33
Llegó el taxi y a medio camino paramos en la floristería. No había entrado en la tienda, ni adquirido flores en ninguna otra parte, desde que dejé de visitar a Daphne. Si había elegido dafnes para Daphne, obviamente lo adecuado para Rosie eran las rosas. La vendedora me reconoció y le comuniqué la muerte de Daphne. Después de comprarle una docena de rosas rojas de tallo largo, compatibles con una conducta romántica estándar, cortó unas dafnes y las insertó en el ojal de mi americana. Su fragancia me trajo recuerdos de mi amiga. Ojalá hubiese vivido para conocer a Rosie.
Telefoneé a Rosie cuando el taxi se acercaba a su edificio, pero no respondió. No esperaba fuera cuando llegamos y en la mayor parte de los botones del portero automático no constaba el correspondiente apellido. Cabía la posibilidad de que hubiese decidido no aceptar mi invitación.
Hacía frío y empecé a temblar. Esperé diez minutos, volví a llamar y tampoco respondió. Estaba a punto de decirle al taxista que nos íbamos cuando Rosie salió a la carrera. Me recordé que era yo quien había cambiado, no ella, de modo que tendría que haber contado con el retraso. Llevaba el vestido negro que me había deslumbrado la noche del Incidente Chaqueta. Le di las rosas. Interpreté su expresión como de sorpresa.
—Pareces distinto… muy distinto… otra vez —dijo luego, mirándome—. ¿Qué ha pasado?
—He decidido reformarme. —Me gustaba cómo sonaba la palabra: «Re-formarme».
Subimos al taxi, Rosie sujetando las rosas, e hicimos el breve trayecto hasta el restaurante en silencio. Como quería sonsacar información de su actitud hacia mí, me pareció conveniente que ella hablara primero. Pero, de hecho, ella no dijo nada hasta que el taxi se detuvo delante de Le Gavroche, el escenario del Incidente Chaqueta.
—¿Es una broma, Don?
Pagué al taxista, salí del taxi y le abrí la portezuela. Rosie se apeó, pero parecía un poco reacia a avanzar y se estrujaba las rosas contra el pecho. Le puse una mano en la espalda y la conduje hasta la puerta, donde nos esperaba el maître uniformado de la visita previa. El Hombre Chaqueta.
—Hola, Rosie —la saludó, lo que demostraba que la había reconocido de inmediato. Después me miró a mí—. ¿Señor?
Cogí las flores de Rosie y se las entregué al maître.
—He reservado a nombre de Tillman. ¿Tendría la amabilidad de encargarse de las flores?
Era una fórmula estándar, pero muy conveniente para hacerme adquirir seguridad. Ahora que nos comportábamos de modo predecible, todo el mundo parecía comodísimo. El maître comprobó la lista de reservas, lo que me brindó la oportunidad de limar asperezas pasadas con una broma que ya tenía preparada.
—Me disculpo por el malentendido de la otra vez. Esta noche no tendrían que presentarse dificultades, a menos que enfríen demasiado el borgoña blanco. —Sonreí.
Apareció un camarero. El maître, tras felicitarme brevemente por la chaqueta, nos presentó y el camarero nos condujo al comedor y a nuestra mesa. Todo fue muy sencillo y directo.
Pedí una botella de chablis. Rosie parecía estar adaptándose.
El sumiller apareció con el vino. Paseó la vista por la sala, como en busca de apoyo. Diagnostiqué nerviosismo.
—Está a trece grados, pero si el señor no lo desea tan frío… o más frío…
—Estará bien así, gracias.
Me sirvió un poco y yo moví la copa, aspiré el aroma y asentí según el protocolo estándar. Entretanto reapareció el camarero que nos había llevado a la mesa. Tendría unos cuarenta años, IMC aproximado, 22, y era bastante alto.
—¿Profesor Tillman? Me llamo Nick y soy el jefe de sala. Si necesita algo o tiene algún problema, no dude en decírmelo.
—Se lo agradezco mucho, Nick.
Que los camareros se presentasen por su nombre era algo más típico de Norteamérica. O bien este restaurante lo hacía deliberadamente para distinguirse, o bien estaban ofreciéndonos un trato más personal. Supuse que sería lo segundo: seguramente me habían clasificado como persona peligrosa. Bien. Esta noche necesitaba todo el apoyo posible.
Nick nos entregó la carta.
—Lo dejo al criterio del chef, pero nada de carne, y pescado sólo si es sostenible.
—Hablaré con el chef y veremos qué se puede hacer —repuso Nick, sonriendo.
—Sé que es un poco complicado, pero mi amiga sigue unas reglas muy estrictas —señalé.
Rosie me miró de un modo extraño. Mi declaración tenía cierta intención y creo que funcionó. Rosie probó el chablis y untó mantequilla en un panecillo. Yo guardé silencio. Por fin, ella habló.
—Bien, Gregory Peck, ¿qué haremos primero? ¿La historia de My Fair Lady o la gran revelación?
