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«Me llamo Don Tillman y soy alcohólico». Me lo repetía mentalmente, no en voz alta, y no porque estuviese borracho (que lo estaba), sino porque parecía que si pronunciaba esas palabras no me quedaría más remedio que seguir el camino racional, que era dejar de beber de forma permanente.

Mi ebriedad era consecuencia del Proyecto Padre; en concreto, se debía a la necesidad de alcanzar cierto grado de competencia como barman. Había adquirido una coctelera, copas, aceitunas, limones, un rallador y una considerable reserva de alcohol, como recomendaba El manual del barman, para dominar el componente mecánico de la elaboración de cócteles. Era demasiado complejo y yo soy poco hábil por naturaleza. En realidad, exceptuando la escalada en roca (que no practico desde mi época de estudiante) y las artes marciales, soy torpe e incompetente en casi todas las modalidades deportivas. Mi pericia con el kárate y el aikido se debe a que he entrenado con regularidad durante un período prolongado.

Primero practiqué la precisión, después la velocidad. A las 23.07 estaba agotado y decidí que sería interesante probar los cócteles para evaluar su calidad. Preparé un martini clásico, un vodka martini, un margarita y un cocksucking cowboy, los cócteles más populares según el libro. Eran todos excelentes y tenían un sabor más distinguible que las distintas variedades de helado. Había exprimido más zumo de lima del que necesitaba para el margarita, así que me preparé otro para no desperdiciarlo.

Está científicamente probado que los riesgos para la salud superan a los beneficios de consumir alcohol. Mi argumento es que los beneficios para mi salud mental justifican el riesgo. El alcohol me calma y me anima a un tiempo, una combinación paradójica pero placentera. Y reduce mi incomodidad en situaciones sociales.

Por lo general, cuido mi consumo y programo dos días de abstinencia semanales, aunque el Proyecto Padre me había llevado a incumplir la norma en varias ocasiones. Mi nivel de consumo no me cataloga como alcohólico, pero mi intensa aversión a dejarlo quizá sí lo haga.

El Subproyecto de Recogida Masiva de ADN se desarrollaba satisfactoriamente y yo avanzaba con el libro de cócteles al ritmo requerido. A diferencia de lo que afirma una extendida creencia popular, el alcohol no destruye las neuronas.

Mientras me preparaba para acostarme, me asaltó el intenso deseo de telefonear a Rosie y contarle los avances. Desde un punto de vista lógico era innecesario; constituye una pérdida de tiempo informar de que un proyecto avanza según lo previsto, pues es lo que se supone por defecto. Al final se impuso la racionalidad. Por poco.

Rosie y yo quedamos en tomar un café veintiocho minutos antes de la celebración. A mi licenciatura con matrícula de honor y el doctorado puedo añadir ahora un certificado para Servir Alcohol de Forma Responsable. El examen no había sido difícil.

Rosie ya llevaba el uniforme de camarera y me había traído su equivalente masculino.

—Lo he recogido temprano y lo he lavado —me dijo—. No me apetecía presenciar otra exhibición de kárate.

Se refería al Incidente Chaqueta, aunque el arte marcial que había empleado era el aikido.

Me había preparado meticulosamente para la recogida de muestras: bolsas de cierre hermético, pañuelos de papel y etiquetas adhesivas con los nombres de los de la foto de graduación ya impresos. Rosie insistió en que no hacía falta recoger muestras de los ausentes en la fiesta de fin de carrera, de modo que taché sus nombres. Pareció sorprenderse de que los hubiese memorizado, pero estaba decidido a no cometer errores por falta de información.

La reunión se celebraba en un club de golf, lo que me pareció raro; sin embargo, descubrí que las instalaciones estaban más especializadas en comida y bebida que en apoyar la práctica deportiva. También descubrí que estábamos sobrecualificados. El bar ya contaba con su personal habitual, que se encargaría de preparar las copas. Nuestro trabajo se limitaba a tomar nota de los pedidos, servir las bebidas y, sobre todo, recoger los vasos vacíos. Todas las horas invertidas en adquirir pericia en la preparación de cócteles habían sido, al parecer, en vano.

Empezaron a llegar los invitados y me dieron una bandeja de bebidas para que las distribuyera. De inmediato advertí un problema: ¡los invitados no llevaban chapas de identificación! ¿Cómo íbamos a identificar las fuentes del ADN? Conseguí dar con Rosie, que también se había percatado de la dificultad pero tenía una solución, basada en su conocimiento de los comportamientos sociales.

—Diles: «Hola, soy Don y le atenderé esta noche, ¿doctor…?».

Me enseñó cómo entonar la frase para dar la impresión de que estaba incompleta, lo que los animaría a aportar su nombre. Fue extraordinario, ¡funcionó el 72,5 por ciento de las veces! Comprendí que tenía que actuar igual con las mujeres para no quedar como un sexista.

