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Había titulado mi charla «Precursores genéticos de los trastornos del espectro autista», para la que contaba con algunos excelentes diagramas de estructuras del ADN. Sólo llevaba nueve minutos hablando, más rápido de lo habitual a fin de recuperar el tiempo perdido, cuando Julie me interrumpió.
—Profesor Tillman, como la mayoría de los presentes no somos científicos, quizá debería ser un poco menos técnico.
Esta clase de afirmación resulta irritante en grado sumo. La gente puede hablarte de las supuestas características de un Géminis o un Tauro y pasarse cinco días viendo un partido de críquet, pero no tiene tiempo ni interés en aprender las nociones básicas de lo que nos constituye como seres humanos.
Continué con mi exposición según la había preparado. Era demasiado tarde para cambiarla y seguro que parte del público estaba lo bastante informado para entenderla.
No me equivocaba. Un varón de unos doce años levantó la mano.
—¿Dice que no es probable que haya un solo marcador genético implicado sino varios y que la manifestación global depende de la combinación específica? ¿Afirmativo?
—¡Exacto! Además de factores ambientales. La situación es análoga al trastorno bipolar, que…
Julie interrumpió de nuevo.
—Para los que no somos genios, aclararé que creo que el profesor Tillman está recordándonos que el síndrome de Asperger es algo con lo que se nace. No es culpa de nadie.
Me horrorizó el uso de la palabra «culpa» con todas sus connotaciones negativas, en especial en boca de alguien con autoridad en la materia. Abandoné mi decisión de no desviarme de los aspectos genéticos. Sin duda la cuestión había estado tiempo debatiéndose en mi subconsciente, lo que quizá motivó que alzara el tono.
—¡Culpa! El síndrome de Asperger no es ningún defecto. Es una variante. Y potencialmente una gran ventaja. El síndrome de Asperger se asocia con organización, concentración, ideas innovadoras y objetividad racional.
Una mujer del fondo de la sala levantó la mano. Como yo estaba concentrado en el razonamiento, cometí un pequeño error social, pero lo corregí sobre la marcha:
—¿Sí, la mujer gord… con sobrepeso del fondo?
Ella vaciló y miró alrededor antes de preguntar:
—¿Objetividad racional es un eufemismo de ausencia de emoción?
—Un sinónimo —repuse—. Las emociones pueden causar grandes problemas.
Decidí que sería útil ofrecer un ejemplo, recurrir a una historia en la que el comportamiento emocional tuviese consecuencias desastrosas.
—Imagine que está escondida en un sótano. El enemigo los busca a usted y sus amigos. Todos tienen que guardar absoluto silencio, pero su bebé se pone a llorar. —Hice una imitación, un recurso típico de Gene para que el relato sea más convincente—: ¡Buaaaaaa! —Tras una pausa dramática, añadí—: Usted tiene una pistola.
Se alzaron manos por todas partes. Julie se levantó de un brinco mientras yo continuaba:
—Con silenciador. El enemigo se acerca, los matarán a todos. ¿Qué haría usted? El bebé berrea…
Los niños estaban impacientes por aportar sus respuestas. Uno gritó: «¡Dispara al bebé!», y pronto todos clamaban: «¡Dispara al bebé, dispara al bebé!».
—¡Dispara al enemigo! —chilló el chico que había planteado la pregunta genética.
—¡Tiéndeles una emboscada! —exclamó otro.
Las sugerencias llegaban cada vez con más rapidez:
—¡Usa el bebé como cebo!
—¿Cuántas armas tenemos?
—¡Tápale la boca!
—¿Cuánto puede sobrevivir sin respirar?
Como esperaba, todas las ideas venían de los «enfermos» de Asperger. Los padres no aportaban sugerencias constructivas y algunos incluso intentaban reprimir la creatividad de sus hijos.
Alcé las manos.
