27
Teníamos que llevar a cabo otra tarea crucial antes de partir de Nueva York a la mañana siguiente. Max Freyberg, cirujano estético y potencial padre biológico de Rosie que estaba «ocupadísimo», había accedido a vernos durante quince minutos a las 18.45 horas. Rosie le había dicho a su secretaria que estaba escribiendo una serie de artículos para una publicación sobre ex alumnos famosos de la universidad. Yo llevaba la cámara de Rosie y me identificaría como fotógrafo.
Conseguir la cita ya había sido muy difícil, pero resultaba evidente que lo sería aún más recoger el ADN en un entorno laboral en lugar de en un ambiente social o doméstico. Había adjudicado a mi cerebro el cometido de resolver el problema antes de viajar a Nueva York y esperaba encontrar la solución mediante un procesamiento en segundo plano, pero al parecer mi cabeza había estado demasiado ocupada con otros asuntos. Lo mejor que se me ocurrió era un anillo con pinchos que lo hiciera sangrar cuando nos diésemos la mano, pero Rosie lo consideró socialmente inviable.
Sugirió que le cortáramos un cabello, bien sin que se diera cuenta, bien con la excusa de que estropeaba la foto. Sin duda, a un cirujano estético le preocuparía su aspecto. Por desgracia, no era probable que un pelo cortado nos proporcionase una muestra adecuada; había que arrancarlo para obtener el folículo. Rosie se armó de unas pinzas. Por una vez deseé pasar esos quince minutos en una sala llena de humo: una colilla habría solucionado el problema. Tendríamos que estar atentos y aprovechar la menor oportunidad.
Las dependencias de Freyberg se hallaban en un edificio antiguo del Upper East Side. Rosie llamó al timbre y un guardia de seguridad nos condujo a una sala de espera cuyas paredes estaban cubiertas de certificados y cartas enmarcadas de pacientes que alababan el trabajo del médico.
La secretaria, una mujer muy delgada (IMC estimado, 16) de unos cincuenta y cinco años con unos labios desproporcionadamente gruesos, nos condujo al despacho del médico. ¡Más certificados! El propio Freyberg tenía un gran defecto: era completamente calvo. El método del cabello no era viable y tampoco había indicios de que fuese fumador.
Rosie estuvo impresionante con la entrevista. Freyberg describió algunos procedimientos que parecían tener una justificación clínica mínima y habló de su importancia para la autoestima. Por suerte se me había adjudicado un papel silencioso, pues me habría sentido fuertemente tentado de discutírselo. También me costaba concentrarme. Mi cerebro todavía estaba procesando el incidente de Rosie cogiéndome la mano.
—Disculpe, ¿puede pedirle algo de beber? —preguntó Rosie.
—Faltaría más. ¿Café, té?
—Café me parece perfecto. Solo. ¿Me acompañará usted?
—Estoy bien así. Sigamos. —Freyberg pulsó un botón del interfono—. Un café solo, Rachel.
—Debería tomarse un café —tercié.
—Ni lo pruebo —repuso Freyberg.
—A menos que padezca intolerancia genética a la cafeína, no hay efectos adversos demostrados. Muy al contrario…
—¿Me repiten para qué revista trabajan?
Era una cuestión directa y completamente predecible. Habíamos acordado de antemano el nombre de la ficticia publicación universitaria que Rosie ya había mencionado al presentarse.
Pero mi cerebro falló. Ambos hablamos a la vez. Ella dijo Las Caras del Cambio y yo, Las Manos del Cambio.
Fue una incongruencia sin importancia que cualquier persona racional hubiese interpretado como un error simple e inocente, pues eso era en realidad. Pero la expresión de Freyberg denotó incredulidad y de inmediato garabateó algo en un cuaderno. Cuando Rachel trajo el café, le entregó la nota. Diagnostiqué paranoia y empecé a pergeñar un plan de huida.
—Tengo que ir al baño —anuncié, pensando en llamar a Freyberg desde el baño para que Rosie pudiera escapar mientras él atendía la llamada.
Me dirigía a la salida cuando Freyberg me interceptó:
—Use el mío. Por favor.
Me condujo a la parte trasera de su despacho, pasamos ante Rachel, llegamos a una puerta señalizada con el rótulo PRIVADO y me dejó allí. No había forma de escapar sin volver por donde habíamos venido. Saqué mi teléfono, llamé al 411 (información telefónica) y me pusieron con Rachel. Oí que el teléfono sonaba y la secretaria respondía. Hablé en voz baja.
—Tengo que hablar con el doctor Freyberg. Es una emergencia.
Expliqué que mi esposa era paciente del médico y que le habían estallado los labios. Colgué y envié un sms a Rosie: «Sal ahora mismo».
