29

El sábado por la mañana fui en bicicleta a la universidad presa de una emoción inidentificable y, por tanto, desconcertante. Las cosas volvían a la normalidad. Los análisis de aquel día marcarían el final del Proyecto Padre. En el peor de los casos, Rosie daría con alguien a quien habíamos pasado por alto (otro profesor o camarero, o quizá alguien que se marchó pronto de la fiesta), pero un único análisis más llevaría poco tiempo. Y entonces no habría ninguna razón para volver a verla.

Nos encontramos en el laboratorio. Había tres muestras que analizar: la del tenedor de Isaac Esler, la muestra de orina en papel higiénico obtenida del suelo de Freyberg y la servilleta de Gene. Todavía no le había contado lo del pañuelo de Margaret Case, pero estaba ansioso por analizar la muestra de Gene; había muchas posibilidades de que fuera el padre de Rosie. Intenté no pensar en eso, aunque encajaba con la reacción de mi amigo al ver la fotografía, su identificación de la madre de Rosie y su historial de relaciones sexuales.

—¿Y esa servilleta? —quiso saber Rosie.

Esperaba la pregunta.

—Nuevo análisis. Una de las primeras muestras estaba contaminada.

Mi creciente capacidad para mentir no bastó para engañarla.

—Anda ya. ¿Quién es? Case, ¿verdad? Tienes una muestra de Geoffrey Case.

Habría sido sencillo responder que sí, pero identificar la muestra como la de Case crearía una gran confusión si daba positivo. Una maraña de mentiras.

—Te lo diré si es él.

—Dímelo ahora. Es él.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—No tienes ninguna prueba. La historia de Isaac Esler lo convierte en un candidato excelente. Estaba comprometido para casarse con otra después de la fiesta. Admitió que iba borracho. Se mostró esquivo en la cena. Está junto a tu madre en la fotografía.

Ese aspecto lo habíamos pasado por alto, un factor tan evidente que tendríamos que haberlo comprobado antes. Gene me había enseñado un ejercicio para que lo practicase en los congresos: «Si quieres saber con quién se acuesta alguien, fíjate en con quién se sienta a desayunar». Quienquiera que se hubiese ido a la cama con la madre de Rosie, probablemente estaría a su lado. A menos que fuera el fotógrafo.

—Mi intuición contra tu lógica. ¿Quieres apostar? —me dijo Rosie.

Habría sido injusto aceptar la apuesta. Yo tenía la ventaja de conocer la escena del sótano. Siendo realista, consideraba que Isaac Esler, Gene y Geoffrey Case tenían las mismas probabilidades. Había meditado la referencia de Esler a «personas involucradas» y concluido que era ambigua. Podía proteger a un amigo, pero también esconderse tras él. Ahora bien, si Esler no era el padre, podría haberme dicho simplemente que analizara su muestra. Quizá su plan era confundirme; en tal caso lo había logrado, aunque sólo temporalmente. La conducta desconcertante de Esler me había llevado a reconsiderar una decisión previa. En caso de que eliminásemos a todos los candidatos restantes, Esler incluido, analizaría la muestra obtenida de Margaret Case.

—En cualquier caso, seguro que no es Freyberg —aseguró Rosie, interrumpiendo mis reflexiones.

—¿Por qué no? —Freyberg era el menos probable, pero no imposible.

—Ojos verdes. Tendría que haberlo pensado antes.

Interpretó mi expresión correctamente: incredulidad.

—Vamos, eres genetista. Freyberg tiene los ojos verdes, no puede ser mi padre. Lo he leído en internet.

Era asombroso. Convence a un profesor de Genética «de talento excepcional» para que la ayude a encontrar a su padre; se van de viaje una semana en que pasan juntos casi todos los minutos del día y, sin embargo, cuando quiere aclarar una duda de genética, acude a internet.

—Esos modelos son simplificaciones.

—Don, mi madre tenía los ojos azules. Yo los tengo castaños. Los de mi verdadero padre tienen que ser castaños, ¿verdad?

