17

El baile se celebraba una noche de viernes en una sala de fiestas junto al río. Por una cuestión de eficiencia, me había llevado el traje al trabajo para practicar el chachachá y la rumba con mi esqueleto hasta la hora de marcharme. Cuando fui a buscar una cerveza al laboratorio, sentí una punzada de emoción. Echaba de menos la animación del Proyecto Padre.

Los faldones del chaqué y el sombrero de copa no eran nada prácticos para la bicicleta, por lo que tomé un taxi y llegué a las 19.55, según lo planeado. Detrás de mí se detuvo otro taxi, del que bajó una mujer morena y alta. Llevaba el vestido más asombroso del mundo: múltiples colores vivos —rojo, azul, amarillo, verde— con una compleja estructura que incluía una abertura en un lado. Nunca había visto a nadie tan espectacular. Edad estimada treinta y cinco, IMC 22, lo que encajaba con las respuestas del cuestionario. Ni un poco tarde ni un poco temprano. ¿Estaba ante mi futura esposa? Era casi increíble.

Mientras me apeaba del taxi, ella me miró un instante y luego se dirigió hacia la entrada. Respiré hondo y la seguí. Entró, echó un vistazo alrededor y volvió a mirarme, esta vez con más detenimiento. Me acerqué lo suficiente para hablar, cuidándome de no invadir su espacio personal. La miré a los ojos. Conté hasta dos. Luego bajé los ojos un poco, apenas una distancia diminuta.

—Hola. Soy Don.

Me observó un instante antes de tender la mano para estrechar la mía con una presión baja.

—Soy Bianca. Vas muy… elegante.

—Por supuesto; la invitación especificaba formalidad.

Después de aproximadamente dos segundos se echó a reír.

—Casi me lo he tragado, como lo has dicho tan serio… ¿Sabes?, aunque una anote «con sentido del humor» en la lista de lo que quiere, no espera encontrarse con todo un cómico. Creo que tú y yo nos lo pasaremos muy bien.

Las cosas no podían empezar mejor.

La sala de baile era enorme y la ocupaban docenas de mesas con académicos bien vestidos. Todos se volvieron a mirarnos; era evidente que causábamos sensación. Al principio creí que se debía al espectacular vestido de Bianca, pero había muchas otras mujeres con indumentarias interesantes. Entonces reparé en que, casi sin excepción, todos los hombres vestían trajes negros con camisa blanca y pajarita. No llevaban faldones ni sombrero. ¡Aquello explicaba la reacción inicial de Bianca! Era un engorro, pero no una situación que me resultase desconocida. Arrojé mi sombrero a la multitud y todos saludaron a gritos. A Bianca pareció gustarle que nos prestaran atención.

Según el listado de mesas estábamos en la número 12, justo al lado de la pista de baile. Al ver los instrumentos que afinaba la banda, intuí que mis conocimientos de chachachá, samba, rumba, foxtrot, vals, tango y lambada no serían necesarios. Tendría que recurrir a lo practicado el segundo día del proyecto de baile: rock and roll.

La recomendación de Gene de llegar treinta minutos después del inicio oficial implicaba que todos los asientos de la mesa, salvo tres, estaban ya ocupados. Uno correspondía a Gene, que paseaba sirviendo champán. Claudia no estaba.

Identifiqué a Laszlo Hevesi, de Física. Vestía, de forma completamente inapropiada, pantalones militares y una camiseta de excursionista, y estaba sentado junto a una mujer que para mi sorpresa reconocí como Frances, de la noche de citas rápidas. Al otro lado tenía a la Bella Helena. Había también un hombre moreno de unos treinta años (IMC aproximado, 20) que parecía no haberse afeitado en varios días, y a su lado la mujer más guapa que había visto en la vida. A diferencia de la compleja indumentaria de Bianca, llevaba un vestido verde sin ornamentos, tan minimalista que ni siquiera tenía tirantes para mantenerlo en su sitio. Tardé unos instantes en advertir que su portadora era Rosie.