—Se acabó el tiempo. Buen trabajo, chicos. Todas las soluciones racionales han venido de los «aspis». El resto estaba incapacitado por la emoción.
—¡Vivan los aspis! —gritó un muchacho.
Había leído esta abreviatura en la literatura médica, pero tuve la impresión de que era una novedad para los chicos. Al parecer les gustó, y pronto todos estaban de pie en las mesas y sillas con los puños en alto, coreando «¡Vivan los aspis!». Según mis lecturas, los niños con síndrome de Asperger suelen adolecer de falta de confianza en situaciones sociales. Su eficacia en la resolución del problema parecía haberles proporcionado un alivio temporal, pero sus padres seguían sin proporcionarles un refuerzo positivo: gritaban y en algunos casos hasta tiraban de ellos para bajarlos de las mesas. Daba la impresión de que les preocupaba más la observancia de las convenciones sociales que el progreso de sus hijos.
Consideré que me había explicado de forma convincente y Julie no creyó necesario seguir con la genética. Los padres parecieron centrarse en reflexionar sobre lo que sus hijos habían aprendido y se marcharon sin interaccionar conmigo. Sólo eran las 19.43, un resultado excelente.
Mientras guardaba mi ordenador portátil, Julie soltó una carcajada.
—Oh, Dios mío. Necesito una copa.
No estaba seguro de por qué compartía esta información con alguien que sólo conocía desde hacía cuarenta y seis minutos. Yo también planeaba consumir algo de alcohol al volver a casa, pero no veía ningún motivo para informar de ello a Julie.
—Oiga, nunca usamos esa palabra, «aspis» —añadió Julie—. No queremos que crean que forman parte de una especie de club.
Más connotaciones negativas provenientes de alguien a quien supuestamente pagaban para ayudar y estimular.
—¿Como la homosexualidad?
—Touché. Pero es distinto. Si ellos no cambian, no tendrán relaciones auténticas; nunca encontrarán pareja.
Era un argumento razonable que yo entendía muy bien, dadas mis propias dificultades en ese ámbito. Pero Julie cambió de tema.
—Pero ¿dice usted que hay cosas… cosas útiles… que hacen mejor que los no Asperger? Además de matar bebés.
—Por supuesto. —Me pregunté por qué los involucrados en la educación de personas con características especiales no reparaban en el valor y la demanda de mercado de tales atributos—. Hay una empresa en Dinamarca que contrata aspis para las pruebas de aplicaciones informáticas.
—No lo sabía. La verdad es que está haciéndome ver las cosas desde otra perspectiva. —Me miró un instante—. ¿Tiene tiempo para una copa? —Y me puso una mano en el hombro.
Di un respingo. Contacto inapropiado, sin duda. Si yo le hubiese hecho eso a una mujer, seguro que me habría metido en un buen lío, posiblemente una queja por acoso sexual ante la decana con graves consecuencias para mi carrera. Pero, claro, nadie iba a criticar a Julie por eso.
—Lamentablemente, tengo otras actividades programadas.
—¿No hay flexibilidad?
—Desde luego que no.
Ahora que había conseguido recuperar el tiempo perdido, no pensaba volver a sumir mi vida en el caos.
Antes de conocer a Gene y Claudia tuve dos amigas. La primera fue mi hermana mayor. Aunque era profesora de Matemáticas, no tenía mucho interés por los avances en su campo. Vivía cerca; me visitaba dos veces por semana y en ocasiones también de forma aleatoria. Comíamos juntos y hablábamos de trivialidades como los acontecimientos en las vidas de nuestros familiares o las interacciones sociales con nuestros colegas. Un domingo al mes íbamos a Shepparton a comer con nuestros padres y nuestro hermano. Estaba soltera, lo que bien podía deberse a que era tímida y convencionalmente no atractiva. A consecuencia de una grave e inexcusable negligencia médica, ahora está muerta.
