puedes compartir con ella un helado?
Durante varios minutos estuve poseído por una sensación irracional de inmenso placer provocada por el éxito de mi broma y el análisis de la frase del beso: besar a «una» chica, compartir «con ella» helado… era en tercera persona, pero sin duda algo tendría que ver con la chica que ahora mismo compartía helado con Don Tillman vestido con vaqueros y su camisa nueva mientras paseaba entre los árboles de Central Park, Nueva York, una soleada tarde de domingo.
De vuelta en el hotel nos tomamos trescientos catorce minutos de descanso, que sin duda necesitaba, aunque había disfrutado inmensamente del día. Ducha, correo electrónico, ejercicios de relajación combinados con estiramientos. Escribí a Gene, con copia a Claudia, un resumen de nuestras actividades.
Rosie llegaba con tres minutos de retraso a nuestra cita a las 19.00 en el vestíbulo. Estaba a punto de llamarla a su habitación cuando apareció vestida con ropa adquirida ese día: vaqueros blancos, una especie de camiseta azul y la chaqueta de la noche anterior. Recordé un «Gene-ísmo», algo que le había oído decirle a Claudia. «Estás muy elegante». Era una declaración arriesgada, pero su reacción pareció positiva. Y la verdad es que Rosie sí estaba muy elegante.
Tomamos unos cócteles en un bar con la Lista de Cócteles más Larga del Mundo, que incluía muchos que desconocía, y después asistimos a la representación de Spiderman. A Rosie el argumento le pareció un poco predecible, pero a mí me impresionó todo de forma muy positiva. No iba al teatro desde niño; podría haber ignorado el argumento y concentrarme por entero en la mecánica del vuelo. Era sencillamente increíble.
Fuimos en metro al Lower East Side. Tenía hambre, pero no quería romper las normas sugiriendo que cenásemos. Sin embargo, Rosie lo tenía todo controlado: una reserva a las 22.00 en un restaurante llamado Momofuku Ko. Estábamos de nuevo en la zona horaria Rosie.
—Éste es mi regalo por haberme traído a Nueva York —me dijo.
Nos sentamos a una barra para doce comensales donde podíamos ver a los chefs cocinando. Apenas había ninguna de las molestas formalidades que hacen de los restaurantes un lugar tan estresante.
—¿Preferencias, alergias, algo que no les guste? —preguntó el cocinero.
—Soy vegetariana, pero como pescado y marisco sostenibles —respondió Rosie—. Él come de todo; literalmente de todo.
Perdí la cuenta de los platos. Comí mollejas, foie (¡por primera vez!) y huevas de erizo de mar. Bebimos una botella de champán rosé. Hablé con los cocineros y me explicaron lo que hacían. Probé los mejores platos de mi vida sin tener que ponerme chaqueta para cenar. De hecho, el hombre que tenía al lado llevaba un atuendo que se habría considerado extremo en el Marquess of Queensbury e incluía múltiples piercings faciales. Me oyó hablar con el cocinero y me preguntó de dónde era. Se lo dije.
—¿Y qué te parece Nueva York?
Le dije que me parecía muy interesante y le expliqué cómo habíamos pasado la jornada. Pero fui consciente de que, sometido al estrés de hablar con un desconocido, mi actitud había cambiado (o, para ser más precisos, se había revertido) a su modo habitual. Durante el día, con Rosie, me había sentido relajado y me había comportado y había hablado de forma distinta, un estado que se prolongó en mi conversación con el chef, pues, en esencia, era un intercambio profesional de información. Sin embargo, en la interacción social informal con otra persona había aflorado mi conducta habitual. Y sé muy bien que mi conducta habitual y mi forma de hablar resultan muy extrañas a los demás. El hombre de los piercings debió de notarlo.
—¿Sabes lo que me gusta de Nueva York? —me dijo—. Hay tanta gente rara que nadie se extraña. Todos encajamos.
—¿Qué te ha parecido? —me preguntó Rosie cuando volvíamos al hotel.
—El mejor día de mi vida adulta —contesté.
Ella se mostró tan feliz con mi respuesta que decidí no concluir la frase: «Exceptuando el Museo de Historia Natural».
—Duerme hasta tarde. Mañana nos vemos aquí a las nueve y media y repetimos lo del desayuno, ¿vale?
Discutir habría sido de todo punto irracional.