Bianca y yo ocupamos los dos asientos vacantes entre el Hombre Barba y Frances, siguiendo la pauta alterna hombre-mujer que se había establecido. Rosie inició las presentaciones y reconocí el protocolo que yo había aprendido en las conferencias y que nunca usaba.

—Don, éste es Stefan.

Se refería al Hombre Barba, a quien estreché la mano aplicando una presión similar a la suya, que juzgué excesiva. Sentí de inmediato una reacción negativa hacia él. No soy muy ducho en la evaluación de otros humanos, salvo por el contenido de su conversación o su comunicación escrita; pero sí razonablemente perspicaz a la hora de identificar estudiantes problemáticos.

—Tu fama te precede —dijo Stefan.

Tal vez mi evaluación había sido demasiado precipitada.

—¿Conoces mi trabajo?

—Podría decirse así. —Se rio.

Comprendí que no debía seguir con la conversación sin haber presentado a Bianca.

—Rosie, Stefan, permitidme que os presente a Bianca Rivera.

—Encantada de conocerte —dijo Rosie tendiéndole la mano.

Se sonrieron y Stefan también estrechó la mano de Bianca.

Una vez cumplido mi deber, me volví hacia Laszlo, con quien llevaba cierto tiempo sin hablar. Laszlo es la única persona que conozco que me supera en ineptitud social y me tranquilizaba tenerlo cerca como referencia.

—Cordiales saludos, Laszlo —saludé, juzgando que la formalidad no sería apropiada en su caso—. Cordiales saludos, Frances. Has encontrado pareja, ¿cuántas citas necesitaste?

—Gene nos presentó —dijo Laszlo, que miraba fijamente a Rosie de forma muy inapropiada.

Gene respondió con un gesto de aprobación y luego se situó entre Bianca y yo con la botella de champán.

—Don y yo no bebemos —afirmó Bianca, poniendo su copa del revés y volviendo también la mía.

Gene me dirigió una ancha sonrisa. Aquello era resultado de un fastidioso descuido mío con las diferentes versiones del cuestionario; al parecer, Bianca había respondido al borrador inicial.

—¿Cómo os conocisteis Don y tú? —preguntó Rosie a Bianca.

—Nos une un interés común por el baile.

Pensé que era una excelente respuesta para no mencionar el Proyecto Esposa, pero Rosie me miró de un modo extraño.

—Qué bonito. Yo estoy tan ocupada con mi doctorado que no tengo tiempo para bailar.

—Es cuestión de organizarse. Yo soy partidaria de ser muy, muy organizada.

—Sí —repuso Rosie—, yo…

—La primera vez que llegué a la final de los nacionales estaba en pleno doctorado —prosiguió Bianca—. Me planteé dejar el triatlón o la cocina japonesa, pero…

Rosie sonrió, aunque no de su forma habitual:

—No, eso habría sido una tontería. A los hombres les encantan las mujeres que saben cocinar.

—Me gustaría pensar que ya hemos superado esos estereotipos —repuso Bianca—. Don es también un gran cocinero.

Así pues, la sugerencia de Claudia de que mencionase mis aptitudes culinarias en el cuestionario había resultado eficaz. Rosie aportó pruebas de ello.

—Es fabuloso. Tomamos una langosta buenísima en su balcón.

—¿De veras?

Rosie era muy amable al recomendarme, pero Stefan mostró una vez más la expresión típica del estudiante problemático. Apliqué la técnica que usaba en mis clases y pregunté primero.

—¿Eres el novio de Rosie?

Stefan no tenía una respuesta preparada y en una clase ése habría sido mi momento para proseguir con la lección, con el estudiante ya avisado.

—Stefan hace el doctorado conmigo —respondió Rosie en su lugar.

—Creo que en este caso el término es pareja —dijo Stefan.

—Por esta noche —añadió Rosie.

—Primera cita —repuso él sonriendo.

