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Aproximadamente dos horas después de que Gene saliera de mi despacho con los cuestionarios rellenados del Proyecto Esposa, alguien llamó a la puerta. Yo estaba pesando exámenes de alumnos, una actividad que no está prohibida, aunque sospecho que sólo porque nadie sabe que la practico. Forma parte de un proyecto para reducir las tareas de evaluación mediante la búsqueda de parámetros de medición fácil, como la inclusión de un índice de materias o una cubierta mecanografiada en lugar de caligrafiada, factores que quizá proporcionen indicios de calidad tan válidos como el aburrido proceso de leerme el trabajo por entero.
Escondí la balanza bajo la mesa en cuanto la puerta se abrió y al alzar la mirada vi a una desconocida en el umbral. Le calculé unos treinta años y un IMC de 20.
—¿Profesor Tillman?
Como mi nombre está en la puerta, no era una pregunta que trasluciera una perspicacia particular.
—Correcto.
—El profesor Barrow me ha sugerido que venga a verlo.
Asombrado por la eficacia de Gene, miré a la mujer más detenidamente mientras se acercaba a mi mesa. No presentaba señales evidentes de incompatibilidad. No detecté maquillaje. Su cuerpo y su tez se correspondían con un buen estado de salud. Llevaba unas gafas de montura gruesa que evocaron malos recuerdos de la Mujer Helado de Albaricoque, una larga camiseta negra con varios rotos y un cinturón también negro con cadenas metálicas. Era una suerte que hubiese eliminado la pregunta sobre las joyas, porque lucía grandes pendientes de metal y un colgante muy interesante en el cuello.
Aunque no suelo fijarme en la ropa, la suya parecía incompatible con lo que yo esperaría de una académica o una profesional muy cualificada y también con el clima veraniego. Supuse que sería una autónoma o que estaría de vacaciones y que, libre de constricciones laborales, había elegido su vestimenta al azar. Cosa que yo entendía muy bien.
Siguió un silencio bastante prolongado y deduje que me tocaba a mí hablar. Aparté la vista del colgante y recordé las instrucciones de Gene.
—¿Qué tal si cenamos esta noche?
Pareció sorprendida.
—Sí, claro —respondió al cabo—. ¿Y dónde? ¿Qué tal Le Gavroche y tú invitas?
—Excelente. Reservaré para las ocho horas.
—Es broma, ¿no?
Qué respuesta más extraña. ¿Por qué iba a gastarle una broma tan rara a alguien a quien apenas conocía?
—No. ¿Es aceptable a las ocho horas de esta noche?
—A ver si lo entiendo… ¿Me invitas a cenar en Le Gavroche esta noche?
Si lo sumaba a la pregunta acerca de mi nombre, empezaba a pensar que esa mujer era lo que Gene llamaría «de pocas luces». Me planteé retirar la oferta o al menos utilizar alguna táctica de dilación hasta poder comprobar su cuestionario, pero no se me ocurrió ninguna forma socialmente aceptable de conseguirlo y confirmé que había interpretado mi oferta correctamente. Cuando dio media vuelta y se marchó, caí en la cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
Llamé a Gene de inmediato. Al principio mostró cierta confusión, seguida de alborozo. Quizá no esperaba que manejase a la candidata con tanta eficacia.
—Se llama Rosie, y eso es cuanto voy a decirte. Diviértete. Y recuerda lo que te he dicho del sexo.
Fue una lástima que Gene no me proporcionara más detalles, porque surgió un problema: en Le Gavroche no había ninguna mesa libre a la hora acordada. Intenté localizar el perfil de Rosie en el ordenador y por una vez las fotos sirvieron de algo. La mujer que había entrado en mi despacho no se parecía a ninguna candidata cuyo nombre empezara por R. Habría rellenado uno de los cuestionarios en papel. Pero Gene no estaba y tenía el teléfono desconectado.
Me vi obligado a actuar de un modo que, pese a no ser estrictamente ilegal, sin duda era inmoral. Lo justifiqué diciéndome que mucho más inmoral sería incumplir mi compromiso con Rosie. Las reservas on-line de Le Gavroche tenían un apartado VIP, y reservé con el nombre de la decana después de acceder al sistema mediante un programa de pirateo relativamente simple.
Llegué a las 19.59. El restaurante se hallaba en el interior de un importante hotel. Encadené mi bicicleta en el vestíbulo porque fuera diluviaba. Por suerte no hacía frío y mi chaqueta Gore-Tex me había protegido a la perfección. La camiseta que llevaba debajo ni siquiera estaba húmeda.
Se acercó un hombre uniformado. Señaló la bicicleta, pero yo hablé antes de que pudiera protestar.
—Soy el profesor Lawrence y he interactuado con su sistema de reservas a las diecisiete horas once minutos.
Al parecer, el empleado no conocía a la decana, o quizá me tomó por otro profesor Lawrence, porque sólo comprobó un sujetapapeles y asintió. Me impresionó la eficacia, aunque eran las 20.01 y Rosie no aparecía. Quizá hubiera llegado b) un poco temprano y ya se hubiese sentado.
Pero entonces surgió un problema.
