21
Había programado el GPS para que me llevase a la residencia, donde me presenté como un amigo de la familia.
—Me temo que no lo reconocerá —advirtió la enfermera.
Yo había partido de esa premisa, aunque tenía preparada una historia plausible por si fuera necesario. Me condujo a una habitación individual con su propio baño. La señora Case dormía.
—¿La despierto? —preguntó.
—No. Me sentaré aquí y ya está.
—Los dejo solos. Si necesita algo, llame.
Como resultaría raro que me marchase enseguida, me senté un rato junto a la cama. Calculé que Margaret Case tendría unos ochenta años, más o menos la misma edad de Daphne cuando se trasladó a la residencia. Según lo que me había contado Rosie, era muy probable que estuviese mirando a su abuela.
Mientras Margaret Case seguía inmóvil y silenciosa en su cama individual, pensé en el Proyecto Padre. Sólo era posible gracias a la tecnología; de no ser por los últimos años de existencia humana, el secreto habría muerto junto con la madre de Rosie.
Creo que es deber de la ciencia, de la humanidad, descubrir cuanto nos sea posible. Pero yo soy un científico físico, no un psicólogo.
La persona que tenía ante mí no era un médico varón de unos cincuenta y cuatro años que quizá había escapado de sus obligaciones paternas, sino una mujer desvalida. Habría sido fácil hacerme con una muestra de cabello o con el cepillo de dientes, pero no me pareció bien.
Por esas razones, y por otras que entonces no alcancé a comprender, decidí no recoger una muestra.
Entonces Margaret Case se despertó. Abrió los ojos y me miró.
—¿Geoffrey? —dijo en voz baja pero clara.
¿Preguntaba por su marido o por su hijo, largo tiempo fallecido? Hubo una época en que habría contestado sin pensar «Están muertos», no por malicia, sino porque estoy programado para responder a los hechos antes que atender a otros sentimientos. Pero algo había cambiado en mí y conseguí reprimir la respuesta.
Ella debió de percatarse de que no era yo la persona que esperaba y se echó a llorar. Aunque era un llanto silencioso, las lágrimas le corrían por las mejillas. Automáticamente, porque había vivido la misma situación con Daphne, me saqué el pañuelo y se las enjugué. Ella volvió a cerrar los ojos, pero el destino me había brindado la muestra.
Cuando salí de la residencia, agotado, también tenía lágrimas en los ojos debido a la falta de sueño. Estábamos a principios de otoño y Moree se encontraba tan al norte que ya hacía calor. Me tumbé al pie de un árbol y me quedé dormido.
Cuando me desperté vi a un hombre con bata blanca mirándome desde arriba. Por un terrorífico instante recordé los malos tiempos de veinte años atrás. Fue sólo un momento; enseguida recordé dónde me encontraba. El médico sólo había querido comprobar que yo no estuviera enfermo o muerto. No infringía ninguna regla. Hacía cuatro horas y ocho minutos que había dejado la habitación de Margaret Case.
El incidente fue un oportuno recordatorio de los peligros de la fatiga, de modo que planifiqué con más cuidado el trayecto de vuelta. Programé paradas de cinco minutos cada hora y a las 19.06 me detuve en un motel, comí un bistec demasiado hecho y me acosté temprano, lo que me permitió reanudar el viaje a las 5.00 horas del domingo.
La autopista circunvala Shepparton, pero cogí la salida y me dirigí al centro. Decidí no visitar a mis padres. Los dieciséis kilómetros de más hasta su casa y la vuelta a la autopista supondrían un peligroso incremento no planificado a lo que ya era un viaje agotador, pero quería ver la ciudad.
Pasé delante de la ferretería Tillman, que cerraba los domingos. Mi padre y mi hermano estarían en casa con mi madre; mi padre, seguramente enderezando cuadros, y mi madre pidiéndole a mi hermano que quitase su juego de construcción a fin de que ella pudiera poner la mesa para la comida dominical. Yo no había vuelto desde el funeral de mi hermana.
La gasolinera estaba abierta y llené el depósito. Detrás del mostrador había un hombre de unos cuarenta y cinco años, IMC aproximado. 30. Mientras me acercaba lo reconocí y corregí la edad a treinta y nueve. Había perdido pelo, se había dejado barba y engordado, pero sin duda se trataba de Gary Parkinson, un antiguo compañero de instituto. Quería alistarse en el ejército y viajar; al parecer no había cumplido sus ambiciones. Eso me recordó lo afortunado que había sido yo al poder irme y reinventar mi vida.
—Hola, Don —me saludó, sin duda reconociéndome.
—Cordiales saludos, G.P.
—No has cambiado —dijo, echándose a reír.
Anochecía cuando llegué a Melbourne y devolví el coche de alquiler. Dejé el cedé de Jackson Browne en el reproductor.
Según el GPS, 2472 kilómetros. Aunque el pañuelo estaba a buen recaudo en una bolsa de cierre hermético, su existencia no cambió mi decisión de no analizar a Margaret Case.
Tendríamos que ir a Nueva York.
Me encontré con Rosie en el aeropuerto. Como seguía incomodándola que le hubiese pagado el billete, le comenté que podía devolvérmelo seleccionando algunas candidatas del Proyecto Esposa para que me citara con ellas.
—Que te den —me dijo.
Al parecer, volvíamos a ser amigos.