Era extraño que no se pusieran de acuerdo sobre la naturaleza de su relación. Rosie volvió a dirigirse a Bianca.

—¿Y ésta es también tu primera cita con Don?

—En efecto, Rosie.

—¿Qué te ha parecido el cuestionario?

Bianca me miró fugazmente y luego se volvió hacia Rosie.

—Maravilloso. La mayoría de los hombres sólo quieren hablar de sí mismos; fue muy agradable que alguien se interesara tanto por mí.

—Ya lo imagino —comentó Rosie.

—¡Y encima baila! No daba crédito a mi suerte. Pero ya sabes lo que se dice, la suerte hay que trabajársela.

Rosie alzó la copa de champán y Stefan preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevas bailando, Don? ¿Has ganado algún premio?

La llegada de la decana me salvó de contestar. Llevaba un complejo vestido color rosa cuya parte inferior se extendía mucho. La acompañaba una mujer de aproximadamente su misma edad vestida con un atuendo masculino estándar de traje negro y pajarita. La reacción de los asistentes fue similar a la de mi entrada, sin los simpáticos saludos del final.

—¡Santo cielo! —exclamó Bianca.

Yo no tenía muy buena opinión de la decana, pero el comentario me incomodó.

—¿Tienes algún problema con las lesbianas? —preguntó Rosie con cierta agresividad.

—En absoluto. El problema es su gusto en el vestir.

—Entonces te divertirás con Don.

—Creo que Don viste muy bien —repuso Bianca—. Hay que tener estilo para lucir cosas distintas. Cualquiera puede ponerse un esmoquin o un vestido normal y corriente. ¿No es así, Don?

Asentí con educación. Bianca hacía gala de todas las características que yo buscaba; parecía tenerlo todo para ser perfecta. Sin embargo, por alguna razón, mi instinto se rebelaba. Quizá por el veto del alcohol. Mi adicción subyacente debía de hacer que mi subconsciente enviase una señal de rechazo hacia la persona que me impedía beber. Tenía que superarlo.

Acabamos los entrantes y la banda tocó unos sonoros acordes. Stefan se acercó a los músicos y le arrebató el micrófono al cantante.

—Buenas noches a todos —saludó—. Creo que debéis saber que esta noche tenemos una antigua finalista del campeonato nacional de baile. Puede que la hayáis visto por televisión, ¡Bianca Rivera! Bianca y su pareja Don actuarán unos minutos para nosotros.

No había esperado que mi primera actuación fuese tan pública, pero así contaba con la ventaja de una pista de baile sin obstáculos. Había dado conferencias a oyentes más numerosos y participado en combates de artes marciales ante multitudes. No había motivo alguno para ponerse nervioso. Bianca y yo salimos a la pista.

Empecé a llevarla siguiendo el swing estándar que había practicado con el esqueleto y sentí de inmediato la incomodidad, cercana a la repulsión, que me invadía cuando se me forzaba al contacto íntimo con otro ser humano. Me había preparado mentalmente, pero no para un problema mucho más grave: no había practicado con música. Estaba seguro de que ejecutaba los pasos con precisión, pero no a la velocidad correcta ni siguiendo el ritmo. Tropezábamos y el efecto global era de auténtico desastre. Bianca intentaba llevarme; sin embargo, yo carecía de experiencia con una pareja viva y aún más si ésta pretendía dirigir los pasos.

La gente se echó a reír. Soy experto en que se burlen de mí y, mientras Bianca se apartaba, estudié al público para ver quién no reía, un medio excelente de identificar a los amigos. Gene, Rosie y, para mi sorpresa, la decana y su pareja eran mis amigos esa noche. Stefan sin duda no.

Necesitaba algo impactante que salvara la situación. En mi investigación sobre el baile había reparado en algunos movimientos especializados que no había pretendido usar, pero que recordaba porque eran muy interesantes. Tenían la ventaja de no depender de la sincronización ni del contacto corporal. Había llegado el momento de ponerlos en práctica.