Aquel baño necesitaba los servicios de Eva. Conseguí abrir la ventana, que obviamente llevaba mucho tiempo sin usarse. Aunque estaba en un cuarto piso, en el muro externo parecía haber mucho a lo que agarrarse, de modo que me deslicé por la ventana y empecé a bajar despacio, concentrándome en la tarea y esperando que Rosie hubiese podido huir. Hacía mucho que no practicaba la escalada y el descenso no fue tan sencillo como creía. La pared estaba resbaladiza por la lluvia matinal y mis zapatillas de corredor no eran ideales para la actividad. Una vez resbalé y por poco no conseguí agarrarme a un ladrillo. Oí gritos abajo.
Cuando por fin llegué al suelo, descubrí una pequeña multitud congregada.
—Dios mío, Don, ¡podrías haberte matado! No era para tanto —exclamó Rosie, echándome los brazos al cuello.
—El riesgo era mínimo. Sólo había que ignorar el factor altura.
Fuimos al metro. Rosie estaba muy inquieta. Freyberg la había tomado por una detective contratada por una paciente insatisfecha y había intentado que el personal de seguridad la retuviera. Con independencia de la cuestionable legalidad de su actuación, nos habríamos encontrado en una situación complicada.
—Voy a cambiarme —dijo Rosie—. Es nuestra última noche en Nueva York, ¿qué te apetece hacer?
Mi programación original especificaba un asador de carne, pero ahora que nuestra pauta era comer juntos debía seleccionar un restaurante apto para una «vegetariana» que comía pescado y marisco sostenibles.
—Bueno, ya se nos ocurrirá algo. Hay muchas opciones —aseguró.
Tardé tres minutos en cambiarme de camisa. Una vez abajo, aguardé a Rosie otros seis. Finalmente subí a su habitación y llamé. Esperé un buen rato. Luego oí su voz.
—¿Cuánto crees que tarda uno en ducharse?
—Tres minutos y treinta segundos —respondí—, a menos que me lave el pelo, en cuyo caso hay que añadir un minuto y doce segundos más. —El tiempo adicional se debía principalmente a la necesidad de dejar que el acondicionador actuara durante sesenta segundos.
—Espera.
Rosie abrió. Iba cubierta tan sólo con una toalla, tenía el cabello mojado y estaba muy atractiva. Olvidé dirigir los ojos directamente a su cara.
—Oye, no hay colgante —dijo.
Tenía razón, no podía utilizar el colgante como excusa, pero, en lugar de soltarme un sermón sobre mi conducta inapropiada, sonrió y se acercó a mí. No sabía si iba a dar otro paso o si debía darlo yo. Al final, no lo dimos ninguno. Fue un momento incómodo, pero sospeché que ambos habíamos contribuido al problema.
—Tendrías que haber traído el anillo —comentó.
Por un momento mi cerebro interpretó «anillo» como «anillo de boda» y empecé a imaginar una situación completamente equivocada; entonces comprendí que se refería al anillo con pinchos que había sugerido para obtener sangre de Freyberg.
—Mira que llegar hasta aquí y no conseguir la muestra…
—Afortunadamente la tenemos —dije.
—¿Has conseguido una muestra? ¿Cómo?
—De su cuarto de baño. Qué dejadez, tendría que hacerse una revisión de próstata. El suelo…
—No sigas, Don. Demasiada información. Pero buen trabajo.
—Una higiene lamentable para un cirujano. Un pseudocirujano. Eso de insertar materiales sintéticos con el único fin de alterar la apariencia es un desperdicio increíble de pericia quirúrgica.
—Espera a tener cincuenta y cinco años y que tu pareja tenga cuarenta y cinco, a ver si dices lo mismo.
—Se supone que eres feminista —repuse, aunque empezaba a dudarlo.
—Eso no implica que no quiera ser atractiva.
—Tu aspecto debería ser irrelevante en la opinión que tu pareja tenga de ti.
—La vida está llena de «deberías». Tú eres el genetista; todo el mundo se fija en el aspecto de los demás. Incluso tú.
—Cierto. Pero no permito que afecte a mi valoración de esas personas.
Estaba adentrándome en terreno peligroso. El tema del atractivo de Rosie me había causado un grave problema la noche del baile de la facultad. La declaración era coherente con mis ideas de cómo juzgar a la gente y cómo me gustaría que me juzgaran, pero nunca había tenido que aplicar tales creencias a una mujer que estaba ante mí en una habitación de hotel cubierta únicamente con una toalla. Caí en la cuenta de que no había dicho toda la verdad.
—Dejando al margen el factor testosterona —añadí.
—¿Hay por ahí un cumplido oculto?
La conversación se complicaba. Intenté aclarar mi postura.
—Sería irrazonable atribuirte el mérito de que seas guapísima.
