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Mientras yo terminaba de preparar la cena, Rosie puso la mesa; no la convencional de la sala, sino una improvisada en el balcón que ideó colocando una pizarra de la cocina sobre dos grandes tiestos de los que había arrancado las plantas muertas. Añadió una sábana del armario de la ropa blanca a modo de mantel. Mi cubertería de plata, un regalo de mis padres que nunca había usado, y las copas de vino decorativas estaban también en la mesa. ¡Iba a destrozarme la casa!

Nunca se me había ocurrido cenar en el balcón. La llovizna de primera hora de la noche había cesado y cuando salí con la cena calculé una temperatura de veintidós grados.

—¿Tenemos que comer ya? —quiso saber. Era una pregunta extraña, pues unas horas antes había declarado que se moría de hambre.

—No, porque la cena no se enfriará. Ya está fría. —Fui consciente de lo raro que sonaba—. ¿Existe alguna razón para el retraso?

—Las luces de la ciudad. La vista es increíble.

—Siento decirte que es estática. Una vez examinada, no hay ninguna razón para volver a mirar. Es como los cuadros.

—Pero cambia sin parar. ¿Qué me dices de la primera hora de la mañana? ¿O cuando llueve? ¿Nunca te sientas aquí simplemente a mirar?

Mi respuesta no iba a gustarle. Me había fijado en la vista al comprar el piso; no experimentaba grandes alteraciones en condiciones diferentes. Y sólo me sentaba allí si esperaba una cita o reflexionaba sobre un problema, en cuyo caso un entorno interesante era una distracción.

Me senté a su lado y volví a llenarle la copa. Sonrió. Casi seguro que llevaba pintalabios.

Siempre intento preparar comidas estandarizadas y replicables, pero evidentemente la calidad de los ingredientes varía de una semana a otra. La de esa noche parecía de un nivel muy superior al habitual. La ensalada de langosta nunca había sabido tan bien.

Recordé la regla básica de pedir a una mujer que hable de sí misma. Rosie ya había mencionado que trataba con clientes difíciles en un bar y le solicité detalles. Fue una idea excelente. Tenía varias historias divertidas que contar y tomé nota de algunas técnicas interpersonales para su posible uso futuro.

Terminamos la langosta. Entonces Rosie abrió el bolso ¡y sacó un paquete de cigarrillos! ¿Cómo puedo expresar mi espanto? El tabaco no sólo es nocivo en sí y perjudicial para los que se encuentran cerca, sino también una clara indicación de un enfoque irracional de la vida. ¡Había una buena razón para que fuese el primer punto del cuestionario!

Rosie debió de notar mi turbación.

—Tranquilo. Estamos fuera.

No tenía sentido discutir. No volvería a verla después de aquella noche. Encendió el mechero y acercó la llama al cigarrillo que sostenía entre los labios artificialmente rojos.

—Tengo una pregunta de genética —me dijo.

—Adelante. —Por fin regresaba al mundo que yo conocía.

—Alguien me dijo que se puede saber si un hombre es monógamo por el tamaño de sus testículos.

Como los aspectos sexuales de la biología suelen aparecer en la prensa popular, ésta no era una afirmación tan estúpida como parecía a simple vista, aunque ilustraba un error muy generalizado. Pensé que quizá se tratara de algún tipo de código de insinuación sexual, pero decidí ir sobre seguro y responder literalmente a la pregunta.

—Es ridículo.

Rosie pareció muy complacida con mi respuesta.

—Eres un sol. Acabo de ganar una apuesta.

Empecé a entrar en detalles y advertí que su expresión satisfecha se esfumaba. Supuse que ella había simplificado en exceso su pregunta y que mi explicación más detallada se correspondía con lo que le habían dicho.

—Puede que haya cierta correlación a nivel individual, pero la regla se aplica a las especies. El Homo sapiens es básicamente monógamo, pero tácticamente infiel. A los machos los beneficia fecundar a todas las mujeres posibles, pero sólo pueden mantener una camada. Las mujeres buscan genes de la máxima calidad para su prole más un macho que las mantenga.

Me estaba acomodando en mi familiar papel de conferenciante cuando Rosie me interrumpió.

—¿Y qué pasa con los testículos?

—Los testículos más grandes producen más semen. Las especies monógamas sólo necesitan el suficiente para su pareja. Los humanos necesitan más para aprovechar oportunidades aleatorias y atacar el esperma de intrusos recientes.

