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Después de hablar con Julie fui de inmediato al despacho de Gene en el edificio de Psicología, pero no lo encontré. Por suerte, tampoco estaba su secretaria, la Bella Helena (que en realidad debería llamarse Muralla Helena), de modo que pude acceder a la agenda de Gene. Descubrí que daba una conferencia que debía terminar a las 17.00 horas, lo que le dejaba un hueco antes de otra reunión fijada para las 17.30. Perfecto. Sólo tendría que reducir la duración programada de mi sesión de gimnasio. Reservé el espacio vacante.

Después de una acelerada sesión de gimnasio conseguida a base de eliminar la ducha y modificar los ejercicios, fui haciendo jogging hasta la sala de conferencias y esperé en la entrada. Aunque transpiraba profusamente por el calor y el ejercicio, me sentía lleno de energía, tanto física como mental. Entré en cuanto mi reloj marcó las 17.00 en punto. Gene estaba junto al atril de la sala en penumbra; respondía, al parecer ajeno a la hora, a una pregunta sobre financiación. Un haz de luz penetró conmigo en la sala y los ojos del público se volvieron para mirarme, como si esperasen mi intervención.

—Se acabó el tiempo —anuncié—. Tengo una reunión con Gene.

El público empezó a levantarse de inmediato y vi a la decana en primera fila, acompañada de tres personas vestidas con trajes de ejecutivo. Supuse que estaban allí como potenciales fuentes de financiación y no debido a su curiosidad intelectual por la atracción sexual entre primates. Gene siempre pide dinero para investigar y la decana amenaza constantemente con recortar los departamentos de Genética y Psicología debido a la falta de recursos. Yo no me involucro en ese campo.

Gene alzó la voz entre los murmullos.

—Creo que mi colega el profesor Tillman ha señalado que deberemos hablar de la financiación, esencial como es para nuestra investigación, en otro momento. —Miró a la decana y sus acompañantes—. Gracias de nuevo por su interés en mi trabajo… y, por supuesto, el de mis colegas del departamento de Psicología.

Hubo aplausos. Al parecer, mi intervención había sido de lo más oportuna.

La decana y sus amigos ejecutivos pasaron de largo. Ella me dijo, sólo a mí:

—Sentimos haber demorado su reunión, profesor Tillman. Estoy segura de que podremos encontrar el dinero en otra parte.

Me alegró mucho saberlo, pero ahora, para mi fastidio, una muchedumbre rodeaba a Gene. Una pelirroja con varios objetos metálicos en las orejas estaba hablándole en voz alta.

—No puedo creer que hayas utilizado una conferencia pública para promocionar tu programa.

—Entonces es una suerte que hayas venido. He conseguido modificar una de tus creencias. Y es sólo la primera.

Era evidente que había cierta animosidad por parte de la mujer, aunque Gene sonreía.

—Aunque tuvieras razón, que no la tienes, ¿qué me dices de la repercusión social? —dijo ella.

Me asombró la respuesta de Gene, no por su intención, que me era familiar, sino por el rotundo cambio de tema. Gene tenía un nivel de aptitudes sociales que yo jamás alcanzaría.

—Eso suena a discusión de café. ¿Por qué no la retomamos delante de una taza?

—Lo siento, tengo una investigación en marcha. Ya sabes, científica.

Me abrí paso hacia Gene, pero tenía delante a una rubia alta y no quise arriesgarme a establecer contacto corporal. La mujer hablaba con acento noruego.

—¿Profesor Barrow? —dijo, refiriéndose a Gene—. Con todos los respetos, creo que está simplificando la postura feminista.

—Si vamos a hablar de filosofía, mejor hacerlo en una cafetería —repuso Gene—. Nos vemos en Barista’s dentro de cinco minutos.

La mujer asintió y se dirigió a la puerta. Por fin podíamos hablar.

—¿De dónde es su acento? —me preguntó Gene—. ¿Suecia?

—Noruega. Creía que ya tenías una noruega.

Y añadí que había reservado tiempo para una conversación, pero ahora Gene estaba concentrado en tomar un café con aquella mujer. La mayoría de los animales macho están programados para dar prioridad al sexo frente a ayudar a un individuo sin vínculos de parentesco, y Gene tenía la motivación adicional de su proyecto de investigación. De nada serviría discutir.

—Reserva el siguiente hueco en mi agenda —me propuso.

La Bella Helena ya se había marchado, así que de nuevo pude acceder a la agenda de Gene. Modifiqué mis horarios para facilitar la reunión. A partir de ahora el Proyecto Esposa tendría máxima prioridad.

Esperé exactamente hasta las 7.30 del día siguiente antes de llamar a la puerta de Gene y Claudia. Había sido necesario adelantar el jogging a las 5.45, antes de ir al mercado para la compra, lo que a su vez había implicado acostarse más temprano la noche anterior con el consiguiente efecto en cadena en varias tareas programadas.

Oí exclamaciones de sorpresa al otro lado de la puerta antes de que su hija Eugenie abriera. Como siempre, se alegró de verme y me pidió que la llevara a hombros a la cocina. Fue divertidísimo. Se me ocurrió que podía incluir a Eugenie y su hermanastro Carl en mi lista de amigos, lo que sumaría un total de cuatro.

Gene y Claudia estaban desayunando y me dijeron que no me esperaban. Recomendé a Gene que pusiera la agenda en línea para tenerla siempre actualizada y evitarme así desagradables encuentros con la Bella Helena. Mi propuesta no pareció entusiasmarlo.

Como me había perdido el desayuno, cogí un tarro de yogur de la nevera. ¡Edulcorado! No me extrañaba que Gene tuviera sobrepeso. Claudia todavía no, pero había notado cierto incremento. Señalé el problema e identifiqué el yogur como posible responsable.