No di crédito cuando reparé en todo lo que se había traído Rosie. Le había dicho que viniese lo menos cargada posible y en cambio excedía en siete kilos el límite del equipaje de mano. Por suerte, pude transferir parte de su exceso a mi maleta. Yo llevaba un portátil ultraligero, un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar, una camisa de recambio, unos pantalones cortos de deporte, una muda de ropa interior y (gran molestia) unos voluminosos regalos de despedida que me habían hecho Gene y Claudia. Aunque apenas me habían concedido una semana de excedencia, la decana me había puesto pegas. Era cada vez más evidente que buscaba una excusa para librarse de mí.
Rosie nunca había viajado a Estados Unidos, pero estaba familiarizada con el procedimiento de los vuelos internacionales. Le impresionó en grado sumo el trato especial que recibí. Facturamos en un mostrador donde no había cola y nos acompañaron desde el control de seguridad hasta la sala de clase business, aunque viajábamos en turista.
Mientras bebíamos champán en la sala de espera, le expliqué que me había ganado ciertos privilegios por ser especialmente atento en el cumplimiento de las reglas y los procedimientos en vuelos anteriores y por hacer numerosas sugerencias útiles en cuanto a los protocolos de facturación, la programación de vuelos, la formación de los pilotos y las posibles formas de neutralizar los sistemas de seguridad. Ya no se esperaba que ofreciera más consejos, pues había contribuido «de sobra para todos los vuelos que me quedaban».
—Eso es lo bueno de ser especial —comentó Rosie—. Bien, ¿cuál es el plan?
La organización es absolutamente crucial cuando se viaja y yo tenía un plan dividido por horas (con las subdivisiones pertinentes, de ser necesario) en sustitución de mi habitual programa semanal. Incorporaba las citas que Rosie había fijado con los dos candidatos a padre, Esler el psiquiatra y Freyberg el cirujano estético. Sorprendentemente, ella no había hecho más planes aparte de llegar al aeropuerto y encontrarse conmigo. Así por lo menos no tendríamos programas incompatibles que conciliar.
Abrí el horario en mi portátil y empecé a resumírselo. Ni siquiera había terminado mi lista de actividades para el vuelo cuando me interrumpió.
—Acelera, Don. ¿Qué haremos entre la cena del sábado con los Esler y la visita a Freyberg el miércoles…? Es por la tarde, ¿verdad? Entre ambas citas, tenemos cuatro días enteros en Nueva York.
—El sábado, después de cenar, iremos andando hasta la estación de metro de Marcy Avenue y tomaremos el tren J, M o Z hasta Delancey Street, donde efectuaremos un transbordo al tren F…
—Mejor una perspectiva general. Del domingo al miércoles. Una frase por día. Omite comer, dormir y traslados.
Eso facilitaba las cosas.
—Domingo, Museo de Historia Natural; lunes, Museo de Historia Natural; martes, Museo de Historia Natural; miércoles…
—¡Basta, espera! No me cuentes lo del miércoles, prefiero una sorpresa.
—Seguramente lo adivinarás.
—Seguramente. ¿Cuántas veces has estado en Nueva York?
—Ésta es la tercera.
—Y supongo que no será tu primera visita al museo.
—No.
—¿Qué pensabas que haría yo mientras tú estabas en el museo?
—No me lo había planteado. Conjeturo que has hecho planes por tu cuenta para tu estancia en Nueva York.
—Pues conjeturas mal. Vamos a ver Nueva York juntos. El domingo y el lunes, mando yo. Martes y miércoles, te toca a ti. Si quieres que pase dos días en el museo, pasaré dos días en el museo. Contigo. Pero el domingo y el lunes soy yo la guía turística.
—Pero si no conoces Nueva York…
—Tú tampoco.
Rosie se llevó nuestras copas de champán al bar para rellenarlas. Eran sólo las 9.42 en Melbourne, pero ya me hallaba en el horario de Nueva York. En su ausencia, volví a abrir el ordenador y me conecté al sitio web del Museo de Historia Natural. Tenía que reorganizar mis visitas.
Cuando volvió, invadió de inmediato mi espacio personal. ¡Me bajó la tapa del ordenador! ¡Increíble! Si le hubiera hecho eso a un alumno que jugara a Angry Birds, al día siguiente se habría presentado en el despacho de la decana. En la jerarquía académica, yo era profesor adjunto y Rosie una estudiante de doctorado, ¡merecía cierto respeto!
—Habla conmigo —me dijo—. No hemos tenido tiempo para hablar de nada que no sea el ADN. Ahora disponemos de una semana y quiero saber quién eres. Y si vas a ser el tipo que me diga quién es mi padre, debes saber quién soy yo.
En menos de quince minutos todo mi programa había quedado destrozado, aniquilado, inutilizado. Rosie se había hecho con el control.
Un empleado de la sala de espera nos acompañó al embarque del vuelo de catorce horas y media con destino a Los Ángeles. Gracias a mi estatus especial, Rosie y yo ocupamos dos asientos en una fila de tres. Sólo me colocan junto a otros pasajeros si el avión va completo.
—Empieza con tu infancia —dijo Rosie.
Únicamente le faltaba encender la luz del techo para completar la escena del interrogatorio. Era un prisionero, de modo que negocié… y planifiqué mi huida.
—Tenemos que dormir un poco. En Nueva York ahora es de noche.
—Son las siete. ¿Quién se acuesta a las siete? Además, no podría dormir.
—He traído somníferos.
A Rosie le sorprendió que los usara, pues me tomaba por alguien que desconfiaba de la química; tenía razón en que no sabía nada de mí. Acordamos que le resumiría mis experiencias infantiles, que, dada su formación como psicóloga, sin duda consideraría muy significativas; después comeríamos, nos tomaríamos los somníferos y dormiríamos. Me ausenté con la excusa de ir al lavabo y le pedí al sobrecargo que nos trajera la comida cuanto antes.