—Error. Es muy probable, pero no indispensable. La genética del color del iris es muy compleja. El verde es posible y también el azul.

—Una estudiante de Medicina… una doctora… lo sabría, ¿no?

Era evidente que Rosie se refería a su madre. Consideré que no era el momento adecuado para darle una explicación detallada de las deficiencias de la formación médica.

—Muy improbable. Gene enseñaba genética a los estudiantes de medicina. Ésa es una simplificación muy típica de él.

—A la mierda con Gene, estoy harta de él. Analiza la servilleta. Es ése.

Pero ya no parecía tan convencida.

—¿Qué harás cuando lo averigües?

Tendría que haber formulado la pregunta antes. La omisión era otro resultado de la falta de planificación, pero ahora que me imaginaba a Gene como el padre, las acciones futuras de Rosie se volvían más relevantes todavía para mí.

—Es curioso que lo preguntes. Te había hablado de pasar página pero creo que, subconscientemente, tenía la fantasía de que mi verdadero padre llegaría cabalgando y… se enfrentaría a Phil.

—¿Porque no cumplió la promesa de Disneylandia? Después de tanto tiempo, sería complicado decidir el castigo adecuado.

—He dicho que era una fantasía. Lo veía como una especie de héroe, pero ahora sé que es uno de tres hombres y he conocido a dos de ellos. Isaac Esler: «Volver al pasado no es algo que deba hacerse a la ligera». Max Freyberg: «Me considero un regenerador de la autoestima». Menudo par de capullos. Unos cobardes que se largaron.

La ausencia de lógica era asombrosa. Como mucho, sólo uno de ellos la había abandonado.

—Geoffrey Case… —empecé a decir, pensando que la caracterización de Rosie no era aplicable a su caso.

Pero si ella se enteraba de las circunstancias de su muerte, quizá interpretara que Case se había suicidado para escapar de sus responsabilidades.

—Lo sé, lo sé. Pero si resulta que es otro, algún cincuentón que va de lo que no es, entonces se puede preparar, el muy gilipollas.

—¿Piensas sacarlo a la luz? —pregunté, horrorizado.

De pronto caí en la cuenta de que me había involucrado en un proyecto que podía causarle gran dolor a alguien, muy posiblemente a mi mejor amigo ¡y a toda su familia! Quizá por eso la madre de Rosie no había querido que su hija se enterase. Por defecto, la madre conocía mejor que yo los mecanismos de la conducta humana.

—Correcto —respondió.

—Pero harás daño sin recibir ninguna compensación a cambio.

—Me sentiré mejor.

—Incorrecto. Está científicamente demostrado que la venganza aumenta el malestar de la víctima…

—Eso lo decido yo.

Cabía la posibilidad de que el padre de Rosie fuera Geoffrey Case, en cuyo caso las tres muestras darían negativo y sería demasiado tarde para que Rosie desatara su venganza. Pero no quería depender de esa posibilidad.

Apagué la máquina.

—Oye, tengo derecho a saber —dijo Rosie.

—No, si eso causa sufrimiento.

—¿Y yo? ¿Acaso no te importo?

Estaba poniéndose sumamente emocional. Yo me notaba muy tranquilo. La razón volvía a prevalecer. Pensaba con claridad.

—Me importas muchísimo, así que no puedo contribuir a que hagas algo inmoral.

—Don, si no lo analizas, no volveré a hablarte. Jamás.

Fue doloroso procesar esa información, pero racionalmente era muy predecible.

—Ya daba por supuesto que sería inevitable —repuse—. El proyecto acabará y no has mostrado más interés en el aspecto sexual.

—¿Conque es culpa mía? Claro que sí. No soy una maldita cocinera abstemia no fumadora con un puto doctorado. No soy «organizada».

—He eliminado el requisito de la abstención de alcohol. —Comprendí que se refería al Proyecto Esposa, pero ¿qué estaba diciéndome? ¿Se evaluaba según los criterios del cuestionario? Lo que significaba…—. ¿Habías pensado en mí como pareja?