Hice el corredor, ordeñar la vaca y una imitación de la pesca en que atraje a Bianca como si tirara de la caña, aunque ella no se movió del modo requerido. Parecía petrificada. Intenté la tradicional maniobra de contacto corporal que remata un final espectacular en que el hombre levanta a la mujer a ambos lados, sobre la espalda y entre las piernas. Por desgracia, exige cooperación por parte de la pareja, sobre todo si pesa más que un esqueleto. Bianca no cooperó y el efecto fue como si la hubiese atacado. A diferencia del aikido, la práctica del baile no incluye el entreno en caídas.

Me ofrecí a levantarla, pero ella pasó por alto mi mano y se dirigió al baño, aparentemente ilesa.

Volví a la mesa y me senté. Stefan no paraba de reír.

—Eres un cabrón —le dijo Rosie.

Gene apuntó algo a Rosie, tal vez a fin de evitar una escena inapropiada en público, y ella pareció calmarse.

Bianca regresó a su silla, pero sólo para recoger el bolso.

—El problema ha sido la sincronización —intenté explicarle—. El metrónomo de mi cabeza no sigue la misma frecuencia que la banda.

Bianca me dio la espalda, pero Rosie parecía dispuesta a escucharme.

—Apagué el volumen para practicar y así poder concentrarme en los pasos.

Rosie guardaba silencio y oí a Bianca hablando con Stefan.

—Es lo que pasa. No es la primera vez, pero sí la peor. Los hombres dicen que saben bailar…

Se dirigió a la puerta sin ni siquiera despedirse de mí, pero Gene la siguió e interceptó.

Aproveché la ocasión. Le di la vuelta a mi copa y la llené de vino. Era un blanco mediocre de uva moscatel con excesivo azúcar residual. La apuré y me serví otra. Entonces Rosie se levantó de la silla, se dirigió a la banda, habló con el cantante y después con el batería.

Volvió y me señaló con el dedo de un modo peculiar. Reconocí el gesto, lo había visto muchas veces. Era la señal que Olivia Newton-John daba a John Travolta en Grease para empezar la secuencia de baile que estaba practicando cuando Gene me interrumpió, nueve días atrás. Rosie tiró de mí y me llevó a la pista.

—Baila. Baila y ya está, joder.

Empecé a bailar sin música. Así había practicado. Rosie siguió mi ritmo. Luego levantó un brazo y empezó a moverlo al compás de nuestros movimientos. Oí que el batería empezaba a tocar y mi cuerpo supo que seguía nuestro ritmo. Apenas me di cuenta de que el resto de la banda lo acompañaba.

Rosie bailaba muy bien y era mucho más fácil de manejar que un esqueleto. La llevé en los movimientos más difíciles, concentrado por completo en la mecánica y en no cometer errores. La canción de Grease terminó y todos aplaudieron, pero, antes de que pudiésemos regresar a la mesa, la banda volvió a tocar y el público siguió el ritmo con palmas: Satisfaction. No sé si fue el efecto del vino en mis funciones cognitivas, pero de pronto experimenté una sensación extraordinaria, ya no de satisfacción, sino de dicha absoluta. La misma que había sentido en el Museo de Historia Natural y cuando preparaba los cócteles. Nos pusimos a bailar y esta vez me dejé llevar por las sensaciones de mi cuerpo mientras me movía al compás de la canción de mi infancia y Rosie seguía el mismo ritmo.

Cuando la música cesó, todos aplaudieron de nuevo.

Busqué con la vista a Bianca, mi pareja, y la localicé cerca de la salida con Gene. Había supuesto que la impresionaría mi forma de solucionar el problema, pero incluso a esa distancia, y pese a mi limitada capacidad para interpretar expresiones, noté que estaba furiosa. Dio media vuelta y se marchó.

