23

Sobrevivimos al control de inmigración. La experiencia previa me había enseñado a no aportar observaciones ni sugerencias y no tuve que recurrir a la carta de recomendación de David Borenstein, de la Universidad de Columbia, que me describía como una persona sana y competente. Rosie parecía en extremo nerviosa, resultaba evidente incluso para alguien no especialmente dotado en descifrar estados emocionales, y me preocupó que despertara sospechas y nos negaran la entrada «sin razón justificable», como me había ocurrido en una ocasión.

El funcionario me preguntó: «¿A qué se dedica?», respondí: «Investigador de genética»; él dijo: «¿El mejor del mundo?» y respondí: «Sí». Pasamos el control y Rosie casi corrió a Aduanas y luego hasta la salida. Yo iba varios metros detrás, cargado con las dos maletas. Era obvio que le pasaba algo.

La alcancé fuera, al otro lado de las puertas automáticas, cuando metía la mano en el bolso.

—Cigarrillo —dijo. Encendió uno y le dio una profunda calada—. No digas nada, ¿vale? Si alguna vez he necesitado un motivo para dejarlo, ahora lo tengo. Dieciocho horas y media. Joder.

Era una suerte que me hubiera pedido que no dijera nada. Guardé silencio, pero estaba conmocionado por el impacto de la adicción en su vida.

—¿Y qué era eso del «mejor genetista del planeta»? —quiso saber.

Le expliqué que disponía de un visado especial O-1 para extraños de talento excepcional. Lo había necesitado después de la ocasión en que se me había negado la entrada en Estados Unidos, y ésta se consideró la opción más segura entre todos los visados. Los O-1 no son muy frecuentes y «sí» era la respuesta correcta a cualquier pregunta sobre la excepcionalidad de mis habilidades. A Rosie lo de los «extraños de talento excepcional» le pareció divertido. Corrección: desternillante.

Cuando acabó el cigarrillo nos dirigimos al bar. Eran sólo las 7.48 horas en Los Ángeles, pero podíamos seguir en la zona horaria de Melbourne hasta que llegásemos a Nueva York.

Puesto que no habíamos facturado las maletas y habíamos pasado el control de inmigración con celeridad, pudimos implementar la alternativa prevista para el mejor de los casos y coger un vuelo previo rumbo a Nueva York. Había hecho planes para el tiempo que ganábamos con esta maniobra.

En el JFK llevé a Rosie al AirTrain.

—Tenemos dos opciones para el metro.

—Supongo que habrás memorizado los horarios —comentó.

—El esfuerzo no valía la pena; sólo me sé las líneas y estaciones que necesitamos para nuestros trayectos.

Me encanta Nueva York. Tiene un trazado muy lógico, al menos de la calle Catorce para arriba.

Cuando Rosie había hablado por teléfono con la mujer de Isaac Esler, ésta se había mostrado muy ilusionada con las noticias de Australia y nuestra visita.

—Necesitarás un nombre falso, por si Esler reconoce el tuyo del estudio sobre el síndrome de Asperger —me advirtió Rosie en el metro.

Ya me lo había planteado.

—Austin. Por Austin Powers, misterioso agente internacional.

A Rosie le pareció divertidísimo. Había conseguido hacer una broma deliberada y eficaz sin echar mano de las rarezas de mi personalidad: fue un momento memorable.

—¿Profesión?

—Dueño de una ferretería —respondí, en este caso de forma espontánea.

—Vaaaale. De acuerdo.

Subimos al tren E dirección Lexington y la calle Cincuenta y tres, hacia la parte alta de la ciudad.

—¿Dónde está el hotel? —me preguntó Rosie mientras la llevaba por Madison Avenue.

—En el Lower East Side. Pero primero hemos de ir de compras.

—Joder, Don, son las cinco y media pasadas y tenemos que estar en casa de los Esler a las siete y media. No podemos ir de compras, debo cambiarme.

Miré a Rosie. Llevaba vaqueros y camiseta, un atuendo convencional. No veía el problema, pero disponíamos de tiempo para todo.

