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—¿He dicho algo inadecuado?

A Rosie le preocupaba que yo hubiese hecho comentarios inoportunos en nuestra visita a la zona del World Trade Center. El guía, un antiguo bombero llamado Frank que había perdido a muchos de sus colegas en el atentado, era sumamente interesante y le planteé numerosas preguntas técnicas que respondió con inteligencia y, por lo que me pareció, entusiasmo.

—Podrías haber cambiado un poco el tono —señaló Rosie—. Has dejado de lado las connotaciones emocionales.

Por lo tanto, yo había reducido la tristeza. Bien.

Dedicamos el lunes a visitar lugares de interés turístico. Desayunamos en Katz’s, donde se había rodado una escena de una película titulada Cuando Harry encontró a Sally. Subimos a lo alto del Empire State, famoso también por ser punto de encuentro en la película Tú y yo. Visitamos el MOMA y el Met, ambos excelentes. Volvimos al hotel temprano, a las 16.32 horas.

—Nos vemos de nuevo aquí a las seis y media —anunció Rosie.

—¿Qué cenaremos?

—Perritos calientes. Vamos al béisbol.

Yo nunca miro los deportes. Las razones son obvias, o deberían serlo para cualquiera que valore su tiempo. Pero mi cerebro, reconfigurado y sustentado por inmensas dosis de refuerzo positivo, aceptó la propuesta. Me pasé los siguientes ciento dieciocho minutos en internet, aprendiendo las reglas del juego y familiarizándome con los jugadores.

En el metro, Rosie me contó las novedades. Antes de partir de Melbourne había enviado un correo electrónico a Mary Keneally, una investigadora de la especialidad de Rosie en la Universidad de Columbia. Mary acababa de responderle que podían quedar al día siguiente, por lo que le sería imposible visitar el Museo de Historia Natural. Me acompañaría el miércoles, pero ¿mañana estaría bien solo? Pues claro.

Compramos cervezas y perritos calientes en el Yankee Stadium. Un hombre con gorra, edad estimada treinta y cinco, IMC 40 (es decir, peligrosamente obeso), se sentó a mi lado. ¡Llevaba tres perritos calientes! El origen de su obesidad era evidente.

Empezó el partido y tuve que explicarle a Rosie todo lo que sucedía. Comprobar el funcionamiento de las reglas sobre el terreno resultaba fascinante. Siempre que se producía una incidencia en el juego, el Hincha de Béisbol Gordo la anotaba en su cuaderno. Había corredores en la segunda y la tercera base cuando Curtis Granderson se dirigió al plato y el Hincha de Béisbol Gordo me habló:

—Si anota con esos dos, será el primero de la liga en carreras impulsadas. ¿Cómo están las apuestas?

No lo sabía. Lo único que podía decirle era que se encontrarían entre el 9,9 y el 27,2 por ciento según el promedio de bateo y el porcentaje de cuadrangulares anotados en el perfil que había leído. No había tenido tiempo de memorizar las estadísticas para dobles y triples. No obstante, el Hincha de Béisbol Gordo pareció impresionado e iniciamos una conversación sumamente interesante. Me mostró cómo marcar el programa con símbolos que representaban los diferentes acontecimientos del juego y el funcionamiento de las estadísticas más complejas. Nunca me habría imaginado que el deporte podía resultar tan estimulante.

Rosie se hizo con más cerveza y perritos calientes y el Hincha de Béisbol Gordo comenzó a hablarme de la racha de Joe DiMaggio de 1941, que, según él, era una hazaña que desafiaba todas las estadísticas. Yo no lo veía tan claro y la conversación empezaba a animarse cuando finalizó, por lo que él sugirió que fuésemos en metro a un bar del centro de Manhattan. Como Rosie estaba al mando del día, solicité su opinión, y ella accedió.

El bar era ruidoso y había más béisbol en una gran pantalla de televisión. Otros hombres, aparentemente no conocidos del Hincha de Béisbol Gordo, se unieron a nuestra discusión. Rosie se sentó en un taburete con su copa y observó. Ya era tarde cuando el Hincha de Béisbol Gordo, cuyo verdadero nombre era Dave, anunció que se iba a casa. Intercambiamos las direcciones de correo electrónico y consideré que tenía un nuevo amigo.

Mientras volvíamos al hotel, caí en la cuenta de que me había comportado según el estereotipo masculino: había bebido cerveza en un bar, visto la televisión y hablado de deportes. Por lo general, las mujeres muestran una actitud negativa ante tales conductas y le pregunté a Rosie si la había ofendido.