El resto de la noche fue increíble, cambió por completo con un único baile. La gente se nos acercaba a Rosie y a mí para felicitarnos. El fotógrafo nos regaló sendas instantáneas sin cobrárnoslas. Stefan se marchó temprano. Gene consiguió champán de alta calidad del bar y bebimos varias copas con él y una alumna húngara que cursaba el posdoctorado de Física y se llamaba Klara. Rosie y yo volvimos a bailar y después bailé con casi todas las mujeres de la sala. Le pregunté a Gene si debía sacar a la decana o su pareja, pero consideró que la cuestión superaba su nivel de sabiduría social. Al final no lo hice, pues a la decana se la veía de muy mal humor. La gente había dejado claro que prefería bailar a escuchar el discurso que tenía preparado.

Al final de la velada la banda interpretó un vals. Al terminar, miré alrededor; Rosie y yo éramos los únicos en la pista y todos nos aplaudían de nuevo. Fue sólo más tarde cuando reparé en que había experimentado un extenso contacto íntimo con otro ser humano sin sentirme incómodo. Lo atribuí a mi concentración para ejecutar correctamente los pasos de baile.

—¿Quieres compartir taxi? —preguntó Rosie.

Me pareció un uso racional de combustible fósil.

—Tendrías que haber practicado con diferentes ritmos —me dijo una vez en el taxi—. No eres tan listo como creía.

Me limité a mirar por la ventanilla. Luego añadió:

—Claro que no, joder. ¡Sí que practicaste! Es peor aún. Preferiste quedar en ridículo delante de la gente, antes que decirle que no te gustaba.

—Hubiese sido violento en grado sumo. No tenía razón alguna para rechazarla.

—Aparte de no querer casarte con un periquito.

Aquel comentario me pareció divertidísimo, sin duda a causa del alcohol y la descompensación posterior al estrés. Reímos un rato y Rosie hasta me tocó varias veces el hombro. No me importó, pero cuando dejamos de reír volví a sentirme incómodo y aparté la vista.

—Eres increíble —afirmó Rosie—. Mírame cuando te hablo.

Seguí oteando por la ventanilla. Me sentía sobreestimulado.

—Ya sé qué aspecto tienes —repuse.

—¿De qué color son mis ojos?

—Castaños.

—Cuando nací los tenía azules; azul celeste, como mi madre. Era irlandesa, de ojos azules. Luego se volvieron castaños.

Miré a Rosie. Aquello no podía ser.

—¿A tu madre le cambiaron los ojos de color?

—A mí me cambiaron. Pasa con los bebés. Fue entonces cuando mi madre comprendió que Phil no era mi padre. Ella tenía los ojos azules y Phil también. Y decidió contárselo. Supongo que debo agradecer que Phil no fuese un león.

Me costaba comprender a Rosie, sin duda debido a los efectos del alcohol y su perfume. Sin embargo, me había brindado la oportunidad de llevar la conversación a terreno seguro. La herencia genética de rasgos comunes, como el color de los ojos, es más compleja de lo que se cree y confiaba en poder hablar del tema lo suficiente hasta llegar a nuestro destino. Pero comprendí que sería una acción defensiva y muy desconsiderada hacia ella, que se había arriesgado por mí a un ridículo considerable y a estropear su relación con Stefan.

Recapacité y volví a analizar su afirmación: «Supongo que debo agradecer que Phil no fuese un león». Consideré que se refería a la conversación que mantuvimos la noche de la Cena en el Balcón, cuando la informé de que los leones matan a las crías de cópulas previas. Quizá ella quería hablar de Phil, algo que también me interesaba. Toda la motivación del Proyecto Padre se basaba en el fracaso de Phil como progenitor. Pero Rosie no me había dado pruebas concretas de ello, aparte de su oposición al alcohol, la posesión de un vehículo nada práctico y la selección de un joyero como regalo.

—¿Era violento? —pregunté.

—No. —Guardó silencio—. Sólo era… imprevisible. Un día yo era la niña más especial del mundo y al siguiente no quería ni verme.

Aquello resultaba muy vago y difícilmente justificaba un importante proyecto de investigación de ADN.