—No había planeado ir al hotel antes de cenar, pero puesto que hemos llegado antes de lo previsto…

—Don, me he pasado veinticuatro horas en un avión. Mira, no haremos nada más de lo que consta en tu programa hasta que compruebe su grado de locura.

—He programado cuatro minutos para la transacción —declaré.

Ya estábamos ante el establecimiento de Hermès, que mi investigación había identificado como la mejor tienda de pañuelos del mundo. Entré seguido de Rosie.

El establecimiento estaba vacío, salvo por nosotros. Perfecto.

—Don, no vas vestido para esto.

¡Vestirse para ir de compras! Iba vestido para viajar, comer, alternar, visitar museos… y comprar: llevaba zapatillas de corredor, camiseta y el jersey de punto hecho por mi madre. Esto no era Le Gavroche. Me parecía muy poco probable que se negaran a participar en un intercambio comercial debido a mi atuendo. Y estaba en lo cierto.

Había dos mujeres detrás del mostrador, una (edad aproximada, cincuenta y cinco, IMC aproximado, 19) llevaba anillos en ocho dedos, y la otra (edad aproximada, veinte, IMC aproximado, 22), unas enormes gafas violeta que le daban un aspecto de hormiga humana. Iban vestidas de manera formal. Inicié la transacción.

—Solicito un pañuelo de alta calidad.

La Mujer Anillos sonrió.

—En eso puedo ayudarlo. ¿Es para la señora?

—No. Para Claudia. —Comprendí que ese dato no le servía de mucho, pero no sabía cómo explicarme.

—Y Claudia… ¿qué edad tiene? —preguntó la mujer, trazando círculos con una mano en el aire.

—Cuarenta y un años y trescientos cincuenta y seis días.

—Ah, entonces tenemos cumpleaños a la vista —comentó la Mujer Anillos.

—Sólo el de Claudia. —Para el mío faltaban treinta y dos días, lo que no lo calificaba como «a la vista»—. Claudia lleva pañuelos incluso cuando hace calor para taparse las arrugas del cuello, que considera poco atractivas, por lo que no es necesario que el pañuelo sea funcional, sino sólo decorativo.

—¿Qué le parece éste? —preguntó la Mujer Anillos sacando uno.

Era notablemente liviano y ofrecía una protección casi nula contra el viento y el frío. Pero sin duda resultaba decorativo, como yo había especificado.

—Excelente. ¿Cuánto es? —Íbamos justos respecto a la programación.

—Mil doscientos dólares.

Abrí la cartera y saqué la tarjeta de crédito.

—Oye, oye, espera un momento —intervino Rosie—. Creo que nos gustaría ver otros modelos para no precipitarnos.

—Nuestros cuatro minutos casi han concluido —le recordé.

La Mujer Anillos colocó tres pañuelos más sobre el mostrador. Rosie se puso a mirar uno. Yo la imité y miré otro. Parecía bonito. Todos parecían bonitos. No tenía ningún criterio de discriminación.

Aquello continuó. La Mujer Anillos siguió arrojando pañuelos en el mostrador y Rosie y yo los miramos. La Mujer Hormiga vino a ayudar. Finalmente identifiqué uno sobre el que podía hacer un comentario inteligente:

—¡Este pañuelo tiene un defecto! No es simétrico. La simetría es un componente esencial de la belleza humana.

Rosie tenía una respuesta brillante.

—Quizá la asimetría del pañuelo realce la simetría de Claudia.

La Mujer Hormiga sacó un pañuelo rosa con adornos de pelusa. Hasta yo me di cuenta de que Claudia no lo aprobaría y lo arrojé enseguida al montón de los descartados.

—¿Qué le pasa? —preguntó Rosie.

—No lo sé. Es inadecuado.

—Oh, vamos. Puedes hacerlo mejor. Imagínate quién lo llevaría.

—Barbara Cartland —dijo la Mujer Anillos.

No me sonaba el nombre, pero la respuesta se me ocurrió de repente.

—¡La decana! En el baile.

Rosie se echó a reír.

