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Volví a mi despacho y cambié el traje de Gregory Peck por la americana y el pantalón nuevos. Después telefoneé. La recepcionista no estaba dispuesta a darme una cita para un asunto personal, por lo que reservé una evaluación física con Phil Jarman, el padre de Rosie entre comillas, para las 16.00 horas.
Cuando me levantaba para irme, la decana llamó y entró. Me indicó que la siguiera. Aunque no formaba parte del plan, ése era un día apropiado para cerrar esa fase de mi vida profesional.
Bajamos en ascensor y luego cruzamos el campus hasta su despacho, sin hablar. Al parecer, nuestra conversación debía desarrollarse en un entorno formal. Me sentía incómodo, lo que era una respuesta racional a la casi segura perspectiva de despido de un empleo permanente en una universidad prestigiosa por falta de ética profesional. Pero eso ya me lo esperaba; mi estado de ánimo tenía otro origen. La situación había evocado un recuerdo de mi primera semana en el instituto, cuando me habían mandado al despacho del director por mala conducta. La supuesta mala conducta era haber interrogado rigurosamente a nuestra profesora de religión. En retrospectiva, comprendía que era una persona bienintencionada, pero utilizó su posición de poder sobre un niño de once años para causarme una profunda angustia.
La verdad es que el director se había mostrado bastante comprensivo, pero quería que aprendiese a «respetar». Sin embargo, llegó tarde: mientras me dirigía a su despacho ya había concluido que era inútil intentar encajar. Sería el payaso de la clase los seis años siguientes.
Había pensado en aquello a menudo. Entonces mi decisión me pareció una respuesta racional basada en mi evaluación del nuevo entorno, pero posteriormente comprendí que la había provocado mi enfado ante una estructura de poder que reprimía mis argumentos.
Ahora, de camino al despacho de la decana, se me ocurrió algo más. ¿Y si mi profesora hubiera sido una teóloga brillante, provista de dos mil años de pensamiento cristiano bien articulado? Habría tenido unos argumentos mucho más convincentes que los de un niño de once años. ¿Me habría dado por satisfecho? Me temo que no. Como científico que debía fidelidad al pensamiento científico, habría tenido la sensación de que, en palabras de Rosie, se quedaban conmigo. ¿Era así como se había sentido el Curandero?
¿Había sido la demostración de la platija un caso de acoso escolar tan odioso como el cometido por mi profesora de religión, aunque tuviera yo razón?
Cuando llegamos al despacho de la decana en lo que esperaba que fuese la última vez, leí su nombre completo en la puerta y resolví una pequeña confusión. Profesora Charlotte Lawrence. Nunca habría pensado en ella como Charlie, pero seguramente Simon Lefebvre sí.
Entramos y nos sentamos.
—Veo que ambos llevamos nuestra ropa de trabajo. Siento mucho que no te hayas dignado ponértela en tu estancia aquí.
No respondí.
—Bien. No me ha llegado ningún informe. ¿Alguna explicación?
Simon Lefebvre apareció en el umbral. Era evidente que aquello estaba planeado. La decana —Charlie— le indicó que entrara.
—Puedes ahorrar tiempo explicándonoslo a los dos.
Lefebvre llevaba los documentos que yo le había entregado.
Justo en ese instante entró Regina, la secretaria de la decana.
—Disculpe la intromisión —dijo sin que por unos segundos ninguno supiéramos a quién de nosotros tres se dirigía—. Tengo un problema con su reserva en Le Gavroche, profesora. Al parecer la han quitado de la lista VIP.
La decana parecía sentir cierto malestar e indicó a Regina que se marchase.
—Bastaba con que me enviara esto —dijo Lefebvre sonriéndome y refiriéndose a los documentos—, no hacía falta la imitación de un savant, aunque reconozco que la llevó a cabo a la perfección. Al igual que la propuesta. Tendría que pasar por el comité de ética, pero es precisamente lo que buscábamos. Genética y medicina, un tema de actualidad, será publicidad para ambos.
Intenté analizar la expresión de la decana, pero superaba mi nivel de aptitudes de aquel momento.
—Así que felicidades, Charlie —prosiguió Simon—. Ya tienes tu proyecto conjunto de investigación. El Instituto de Investigación Médica está dispuesto a aportar cuatro kilos, más de lo especificado en el presupuesto, conque ya puedes empezar. —Supuse que se refería a cuatro millones de dólares—. Cuídame a éste, Charlie —añadió, señalándome—. Cuando menos te lo esperes, dará la campanada. Y lo quiero en el proyecto.
Aquél fue el primer rédito de mi inversión en mejorar mis aptitudes sociales. Había entendido lo que sucedía. No formulé ninguna pregunta tonta. No puse a la decana en una posición de bochorno insostenible que la obligara a actuar en contra de sus intereses. Me limité a asentir y volví a mi despacho.
Phil Jarman tenía los ojos azules. Ya lo sabía, pero fue lo primero en lo que me fijé. De unos cincuenta y cinco años, me sacaba unos diez centímetros de altura, era grande, fuerte y estaba muy en forma. Nos encontramos en la recepción del Gimnasio Jarman. De las paredes colgaban recortes de prensa y fotografías de un Phil más joven jugando al fútbol australiano. Si yo hubiera sido un estudiante de Medicina sin conocimientos avanzados de artes marciales, me lo habría pensado mucho antes de acostarme con la novia de este hombre. Quizá ésa fuera la sencilla razón de que nunca se hubiese informado a Phil acerca de la identidad del padre de Rosie.
—Dale algo de ropa al profe y que firme el papel de exención de responsabilidad por lesiones.
—Pero si sólo es una evaluación física —replicó la mujer de detrás del mostrador, perpleja.