Llegaron Eamonn Hughes y Peter Enticott, los candidatos que ya habíamos descartado. Como amigo de la familia, Eamonn debía de estar al corriente de la profesión de Rosie y ella le explicó que yo trabajaba por las noches para completar mis ingresos académicos. Rosie le dijo a Peter Enticott que hacía de camarera a tiempo parcial para financiarse el doctorado. Quizá ambos supusieron que nos habíamos conocido en el trabajo.

Obtener discretamente muestras de las copas resultaba lo más difícil; como mucho, conseguía una muestra de cada bandeja que devolvía a la barra. Rosie tenía más problemas si cabe.

—No consigo acordarme de todos los nombres —dijo con ansiedad, mientras nos cruzábamos cargados con bandejas repletas de copas.

Había mucho trabajo y a Rosie se la veía algo alterada. A veces olvido que no todo el mundo está familiarizado con las técnicas básicas de memorización de datos. El éxito del subproyecto dependería de mí.

—Se nos presentará la oportunidad adecuada cuando se sienten —le aseguré—. No hay de qué preocuparse.

Realicé un reconocimiento de las mesas dispuestas para la cena (diez asientos por mesa más dos con once asientos) y calculé la asistencia en noventa y dos, lo que, por supuesto, incluía también a las doctoras. No estaban invitadas las parejas. Existía el leve riesgo de que el padre de Rosie fuera transexual; me anoté mentalmente que debía observar posibles rasgos masculinos en las mujeres y obtener muestras de las que me parecieran dudosas. No obstante, las cifras que manejábamos parecían prometedoras.

Cuando los invitados se sentaron, el servicio dejó de distribuir una limitada selección de bebidas y pasó a tomar nota por las mesas. Al parecer, éste no era el sistema habitual. En circunstancias normales sólo hubiésemos servido botellas de vino, cerveza y agua, pero, como era una celebración de categoría, el club tomaría nota de lo que desearan los invitados. Nos indicaron que promocionásemos los productos más caros para aumentar así los beneficios del local. Se me ocurrió que, si lo hacía bien, quizá se me perdonaran otros errores.

Me acerqué a una de las mesas de once. Ya me había presentado a siete de los invitados y había obtenido seis nombres.

Comencé con una mujer cuyo nombre ya conocía.

—Cordiales saludos, doctora Collie. ¿Qué le apetece tomar?

Me miró de un modo extraño. Por un momento creí haberme equivocado con el método de asociación de palabras y que quizá su nombre fuese Doberman o Yorkshire, pero ella no me corrigió.

—Sólo vino blanco, gracias.

—Le recomiendo un margarita, el cóctel más popular del mundo.

—¿Tienen cócteles?

—Correcto.

—En tal caso, tomaré un martini.

—¿Estándar?

—Sí, gracias.

Fácil.

Me volví hacia el hombre no identificado sentado al lado y probé con el truco para sonsacar nombres de Rosie.

—Cordiales saludos, me llamo Don y le atenderé esta noche, ¿doctor…?

—¿Has dicho que hacéis cócteles?

—Correcto.

—¿Conoces el Rob Roy?

—Por supuesto.

—Bien, pues anótame uno.

—¿Dulce, seco o perfecto? —pregunté.

Uno de los hombres sentados frente a mi cliente se estaba riendo.

—¡Al loro, Brian!

—Perfecto —repuso el hombre.

Ahora ya sabía que era el doctor Brian Joyce, pues, aunque había dos Brians, ya tenía identificado al primero.

La doctora Walsh (una mujer sin características transexuales) pidió un margarita.

—¿Estándar, superior, fresa, mango, melón o salvia y piña? —pregunté.

—¿Salvia y piña? ¿Por qué no?

Mi siguiente cliente era el único hombre que me quedaba por identificar, el que se había reído de lo que pedía Brian. Antes no había respondido al truco de sonsacamiento de nombres. Decidí no repetirlo.

—¿Qué le apetece tomar?

—Tomaré un velero kurdistaní doble con un giro reverso. Agitado, no revuelto.

Ese cóctel no me resultaba familiar, pero supuse que los profesionales de la barra lo conocerían.

—¿Su nombre, por favor?

—¿Perdón?

—Le pregunto su nombre. Para evitar errores.

Se hizo el silencio. La doctora Jenny Broadhurst, sentada a su lado, respondió:

—Se llama Rod.

—Doctor Roderick Broadhurst, ¿correcto? —dije para confirmar.

Naturalmente, la norma de la ausencia de parejas no se aplicaba a los casados con alguien del curso. Siete parejas correspondían a esa modalidad y resultaba previsible que Jenny se hubiese sentado junto a su marido.

—¿Qué…? —empezó Rod, pero ella lo interrumpió.