—¡Cooorrecto! —Sacó otro pañuelo del montón—. ¿Y éste?

Era casi transparente.

—Julie —dije de manera mecánica, y luego les hablé a Rosie y las dos mujeres de la terapeuta de los Asperger y su reveladora indumentaria. Seguramente no desearía que un pañuelo redujera su impacto.

—¿Éste?

Era un pañuelo que me había gustado por sus colores vivos, pero que Rosie había descartado por demasiado «chillón».

—Bianca.

—¡Exacto! —Rosie no paraba de reír—. Sabes más de ropa de lo que crees.

La Mujer Hormiga sacó un pañuelo con un estampado de pájaros. Lo examiné. Los dibujos eran de una precisión notable; me pareció muy bonito.

—Aves del mundo —comentó la Mujer Hormiga.

—¡Dios mío, no! ¡No para Claudia! —exclamó Rosie.

—¿Por qué no? Es muy interesante.

—¡Aves del mundo! Piénsalo. Gene.

Los pañuelos llegaban de todos los rincones, se amontonaban rápidamente, se evaluaban y descartaban. Todo ocurría con tal velocidad que me recordó a la Gran Noche de los Cócteles, salvo que ahora nosotros éramos los clientes. Me pregunté si las mujeres disfrutaban con su trabajo tanto como yo había disfrutado con el mío.

Al final dejé que decidiese Rosie. Eligió el primer pañuelo que nos habían enseñado.

—Me temo que acabas de perder una hora de tu vida —me dijo mientras salíamos de la tienda.

—No, no, el desenlace era irrelevante. Me ha parecido muy divertido.

—Bueno, pues si quieres volver a divertirte, a mis pies no les irían mal unos Manolo Blahnik.

Por la referencia a los pies, supuse que se refería a unos zapatos.

—¿Tenemos tiempo? —Ya habíamos consumido el margen que Rosie reservaba para ir al hotel.

—Es una broma, es una broma.

Afortunadamente: debíamos apresurarnos si queríamos llegar a tiempo a casa de los Esler. Pero Rosie necesitaba cambiarse. Había unos aseos en la estación de Union Square; entró a toda prisa y reapareció con un aspecto asombrosamente distinto.

—Increíble. Y qué rápido —comenté.

Rosie me miró y, en un tono que sugería descontento, preguntó:

—¿Irás vestido así?

—Ésta es mi ropa. Llevo una camisa de recambio.

—Déjame verla.

Metí la mano en la maleta para sacar la camisa de repuesto, que dudaba que ella prefiriera, y entonces recordé el regalo de Claudia. Se lo enseñé.

—Es un regalo de Claudia. También me ha dado unos vaqueros, si eso ayuda.

—Tres hurras por Claudia. Se ha ganado el pañuelo.

—Llegaremos tarde.

—Si llegas tarde dentro de unos límites, no pasa nada.

Isaac y Judy Esler tenían un piso en Williamsburg. Mi tarjeta SIM estadounidense funcionaba correctamente y pudimos llegar al destino con el GPS. Esperaba que cuarenta y seis minutos se adaptaran a la definición de Rosie de «tarde dentro de unos límites».

—Austin, recuerda —me dijo mientras llamaba al timbre.

Nos abrió Judy. Le calculé cincuenta años, IMC 26. Tenía acento neoyorquino y estaba preocupada por si nos habíamos perdido. Su marido Isaac era la caricatura de un psiquiatra: unos cincuenta y cinco años, bajo, calvicie incipiente, barba de chivo, IMC 19. No era tan simpático como ella.

Nos ofrecieron unos martinis. Recordaba el efecto que me había producido esa bebida en mis ensayos para la Gran Noche de los Cócteles y decidí no ingerir más de tres. Judy había preparado unos canapés de pescado y nos preguntó detalles del viaje. Quería saber si ya habíamos visitado Nueva York alguna vez, en qué estación del año estábamos en Australia (una pregunta no muy compleja) y si planeábamos ir de compras o ver museos. Rosie se encargó de las respuestas.