—Lo siento, señor, pero tenemos normas de etiqueta.
Lo sabía. Estaba en negrita en su página web. Los caballeros debían llevar chaqueta.
—Si no hay chaqueta, no hay comida, ¿correcto?
—Más o menos, señor.
¿Qué iba yo a objetar a semejante regla? Estaba dispuesto a no quitarme la chaqueta en toda la comida. Seguramente en el restaurante habría aire acondicionado a una temperatura acorde con dicha exigencia.
Seguí avanzando hacia la puerta del restaurante, pero el empleado me cerró el paso.
—Lo siento, a lo mejor no me he explicado con claridad. Tiene que llevar chaqueta.
—Llevo chaqueta.
—Me temo que exigimos algo más formal, señor.
El empleado del hotel señaló su propia chaqueta como ejemplo. Para defender lo que ocurrió a continuación, me remito a la definición de chaqueta del Oxford English Dictionary (Compacto, 2.ª edición): «Prenda exterior que cubre el tronco».
También quiero subrayar que la palabra «chaqueta» aparece en las instrucciones para el cuidado de mi relativamente nueva y absolutamente limpia «chaqueta» de Gore-Tex. Pero al parecer la definición del empleado se limitaba a «chaqueta de vestir convencional».
—Podemos prestarle una, señor. De un estilo similar a ésta.
—¿Tienen un surtido de chaquetas? ¿De todas las tallas posibles?
No añadí que la necesidad de mantener semejante inventario era una prueba inequívoca de su incapacidad para transmitir la norma con claridad y que sería más práctico que mejorasen su redacción o que la abandonasen definitivamente. Tampoco mencioné que sin duda el coste de la adquisición de chaquetas y la tintorería lo sumaban al precio de la comida. ¿Sabían sus clientes que estaban subvencionando un almacén de ropa?
—No sé qué decirle al respecto, señor. Permita que le organice lo de la chaqueta.
Huelga señalar que me incomodó la idea de que me vistieran con una prenda de uso público e higiene discutible. Por un momento me sentí abrumado por lo irrazonable de la situación. Ya me estresaba prepararme para el segundo encuentro con una mujer que quizá se convirtiera en mi pareja de por vida. Y ahora, la institución a la que pagaba para que nos suministrasen una comida —el «proveedor de servicios» que debía hacer lo posible para que me sintiera cómodo— ponía obstáculos arbitrarios en mi camino. Mi chaqueta de Gore-Tex, una prenda de alta tecnología que me había protegido de la lluvia y la nieve, estaba siendo comparada de forma irracional, injusta y obstruccionista con el equivalente en lana esencialmente decorativo del empleado. Había pagado 1015 dólares por ella, incluidos los 120 del amarillo reflectante. Expuse mi argumento.
—Mi chaqueta es superior a la suya según todos los criterios razonables: impermeable al agua, visibilidad en la penumbra, capacidad de almacenaje. —Bajé la cremallera para dejar a la vista los bolsillos interiores y continué—: Velocidad de secado, resistencia a las manchas de alimentos, capucha…
El empleado seguía sin mostrar ninguna reacción interpretable, pese a que seguramente yo había alzado la voz.
—Resistencia a la tensión infinitamente superior…
A fin de ilustrar este último punto, tiré de las solapas de la chaqueta del empleado. No tenía la menor intención de romperlas, pero de pronto un desconocido me agarró por detrás e intentó arrojarme al suelo. Respondí automáticamente con un derribo de bajo impacto para neutralizarlo sin descolocarme las gafas. El término «bajo impacto» se aplica al practicante de artes marciales que sabe cómo caer. Esta persona no sabía y se desplomó pesadamente.
Me volví para mirarlo. Era enorme y parecía enfadado. Para prevenir subsiguientes ataques violentos, me vi obligado a sentarme encima.
—Apártate, joder. Te mataré, cabrón —me espetó.
Con semejantes premisas, resultaba ilógico concederle lo que pedía. Entonces llegó otro hombre e intentó apartarme. Preocupado por si Gorila 1 cumplía su amenaza, no tuve más remedio que neutralizar también a Gorila 2. Aunque no había heridos de gravedad, era una situación social muy incómoda y sentí que me bloqueaba mentalmente.
Por suerte, llegó Rosie.
—¡Rosie! —exclamó el Hombre Chaqueta, al parecer sorprendido.
Era evidente que la conocía. Rosie nos miró a ambos y dijo:
—Profesor Tillman… Don… ¿Qué pasa?
—Llegas tarde —le dije—. Tenemos un problema social.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó el Hombre Chaqueta a Rosie.
—¿Acaso crees que he adivinado su nombre? —Rosie sonó beligerante y pensé que quizá no fuese el enfoque más adecuado. Sin duda debíamos buscar el modo de disculparnos y marcharnos. Supuse que ya no cenaríamos allí.
Se había congregado una pequeña multitud y se me ocurrió que podía llegar otro gorila, por lo que tenía que pensar en la manera de liberar una mano sin soltar a los dos gorilas anteriores. En el proceso, uno metió un dedo en el ojo del otro y sus niveles de ira se incrementaron visiblemente. El Hombre Chaqueta añadió:
—Ha atacado a Jason.