La segunda amiga era Daphne, cuyo período de amistad se solapó con el de Gene y Claudia. Se había mudado al piso de arriba tras el ingreso de su marido, aquejado de demencia, en una residencia. Debido a un problema en las rodillas exacerbado por la obesidad, Daphne apenas podía andar, pero era muy inteligente y empecé a visitarla con regularidad. No tenía títulos académicos y había ejercido el tradicional papel de ama de casa, lo que yo consideraba un inmenso desperdicio de talento, sobre todo porque sus descendientes no le devolvían los cuidados prestados. Ella sentía curiosidad por mi trabajo y emprendimos el Proyecto Enseñar Genética a Daphne, que resultó fascinante para ambos.
Empezó a cenar regularmente en mi casa debido a la considerable economía de escala que supone cocinar para dos personas en lugar de preparar dos comidas independientes. Todos los sábados a las 15.00 horas visitábamos a su marido en la residencia, que estaba a 7,3 kilómetros de distancia. Yo combinaba aquel paseo de 14,6 kilómetros empujando su silla de ruedas con una interesante conversación sobre genética, y después leía mientras ella hablaba con su marido, cuyo nivel de comprensión, aunque difícil de evaluar, era indudablemente bajo.
Daphne se llamaba así por la planta cuya floración coincidía con su fecha de nacimiento, el 28 de agosto. En todos sus cumpleaños su marido le había regalado dafnes, lo que ella consideraba un acto romántico en grado sumo. Se lamentó de que, por primera vez en cincuenta y seis años, aquel acto simbólico no tendría lugar en su siguiente cumpleaños. La solución era evidente y, antes de llevarla en silla de ruedas a mi casa para celebrar su setenta y ocho aniversario, adquirí cierto número de esas flores para regalárselas.
Daphne enseguida reconoció la fragancia y rompió a llorar. Temí haber cometido un terrible error, pero ella me explicó que sus lágrimas eran un síntoma de felicidad. También le impresionó la tarta de chocolate que le había preparado, pero no con igual intensidad.
Mientras comíamos hizo una declaración increíble:
—Don, serías un marido maravilloso.
Aquella afirmación se contradecía tanto con el rechazo que solían mostrarme las mujeres que me quedé momentáneamente perplejo. Después le expuse los hechos: la historia de mis intentos de encontrar pareja, empezando con la hipótesis infantil de que me casaría al hacerme mayor y mi posterior abandono de esa idea cuando resultó evidente que no era apto.
El argumento de Daphne era simple: hay alguien para cada uno de nosotros. Estadísticamente, su afirmación era casi correcta; por desgracia, las probabilidades de que yo encontrase a dicha persona eran cada vez más bajas. Pero aquello creó cierta inquietud en mi cerebro, como sucede con los problemas matemáticos que sabemos que tienen solución.
Repetimos el ritual de las flores en sus dos cumpleaños siguientes. Los resultados no fueron tan espectaculares como la primera vez, pero también le compré regalos —libros de genética— y ella se mostró encantada. Me dijo que su cumpleaños siempre había sido su día preferido. Yo sabía que eso era normal en los niños debido a los regalos, pero no lo esperaba de un adulto.
Noventa y tres días después de la tercera cena de cumpleaños, mientras íbamos a la residencia de ancianos hablando de un artículo de genética que Daphne había leído el día anterior, se hizo patente que había olvidado algunos aspectos significativos. No era la primera vez que últimamente le fallaba la memoria, de modo que organicé una evaluación de sus funciones cognitivas. El diagnóstico fue enfermedad de Alzheimer.
La capacidad intelectual de Daphne se deterioró rápidamente y pronto nos fue imposible mantener nuestras charlas sobre genética, pero continuamos con las comidas y los paseos a la residencia de ancianos. Ahora Daphne hablaba sobre todo de su pasado, en especial de su marido y su familia, así que me formé una visión global de lo que puede ser la vida matrimonial. Siguió insistiendo en que podría encontrar una compañera compatible y gozar del elevado nivel de felicidad que ella había experimentado en su existencia. Investigaciones adicionales confirmaron que los argumentos de Daphne tenían corroboración científica: los hombres casados son más felices y longevos.
