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A la mañana siguiente retomé con cierto alivio la rutina tan gravemente interrumpida los dos días previos. Ir corriendo al mercado los martes, jueves y sábados es un elemento de mi programa que combina el ejercicio con la adquisición de alimentos y la oportunidad de reflexionar. Andaba muy necesitado de esta última.

Una mujer me había dado su teléfono y me había pedido que la llamase. Eso había trastornado mi mundo mucho más que el Incidente Chaqueta, la Cena del Balcón e incluso la emoción del potencial Proyecto Padre. Sabía que sucedía con regularidad: en las novelas, las películas y los programas de la tele la gente hacía exactamente lo mismo que había hecho Rosie. Pero a mí nunca me había pasado. Ninguna mujer —automáticamente, sin pensar, como si nada— había anotado su teléfono en un papel para después dármelo y decirme «Llámame». Se me había incluido de forma temporal en un mundo que consideraba vetado para mí. Aunque era lógico que me facilitara los medios para ponerme en contacto con ella, tenía la sensación irracional de que, en cuanto llamase, Rosie se daría cuenta de que había cometido un error.

Llegué al mercado y empecé con las compras. Dado que los ingredientes del día son estándar, sé qué puestos visitar y los vendedores suelen tener mis productos preparados de antemano. Yo sólo pago. Me conocen bien y se muestran sistemáticamente amables conmigo.

Sin embargo, es imposible combinar una actividad intelectual seria con el proceso de adquisición de alimentos debido a los numerosos obstáculos humanos e inanimados: despojos de verdura por el suelo, ancianas con carrito, vendedores que montan sus puestos, mujeres asiáticas que comparan precios, entregas de artículos y turistas que se fotografían ante las mercancías. Por fortuna, suelo ser el único cliente que compra mientras hace jogging.

De camino a casa reanudé mi análisis de la Situación Rosie. Descubrí que mis actos obedecían más al instinto que a la lógica. Había muchas personas necesitadas de ayuda, muchas de ellas más apuradas que Rosie, y numerosos proyectos científicos interesantes en que invertir mi tiempo más justificadamente que en la búsqueda de un padre individual. Y, por supuesto, debía dar prioridad al Proyecto Esposa. Lo mejor era insistir a Gene para que escogiera mujeres más adecuadas de la lista o bien bajar el listón en los criterios de selección menos importantes, como ya había hecho con el consumo de alcohol.

La decisión lógica era ponerme en contacto con Rosie y explicarle que el Proyecto Padre no era una buena idea. Telefoneé a las 6.43 de la mañana, cuando volví de correr, y dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Nada más colgar, me di cuenta de que sudaba pese al frío matinal. Esperé no estar incubando unas fiebres.

Rosie me llamó mientras yo daba una clase. Normalmente desconecto el teléfono, pero estaba ansioso por quitarme el problema de encima; también me sentía estresado ante la perspectiva de una interacción en que debía retirar un ofrecimiento. Hablar por teléfono en un aula repleta de estudiantes resultaba embarazoso, sobre todo porque llevaba un micrófono en la solapa y podían oír mi parte de la conversación.

—Hola, Rosie.

—Don, quiero darte las gracias por ayudarme con ese asunto. No era consciente de lo mucho que me afecta. ¿Conoces Barista’s, una pequeña cafetería frente al edificio de Empresariales? ¿Quedamos mañana a las dos?

Ahora que ella había aceptado mi propuesta de ayuda, retirarla habría sido inmoral y técnicamente un incumplimiento del contrato.

—Barista’s, mañana a las catorce horas —confirmé, momentáneamente incapaz de acceder a mi programación debido a una sobrecarga mental.

—Eres un sol —me dijo.

Su tono indicaba que aquél era el fin de su contribución a la conversación. Ahora me tocaba responder con otro lugar común, y lo más evidente era usar el reflejo del suyo, «Eres un sol». Pero hasta yo comprendía que eso no tenía sentido. Ella se beneficiaba de la luz que le proporcionaban mis conocimientos de genética. Pensándolo de manera retrospectiva, podría haber respondido simplemente «Adiós» o «Hasta mañana». Pero entonces no había tiempo para pensar; sentía la presión de dar la respuesta oportuna, así que le solté:

—Tú también me gustas.

Toda la sala prorrumpió en aplausos. Una estudiante de la primera fila exclamó: «¡Menuda labia!». Sonreía.