Eso era bueno. Rosie estaba dispuesta a ir al grano. En realidad, la franqueza siempre había sido uno de sus atributos positivos, aunque en esta ocasión no había identificado el tema principal.
—Lo que tú digas —respondí, un educado método estándar para no elegir y conferir autoridad a la otra persona.
—Basta, Don. Sabes quién es mi padre, ¿verdad? El Hombre Servilleta, ¿no?
—Es posible —respondí con toda sinceridad. Pese al desenlace positivo de nuestro encuentro, la decana no me había devuelto la llave del laboratorio—. No es eso de lo que quiero hablar.
—Vale, te propongo un plan. Tú me hablas de lo que quieras, me dices quién es mi padre, me cuentas qué te has hecho y los dos nos vamos a casa.
No pude identificar su tono ni su expresión, pero eran claramente negativos.
—Lo siento —dijo tras tomar otro sorbo de vino. Parecía algo arrepentida—. Vamos. De qué quieres hablar.
Tenía serias dudas de la eficacia del siguiente paso, pero no había previsto un plan de emergencia. Había tomado mi discurso de Cuando Harry encontró a Sally. Encajaba conmigo y con la situación, además de contar con la ventaja adicional de evocar nuestros días felices en Nueva York. Esperaba que el cerebro de Rosie realizase las conexiones pertinentes, idealmente de forma subconsciente. Apuré mi vino. Los ojos de Rosie siguieron el movimiento de la copa y luego me miraron.
—¿Estás bien, Don?
—Te he pedido que vinieras esta noche porque, cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible.
Estudié con detenimiento su expresión. Diagnostiqué estupefacción.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Rosie, confirmando mi diagnóstico.
—Me parece que todo lo que he hecho en la vida me ha conducido a ti —continué, ya que seguía receptiva.
Vi que no reconocía la frase de Los puentes de Madison, la película que le había provocado una intensa reacción emocional en el avión. Parecía confundida.
—Don, ¿qué ha… qué te has hecho?
—Algunos cambios.
—Grandes cambios.
—Cualquier modificación conductual que me exijas es un precio nimio a cambio de tenerte como pareja.
Rosie hizo un movimiento descendente con la mano que no logré interpretar. Luego miró el comedor y la imité. Todos nos observaban. Nick se había detenido a medio camino de nuestra mesa. Comprendí que en mi vehemencia había alzado la voz. No me importó.
—Eres la mujer más perfecta del mundo. Todas las otras mujeres son irrelevantes. Permanentemente. No se exigirá Botox ni implantes.
Oí que alguien aplaudía. Era una mujer delgada de unos sesenta años, que estaba sentada con otra mujer de su misma edad.
Rosie tomó un sorbo de vino; luego, en un tono muy comedido dijo:
—Don, no sé por dónde empezar. Ni siquiera sé quién habla, si el antiguo Don o Billy Crystal.
—No hay antiguo ni nuevo; es sólo conducta. Convenciones sociales. Gafas y corte de pelo.
—Me gustas, Don. ¿Vale? Olvídate de lo que te dije de hacer público lo de mi padre, seguramente tenías razón. Me gustas mucho, de veras. Me lo paso bien contigo, casi siempre. Pero sabes que no podría comer langosta todos los martes, ¿verdad?
—He abandonado el Sistema Estandarizado de Comidas. He borrado el treinta y ocho por ciento de mi programa semanal, horas de sueño excluidas. He tirado todas mis camisetas viejas. He eliminado todas las cosas que no te gustaban. No descarto futuros cambios.
—¿Has cambiado por mí?
—Sólo mi conducta.
Rosie guardó silencio; obviamente estaba procesando la nueva información.
—Dame un minuto para pensar —me pidió.
Automáticamente puse el cronómetro en mi reloj. De pronto ella se echó a reír. La miré, comprensiblemente perplejo por aquel arrebato en plena deliberación de importancia vital.
—El reloj —explicó—. Te he dicho «dame un minuto» y has empezado a cronometrar. El antiguo Don no ha muerto.
Esperé. Miré mi reloj. Cuando faltaban quince segundos, evalué como probable que fuese a decirme que no. No tenía nada que perder. Me saqué el estuche del bolsillo y lo abrí para mostrarle el anillo que había adquirido. Deseé no haber aprendido a interpretar expresiones, porque pude captar la de Rosie y predecir su respuesta.
—Don, ya sé que esto no es lo que quieres que responda, pero ¿recuerdas, en el avión, cuando dijiste que estabas configurado de forma distinta?
Asentí. Sabía cuál era el problema. El problema fundamental, insuperable de quién era yo. Lo había relegado a un segundo plano desde que surgió en la pelea con Phil. Rosie no tenía que explicarlo. Pero lo explicó.
—Lo llevas dentro, por mucho que disimules… Perdona, vuelvo a empezar. Puedes comportarte perfectamente bien, pero si no lo sientes… Dios, qué mal me expreso.
—¿La respuesta es no? —pregunté.
Una pequeña parte de mi cerebro deseó que, por una vez, mi dificultad para interpretar sutilezas sociales me beneficiase.