El día que Daphne me preguntó «¿Cuándo volverá a ser mi cumpleaños?», comprendí que había perdido la noción del tiempo. Decidí que era aceptable mentir para optimizar su felicidad. El problema era encontrar un ramo de dafnes fuera de temporada, pero obtuve un éxito inesperado. Conocía a una genetista que trabajaba en la alteración y extensión del período de floración de las plantas con fines comerciales, la cual facilitó algunas dafnes a mi florista, y luego simulamos una comida de cumpleaños. Repetía el procedimiento siempre que Daphne preguntaba por su aniversario.
Llegó un momento en que tuvo que reunirse con su marido en la residencia de ancianos. Como la memoria le fallaba cada vez más, celebramos sus cumpleaños más a menudo, hasta que acabé visitándola a diario. La florista me dio una tarjeta de fidelidad especial. Calculé que Daphne había alcanzado la edad de doscientos siete años en número de cumpleaños cuando dejó de reconocerme, y trescientos diecinueve cuando ya no respondió a los ramos de dafnes y dejé de visitarla.
No esperaba volver a tener noticias de Julie. Como siempre, mis conjeturas sobre la conducta humana se demostraron erróneas. Dos días después de la conferencia, a las 15.37, un número desconocido llamó a mi teléfono. Julie dejó un mensaje pidiéndome que la llamara y deduje que me había olvidado algo en la sala de conferencias.
Nuevo error, pues Julie quería seguir hablando del síndrome de Asperger. Me alegró que mi charla hubiese sido tan influyente. Sugirió que quedásemos para cenar; no era el entorno ideal para una conversación productiva, pero, como suelo cenar solo, sería fácil programarlo. La investigación preliminar era otra cuestión.
—¿Qué temas específicos le interesan?
—Oh. Pensé que podríamos hablar en general… para conocernos un poco.
Aquello sonaba excesivamente vago.
—Necesito al menos concretar unas líneas generales del tema a tratar. ¿Qué le resultó más interesante de lo que dije?
—Bueno… supongo que eso de las pruebas informáticas en Dinamarca.
—Pruebas de aplicaciones informáticas. —Sin duda, tendría que investigar—. ¿Qué le gustaría saber?
—Me preguntaba cómo los encuentran. La mayoría de los adultos con síndrome de Asperger no saben que lo tienen.
Era verdad. Entrevistar a candidatos aleatoriamente parecía una forma muy ineficaz de detectar un síndrome cuya prevalencia se estimaba en menos del 0,3 por ciento.
—Supongo que usarán un cuestionario como filtro preliminar —aventuré a modo de hipótesis.
Antes de terminar la frase, ya había visto la luz. No en sentido literal, por supuesto. ¡Un cuestionario! Era la solución obvia. Un instrumento científicamente válido, de diseño específico y que incorporase las mejores técnicas actuales para cribar a las malgastadoras de tiempo, las desorganizadas, las exigentes con los sabores de helado, las susceptibles al acoso visual, las pitonisas, las lectoras de horóscopos, las obsesas de la moda, las fanáticas religiosas, las veganas, las espectadoras de deportes, las creacionistas, las fumadoras, las analfabetas científicas y las homeópatas, hasta llegar, idealmente, a la compañera perfecta o, siendo más realistas, a una preselección de candidatas manejable.
—¿Don? —Era Julie, que seguía al teléfono—. ¿Cuándo quieres quedar?
La situación había cambiado. Las prioridades eran otras.
—Imposible. Tengo la agenda completa.
Iba a necesitar todo el tiempo disponible para el nuevo proyecto.
El Proyecto Esposa.