—Ya. Pobre Jason, siempre la víctima —replicó Rosie.
Entonces pude verla. Llevaba un vestido negro sin adornos, botas negras de suela gruesa e ingentes cantidades de plata en los brazos. Tenía el cabello rojo de punta, como una nueva especie de cactus. Había oído el calificativo «deslumbrante» para describir a una mujer, pero era la primera vez que una me deslumbraba literalmente. No era sólo el vestido, o las joyas, tampoco ninguna característica individual de Rosie, sino el efecto del conjunto. No sabía si su aspecto podía considerarse convencionalmente hermoso o siquiera aceptable para el restaurante que había rechazado mi chaqueta. «Deslumbrante» era la palabra adecuada. Pero lo que hizo a continuación me deslumbró aún más. Sacó el teléfono del bolso y nos apuntó. Un flash centelleó dos veces. El Hombre Chaqueta avanzó para arrebatárselo.
—Ni de coña —le espetó Rosie—. Me lo pasaré tan bien con estas fotos que esos chicos no volverán a currar de porteros en su vida. «Profesor da una lección a unos gorilas».
Mientras ella hablaba, llegó un hombre tocado con un gorro de cocinero. Conversó brevemente con el Hombre Chaqueta y, tras acordar que nos dejarían marchar sin nuevas hostilidades, Rosie me pidió que soltara a mis atacantes. Todos nos levantamos. Siguiendo la tradición, hice una reverencia antes de tender la mano a ambos hombres, y por fin comprendí que eran las huestes del personal de seguridad. Sólo hacían su trabajo y habían arriesgado su integridad física en cumplimiento del deber. Pareció que no esperaban la formalidad, pero luego uno se rio y me estrechó la mano, y el otro siguió su ejemplo. Fue una buena resolución, pero ya se me habían quitado las ganas de cenar en el restaurante.
Cogí la bicicleta y salimos a la calle. Esperaba que Rosie estuviera enfadada por el incidente, pero sonreía. Le pregunté de qué conocía al Hombre Chaqueta.
—Yo antes trabajaba ahí.
—¿Elegiste el restaurante porque estabas familiarizada con él?
—Podría decirse así. Me apetecía restregárselo por la cara, aunque a lo mejor no tanto. —Se echó a reír.
Le dije que su solución había sido brillante.
—Trabajo en un bar. No es sólo un bar, es el Marquess of Queensbury. Me gano la vida tratando con capullos.
Señalé que si hubiese llegado puntual podría haber usado sus habilidades sociales y la violencia habría sido innecesaria.
—Entonces me alegro de haber llegado tarde. Eso era judo, ¿no?
—Aikido. —Mientras cruzábamos la calle cambié la bicicleta de lado, colocándola entre ambos—. También domino el kárate, pero en esa situación el aikido era más apropiado.
—Y que lo digas. Se tarda un montón en aprenderlo, ¿verdad?
—Empecé con siete años.
—¿Con qué frecuencia entrenas?
—Tres días a la semana, salvo en caso de enfermedad, festividades oficiales o cuando viajo al extranjero para dar conferencias.
—¿Por qué empezaste?
Me señalé las gafas.
—La venganza de los empollones —sentenció Rosie.
—Es la primera vez, desde el colegio, que he tenido que utilizarlo como defensa personal. Lo practico sobre todo para mantenerme en forma. —Me había relajado un poco y Rosie me proporcionaba la oportunidad de deslizar una pregunta que aparecía en el cuestionario del Proyecto Esposa—. ¿Tú haces ejercicio de forma regular?
—Depende de lo que entiendas por «regular». —Rio de nuevo—. Soy la persona menos en forma del planeta.
—El ejercicio es importantísimo para la salud.
—Eso dice mi padre. Es entrenador personal, en mi caso a tiempo completo. Por mi cumpleaños me regaló el carnet de socio de un gimnasio: del suyo. Está empeñado en que entrenemos juntos para un triatlón.
—Pues deberías seguir su consejo.
—Y una mierda, tengo casi treinta años. No necesito que mi padre me diga lo que debo hacer. —Cambió de tema—. Oye, me muero de hambre. Vamos a pillar una pizza.
No estaba preparado para plantearme ir a un restaurante después del trauma anterior. Le dije que tenía la intención de volver a mi plan original para esa noche, que era cenar en casa.
—¿Tienes bastante para dos? Todavía me debes la cena.
Era verdad, pero ese día ya había vivido demasiados acontecimientos no programados.
—Vamos, no criticaré tu forma de cocinar. Yo no cocino ni aunque me maten.
No me preocupaban las críticas a mi cocina, pero la falta de habilidades culinarias por su parte era ya, en lo que iba de noche, su tercer error en el cuestionario del Proyecto Esposa, después de la impuntualidad y la mala forma física. Y seguramente había un cuarto: era muy improbable que su profesión de camarera se correspondiese con el nivel intelectual requerido. No tenía ningún sentido continuar.
Antes de que pudiera protestar, Rosie paró un taxi monovolumen con suficiente espacio para mi bicicleta.
—¿Dónde vives? —me preguntó.