—Qué bonito.

—No tanto. Esa conducta se desarrolló en el hábitat ancestral. El mundo moderno requiere normas adicionales.

—Ya. Como no pasar de tus hijos.

—Correcto. Pero el instinto es muy potente.

—A mí me lo vas a contar.

Y eso hice:

—El instinto es una expresión…

—Era una afirmación retórica —me interrumpió—. Lo he vivido. Mi madre se fue a comprar genes en la fiesta de final de carrera de Medicina.

—Son conductas inconscientes. Deliberadamente la gente no…

—Lo comprendo.

Lo dudaba. Los legos suelen malinterpretar los descubrimientos de la psicología evolutiva. Pero la historia era interesante.

—¿Estás diciendo que tu madre mantuvo relaciones sexuales sin protección fuera de su relación principal?

—Con otro estudiante. Mientras salía con mi… —en este punto, Rosie alzó las manos y dibujó un movimiento descendente, dos veces, con los dedos índice y corazón— padre. Mi verdadero padre es médico, pero no sé cuál. Eso me cabrea muchísimo.

Estaba fascinado por el movimiento de las manos y guardé silencio mientras intentaba descifrarlo. ¿Se trataba de una señal de malestar por ignorar quién era su padre? En tal caso, no me resultaba familiar. ¿Y por qué había elegido destacar su discurso en ese punto…? ¡Claro! ¡La puntuación!

—Comillas —dije en cuanto se me ocurrió.

—¿Qué?

—Has destacado con comillas la palabra «padre» a fin de indicar que el término no debe interpretarse del modo habitual. Muy lista.

—Pues vaya. Yo creía que estabas reflexionando sobre ese problemilla que me jode la vida y que tendrías algo inteligente que decir.

—¡No es un problemilla, en absoluto! —la corregí, y levanté un dedo para dibujar un signo de exclamación—. Debes insistir en que se te informe. —Clavé el dedo en el aire para señalar un punto y aparte. Aquello era bastante divertido.

—Mi madre está muerta. Murió en un accidente de tráfico cuando yo tenía diez años. Nunca le dijo a nadie quién era mi padre… ni siquiera a Phil.

—¿Phil? —Como no sabía indicar el signo de interrogación, decidí abandonar temporalmente el juego. No era momento para experimentos.

—Mi… —dijo ella, manos arriba, movimiento de dedos— padre. Que se pondría como loco si le dijera que quiero saberlo.

Apuró el vino de su copa y volvió a llenarla. Ahora la segunda media botella también estaba vacía. Su historia era triste, pero no tenía nada de insólita. Aunque mis padres seguían manteniendo conmigo un contacto ritual rutinario, había notado una pérdida de interés por mí desde hacía varios años. Su deber había concluido cuando fui capaz de mantenerme. La situación de Rosie era algo distinta, ya que incluía a un padrastro. Le ofrecí una interpretación genética.

—Su conducta es del todo predecible. No llevas sus genes. Los leones macho matan a los cachorros de apareamientos previos cuando se hacen con el control de la manada.

—Gracias por la información.

—Puedo recomendarte algunas lecturas adicionales si el tema te interesa. Pareces bastante inteligente para ser camarera.

—Ya veo que no paran de llover los cumplidos.

Tuve la impresión de que estaba haciéndolo muy bien y me permití un momento de satisfacción, que compartí con Rosie.

—Excelente. No se me dan muy bien las citas, hay tantas normas que recordar…

—Lo estás haciendo estupendamente, salvo en lo de mirarme las tetas.

Fue una información decepcionante. El vestido de Rosie era bastante revelador, pero me había esforzado en mantener el contacto visual.

—Sólo examinaba tu colgante. Es sumamente interesante.

—¿Qué pone? —preguntó, tapándoselo con una mano.

—Tiene una imagen de Isis con la inscripción: Sum omnia quae fuerunt suntque eruntque ego. «Soy todo lo que ha sido, es y será».

Esperaba haber leído el latín correctamente; la letra era muy pequeña.

Rosie se quedó impresionada.

—¿Y el colgante que llevaba esta mañana?

—Una daga con tres pequeñas piedras rojas y cuatro blancas.

Se terminó el vino. Parecía pensar en algo. Resultó no ser nada profundo.

—¿Otra botella? —propuso.