Claudia me preguntó si me había gustado la conferencia sobre el síndrome de Asperger. Creía que la había impartido Gene y yo simplemente había asistido. La corregí y le dije que el tema me había parecido fascinante.

—¿Los síntomas te recordaban a alguien? —preguntó.

Por supuesto. Eran una descripción casi perfecta de Laszlo Hevesi, del departamento de Física. Y ya iba a contarles la famosa anécdota de Laszlo y el pijama cuando Carl, el hijo de dieciséis años de Gene, llegó con el uniforme escolar puesto. Se acercó a la nevera, como si fuera a abrirla, y de pronto se volvió y me lanzó un decidido puñetazo a la cabeza. Bloqueé el puñetazo y lo empujé firme y suavemente hacia abajo, para mostrarle que era más una cuestión de presión que de fuerza. Es un juego que siempre practicamos, pero Carl no había visto el yogur, que ahora estaba en nuestra ropa.

—No te muevas, traeré un trapo —dijo Claudia.

Un trapo no iba a limpiar mi camisa. Una camisa sucia requiere lavadora, detergente, suavizante y tiempo.

—Cogeré una de Gene —dije, encaminándome a su dormitorio.

Cuando volví vestido con una camisa blanca incómodamente grande con unos volantes decorativos en la pechera, traté de hablarles del Proyecto Esposa, pero Claudia estaba ocupada en actividades relacionadas con los niños. Resultaba frustrante. Quedamos para cenar la noche del sábado y les pedí que no programaran otro tema de conversación.

De hecho, el retraso fue de lo más oportuno, pues me permitió investigar diseños de cuestionarios, elaborar una lista de características deseables y redactar un borrador de encuesta. Todo eso, por supuesto, tuve que combinarlo con clases, compromisos de investigación y una reunión con la decana.

El viernes por la mañana habíamos mantenido otra interacción desagradable debido a que había denunciado a un alumno de último curso por falta de ética académica. No era la primera vez que sorprendía a Kevin Yu haciendo trampas. En esta ocasión, al corregir su trabajo más reciente, había reconocido una frase de un trabajo redactado por otro estudiante tres años atrás.

Mis investigaciones posteriores determinaron que ese antiguo alumno era ahora el tutor particular de Kevin y que, como mínimo, había escrito parte del trabajo encargado a mi alumno. Eso había sucedido hacía unas semanas. Yo había denunciado el incidente y esperaba que el proceso disciplinario siguiese su curso. Al parecer, las cosas eran más complicadas.

—La situación de Kevin es un poco compleja —comentó la decana.

Estábamos en su despacho estilo ejecutivo y ella vestía el traje estilo ejecutivo compuesto de falda y americana azul oscuro con el que, según Gene, pretendía dar una imagen de fortaleza. La decana es una mujer baja y delgada de unos cincuenta años, y es posible que esa ropa le confiera más volumen, pero no entiendo qué importancia puede tener el predominio físico en un entorno académico.

—Es la tercera infracción de Kevin y la normativa universitaria exige su expulsión —añadió.

Los hechos estaban claros y la acción que correspondía era más que evidente. Intenté identificar dónde se hallaba la complejidad mencionada por la decana.

—¿Las pruebas son insuficientes? ¿El alumno ha presentado un recurso legal?

—No, todo está muy claro. Pero su primera infracción fue muy inocente. Cortó y pegó de internet y el software antiplagio lo detectó. Era su primer año en la universidad, su inglés no era muy bueno. Y hay diferencias culturales.

Yo no tenía conocimiento de aquella infracción previa.

—Después tú lo denunciaste porque había copiado algo de un trabajo poco conocido que resultaba que tú conocías.

—Correcto.

—Verás, Don, ningún profesor está tan… tan atento como tú.

No era habitual que la decana me felicitase por mi dedicación y mis vastas lecturas.

—Esos chicos pagan mucho por estudiar aquí —prosiguió—. Nosotros dependemos de sus matrículas. No queremos que copien descaradamente de internet, pero tenemos que reconocer que necesitan ayuda y… a Kevin sólo le queda un semestre para terminar. No podemos mandarlo de vuelta a casa sin título, después de haber pasado tres años y medio estudiando aquí. No está bien.

—¿Y si fuese un estudiante de Medicina? ¿Y si usted ingresara en el hospital y el médico que la operase hubiese copiado en los exámenes?

—Kevin no estudia Medicina. Y no ha copiado en sus exámenes, sólo se ha procurado algo de ayuda en un trabajo.

Tuve la impresión de que la decana únicamente me había halagado para que yo aceptara un comportamiento poco ético. Pero la solución a su dilema era evidente. Si no quería infringir las normas, debía cambiarlas. Se lo indiqué.

No soy muy experto en eso de interpretar expresiones, y la que apareció en la cara de la decana no me resultó familiar.

—No puede dar la impresión de que toleramos las trampas —dijo.

—¿Aunque las toleremos?

Aquella reunión me dejó confundido y enfadado. Había asuntos muy serios en juego. ¿Y si no se aceptaban nuestras investigaciones dada nuestra reputación de bajo nivel académico? Muchas personas podían morir mientras los tratamientos para sus enfermedades se retrasaban. ¿Y si un laboratorio de genética contrataba a alguien que había obtenido el título mediante trampas y esa persona cometía graves errores? La decana parecía más preocupada por las apariencias que por estos asuntos esenciales.

Imaginé cómo sería compartir mi vida con la decana. Qué visión tan espantosa. El problema subyacente era la preocupación por la imagen. Mi cuestionario sería implacable a la hora de eliminar a las mujeres preocupadas por las apariencias.