Lo que hice a continuación fue sin duda el resultado de que mis ideas se mezclaran con una secuencia de incidentes extraordinarios y traumáticos que habían tenido lugar en las horas precedentes: el haber ido cogidos de la mano, la escapada de la clínica de cirugía estética y el impacto extremo de tener ante mí a la mujer más hermosa del mundo desnuda bajo una toalla.
Aunque también habría que atribuirle parte de culpa a Gene, por sugerirme que el tamaño del lóbulo de la oreja era un factor determinante en la atracción sexual. Como nunca había sentido semejante atracción sexual por una mujer, de pronto me sentí impulsado a examinarle las orejas. En un instante que, de manera retrospectiva, fue similar al de El extranjero de Camus, extendí el brazo y le aparté el cabello. Pero, sorprendentemente, en este caso la respuesta fue distinta a la documentada en la novela que habíamos estudiado en el instituto. Rosie me abrazó y me besó.
Es probable que mi cerebro esté configurado de un modo no convencional, pero mis ancestros no habrían conseguido reproducirse sin entender ni responder a señales sexuales básicas. Esa aptitud sí que la tengo integrada. Besé a Rosie. Ella respondió.
Nos apartamos un momento. Era evidente que la cena se atrasaría. Me miró y dijo:
—¿Sabes?, con otras gafas y otro corte de pelo podrías ser Gregory Peck en Matar un ruiseñor.
—¿Y eso es bueno? —Asumí que dadas las circunstancias lo era, pero quería que me lo confirmase.
—Era el hombre más sexy que ha existido jamás.
Avancé para volver a besarla. Me detuvo.
—Don, esto es Nueva York. Son como unas vacaciones. No quiero que pienses que significa algo más.
—Lo que pasa en Nueva York se queda en Nueva York, ¿no?
Era una frase que Gene me había enseñado para que la usara en los congresos, pero nunca había tenido que recurrir a ella. Sonaba un poco rara, pero se adecuaba a las circunstancias. Evidentemente, era importante que ambos coincidiéramos en que no habría una continuidad emocional. Aunque yo no tenía una mujer en casa como Gene, mi concepto de esposa difería mucho de Rosie, que seguramente saldría al balcón a fumar después de mantener relaciones sexuales. Lo curioso era que la idea no me repelía tanto como debería.
—Tengo que coger algo de mi habitación —le dije.
—Buena idea. No tardes mucho.
Mi habitación estaba tan sólo once plantas más arriba, de modo que subí por la escalera. Una vez dentro, me duché y luego hojeé el libro que Gene me había regalado. Resultaba que al final Gene había acertado. Increíble.
Bajé la escalera hasta la habitación de Rosie. Habían pasado cuarenta y tres minutos. Llamé a la puerta y me abrió vestida con un camisón que, de hecho, era más revelador que la toalla. Sostenía dos copas de champán.
—Lo siento, se le han ido un poco las burbujas.
Observé la habitación. La colcha estaba apartada, las cortinas corridas y sólo había una lámpara de noche encendida. Le tendí el libro de Gene.
—Ya que ésta será nuestra primera y probablemente última vez, y como sin duda tienes más experiencia, recomiendo que selecciones la postura.
Rosie hojeó el libro, luego volvió a hojearlo. Se detuvo en la primera página, donde Gene había escrito su símbolo.
—¿Esto te lo dio Gene?
—Era un regalo para el viaje.
Intenté descifrar la expresión de Rosie e interpreté enfado, pero luego desapareció y me dijo en un tono nada enojado:
—Don, lo siento, no puedo. Lo siento mucho.
—¿He dicho algo incorrecto?
—No, soy yo. Lo siento mucho.
—¿Has cambiado de opinión durante mi ausencia?
—Sí, eso es. Lo siento.
—¿Estás segura de que no he hecho algo mal?
Rosie era mi amiga y lo que más me importaba ahora era no arriesgar nuestra amistad. La cuestión del sexo se había evaporado.
—No, no, soy yo. Tú has sido increíblemente considerado.
Era un cumplido que no acostumbraba recibir. Un cumplido muy satisfactorio. La noche no había sido del todo desastrosa.
No podía dormir. No había cenado y sólo eran las 20.55. Ahora Claudia y Gene estarían trabajando en Melbourne y tampoco me apetecía hablar con ellos. Consideré poco recomendable volver a comunicarme con Rosie, por lo que llamé al único amigo que me quedaba. Dave ya había cenado, pero fuimos andando a una pizzería y cenó por segunda vez. Después entramos en un bar, vimos béisbol y hablamos de mujeres. Apenas recuerdo lo que dijimos, pero sospecho que tampoco me habría sido de mucha utilidad a la hora de elaborar planes racionales para el futuro.