Por suerte, estoy acostumbrado a ser gracioso sin proponérmelo.

No me sentía del todo infeliz por no haber cancelado el Proyecto Padre. En cualquier caso, la cantidad de trabajo requerida para analizar una muestra de ADN era insignificante.

Al día siguiente nos encontramos en Barista’s a las 14.07. Huelga decir que la responsable del retraso fue Rosie. Mis alumnos debían de estar sentados en su clase de las 14.15, esperando mi llegada. Yo sólo pretendía aconsejarla sobre cómo recoger una muestra de ADN, pero ella pareció incapaz de procesar las instrucciones. Pensándolo en retrospectiva, tal vez le di demasiadas opciones y demasiados detalles técnicos demasiado rápido. Con sólo siete minutos para discutir el problema (tras reservarme un minuto para correr hasta mi clase), acordamos que lo más sencillo sería recoger juntos la muestra.

Llegamos a la residencia del doctor Eamonn Hughes, el presunto padre, el sábado por la tarde. Rosie había telefoneado antes.

Eamonn era mayor de lo que esperaba. Le calculé unos sesenta años, IMC 23. Su esposa, que se llamaba Belinda (aproximadamente cincuenta y cinco años, IMC 28), preparó café, como Rosie había pronosticado. Aquello era determinante, pues habíamos decidido que el borde de la taza sería una fuente ideal de saliva. Tomé asiento junto a Rosie, haciéndome pasar por un amigo suyo; los Hughes se sentaron delante y tuve que esforzarme para no mirar la taza de Eamonn.

Fue una suerte que no me exigieran hablar de trivialidades. Eamonn era cardiólogo y entablamos una conversación fascinante sobre los marcadores genéticos de las cardiopatías. Por fin se terminó el café y Rosie se levantó para llevar las tazas a la cocina, donde podría recoger una muestra excelente de la de Eamonn. Al discutir el plan, yo había sugerido que supondría una alteración de las convenciones sociales, pero Rosie me había asegurado que Eamonn y Belinda eran viejos amigos de la familia y que, al ser ella más joven, dejarían que se encargase de esa tarea doméstica. Por una vez, mi evaluación de las convenciones sociales demostró ser más precisa. Lamentablemente.

En cuanto Rosie cogió la taza de Belinda, ésta dijo:

—Déjalo, ya lo haré yo después.

—No; faltaría más —respondió Rosie cogiendo la taza de Eamonn.

—De acuerdo, ayúdame —admitió Belinda, cogiendo mi taza.

Se dirigieron juntas a la cocina. A Rosie no le sería fácil obtener una muestra de la taza de Eamonn hallándose la esposa presente, pero no se me ocurrió cómo sacar a ésta de la cocina.

—¿Te ha dicho Rosie que estudié Medicina con su madre? —me preguntó Eamonn.

Asentí. De haber sido psicólogo, quizá podría haber deducido, por la conversación y el lenguaje corporal de Eamonn, si ocultaba que era el padre de Rosie; incluso podría haber llevado la conversación por unos derroteros que lo desenmascarasen. Por suerte, no dependíamos de mis habilidades en ese campo. Si Rosie conseguía la muestra, sería capaz de proporcionarle una respuesta mucho más fiable que la derivada de la observación conductual.

—Por si necesitas ánimos, te diré que la madre de Rosie era un poco alocada de joven. Muy inteligente, muy guapa, podría haber conseguido a quien se hubiera propuesto. Las otras estudiantes de Medicina acabaron casadas con médicos. —Sonrió—. Pero ella nos sorprendió eligiendo al chico desconocido que insistió e insistió.

Menos mal que yo no buscaba indicios de nada. Mi expresión debió de traslucir la más absoluta ausencia de comprensión.

—Creo que Rosie acabará siguiendo los pasos de su madre —añadió Eamonn.

—¿En qué aspecto de su vida? —Me pareció más seguro buscar una aclaración que dar por sentado que Eamonn se refería a quedarse embarazada de un compañero de estudios desconocido o morirse. Eran los dos únicos hechos que yo conocía de la madre de Rosie.

—Sólo quiero decir que seguramente le convienes. Rosie lo ha pasado mal. Vale, no quiero meterme donde no me llaman, pero es una chiquilla excelente.