—Muy correcto. Yo soy Jenny y también tomaré un margarita con salvia y piña, por favor. —Se volvió hacia Rod—. ¿Estás haciendo el capullo con lo del velero? Elige a alguien que te iguale en número de sinapsis.

Rod la miró primero a ella, después a mí.

—Perdona, tío, sólo era una broma. Tomaré un martini. Estándar.

Reuní el resto de los nombres y pedidos sin dificultad. Me di cuenta de que Jenny le había dicho discretamente a Rod que yo no era inteligente, quizá debido a mi papel de camarero. Había usado una estratagema social impecable que me anoté para uso futuro, pero había cometido un error fáctico que Rod no había corregido. Quizá un día él o ella cometerían un error clínico o de investigación como resultado del malentendido.

Así que antes de volver a la barra se lo aclaré:

—No existe prueba empírica de la correlación entre el número de sinapsis y el nivel de inteligencia en las poblaciones de primates. Les recomiendo la lectura de Williams y Herrup, Annual Review of Neuroscience.

Esperaba que les fuese útil.

De vuelta en la barra, los pedidos de cócteles causaron cierta confusión. Sólo uno de los tres bármanes sabía preparar un Rob Roy, y únicamente el convencional. Le di instrucciones para el perfecto. Luego hubo un problema de ingredientes con la salvia y la piña. En el bar tenían piña (en conserva; en el libro ponía «natural si es posible», por lo que decidí que podía pasar), pero no salvia. Me encaminé a la cocina, donde ni siquiera la tenían seca. Estaba claro que aquél no era lo que El manual del barman había denominado «un bar bien surtido, preparado para cualquier ocasión». El personal de cocina también estaba ocupado, pero nos decidimos por unas hojas de coriandro mientras hacía un inventario mental de los ingredientes del bar para evitar futuros problemas de ese tipo.

Rosie también anotaba pedidos. Todavía no habíamos pasado al estadio de recoger las copas y algunas personas parecían beber muy despacio. Comprendí que nuestras posibilidades aumentarían si había una mayor rotación de bebidas. Por desgracia, no podía fomentar un consumo más rápido, pues supondría una violación de mis deberes como titular de un certificado para Servir Alcohol de Forma Responsable. Me decidí por quedarme en un terreno neutral y pasé a recordarles algunos de los deliciosos cócteles que tenían a su disposición.

Mientras anotaba observé un cambio en la dinámica del ecosistema, evidenciado por la expresión fastidiada de Rosie cuando me crucé con ella.

—La mesa cinco no quiere que les tome nota, prefieren esperarte a ti.

Al parecer, casi todo el mundo prefería los cócteles al vino; los propietarios estarían satisfechos con los beneficios resultantes. Por desgracia, daba la impresión de que el número de empleados contratados se había calculado suponiendo que la mayoría de los clientes tomarían cerveza o vino y al personal del bar le costaba seguir el ritmo. Sus conocimientos en materia de cócteles eran bastante escasos y yo tenía que dictar recetas además de atender las mesas.

La solución a ambos problemas era simple. Rosie se instaló detrás de la barra para ayudar mientras yo me encargaba de atender todas las mesas. Mi buena memoria era una gran ventaja, pues no necesitaba anotar nada o procesar una única mesa cada vez. Atendía los pedidos de toda la sala y luego los transmitía al bar a intervalos regulares. Si los clientes necesitaban «tiempo para pensar», los dejaba y volvía más tarde en lugar de quedarme esperando. Pasé a correr en lugar de andar e incrementé la tasa de palabras por minuto hasta el límite que consideré comprensible. El proceso resultó eficaz en grado sumo y los comensales parecieron apreciarlo, pues a veces aplaudían cuando proponía una bebida que satisfacía los requisitos específicos de alguien, o cuando volvía a enumerar todos los pedidos de una mesa si los ocupantes creían que lo había entendido mal.

La gente apuraba sus bebidas y descubrí que podía tomar muestras de tres copas en el trayecto entre el comedor y el bar. Agrupaba las restantes y se las señalaba a Rosie cuando dejaba la bandeja en la barra, informándola rápidamente del nombre de los propietarios.

Rosie parecía algo estresada. Yo estaba disfrutando como nunca. Tuve presencia de ánimo para comprobar las existencias de nata antes de servir los postres. Como era de esperar, eran insuficientes para el número de cócteles que confiaba en servir como acompañamiento de la espuma de mango y el pudin de dátiles. Rosie fue a la cocina por más. Cuando volví a la barra, uno de los camareros me dijo:

—El jefe está al teléfono. Traerá nata. ¿Necesitas algo más?

Examiné los estantes e hice algunos cálculos basándome en «los diez cócteles más populares para acompañar el postre».

—Brandy, Galliano, crème de menthe, Cointreau, licor de huevo, ron añejo, ron blanco.

—Más despacio, para.

No podía parar. Como suele decirse, estaba embalado.