35

Seguía en la silla cuando me desperté a la mañana siguiente. Hacía frío, llovía y la batería de mi portátil se había agotado. Moví la cabeza para comprobar el nivel de resaca, pero al parecer mis enzimas metabolizadoras del alcohol habían cumplido con eficacia su tarea. También mi cerebro. Inconscientemente le había encomendado que resolviera un problema y, comprendiendo la importancia de la situación, había superado el hándicap de la intoxicación etílica para encontrar la solución.

Inicié la segunda mitad de mi vida preparando café. Luego revisé la sencillísima secuencia lógica.

  1. Yo estaba configurado de manera distinta. Una de las características de mi configuración era que me costaba sentir empatía. Se trataba de un problema tan bien documentado en otros y que, de hecho, es uno de los síntomas que definen el espectro autista.
  2. Esa falta de empatía explicaba mi ausencia de respuesta emocional a las vivencias de los personajes de las películas, así como mi incapacidad para responder como los otros a las víctimas de los atentados terroristas del World Trade Center. Pero sí que me había sentido mal por Frank, el bombero que fue nuestro guía. También por Daphne; por mi hermana; por mis padres cuando mi hermana murió; por Carl y Eugenie, debido a la crisis matrimonial de Gene y Claudia; por el propio Gene, que quería ser admirado y había conseguido lo contrario; por Claudia, que había accedido a un matrimonio abierto pero había cambiado de opinión y sufría mientras Gene seguía aprovechándose; por Phil y sus esfuerzos por superar la infidelidad y la muerte de su esposa y ganarse el amor de Rosie; por Kevin Yu, cuyos deseos de aprobar el curso lo habían cegado respecto a la conducta ética; por la decana, que debía tomar decisiones difíciles según reglas contradictorias y enfrentarse a prejuicios sobre su forma de vestir y sus relaciones sentimentales; por el Curandero, que tenía que conciliar sus intensas creencias con las pruebas científicas; por Margaret Case, cuyo hijo se había suicidado y cuya mente había dejado de funcionar, y especialmente por Rosie, infeliz en su infancia y en su actual edad adulta debido a la muerte de su madre, el problema de su padre, y que ahora quería que yo la amara. Era una lista impresionante que, pese a no incluir a Rick e Ilsa de Casablanca, demostraba claramente que mi capacidad de empatía no brillaba del todo por su ausencia.
  3. La incapacidad (o la capacidad reducida) de sentir empatía no equivale a la incapacidad de amar. El amor es un potente sentimiento hacia otra persona que con frecuencia desafía la lógica.
  4. Rosie incumplía numerosos criterios del Proyecto Esposa, entre ellos la pregunta decisiva sobre el tabaco. La lógica no podía explicar lo que sentía por ella. No me importaba Meryl Streep, pero estaba enamorado de Rosie.

Tenía que actuar con rapidez, no porque creyera que la situación con Rosie iba a cambiar en un futuro inmediato, sino porque necesitaba la americana; esperaba que siguiese en el cubo de basura adonde la había arrojado. Por suerte, ya estaba vestido, aún llevaba la ropa de la noche anterior.

Seguía lloviendo cuando llegué al cubo, en el preciso instante en que su contenido se vertía en el camión de la basura. Tenía un plan B, pero me exigiría algún tiempo. Di media vuelta a la bici para volver a casa y crucé la calle. Desplomado en la entrada de una tienda, a cubierto de la lluvia, había un mendigo. Dormía profundamente enfundado en mi americana. Introduje con cuidado la mano en el bolsillo interior y extraje el sobre y mi teléfono. Cuando volvía a subirme a la bici, vi que una pareja me miraba desde el otro lado de la calle. El hombre empezó a correr hacia mí, pero la mujer gritó que se detuviera mientras llamaba por el móvil.

Sólo eran las 7.48 cuando llegué a la universidad. Un coche patrulla se acercó en sentido contrario, redujo la marcha al cruzarse conmigo y me indicó que diese la vuelta. Se me ocurrió que quizá estaba allí por mi aparente robo al mendigo. Doblé rápidamente por el camino para bicicletas, donde no podía seguirme un vehículo a motor, y fui al edificio de Genética en busca de una toalla.

Cuando abrí la puerta de mi despacho me di cuenta de inmediato de que había tenido visita y de quién era la visita en cuestión. Las rosas rojas estaban en mi mesa y también el archivo del Proyecto Padre, que habían sacado del archivador. La lista de los candidatos y las descripciones de las muestras se hallaban encima. Rosie había dejado una nota.

Don, lo siento mucho todo, pero sé quién es el Hombre Servilleta. Se lo he dicho a papá. No tendría que habérselo contado, pero estaba muy alterada. He intentado llamarte. Lo siento muchísimo. Rosie.

Había un montón de tachaduras entre «Lo siento muchísimo» y «Rosie». ¡Aquello era un desastre! Debía avisar a Gene.

Su agenda indicaba que tenía un desayuno de trabajo en el club de la universidad. Fui a la zona de estudiantes de doctorado: Stefan estaba allí, pero no Rosie. Al percatarse de mi inquietud, Stefan me siguió.

Llegamos al club y localizamos a Gene sentado a una mesa con la decana. En otra mesa vi a Rosie, que estaba con Claudia y parecía muy angustiada. Comprendí que podía estar contándole las novedades sobre Gene, incluso antes de ratificarlo mediante el análisis del ADN. El Proyecto Padre acabaría en desastre total. Pero yo había ido por otro asunto y estaba desesperado por transmitir mi revelación. Ya resolveríamos después el otro problema.