Ahora el objetivo de la conversación estaba claro, aunque Rosie me parecía demasiado mayor para que la llamasen «chiquilla». Eamonn creía que yo era su novio, un error comprensible. Pero corregirlo implicaría necesariamente contar otra mentira, por lo que decidí guardar silencio. Entonces oímos ruido de vajilla al caer.

—¿Todo bien? —gritó Eamonn.

—¡Se ha roto una taza! —dijo Belinda.

Romper una taza no formaba parte del plan. Seguramente se le habría caído a Rosie por nerviosismo o al intentar esconderla de Belinda. Me irrité conmigo mismo por no haber pensado en un plan B. No había tratado el proyecto como un trabajo de campo serio; era vergonzosamente poco profesional y ahora tenía la responsabilidad de encontrar una solución que sin duda incluiría el engaño, ámbito en el que carezco de habilidades.

Lo mejor que se me ocurrió fue obtener el ADN para un motivo legítimo.

—¿Ha oído hablar del Proyecto Genográfico?

—No —respondió Eamonn.

Le expliqué que con una muestra de su ADN podíamos localizar a sus antepasados lejanos. Se quedó fascinado. Ofrecí procesarle el ADN si obtenía una muestra del interior de la mejilla y me la enviaba.

—Hagámoslo ahora, antes de que se me olvide —propuso—. ¿La sangre sirve?

—La sangre es ideal para analizar el ADN, pero…

—Soy médico, será un momento.

Eamonn salió de la habitación y oí a Belinda y Rosie hablar en la cocina.

—¿Has visto a tu padre? —preguntó Belinda.

—Pasemos a la siguiente pregunta —dijo Rosie.

Pero, en cambio, Belinda respondió con una afirmación:

—Don parece muy agradable.

Excelente. Yo estaba haciéndolo bien.

—Es sólo un amigo —aclaró Rosie.

Si supiera cuántos amigos tenía yo, habría comprendido el halago que acababa de hacerme.

—Ah, vaya —respondió Belinda.

Ambas volvieron a la sala al mismo tiempo que Eamonn con su maletín de médico. Belinda dedujo con toda razón que había algún problema de salud, pero Eamonn le explicó lo del Proyecto Genográfico. Belinda era enfermera y le extrajo sangre con gran competencia profesional.

Mientras le entregaba el tubo a Rosie para que lo guardara en su bolso, advertí que a ésta le temblaban las manos. Diagnostiqué ansiedad, posiblemente vinculada a la inminente confirmación de la paternidad. No me sorprendió que preguntara si podíamos procesar la muestra de inmediato. Tendría que abrir el laboratorio un sábado por la noche, pero al menos daríamos por concluido el proyecto.

El laboratorio estaba vacío. En la universidad, la idea arcaica de trabajar de lunes a viernes se traduce en una increíble infrautilización de instalaciones muy caras. La facultad estaba probando un equipo de análisis que hacía pruebas de paternidad con suma rapidez y teníamos la muestra de ADN perfecta. Es posible extraer ADN de una amplia variedad de fuentes y sólo se necesitan unas pocas células para el análisis, pero el trabajo de preparación puede ser muy complejo y prolongado. Con sangre era fácil.

La nueva máquina estaba en una pequeña habitación que antes había sido una salita para tomar té y que contenía una nevera y un fregadero. Por un momento deseé que aquello hubiese sido más impresionante, lo que respondía a una intrusión inusitada del ego en mis pensamientos. Saqué una cerveza de la nevera y la abrí. Rosie tosió sonoramente. Reconocí el código y abrí otra para ella.

Intenté explicarle el procedimiento mientras lo organizaba, pero ella no podía parar de hablar, ni siquiera cuando se aplicó el hisopo bucal a la cara interna de la mejilla a fin de proporcionarme una muestra de su ADN.

—Me parece increíble que sea tan fácil, tan rápido… Creo que, en cierto modo, siempre lo he sabido. Eamonn solía traerme regalos cuando era niña.

—Es una máquina sumamente específica para una tarea tan nimia.

—Una vez me trajo un tablero de ajedrez. Phil me regalaba cosas de niñas, joyeros y chorradas así. Muy raro viniendo de un entrenador personal, si te paras a pensarlo.

—¿Juegas al ajedrez? —pregunté.