—Don, tú no sientes el amor, ¿no? No puedes quererme de verdad.
—Gene diagnosticó amor.
Pero ahora me daba cuenta de que Gene se había equivocado. Yo había visto trece películas románticas y no había sentido nada. Bueno, eso no era estrictamente verdad. Había sentido intriga, curiosidad, y me había divertido. Pero ni por un instante me había involucrado en el amor de los protagonistas. No había llorado por Meg Ryan ni Meryl Streep ni Deborah Kerr ni Vivien Leigh ni Julia Roberts. No podía mentir acerca de algo tan importante.
—Según tu definición, no.
Rosie pareció tristísima. La velada se había convertido en un desastre.
—Creí que mi conducta te haría feliz y por el contrario te ha entristecido —dije.
—Estoy triste porque no puedes quererme, ¿vale?
¡Aún peor! Rosie quería que la quisiera. Y yo era incapaz.
—Don, creo que no deberíamos vernos más —añadió.
Me levanté y volví al vestíbulo, para que no me viesen ni Rosie ni los otros comensales. Nick estaba allí, hablando con el maître. Se acercó.
—¿Desea usted algo?
—Lamentablemente se ha producido un desastre. Un desastre personal —me expliqué, pues Nick pareció preocuparse—. Los otros clientes no corren peligro. ¿Podría traerme la cuenta, por favor?
—Aún no le hemos servido nada —repuso Nick. Me miró unos instantes con detenimiento—. No le cobraremos, señor. El chablis corre de nuestra cuenta. —Me tendió la mano y se la estreché—. Creo que no podría haberlo hecho mejor.
Entonces llegaron Gene y Claudia. Iban de la mano; no los había visto así desde hacía años.
—¡No me digas que llegamos tarde! —exclamó Gene, jovial.
Asentí y luego me volví al comedor. Rosie se acercaba rápidamente hacia nosotros.
—Don, ¿qué haces?
—Irme. Has dicho que no debíamos vernos más.
—¡Joder! —exclamó, y luego miró a Gene y Claudia—. ¿Qué hacéis aquí?
—Nos han convocado a una cena «de agradecimiento y celebración» —comentó Gene—. Feliz cumpleaños, Don.
Me dio un paquete envuelto en papel de regalo y me abrazó. Lo reconocí como probable estadio final del protocolo de consejo hombre a hombre que indicaba aceptación del consejo sin perjuicio de la amistad. Conseguí no estremecerme, pero ya no pude procesar nada más. Sufría sobrecarga cerebral.
—¿Es tu cumpleaños? —preguntó Rosie.
—Correcto.
—He tenido que pedirle a Helena que comprobase tu fecha de nacimiento, aunque la palabra «celebración» era una pista —señaló Gene.
Por lo general, los cumpleaños son para mí como un día más, pero se me había ocurrido que era una ocasión apropiada para cambiar de rumbo.
Claudia se presentó a Rosie y dijo:
—Lo siento, me parece que hemos llegado en mal momento.
—¿«Agradecimiento»? ¿A ti? —dijo Rosie, volviéndose hacia Gene—. Y una mierda. No te bastó con engañarnos con tu montaje, encima tuviste que darle consejos. Tenías que convertirlo en ti.
—Rosie, no fue Gene… —intervino Claudia, tranquilizadora.
Gene puso una mano en el hombro de Claudia, que calló.
—No, no fui yo —dijo Gene—. ¿Quién pidió a Don que cambiara? ¿Quién dijo que sería perfecto si se convertía en alguien distinto?
Rosie parecía muy alterada. Todos mis amigos (excepto Dave el Hincha de Béisbol) estaban peleándose. ¡Era espantoso! Deseé poder retroceder a Nueva York y tomar mejores decisiones, pero era imposible. Nada cambiaría el defecto cerebral que me volvía inaceptable.
—¿Tienes idea de lo que ha hecho por ti? —prosiguió Gene—. ¡Échale un vistazo a su despacho, un día de éstos!
Supuse que se refería al programa y las numerosas actividades del Proyecto Rosie.
Rosie se marchó del restaurante.
—Siento haberte interrumpido —se disculpó Gene con Claudia.
—Alguien tenía que decirlo. —Claudia miró a Rosie, que ya estaba en la calle, a cierta distancia—. Creo que aconsejé a la persona equivocada.
Gene y Claudia se ofrecieron a llevarme a casa, pero yo no quería seguir hablando. Eché a andar, luego aceleré y me puse a correr. Era lógico que quisiera llegar a casa antes de que empezara a llover. También era lógico que quisiera hacer ejercicio y alejarme del restaurante lo más rápido posible. Los nuevos zapatos no estaban mal, pero la americana y la corbata eran incómodas incluso en una noche fría. Me quité la americana, el objeto que me había hecho temporalmente aceptable en un mundo que no era el mío, y la arrojé a un cubo de basura. La siguió la corbata. Obedeciendo a un impulso, recuperé las dafnes de la americana, que llevé en la mano lo que quedaba de trayecto. Llovía y tenía la cara mojada cuando llegué a la seguridad de mi hogar.