Corrí a la mesa de Rosie. Todavía estaba mojado, porque se me había olvidado secarme. Evidentemente, Rosie se sorprendió al verme. Prescindí de las formalidades.

—He cometido un error increíble. No puedo creerme que haya sido tan estúpido. ¡Irracional! —Claudia me dirigía señas para que callase, pero no le hice caso—. Incumples casi todos los criterios del Proyecto Esposa. Desorganizada, matemáticamente analfabeta, exigencias ridículas en materia de comida. Increíble. Consideré compartir mi vida con una fumadora. ¡Permanentemente!

La expresión de Rosie era compleja, pero parecía incluir tristeza, enfado y sorpresa.

—Qué rápido has cambiado de opinión —me dijo.

Claudia seguía haciéndome señas frenéticas para que me interrumpiera, pero estaba decidido a proceder según mi propio plan.

—No he cambiado de opinión, ¡ésa es la cuestión! Quiero pasar el resto de mi vida contigo, aunque sea del todo irracional. Y encima tienes los lóbulos de las orejas cortos. No hay ninguna razón, ni social ni genética, que justifique mi atracción por ti. La única conclusión lógica es que debo de estar enamorado.

Claudia se levantó y me empujó a su silla.

—No te das por vencido, ¿verdad? —dijo Rosie.

—¿Soy un pesado?

—No. Eres increíblemente valiente. Contigo me lo paso como con nadie, eres la persona más lista y divertida que conozco y has hecho muchísimo por mí. Eso es lo único que quiero y si he tenido tanto miedo a aceptarlo ha sido porque…

Se interrumpió, pero yo sabía en qué estaba pensando. Acabé la frase por ella:

—Porque soy raro. Es muy comprensible. Estoy familiarizado con el problema porque a mí los demás también me parecen raros.

Rosie se echó a reír.

—Llorar por personajes de ficción, por ejemplo —traté de explicarme.

—¿Podrías vivir conmigo, que lloro en las películas?

—Por supuesto. Se trata de una conducta convencional. —Me callé y caí en la cuenta de lo que me había dicho—. ¿Me estás proponiendo que vivamos juntos? —añadí.

—Olvidaste esto en la mesa —dijo ella sonriendo, mientras sacaba del bolso el estuche del anillo.

Comprendí que Rosie había revocado la decisión de la noche anterior y que retrocedía efectivamente en el tiempo para que mi plan original siguiera su curso en una ubicación alternativa. Extraje el anillo y me tendió el dedo. Se lo puse y encajó. Experimenté un alivio inmenso.

Entonces reparé en los aplausos. Se me antojaron algo natural. Había vivido en el mundo de la comedia romántica y estaba en la escena final, aunque en mi caso era auténtica: el club de la universidad al completo nos miraba. Decidí completar el guión según la tradición y besé a Rosie. Fue incluso mejor que la vez anterior.

—Será mejor que no me decepciones —dijo Rosie—. Espero una locura constante.

Entonces entró Phil con la nariz enyesada acompañado de la encargada del club, a quien seguían dos policías. La encargada señaló a Gene.

—¡Ay, joder! —exclamó Rosie.

Phil se acercó a Gene, que estaba de pie. Tras una breve conversación, Phil lo derribó al suelo de un único puñetazo en la mandíbula. La policía se apresuró a contenerlo y Phil no se resistió. Claudia corrió hacia Gene, que se incorporaba despacio. Sus lesiones no parecían graves. Comprendí que, según las reglas tradicionales de la conducta romántica, era correcto que Phil agrediese a Gene si realmente había seducido a la madre de Rosie cuando era novia de Phil.

Sin embargo, no estaba comprobado que Gene fuese el culpable. Por otro lado, seguramente muchos hombres tenían todo el derecho a propinarle un puñetazo a Gene. En este sentido, Phil había administrado justicia romántica en nombre de todos ellos y mi amigo debió de entenderlo, porque aseguró a la policía que no pasaba nada.

Redirigí mi atención hacia Rosie. Una vez restablecido mi plan anterior, era importante no distraerse.

—El punto dos del orden del día era la identidad de tu padre.

—A lo que íbamos —dijo ella, sonriendo—. Punto uno: casémonos. Vale, solucionado. Pasemos al punto dos. Éste es el Don del que he acabado enamorándome.

La última palabra me dejó paralizado. Sólo pude mirarla mientras asimilaba lo que acababa de decir. Supuse que ella hacía lo mismo y pasaron varios segundos antes de que ella continuase.

—¿Cuántas posturas del libro sabes hacer?

—¿Del de sexo? Todas.

—Anda ya.

—Era considerablemente menos complejo que el libro de cócteles.

—Entonces vayamos a casa —propuso Rosie, riendo—. A la mía. O a la tuya, si todavía conservas el traje de Atticus Finch.

—Lo tengo en el despacho.

—Otra vez será. No lo tires.

Nos levantamos, pero los policías, un hombre y una mujer, nos cerraron el paso.

—Señor —dijo la mujer (edad aproximada veintiocho, IMC 23)—, tengo que preguntarle qué lleva en el bolsillo.

¡Había olvidado el sobre! Lo saqué y lo agité delante de Rosie.

—¡Entradas! Entradas para Disneylandia. ¡Todos los problemas resueltos!

Desplegué las tres entradas, luego cogí a Rosie de la mano y nos acercamos a Phil para enseñárselas.