Me sorprendió un poco. Ya habíamos bebido la cantidad máxima recomendada. Por otra parte, Rosie fumaba, lo que demostraba despreocupación por la salud.

—¿Quieres más alcohol?

—Correcto —contestó con una voz extraña. A lo mejor estaba imitándome.

Fui a la cocina a seleccionar otra botella, decidido a reducir la tasa de alcohol del día siguiente para compensar. Entonces vi el reloj: 23.40. Descolgué el teléfono y llamé a un taxi; con suerte llegaría antes de que empezase la tarifa nocturna. Abrí media botella de shiraz para tomarla mientras esperábamos.

Rosie deseaba seguir con la conversación sobre su padre biológico.

—¿Crees que hay alguna clase de motivación genética que nos impulsa a averiguar quiénes son nuestros padres?

—Para los padres es esencial reconocer a sus propios hijos a fin de proteger así a los portadores de sus genes. Los niños pequeños necesitan localizar a sus padres para procurarse tal protección.

—Entonces quizá sea una especie de remanente.

—Es poco probable, pero no imposible. El instinto influye notablemente en nuestra conducta.

—Y que lo digas. En cualquier caso, me reconcome. No paro de darle vueltas.

—¿Por qué no se lo preguntas a los candidatos?

—«Querido doctor, ¿es usted mi padre?». No, me parece que no.

Se me ocurrió algo evidente; evidente porque soy genetista.

—Tienes el pelo de un color poco común. Quizá…

Rosie soltó una carcajada.

—No hay genes para este tono de rojo —dijo.

Debió de notar mi confusión.

—Este color sale de un bote.

Comprendí lo que decía. Se había teñido el cabello de un color artificialmente intenso con toda intención. Increíble. Nunca se me habría ocurrido incluir el tinte de pelo en el cuestionario. Tomé buena nota.

Sonó el timbre. No le había mencionado el taxi a Rosie, así que la puse al corriente. Apuró el vino de un trago y luego me tendió la mano; me pareció que yo no era el único que se sentía incómodo.

—Menuda noche. Bueno… que te vaya bien.

No era una forma habitual de despedirse. Consideré más seguro ceñirme a las convenciones.

—Buenas noches. Ha sido una velada muy agradable. —Y añadí a la fórmula—: Suerte en la búsqueda de tu padre.

—Gracias.

Luego se marchó.

Estaba inquieto, pero no de un modo desagradable. Era más bien un caso de sobrecarga sensorial. Me alegré de que quedase algo de vino en la botella; me lo serví y llamé a Gene. Respondió Claudia, pero prescindí de formalidades:

—Tengo que hablar con Gene.

—No está en casa —respondió. Sonaba desorientada, puede que hubiese bebido—. Creía que estaba contigo, cenando langosta.

—Gene me ha enviado a una mujer de lo más incompatible. Una camarera. Impuntual, vegetariana, desorganizada, irracional, poco saludable, fumadora. ¡Fumadora! Tiene problemas psicológicos, no sabe cocinar, es incompetente en matemáticas, lleva el cabello de color artificial. Imagino que Gene me ha gastado una broma.

Claudia debió de interpretarlo como una declaración de inquietud porque preguntó:

—¿Estás bien, Don?

—Claro. Era muy divertida, pero de todo punto inadecuada para el Proyecto Esposa. —En cuanto pronuncié estas palabras, de una objetividad indiscutible, sentí una punzada de arrepentimiento que no se correspondía con mi evaluación intelectual.

—Don, ¿sabes qué hora es? —me preguntó Claudia, interrumpiendo mis intentos por reconciliar los estados cerebrales en conflicto.

No llevaba reloj. Entonces caí en la cuenta de mi error: había usado el reloj del horno como referente cuando llamé al taxi, ¡el que Rosie había manipulado! Ahora serían las dos y media de la madrugada. ¿Cómo había podido perder la noción del tiempo? Era una severa lección de los peligros de trastocar la programación. Rosie tendría que abonar al taxista la tarifa nocturna.

Dejé que Claudia volviese a la cama. Mientras entraba los dos platos y las dos copas, contemplé de nuevo la vista de la ciudad en la noche, la vista en la que nunca había reparado aunque siempre había estado allí.

Decidí saltarme los ejercicios de aikido de antes de acostarme. Y dejar la mesa improvisada en el balcón.