—Isaac se va a Chicago por la mañana; cuéntales qué harás allí —dijo Judy.

—Sólo se trata de una conferencia —contestó Isaac.

Ni Isaac ni yo tuvimos que hablar mucho para que fluyese la conversación, pero sí me hizo una pregunta de camino al comedor.

—¿A qué te dedicas, Austin?

—Austin es dueño de una ferretería muy próspera —respondió Rosie.

Judy nos sirvió una cena deliciosa a base de salmón de piscifactoría que, le aseguró a Rosie, era sostenible. Yo apenas había probado la comida de baja calidad del avión y disfruté inmensamente de la cocina de Judy. Isaac abrió una botella de pinot gris de Oregón y fue generoso a la hora de rellenar mi copa. Hablamos de Nueva York y de las diferencias entre la política australiana y la estadounidense.

—Me alegro mucho de que hayáis venido, es una forma de compensar lo de la fiesta del treinta aniversario. Isaac sintió muchísimo no poder asistir.

—Tampoco demasiado. Volver al pasado no es algo que deba hacerse a la ligera. —Tomó el último bocado de pescado de su plato y miró a Rosie—. Te pareces mucho a tu madre. La última vez que la vi, era sólo un poco más joven que tú.

—Nos casamos el día después de la fiesta de fin de carrera y nos mudamos aquí. Isaac tenía una resaca fortísima en la boda. Se había portado muy mal —comentó Judy, sonriendo.

Isaac miró a Rosie. Rosie miró a Isaac.

Judy recogió el plato de Rosie y el mío. Decidí que era el momento de actuar, pues todos estaban distraídos. Me levanté y cogí el plato de Isaac y luego el de Judy. Isaac estaba demasiado ocupado con el juego de miradas que tenía a Rosie como oponente. Me llevé los platos a la cocina y de camino tomé una muestra del tenedor de Isaac.

—Supongo que Austin y Rosie estarán agotados —dijo Judy cuando volvimos a la mesa.

—¿Dices que tienes una ferretería, Austin? —Isaac se levantó—. ¿Tienes cinco minutos para echar un vistazo a un grifo? Supongo que será un trabajo de fontanería, pero puede que se trate sólo de una arandela.

—La anilla de las juntas —aclaró Judy, como dudando de mi profesionalidad.

Isaac y yo bajamos la escalera del sótano. Estaba convencido de que podría ayudarlo con el problema del grifo, pues me había pasado muchas vacaciones escolares dando exactamente ese tipo de consejos. Pero cuando llegábamos al pie de la escalera se fue la luz. ¿Qué había pasado? ¿Un apagón?

—¿Estás bien, Don? —preguntó Isaac, preocupado.

—Estoy bien. ¿Qué ocurre?

—Lo que ocurre es que has respondido al nombre de Don, Austin.

Nos quedamos inmóviles en la oscuridad. Dudaba que hubiera convenciones sociales para sobrellevar el interrogatorio de un psiquiatra en un sótano a oscuras.

—¿Cómo lo ha sabido? —le dije.

—Dos comunicaciones no solicitadas de la misma universidad en un mes. Una búsqueda por internet. Hacéis una buena pareja de baile.

Más silencio y oscuridad.

—Aunque tengo la respuesta a tu pregunta, prometí guardar silencio. Si fuera una cuestión de vida o muerte o hubiese en juego un grave problema de salud mental, lo reconsideraría. Pero no veo ninguna razón para romper una promesa que hice, porque las personas involucradas se plantearon seriamente la mejor opción. Has venido desde muy lejos en busca de mi ADN y supongo que lo habrás obtenido al retirar los platos de la mesa. Sin embargo, quizá quieras reflexionar independientemente de los deseos de tu novia, antes de proseguir.

Encendió la luz.

Algo me inquietaba cuando subimos la escalera. Me detuve en lo alto.

—Si usted sabía lo que perseguíamos, ¿por qué nos ha dejado entrar en su casa?

—Buena pregunta. Puesto que la has planteado, seguro que puedes adivinar la respuesta. Quería ver a Rosie.