—No mucho, pero ésa no es la cuestión. Eamonn respetaba que yo tuviese cerebro. Él y Belinda no han tenido hijos. Recuerdo que siempre rondaba cerca, hasta puede que fuera el mejor amigo de mi madre, pero nunca pensé conscientemente en él como mi padre.

—No lo es —aseguré.

El resultado acababa de aparecer en la pantalla del ordenador. Trabajo concluido. Empecé a guardarlo todo.

—Vaya. ¿Te has planteado ser psicoterapeuta de personas que están de luto?

—No. Consideré varias carreras profesionales, pero todas en el ámbito de las ciencias. No destaco en las relaciones interpersonales.

—Pues estás a punto de hacer un curso intensivo en terapia del duelo —replicó ella, echándose a reír.

Resultó que Rosie lo decía en broma, pues su curso de terapia se basaba íntegramente en la administración de alcohol. Fuimos al Jimmy Watson’s de la calle Lygon, que estaba cerca y como siempre, fines de semana incluidos, rebosante de académicos. Nos sentamos a la barra y me sorprendió que ella, camarera profesional, tuviera unos conocimientos tan parcos en materia de vinos. Unos años antes, Gene me había sugerido que el vino era el tema perfecto para mantener una conversación sin riesgos y yo había investigado un poco; además, estaba familiarizado con los vinos que solían servirse en ese bar. Bebimos bastante.

Rosie tuvo que ausentarse unos minutos a causa de su adicción a la nicotina. El momento elegido fue de lo más oportuno, pues una pareja apareció en el patio y pasó por el bar. ¡El hombre era Gene! La mujer no era Claudia, pero la reconocí: era Olivia, la india vegetariana de Mesa para Ocho. Ellos no me vieron y pasaron demasiado rápido para que pudiera saludarlos.

Mi confusión pudo influir en mi siguiente decisión. Apareció un camarero y dijo:

—Acaba de quedar libre una mesa para dos en el patio. ¿Desean cenar?

Asentí. Tendría que congelar las compras del mercado hasta el sábado siguiente, con la consiguiente pérdida de nutrientes. Una vez más, el instinto había desplazado a la lógica.

La reacción de Rosie al ver que nos preparaban la mesa me pareció positiva. Sin duda estaba hambrienta y me tranquilizó saber que yo no había hecho nada inconveniente, algo que siempre es más probable cuando están los dos géneros involucrados.

La comida era excelente. Tomamos ostras (sostenibles), sashimi de atún (elección de Rosie y probablemente no sostenible), canapés de berenjena y mozzarella (Rosie), sesos de ternera (yo), queso (compartido) y una ración de espuma de fruta de la pasión (dividida y compartida). Pedí una botella de Marsanne que fue un acompañamiento excelente.

Rosie pasó gran parte de la cena intentando explicar por qué quería localizar a su padre biológico. Yo no entendía sus razones. En el pasado, saberlo habría sido útil para determinar el riesgo de enfermedades genéticas, pero en la actualidad Rosie podía analizar su ADN directamente. En la práctica, su padrastro Phil había ejercido el papel de padre, aunque tenía muchas quejas de su actuación: decía que era egoísta, incongruente en su actitud hacia ella y sujeto a frecuentes cambios de humor. Phil también se oponía de manera tajante al consumo de alcohol. Lo consideré una postura defendible, pero era un motivo de tensión entre ambos.

Las razones de Rosie parecían emocionales y, aunque yo era incapaz de entender la razón psicológica, estaba claro que era importante para su felicidad.

Cuando Rosie terminó la espuma, se levantó para «ir al baño». Me dio tiempo a reflexionar y comprendí que estaba a punto de dar por finalizada una cena sin incidencias y sumamente agradable con una mujer, un logro significativo que deseaba comentar con Claudia y Gene cuanto antes.

Concluí que la ausencia de problemas se debía a tres factores:

  1. Estaba en un restaurante conocido. Nunca se me había ocurrido invitar a una mujer, ni a nadie, al Jimmy Watson’s, establecimiento que sólo me había servido previamente como proveedor de vinos.
  2. Rosie no era una cita. La había rechazado, lógicamente, como pareja potencial y estábamos juntos debido a un proyecto común. Aquello era, más bien, una reunión.
  3. Estaba algo embriagado y, por consiguiente, relajado. Como resultado, quizá no me había percatado de mis errores sociales.

Al final de la cena, pedí dos copas de Sambuca y pregunté:

—¿A quién analizamos ahora?