—En absoluto. Me ha divertido verte comportándote como un tío… igual que los demás.

Le dije que era una respuesta muy poco habitual por parte de una feminista, pero que eso la convertía en una compañera muy atractiva para el hombre convencional.

—Si me interesaran los hombres convencionales.

Me pareció una buena oportunidad para plantearle una pregunta sobre su vida personal.

—¿Tienes novio? —Esperaba haber utilizado el término correcto.

—Pues claro, pero aún no lo he sacado de la maleta —respondió Rosie, bromeando de forma evidente.

Me reí y luego señalé que no me había contestado.

—Don, ¿no crees que si tuviera novio ya me habrías oído hablar de él?

Me parecía muy posible no haberla oído hablar de él. Apenas le había formulado preguntas personales a Rosie, salvo las relacionadas con el Proyecto Padre. No conocía a ninguno de sus amigos excepto a Stefan, que no era su novio. Aunque lo más tradicional era llevar al novio al baile de la facultad y no proponerme relaciones sexuales después, no todo el mundo observaba tales convenciones. Gene era el ejemplo perfecto. Me parecía muy posible que Rosie tuviera un novio a quien no le gustara bailar ni alternar con académicos, que se ausentara con frecuencia de la ciudad o que mantuviera una relación abierta con ella. Y ella no tenía por qué mencionármelo. Yo, por ejemplo, apenas había hablado con Gene y Claudia de Daphne o mi hermana, y viceversa. Pertenecían a partes distintas de mi vida. Se lo expliqué.

—Respuesta breve: No —contestó—. Respuesta extensa: Me preguntaste qué significaba eso de estar jodida por culpa de mi padre. Psicología, asignatura 101: La primera relación con una persona del sexo masculino es la paterna, lo que afectará para siempre a nuestra forma de relacionarnos con los hombres. Por tanto, soy afortunada por tener la oportunidad de elegir entre dos opciones. Phil, que está jodido, o mi verdadero padre, que pasó de mi madre y de mí. Y esta oportunidad se me presenta cuando tengo doce años y Phil me pide que me siente y me suelta: «Ojalá tu madre estuviese aquí para decírtelo». Ya sabes, lo típico que te cuenta tu padre a los doce años: No soy tu padre; tu madre, fallecida antes de que pudieras conocerla bien, no era el ser perfecto que creías que era, tú sólo existes porque ella era ligera de cascos, y ojalá no existieras y así yo podría largarme y vivir mi propia vida.

—¿Te dijo eso?

—No con las mismas palabras, pero eso implicaba.

Se me antojó improbable que una niña de doce años, por muy futura estudiante de Psicología que fuese, pudiera deducir correctamente los pensamientos íntimos de un hombre adulto. A veces es preferible asumir nuestra incompetencia en tales menesteres, como hago yo, que tener una falsa sensación de competencia.

—Por eso desconfío de los hombres. No creo que sean lo que dicen ser. Me asusta que me defrauden. Ése es mi resumen después de siete años de estudiar Psicología.

Era un resultado muy pobre para siete años de esfuerzo, pero supuse que omitía los conocimientos más generales proporcionados por su carrera.

—¿Quieres quedar mañana por la noche? —propuso Rosie—. Haremos lo que te apetezca.

Había estado pensando en mis planes del día siguiente.

—Conozco a alguien en Columbia, podríamos ir juntos.

—¿Y el museo?

—Ya he comprimido cuatro visitas en dos. Puedo comprimir dos en una. —Mi afirmación carecía de toda lógica, pero había bebido grandes cantidades de cerveza y me apetecía ir a Columbia. «Dejarse llevar».

—Nos vemos a las ocho. Y no te retrases —dijo Rosie.

Luego me besó. No fue un beso apasionado; me lo dio en la mejilla, pero me turbó. En un sentido ni positivo ni negativo, simplemente turbador.

Envié un correo electrónico a David Borenstein, de Columbia, y luego hablé por Skype con Claudia, omitiendo lo del beso.

—Por lo que parece, Rosie se ha esforzado mucho —comentó Claudia.

Aquélla era una verdad incontestable. Rosie había conseguido seleccionar actividades que por lo general yo habría evitado, pero que había disfrutado inmensamente.

—¿Y el miércoles le ofrecerás una visita guiada por el Museo de Historia Natural?

—No, voy a ver los crustáceos y la flora y la fauna de la región antártica.

—Oh, vamos. Inténtalo otra vez.