—Claro —contestó—. Dejando de lado que eres un inepto social, que tu vida la gobierna una pizarra y que eres incapaz de amar… eres perfecto.

Salió dando un portazo.

Encendí la máquina. Ahora que Rosie no estaba, podía analizar las muestras tranquilamente y luego decidir qué hacer. Entonces la puerta se abrió de nuevo. Me volví, esperando ver a Rosie. Pero era la decana.

—¿Trabajando en su proyecto secreto, profesor Tillman?

Tenía un grave problema. En todos los encuentros previos con la decana, yo había seguido las reglas o la infracción había sido demasiado leve como para merecer un castigo. Analizar ADN con propósitos privados era una flagrante violación de las normas del departamento de Genética. ¿Cuánto sabía la decana? Ella no trabajaba los fines de semana. No estaba allí por casualidad.

—Es algo fascinante, según Simon Lefebvre —prosiguió—. Viene a mi despacho a preguntarme por un proyecto que se lleva a cabo en mi propia facultad y que, al parecer, requiere una muestra de su ADN, que tú le pides. Deduzco que será una especie de broma. Perdona que no tenga sentido del humor, pero es que me hallo en ligera desventaja: nunca he oído hablar de tal proyecto. Aunque en teoría debería haber visto la propuesta cuando se presentó al comité ético. —Hasta aquí, se había mostrado calmada y racional. Ahora levantó la voz—. ¡Llevo dos años intentando que la facultad de Medicina financie un proyecto conjunto de investigación y tú no sólo decides comportarte de un modo flagrantemente falto de ética, sino que lo haces ante el hombre que mueve el dinero! Quiero un informe por escrito. Si no incluye la aprobación del comité de ética que por algún motivo aún no he visto, tendremos una vacante en el puesto de profesor adjunto. —La decana se detuvo en la puerta—. Todavía retengo tu denuncia sobre Kevin Yu. Quizá quieras reflexionar al respecto. Y me quedo con tu llave del laboratorio, gracias.

El Proyecto Padre había finalizado. Oficialmente.

Al día siguiente, Gene entró en mi despacho mientras yo rellenaba el cuestionario EEDP.

—¿Te encuentras bien? —me dijo.

Era una pregunta de lo más oportuna.

—Creo que no. Te lo diré dentro de aproximadamente quince segundos.

Acabé el cuestionario, calculé el resultado y se lo pasé a Gene.

—Dieciséis. Mi segunda puntuación máxima.

Gene le echó un vistazo.

—«Escala Edimburgo de Depresión Posparto». ¿Debo recordarte que últimamente no has parido?

—No respondo a las preguntas en que se menciona al bebé. Era la única escala de depresión que Claudia tenía en casa cuando mi hermana murió. He seguido usándola por una cuestión de regularidad.

—¿Eso es lo que suele llamarse «reconocer nuestros sentimientos»?

Intuí que la pregunta era retórica y no respondí.

—Oye, creo que puedo solucionar el problema —continuó Gene.

—¿Tienes noticias de Rosie?

—Hostia, Don. De quien tengo noticias es de la decana. No sé qué has estado haciendo, pero analizar ADN sin la aprobación del comité de ética significa «fin de carrera».

Lo sabía. Había decidido llamar a Amghad, el jefe del club de golf, para hablar del proyecto de la coctelería; parecía que había llegado el momento de probar con algo distinto. Había sido un fin de semana de amargas decepciones. Al llegar a casa después de interaccionar con la decana había descubierto que Eva, mi empleada del hogar, había rellenado un cuestionario del Proyecto Esposa. En la primera página había escrito: «Don, nadie es perfecto. Eva». Debido a mi estado de vulnerabilidad aguda, aquello me había afectado muchísimo. Eva era una buena persona que con su minifalda quizá pretendía atraer a una posible pareja y que se habría avergonzado de su estatus socioeconómico relativamente bajo al responder a las preguntas sobre títulos académicos y apreciación de alimentos caros. Pensé en todas las mujeres que habían respondido al cuestionario con la esperanza de hallar pareja, con la esperanza de que esa pareja fuese yo, aunque apenas me conocían y probablemente las decepcionaría si me conocieran.