—¿Puedes ponerme un ejemplo?

—¿Por dónde empezar? Vale, la primera vez fue cuando yo tenía diez años. Prometió llevarme a Disneylandia. Se lo conté a todos en el colegio. Y esperé, esperé y esperé, pero nunca me llevó.

El taxi se detuvo ante un bloque de pisos. Rosie seguía hablando, con la vista fija en el respaldo del taxista.

—De ahí me viene la sensación de rechazo. —Se volvió hacia mí—. ¿Cómo te enfrentas a eso?

—Nunca he tenido ese problema —respondí, pues no era momento de enfrascarnos en una nueva conversación.

—Y una mierda.

Por lo visto, tendría que responder con sinceridad. Estaba ante una licenciada en Psicología.

—Tuve algunos problemas en el colegio, de ahí las artes marciales. Pero he desarrollado técnicas no violentas para afrontar situaciones sociales complejas.

—Como esta noche.

—Acentúo las cosas que la gente encuentra divertidas.

Rosie no respondió. Reconocí la técnica de la terapia, pero lo único que se me ocurrió fue entrar en detalles.

—No tenía muchos amigos. Prácticamente ninguno, salvo mi hermana. Por desgracia, ella murió hace dos años a causa de una negligencia médica.

—¿Qué pasó?

—Un embarazo ectópico no diagnosticado.

—Oh, Don —se lamentó Rosie, muy comprensiva, e intuí que había elegido a la persona adecuada para confiarme—. ¿Tu hermana tenía… una relación?

—No —dije, y me anticipé a su siguiente pregunta—: Nunca averiguamos el origen.

—¿Cómo se llamaba?

En apariencia era una demanda inofensiva, aunque no entendía por qué Rosie quería saberlo. No había ambigüedad en la referencia indirecta, pues yo sólo tenía una hermana. Sin embargo, me sentí muy incómodo. Tardé unos instantes en comprender por qué: sin ser una decisión deliberada por mi parte, no había pronunciado aquel nombre desde su muerte.

—Michelle —respondí.

Después no hablamos durante un buen rato.

El taxista carraspeó de una manera forzada.

—¿Quieres subir? —preguntó Rosie.

Me sentía abrumado. Conocer a Bianca, bailar, el rechazo de Bianca, la sobrecarga social, hablar de temas personales… Ahora, cuando el suplicio había terminado, Rosie proponía más conversación. No estaba seguro de poder soportarlo.

—Es muy tarde —respondí, confiando en que fuera una forma socialmente aceptable de comunicarle que quería irme a casa.

—La tarifa de los taxis baja por la mañana.

Si lo había entendido bien, desde luego aquello me superaba. Tenía que asegurarme de que no era un malentendido.

—¿Sugieres que me quede a pasar la noche?

—Puede. Primero tendrás que escuchar la historia de mi vida.

«¡Alerta! ¡Peligro, Will Robinson! ¡Se acerca un alienígena no identificado!». La referencia a Perdidos en el espacio me resultó ineludible, pues sentí que me deslizaba por un abismo emocional.

—Por desgracia tengo varias actividades programadas para la mañana —contesté, logrando mantener la suficiente calma.

Rutina, normalidad.

Rosie abrió la portezuela. Yo quería que se fuera. Pero ella tenía algo que añadir.

—¿Puedo preguntarte algo, Don?

—Sólo una pregunta.

—¿Me encuentras atractiva?

Al día siguiente, Gene me explicaría que lo había malinterpretado. Pero él no estaba en un taxi después de una noche de absoluta sobrecarga sensorial con la mujer más guapa del mundo. Yo creí hacerlo bien. Detecté la pregunta trampa. Deseaba gustarle a Rosie y recordé su apasionada afirmación sobre los hombres que trataban a las mujeres como objetos. Estaba poniéndome a prueba para ver si la veía como objeto o como persona. O sea, la respuesta correcta era la última.

—La verdad es que ni me he fijado —le dije a la mujer más guapa del mundo.