—Hoy hemos puesto en marcha un nuevo protocolo —dijo Phil.
—No me hace falta ninguna evaluación —señalé, pero Phil parecía de ideas fijas.
—Pues la reservaste —repuso—. Sesenta y cinco pavos. Vamos por unos guantes de boxeo.
Me pregunté si se habría percatado de que me había llamado «profe». Rosie tenía razón, seguramente Phil habría visto la foto del baile. No me había molestado en dar otro nombre, pero al menos yo sabía que él sabía quién era yo. ¿Sabía él que yo sabía que él sabía quién era yo? Mi nivel de percepción de las sutilezas sociales estaba mejorando a ojos vistas.
Me puse una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos que olían a recién lavados y nos calzamos los guantes de boxeo. Yo sólo había boxeado alguna que otra vez, pero no temía los golpes; contaba con buenas técnicas defensivas, si era necesario. Lo que me interesaba era hablar.
—Vamos a ver cómo pegas —dijo Phil.
Di algunos puñetazos suaves que él interceptó.
—Vamos, hazme daño.
Me lo había pedido él mismo:
—Tu hijastra intenta localizar a su verdadero padre porque está descontenta de ti.
Phil bajó la guardia. Muy baja forma. Podría haberle dado de lleno de haber estado combatiendo de verdad.
—¿Hijastra? ¿Eso dice? ¿Por eso has venido?
Me lanzó un buen puñetazo que tuve que bloquear adecuadamente para que no me alcanzara. Reconoció el bloqueo e intentó un gancho. También lo bloqueé y contraataqué con un puñetazo que él esquivó con notable gracia.
—Como no es muy probable que Rosie consiga averiguarlo, he de solucionar el problema contigo.
Phil me lanzó un directo a la cabeza. Lo paré y retrocedí.
—¿Conmigo? ¿Con Phil Jarman? ¿Que ha construido su propio negocio de la nada, que levanta pesas de ciento cuarenta y cinco kilos, que muchas mujeres todavía consideran mejor partido que un médico o un abogado o… un empollón?
Lanzó un ataque combinado y ataqué a mi vez. Consideré que tenía muchas probabilidades de abatirlo, pero necesitaba seguir con la conversación.
—Aunque no es de tu incumbencia, te diré que formé parte del consejo escolar, entrené al equipo de fútbol del colegio…
—Resulta obvio que eso fue insuficiente —repuse—. Quizá Rosie necesite algo más, además de la excelencia personal.
En un momento de lucidez, entendí lo que ese «algo» sería en mi caso. ¿Todos mis esfuerzos para mejorar eran en vano? ¿Iba a acabar como Phil, intentando ganarme el amor de Rosie y despreciado?
La lucha y la contemplación no son compatibles: el puñetazo de Phil me alcanzó en el plexo solar. Conseguí retroceder y mitigar el impacto, pero caí al suelo. Phil se quedó de pie, enfadado.
—Puede que algún día Rosie lo sepa todo y quizá eso sea de ayuda, o quizá no. —Movió la cabeza como si fuera él quien hubiera recibido el puñetazo—. ¿Alguna vez me he considerado su padrastro? Pregúntaselo. No tengo más hijos, tampoco esposa. Hice de todo: le leí, me levanté de noche, la llevé a clases de equitación. Pero, cuando murió su madre, fue como si ya no pudiese hacer nada bien.
—No la llevaste a Disneylandia. ¡Le mentiste! —grité, incorporándome. Yo también estaba enojado.
Lo derribé con una llave en las piernas. No cayó bien y se golpeó contra el suelo. Forcejeamos, lo inmovilicé. La nariz le sangraba profusamente y la sangre me empapaba la camiseta.
—¡Disneylandia! —exclamó Phil—. Pero ¡si Rosie tenía diez años!
—Se lo contó a todo el mundo en la escuela. Para ella sigue siendo un problema.
Intentó librarse pero conseguí retenerlo, pese al estorbo de los guantes de boxeo.
—¿Quieres saber cuándo le dije que la llevaría a Disneylandia? Una vez. Sólo una. ¿Sabes cuándo? En el funeral de su madre. Yo iba en silla de ruedas. Me pasé ocho meses en rehabilitación.
Era una explicación muy razonable. Ojalá Rosie me hubiese proporcionado esta información antes de verme sujetando la cabeza de su padrastro contra el suelo mientras sangraba por la nariz. Le expliqué a Phil que en el funeral de mi hermana hice la promesa irracional de donar su dinero al hospicio cuando habría sido mejor invertirlo en investigación. Pareció comprenderlo.
—Le compré un joyero. Rosie llevaba tiempo insistiendo a su madre para que se lo comprara. Cuando acabé la rehabilitación creí que se había olvidado de Disneylandia.
—Predecir el efecto de nuestras acciones en los demás es difícil.
—Amén. ¿Podemos levantarnos?
La nariz seguía sangrándole y seguramente estaba rota, por lo que era una petición razonable. Sin embargo, todavía no estaba dispuesto a soltarlo.
—No hasta que resolvamos el problema.
Había sido un día muy intenso, pero aún me quedaba por delante la tarea de mayor importancia. Me examiné en el espejo. Las nuevas gafas, infinitamente más ligeras, y el modificado corte de pelo habían cambiado mi aspecto mucho más que la ropa.
Me metí el sobre en el bolsillo de la americana y el estuche en el del pantalón. Mientras pedía un taxi por teléfono, observé mi pizarra. El horario, escrito ahora con rotulador no permanente, era un mar de letras rojas, mi código para el Proyecto Rosie. Me dije que los cambios provocados a raíz del proyecto valdrían la pena aunque esa noche no consiguiera el objetivo final.