Me había servido una copa de pinot noir y había salido al balcón. Las luces de la ciudad me recordaron la cena de langosta con Rosie, que, contrariamente a las predicciones del cuestionario, había sido una de las comidas más placenteras de mi vida. Claudia me había dicho que era demasiado exigente, pero Rosie me había demostrado en Nueva York que mi valoración de lo que me hacía feliz era del todo incorrecta. Bebí el vino despacio y contemplé cómo se transformaba la vista. Se apagó la luz en una ventana, un semáforo cambió de rojo a verde, las luces de una ambulancia se reflejaron en los edificios. Y caí en la cuenta de que no había diseñado el cuestionario para encontrar a una mujer a la que pudiese aceptar, sino para encontrar a alguien que me aceptara a mí.

Con independencia de las decisiones que tomase como resultado de mis vivencias con Rosie, jamás volvería a utilizar el cuestionario. El Proyecto Esposa había concluido.

—Sin trabajo, sin estructura, sin programa, te hundirás —añadió Gene. Volvió a mirar el cuestionario de depresión—. ¡Ya estás hundiéndote! Oye, diré que era un proyecto del Departamento de Psicología. Redactaremos una solicitud para el comité de ética y les sueltas la excusa de que creías que ya estaba aprobado.

Era evidente que Gene hacía todo lo que podía por ayudar. Sonreí en consideración a él.

—¿Resta eso unos cuantos puntos en la escala? —preguntó, agitando el cuestionario de depresión.

—Me temo que no.

Se hizo el silencio. Parecía que no teníamos nada que decir. Supuse que Gene se marcharía, pero insistió una vez más.

—Ayúdame, Don. Es Rosie, ¿verdad?

—No tiene sentido.

—Lo expondré con claridad: eres infeliz, tanto que has perdido de vista tu carrera, tu reputación y tu sagrado programa.

Eso era cierto.

—Joder, Don, has infringido las normas. ¿Desde cuándo infringes tú las normas?

Era una buena pregunta. Yo respetaba las normas, pero en los últimos noventa y nueve días había incumplido muchas, legales, éticas y personales. Sabía exactamente cuándo había empezado: el día que Rosie entró en mi despacho y yo entré subrepticiamente en el sistema de reservas en internet de Le Gavroche para poder quedar con ella.

—¿Todo esto por una mujer?

—Eso parece. Es completamente irracional —respondí.

Me sentía avergonzado. Una cosa era cometer un error social y otra admitir que la racionalidad me había abandonado.

—Sólo es irracional si crees en tu cuestionario.

—Está demostrado que la Escala Edimburgo de Depresión…

—Me refiero al cuestionario «¿Comes riñones?». Lo resumiría como Genética, uno, Cuestionario, cero.

—¿Consideras que la situación con Rosie se debe a la compatibilidad genética?

—Tienes una forma de hablar… En términos un poco más románticos, yo diría que estáis enamorados.

Era una declaración sumamente extraordinaria. Y de una lógica aplastante. Yo había dado por supuesto que el amor romántico siempre sería algo ajeno al ámbito de mi experiencia, pero explicaba a la perfección mi situación actual. Quise asegurarme.

—¿Ésa es tu opinión profesional? ¿Como experto en atracción humana?

Gene asintió.

—Excelente. —La revelación de mi amigo había transformado mi estado mental.

—No sé si te servirá de algo —añadió Gene.

—Rosie identificó tres defectos. El primero era mi incapacidad de sentir amor. Ahora sólo me quedan dos por rectificar.

—¿Y cuáles son?

—Protocolos sociales y dependencia de los programas. Fácil.